BAJO LAS AGUAS DEL PANTANO DEL TRANCO-18
LA NAVIDAD EN HORNOS Y EN LA VEGA
QUE HOY CUBREN LAS AGUAS
Es una cosa muy profunda que ahora se toma como juerga pero allí no se vivía así. Los días anteriores a la Navidad se venían diciendo en el pueblo unas misas que le decían “las jornaditas”. Eran unas misas que se hacían recordando el viaje que hicieron San José y la Virgen desde Nazaret a Belén cuando fueron a empadronarse. Recuerdo que mi abuela tenía un libro que le decían “El libro de las Jornaditas”. Y cada día tocaba una conmemoración de cuando iban hacia Belén, cuando se paraban a descansar... en fin, recordando ese viaje a empadronarse a Belén.
Y en la iglesia también se hacían las misas de las Jornaditas y cantaban ya los villancicos que iban los del coro a cantar, las canciones de las Jornadicas antes de irse a la aceituna. Pero luego claro, si no llovía, tenían que irse a las aceitunas. Y ya cuando venían de las aceitunas, unos días antes las mujeres, los mantecados los tenían hechos, las tortas de manteca y to eso, lo tenían preparado de antes y cuando al caer el día llegaban las personas de mi pueblo del campo de recoger las aceitunas, pues se juntaban las familias, se comían la cena o lo que hubieran preparado.
Lo normal era una buena cazuela, digo cazuela porque esto era lo que decíamos en nuestra tierra, de lomo, de costillas, de chorizo... Todo lo mejorcico de la matanza. Una buena cazuela de aquello y después hacían una ensalá que se le echaba agua, azúcar, un poquito de vino blanco y allí desgranaban una graná y echaban granás, granos de uvas, un melón que estuviera bien dulce que lo probaban cuando lo abrían y lo hacían trocicos en cuadradicos lo mismo que los dados y de todo aquello hacían una ensalá, como de postre, esto que ahora dicen por aquí una macedonia.
Allí no le decíamos macedonia sino la ensalá de Nochebuena y también se hacía otra cosa parecida, con vino, agua, azúcar y melocotones que le decíamos cuerva. Y aquello estaba riquísimo pero a nosotros los niños nos daban muy poquito porque tenía vino y lo que más nos daban era de lo del contenido que tenía de frutas pero con muy poco caldo y estaba buenísimo y esto era de postre. Y ya después venían las tortas de manteca, los mantecados, los borrachuelos, todo hecho en las casas y luego venía la preparación para acudir a la misa del gallo pero antes de esto, mi padre con la guitarra, con zambombas, con dos tapaderas de aquellas de cocina como platillos, chin, chin, chin, tocando y cantando “aguilandos”.
Todavía me acuerdo de los “aguilandos” que se cantaban por aquellos tiempos en mi tierra. En mi familia se cantaba uno que decía:
Dicen que es más blanco el Niño
que el vellón de mi cordero,
más rubio que el canelo
y más dulce que la miel.
Dicen que tanto vale
Porque es hijo del Dios vivo
y tanto dicen que vale
que nadie puede decirlo.
Se dejó a las ovejas para ir a Belén
que el cielo las guarde,
que el cielo las guarde,
que las guarda bien.
Vamos a Belén pastores
con tambores y timbales
con tambores y timbales y timbales,
a cantarle gloria al Niño
al Niño que tanto vale,
al Niño que tanto vale, tanto vale.
Vámonos pronto que no se hiele
que si se hiela bien que nos pierde
Vámonos pronto que no se hiele
que si se hiela bien que nos pierde.
Esto lo cantaba mi madre y mi abuela cantaba otro también. Voy a cantarlo pero es que ya no puedo porque me ahogo y a pesar de mi deseo, ni mucho menos lo canto yo con aquella voz y sentimiento que le ponía mi abuela. Dice así:
A Belén a ver el Niño
va cantando una gitana,
con las tocas al desaire
y las mantillas terciadas.
Cuando llega a la cueva
y San José que salío:
“No hay que despertar el Niño
que hace poco se durmió.
Lo ha dormido una doncella,
mucho más bella que el sol,
sus cabellos son de oro
sus mejillas de arrebol”.
Es mucho más largo pero es que ya no me acuerdo de más porque hace tanto tiempo que no lo canto ni lo oigo cantar que se me olvidan las cosas. ¡Fíjate tú lo bonito que esto era! Otro que cantaba mi padre, con su guitarra, que parecía un ángel, porque ya te he dicho que él tenía una gran voz, decía:
Esta noche es Noche Buena
y no es noche de dormir,
que está la Virgen de parto
y está a punto de parir.
Ha de parir un niñito
blanco, rubio y sonrosado
que lo quiere el Padre Dios,
para guardar su ganado.
¡Ay! Qué tomillito
¡Ay! Qué tomillar,
¡Ay! Qué tomillito
duro de arrancar.
A la mar me voy
de la mar me vengo,
con una “jumera”
que me voy cayendo.
Esto era haciendo mención a lo que se bebía. Y ya te digo: la Navidad allí en aquella tierra mía, al menos la que yo conocí, era familiar, llena de gracia y alegría entre las personas conocidas y sana como los mismos aires que llenan y perfuman los montes que rodean la Vega.
Allí todo el mundo se hacía su zambomba. De la vejiga de la orina de los cerdos cuando los mataban para la matanza me hacían a mí una zambomba. Le decíamos la botija. Aquello mi madre me lo iba estirando y con un carrizo de los que cogíamos en el río y un puchero o una lata vieja me hacía una zambomba. A mí y a todos los chiquillos y las personas mayores, zambombas grandes.
Mi tío Daniel, el que te he dicho que era hermano de mi padre y que también te he dicho que quiso ser religioso Dominico y no pudo. Estuvo en el convento de Almagro, en la provincia de Ciudad Real pero a consecuencias de la ropa interior que tenía que se lo imponían las reglas de la orden, que era una tela gruesa y basta, se le cubrió todo el cuerpo de eccema y tuvo que salirse. Pero él toda su vida la siguió viviendo como si hubiera sido verdadero religioso con su profesión. De él son esos libros del Año Cristiano que te he enseñado. Regalos de mi tío Daniel.
Pues a mi tío Daniel, cuando era niño para reírse las mujeres pero una broma inocente, le enseñaron un aguilando y le dijeron que fuera al cuartel de la Guardia Civil a tocar la zambomba y cantarlo. Y cuando luego yo se lo oía contar es que me moría de risa. Llegó mi tío Daniel con la zambomba y empezó a cantar:
El aguilando te pido
y si no me lo quieres dar,
quiera Dios que te se seque
La tripa del cagalar.
Y él, en vez de decir cagalar, no se acordó bien de lo que tenía que decir y dijo: “Quiera Dios que te se seque la tripa del cagalón”. Dice: “Salieron los Guardias Civiles allí y las mujeres:” “Chiquillo ¿quién te ha enseñado eso?” Dice: “Me entraron pa dentro y me inflaron de mantecaos y yo decía: no quiero más que me pongo malo”.
Allí lo que hacían también mucho por estas fechas era la mistela que a mi madre le salía muy buena pero yo no sé cómo se hacía. Era una bebida muy clásica de Hornos y se hacía mucho en la Navidad.
Pues acabada la cena y estos cantos y alegrías que te he dicho, lo que se hacía era esperar la misa del gallo. ¡Que vaya Misa del Gallo la de Hornos de Segura, vaya Misa del Gallo! Y las de Orcera, el tiempo que estuvimos en ese cortijillo, también había un coro que era digno se oírse. Pero en Hornos las Misas del Gallo, eran famosas. Acudían de todos aquellos cortijos y de todas aquellas aldeas la gente a la Misa del Gallo.
Y cuando se salía de la misa, allí eso de juergas descontroladas y borracheras, ni se conocía. Todo era ¡Viva el Niño Jesús! Y luminarias por las calles con romero. ¡Viva la Virgen Santísima! ¡Viva San José! ¡Viva el Niño Jesús! Esto era la Nochebuena de Hornos y de los cortijos.
Nosotros en el Soto nos juntábamos la familia entera. Unas veces se bajaban mis abuelos. Otras veces no se bajaban y se quedaban con mi tío y los mantecados y las tortas de manteca y la mistela y unas lumbres grandes y cuando yo les preguntaba ellos me decían que aquellas lumbres tenían que ser así de grandes porque el Niño tenía frío y necesitaba calentarse. “Que esta noche nace el Niño y hace mucho frío”. ¡Venga leña y venga todos allí alrededor para que el Niño se calentara y no tuviera frío! Esto y otras muchas cosas que ya no caben en este librico, eran las Nochebuenas en mi pueblo de Hornos y en mi Vega del Soto.
La noche del veinticuatro era como te he contado pero el día veinticinco también era un día muy especial. Y como tanta devoción se le tenía allí a estas fiestas, que era de verdad, pues el veinticinco, aunque hiciera un buen día de sol, nadie salía a coger aceitunas. Se dedican a celebrar el nacimiento del Niño Jesús. Entonces aquel día, la costumbre de la comida, por la mañana otra vez las tortas, los mantecados... y a medio día, pues en todas las casas, bueno en las que podían, pues lo que se mataba era un gallo. Donde tenían pavos, mataban un pavo pero en mi casa no había pavos. Yo te cuento lo que veía en mi casa y pavos allí, yo no recuerdo haber visto nada más que en el Chorreón que sí había pavos reales.
Pero en mi cortijo, lo que había eran gallinas. ¡Que tenía mi madre una maná de gallinas, que válgame Dios! Porque es que ella tenía costumbre de todas las “lluecas” que se le quedaban, las echaba a “engorar” los huevos. A los veintiún día salían los pollos y había unas bandás de pollos allí con las lluecas cloc, cloc y los pollos detrás de las madres pío, pío, que daba miedo. Pues eso es lo que había allí y esto es lo que teníamos.
Y lo de la moñona era una gallina que tenía un manojo de plumas en la cabeza en forma de moño y por eso le decíamos moñonas. Había una que desde que era chiquitilla, se acostumbró a que yo le diera de comer en mi mano. Corría detrás de mí y aunque mi madre les echara de comer, ella siempre se venía a mi lado para que le diera yo en mano. Esta era mi gallina moñona con la cual me pasaba las horas jugando y también con mi gata mansa.
En todos los cortijos había un gallo que era como el despertador. En mi cortijo teníamos un despertador muy antiguo pero no lo poníamos casi nunca porque nos gustaba más el canto del gallo para despertarse y era puntual. Lo mismo que te decía que hubiera sido digno de grabar los conciertos de los pastores con sus flautas y los ruiseñores cantando, también lo hubiera sido grabar el canto de estos gallos a media noche y al amanecer en toda la Vega de Hornos. Sin un ruido de tractor ni de coche ni de moto ni de na. Solamente el susurro de si corría viento, los árboles o los pájaros al despuntar el día y de madrugada, los cantos de los gallos que algunas veces se oían de un cortijo a otro porque había algunos gallos que tenían una garganta prodigiosa. Y eran los que despertaban, por lo menos en mi casa.
Cuando tenían que ir a trabajar lejos, se ponían de acuerdo, al segundo canto del gallo o al tercer canto del gallo que solía ser siempre al amanecer. El gallo no se descuidaba, era mejor que un reloj. Al primer canto del gallo se despertaban y el gallo seguía cantando hasta que conseguía despertarlos a todos y le echaban el pienso a los mulos. Al segundo canto del gallo, otro pienso a los mulos y el otro canto era al amanecer que ya, cuando le echaban nuevamente pienso a los mulos, empezaban ellos a levantarse y a disponerse y a ponerse la ropa de trabajo para irse a trabajar al campo.
Y eran despertadores que no fallaban. Por eso te decía que hubiera sido digno de grabar, en la madrugá, el canto de todos los gallos de la Vega de Hornos. En cada cortijo su gallo madrugador para que la gente se fuera a su trabajo y nunca fallaban. Hasta incluso cuando empezaron las obras del Tranco, los que se colocaron a trabajar en el pantano y no tenían reloj, se guiaban por el canto del gallo para despertarse y irse al trabajo y nunca llegaban tarde.
Entonces estos gallos siempre se respetaban y no se eliminaban hasta que no salía otro de las crías nuevas que fuera mejor pero siempre se procuraba conservar el mejor. De los otros, pues ya se iban matando en los días así más señalados como en Navidad o alguna cosa que se celebrara en la casa. Pero los gallos despertadores siempre eran muy respetados. Cualquiera que se recuerde de este detalle sabrá que los gallos allí eran muy importantes porque eran los que despertaban y nunca fallaban.
Pero en aquella Vega mía, por las noches, quitando el canto de estos gallos despertadores, los otros sonidos que se oían eran el croar de las ranas que en primavera y en verano no paraban en toda la noche, el canto de los grillos, los sonidos de algún mochuelo, el tolón de algún cencerro al moverse las vacas y ya el rumor del agua corriendo por la acequia y el viento moviendo las hojas de los álamos. Con el canto de los gallos, y cuando la primavera estaba en todo su esplendor, la dulce música que tanto me gusta y nunca olvido: la de mis ruiseñores. Al amanecer y al caer las tardes, siempre desgranaban sus alegres trinos y aquello era como la señal de que Dios estaba allí junto a nosotros y dando vida a la naturaleza entera.
Y te digo, para aclarar las cosas, que aunque el día de Navidad, teníamos la costumbre de matar un buen gallo para la comida del medio día, también en mi pueblo y en aquella Vega había familias más necesitadas y a estas familias, entre todos les dábamos lo que en mi tierra llamamos “aguilando”. Que no era dinero sino morcillas, tocino, mantecados, tortas, unos garbanzos... cosas para que comieran aquellos días y tampoco les faltara a ellos. Y a esto le decíamos “aguilando”, en nuestra tierra.
La fiesta de los reyes magos allí, era una fiesta muy inocente. Yo era ya muy mayorcia cuando todavía creía que eran los reyes los que echaban los juguetes por la chimenea y los que se encargaban de mantenerme la ilusión eran mis abuelos. Entonces por la noche poníamos nuestras alpargaticas en la chimenea, nos acostábamos pronto porque decían que si no nos dormíamos los reyes no pasaban y mi abuelo hasta me hacía creer que volaban con los camellos, que andaban por los tejados y que estaban muy bien informados de si nos habíamos portado bien o mal.
Y entonces nos echaban algún juguetico. Siempre en mi casa el que se preocupaba de los reyes, sobre todo era mi abuelo que para esto era muy ilusionante. Ya te digo, algún juguetico de madera o de cartón, una cacerolica de cocina chiquitilla, una pandereta también pequñica que la confeccionaba él mismo porque el abuelo era muy modoso y también a veces, pues una naranja juntica con aquello o una onza de chocolate, unos caramelos, unos alpargaticos... estas cosicas así pero nos ilusionaban mucho levantarnos por la mañana temprano y salir corriendo en busca de nuestros alpargates a ver lo que habían dejado los reyes.
Estos regalos que se ven ahora, entonces no lo había. Yo me acuerdo que una vez tuve una muñeca de cartón y aquella me duró para toda mi infancia.
Por los días de Navidad era cuando se recogían las aceitunas, que por aquellos tiempos todo era también a brazo. Sin artilugios de maquinarias ni nada como parece que ahora sí van a inventar. Si lo hay ahora ni lo sé ni lo conozco, yo entonces lo que conocía era todo varear, los hombres con los mantones y las mujeres en el suelo recogiendo las que quedaban.
Y para limpiar las aceitunas ponían el mantón en una posición que ellos sabían cómo tenía que ser de manera que fueran cogiendo las aceitunas enfrente del montón. La que se cogía de los mantones vareá, la iban echando en un mantón porque la que se cogía del suelo, ya iba limpia pero las que caían de las olivas derribadas con las varas, pues siempre iban tallos de olivas y para no llevarlas con aquellos tallos porque había que llevarlas limpias, iban ya todos los días provistos de un recipiente que era una palangana, en nuestra tierra le decíamos zafa, vieja o que ya no sirviera.
Llenaban la zafa de aceitunas y lo mismo que se aventaba el trigo en las eras, puede decirse que se aventaban también las aceitunas. Lo hacían las personas jóvenes que tenían fuerza. En mi casa lo hacían mis hermanos. Llenaban la zafa de aceitunas y el mantón lo tenían ya puesto en un sitio donde pudieran recogerlo. Miraban para ver de dónde venía el aire y cuando lo averiguaban, se ponían en posición y tiraban las aceitunas y el aire se llevaba los tallos y la aceituna caían limpias en el mantón que habían preparado y los tallos se iban fueran, con el aire que pasaba. Y ya la recogían limpias y de allí las envasaban en los capachos de pleita, que era lo que había entonces.
El cribón era un artilugio rectangular con dos patas delanteras bajas y dos patas de atrás más altas con el fin de que se quedara así, inclinado. En la parte de arriba había como un cajón con los alambres cruzados. Arriba se quedaban los tallos y las aceitunas pasaban por los agujeros de la criba y caían a una espuerta que se ponía debajo donde se recogían limpias. Pero antes de que se conociera el cribón la limpieza de la aceituna se hacía como ya te he dicho: aventándola.
Los mismos hombres, mi padre y mis hermanos, hacían la pleita, después mi padre cosía los capachos. Ahora aquí son sacos, no sé allí lo que será pero entonces eran capachos hechos en la casa. Y las meriendas en las aceitunas, pues eso ya te lo he contado. Unas comidas pero fuertes, fuertes que yo ahora no me las puedo comer. Pan casero, cosas de matanza, fritao con tajadas de longaniza, chorizo o morcilla y de fruta, pues granadas, membrillos, un melón, un buen racimo de uvas.
Que las uvas mi madre, con hilo bramante, las ataba a un lado y a otro y hacía como una romana, colgaba el hilo de las uvas en las puntas del techo en la cámara y allí se conservaban. Luego, no tenía nada más que coger un racimo o dos y echarlos para la merienda en los olivares y a comer uvas frescas como si estuvieran recién cogidas de los parrales.
En aquella hermosa Vega mía, como en todas las partes del mundo, las personas también tenían sus accidentes y se ponían malos. Pero allí, para casi todas las enfermedades, teníamos nuestros remedios naturales que casi siempre eran plantas criadas en la tierra que pisábamos y nos rodeaba. A modo de ejemplo te digo algunas para que tú veas, una ves más, el mundo tan completo que era aquel rincón precioso de mi Vega amada.
Las higueras abundaban mucho en mi vega. De chiquitilla tenía yo unas verrugas en la mano izquierda y justo en el dedo del corazón y en el dedo anular. Menudas pero muchas. Un día, una mujer de Orcera me dijo: “¿Por qué no te quitas esas verrugas?” Y yo le pregunté: “¿Y con qué?” Y entonces ella me dijo: “Con una hoja de higuera. Cuando está verde y tiene todos sus higos sin madurar, arranca una hoja y ese líquido blanquecino que suelta, te lo flotas bien en las verrugas. Pero muchos días sin interrupción. Lo mismo da que sea la hoja o un higo verde”. Y yo le hice caso a la mujer y durante todo el verano lo estuve haciendo sin descansar un solo día y las verrugas se me fueron secando y achicando y se me cayeron. Yo no sé si a otra persona le podrá dar resultado. A mí me dio y de esta manera se me quitaron para siempre las verrugas y sin dolor ninguno.
El árnica es una hierba que mi madre conocía muy bien y aquello servía para curar las partes doloridas del cuerpo. Si los hombres en el campo y el trabajo se daban algún golpe, o si alguien tenía dolores en las articulaciones y se le producía una torcedura, entonces mi madre cocía el árnica. Con el agua caliente ponía compresas en la parte dolorida y la hierba la machacaba y hacía como un emplasto y la aplicaba a la parte dolorida y con aquello encontraban un gran remedio.
La hierba de la sangre era una planta que mi madre conocía muy bien y la recolectaba. Cuando había erupciones en el cuerpo, que salían granillos chicos, esto que decimos ahora salpullio, pues hervía tallos de esta hierba, nos la daba en infusiones y con aquella agua frotaba las partes donde estaba el salpullio y se curaba y desaparecía.
Sanalotó, era una planta que tenía otro nombre que ahora no recuerdo pero allí en la Vega se quedó con el de sanalotó por las propiedades curativas que tenía. La trajo mi abuela de su tierra Lorquina, de Lorca. Crecía hasta la altura de un geranio grande. Tenía las hojas ovaladas. En las quemaduras y en las heridas era donde más se usaba. Tenía como una telilla, mucho más fina que un papel de fumar. Mi abuela siempre nos tenía dicho a todos que nunca pincharan en las ampollas de las quemaduras. Ella sabría por qué lo haría.
Cuando había una quemadura a las hojas de sanalotó le quitaban ese pellejito que te he dicho y echaba un olor agradable al tiempo que soltaba un líquido suave. Las hojas la iban aplicando encima de la quemadura e iba secando la ampolla y la quemadura también y algunas veces no quedaba ni señal.
Era muy buena también para las heridas pero en estos casos, antes de poner la hoja de sanalotó, cuando se cortaba algún segador o se hacía alguna herida, mi madre, lo primero que hacía era atar con una cinta y formaba lo que ahora decimos torniquete. Lavaba muy bien la herida con agua y jabón casero y después la taponaba con sal gorda. Y allí se hacía como una pasta dura y la sangre se cortaba. Era como un tapón. Cuando se había cortado la sangre, con agua y muy suavemente, iba deshaciendo la sal y despegándola de la herida. Cuando caía toda la sal, la herida había parado de sangrar y entonces aplicaba la hoja de sanalotó y la vendaba con vendas que ella tenía siempre preparada de las sábanas viejas.
En mi casa mi madre siempre tenía vendas de estas sábanas viejas que eran de la misma anchura de las vendas de ahora y tan limpicas y suaves como la misma seda.
El eucalipto se usaba para curar los catarros. Mi madre cocía eucalipto en una olla grande y cuando estaba el agua hirviendo nos ponía la olla delante, nos echaba una manta por encima de aquellas de cuadros de la sierra y teníamos que estar respirando aquello hasta que nos hacía sudar. Esto lo hacía varias noches seguidas y con aquel sudor nos acostaba y nos tapaba bien y en pocos días empezábamos a notar que respirábamos mejor y que el catarro se nos iba. Estaba demostrado, en aquella Vega mía, que aquel remedio era buenísimo para la respiración.
El poleo y la mejorana eran muy eficaces para los cólicos y los dolores de vientre. La manzanilla también pero esta planta las conoce todo el mundo.
La tinturria y el orobal eran dos plantas silvestres que conocía mi madre. Las cocía y había que tomarlas en infusiones por la mañana en ayunas. Estaba amargo como la hiel. Con estas plantas se combatían las fiebres del paludismo. Si las fiebres no cedían y eran muy fuertes, había que recurrir a la quinina. Pero si no eran fiebres fuertes, la tinturria, las contenía.
Cuando había ronqueras, con agua tibia y una cucharaica de miel, nos ponían a hacer gárgaras y aquello sí era agradable porque la miel sí estaba buena y por eso a veces nos los tragábamos. Pero suavizaba la garganta y mejoraba la ronquera. Y aunque no salía con mucha frecuencia, sí alguna vez que otra a las personas les salía una cosa que se llama herpes. Para curar esta dolencia se usaba la tinta y yo no sé qué propiedad tenía pero secaba la erupción y la enfermedad cedía poco a poco.
Cantinuará…
http://es.geocities.com/cas_orla/
Es una cosa muy profunda que ahora se toma como juerga pero allí no se vivía así. Los días anteriores a la Navidad se venían diciendo en el pueblo unas misas que le decían “las jornaditas”. Eran unas misas que se hacían recordando el viaje que hicieron San José y la Virgen desde Nazaret a Belén cuando fueron a empadronarse. Recuerdo que mi abuela tenía un libro que le decían “El libro de las Jornaditas”. Y cada día tocaba una conmemoración de cuando iban hacia Belén, cuando se paraban a descansar... en fin, recordando ese viaje a empadronarse a Belén.
Y en la iglesia también se hacían las misas de las Jornaditas y cantaban ya los villancicos que iban los del coro a cantar, las canciones de las Jornadicas antes de irse a la aceituna. Pero luego claro, si no llovía, tenían que irse a las aceitunas. Y ya cuando venían de las aceitunas, unos días antes las mujeres, los mantecados los tenían hechos, las tortas de manteca y to eso, lo tenían preparado de antes y cuando al caer el día llegaban las personas de mi pueblo del campo de recoger las aceitunas, pues se juntaban las familias, se comían la cena o lo que hubieran preparado.
Lo normal era una buena cazuela, digo cazuela porque esto era lo que decíamos en nuestra tierra, de lomo, de costillas, de chorizo... Todo lo mejorcico de la matanza. Una buena cazuela de aquello y después hacían una ensalá que se le echaba agua, azúcar, un poquito de vino blanco y allí desgranaban una graná y echaban granás, granos de uvas, un melón que estuviera bien dulce que lo probaban cuando lo abrían y lo hacían trocicos en cuadradicos lo mismo que los dados y de todo aquello hacían una ensalá, como de postre, esto que ahora dicen por aquí una macedonia.
Allí no le decíamos macedonia sino la ensalá de Nochebuena y también se hacía otra cosa parecida, con vino, agua, azúcar y melocotones que le decíamos cuerva. Y aquello estaba riquísimo pero a nosotros los niños nos daban muy poquito porque tenía vino y lo que más nos daban era de lo del contenido que tenía de frutas pero con muy poco caldo y estaba buenísimo y esto era de postre. Y ya después venían las tortas de manteca, los mantecados, los borrachuelos, todo hecho en las casas y luego venía la preparación para acudir a la misa del gallo pero antes de esto, mi padre con la guitarra, con zambombas, con dos tapaderas de aquellas de cocina como platillos, chin, chin, chin, tocando y cantando “aguilandos”.
Todavía me acuerdo de los “aguilandos” que se cantaban por aquellos tiempos en mi tierra. En mi familia se cantaba uno que decía:
Dicen que es más blanco el Niño
que el vellón de mi cordero,
más rubio que el canelo
y más dulce que la miel.
Dicen que tanto vale
Porque es hijo del Dios vivo
y tanto dicen que vale
que nadie puede decirlo.
Se dejó a las ovejas para ir a Belén
que el cielo las guarde,
que el cielo las guarde,
que las guarda bien.
Vamos a Belén pastores
con tambores y timbales
con tambores y timbales y timbales,
a cantarle gloria al Niño
al Niño que tanto vale,
al Niño que tanto vale, tanto vale.
Vámonos pronto que no se hiele
que si se hiela bien que nos pierde
Vámonos pronto que no se hiele
que si se hiela bien que nos pierde.
Esto lo cantaba mi madre y mi abuela cantaba otro también. Voy a cantarlo pero es que ya no puedo porque me ahogo y a pesar de mi deseo, ni mucho menos lo canto yo con aquella voz y sentimiento que le ponía mi abuela. Dice así:
A Belén a ver el Niño
va cantando una gitana,
con las tocas al desaire
y las mantillas terciadas.
Cuando llega a la cueva
y San José que salío:
“No hay que despertar el Niño
que hace poco se durmió.
Lo ha dormido una doncella,
mucho más bella que el sol,
sus cabellos son de oro
sus mejillas de arrebol”.
Es mucho más largo pero es que ya no me acuerdo de más porque hace tanto tiempo que no lo canto ni lo oigo cantar que se me olvidan las cosas. ¡Fíjate tú lo bonito que esto era! Otro que cantaba mi padre, con su guitarra, que parecía un ángel, porque ya te he dicho que él tenía una gran voz, decía:
Esta noche es Noche Buena
y no es noche de dormir,
que está la Virgen de parto
y está a punto de parir.
Ha de parir un niñito
blanco, rubio y sonrosado
que lo quiere el Padre Dios,
para guardar su ganado.
¡Ay! Qué tomillito
¡Ay! Qué tomillar,
¡Ay! Qué tomillito
duro de arrancar.
A la mar me voy
de la mar me vengo,
con una “jumera”
que me voy cayendo.
Esto era haciendo mención a lo que se bebía. Y ya te digo: la Navidad allí en aquella tierra mía, al menos la que yo conocí, era familiar, llena de gracia y alegría entre las personas conocidas y sana como los mismos aires que llenan y perfuman los montes que rodean la Vega.
Allí todo el mundo se hacía su zambomba. De la vejiga de la orina de los cerdos cuando los mataban para la matanza me hacían a mí una zambomba. Le decíamos la botija. Aquello mi madre me lo iba estirando y con un carrizo de los que cogíamos en el río y un puchero o una lata vieja me hacía una zambomba. A mí y a todos los chiquillos y las personas mayores, zambombas grandes.
Mi tío Daniel, el que te he dicho que era hermano de mi padre y que también te he dicho que quiso ser religioso Dominico y no pudo. Estuvo en el convento de Almagro, en la provincia de Ciudad Real pero a consecuencias de la ropa interior que tenía que se lo imponían las reglas de la orden, que era una tela gruesa y basta, se le cubrió todo el cuerpo de eccema y tuvo que salirse. Pero él toda su vida la siguió viviendo como si hubiera sido verdadero religioso con su profesión. De él son esos libros del Año Cristiano que te he enseñado. Regalos de mi tío Daniel.
Pues a mi tío Daniel, cuando era niño para reírse las mujeres pero una broma inocente, le enseñaron un aguilando y le dijeron que fuera al cuartel de la Guardia Civil a tocar la zambomba y cantarlo. Y cuando luego yo se lo oía contar es que me moría de risa. Llegó mi tío Daniel con la zambomba y empezó a cantar:
El aguilando te pido
y si no me lo quieres dar,
quiera Dios que te se seque
La tripa del cagalar.
Y él, en vez de decir cagalar, no se acordó bien de lo que tenía que decir y dijo: “Quiera Dios que te se seque la tripa del cagalón”. Dice: “Salieron los Guardias Civiles allí y las mujeres:” “Chiquillo ¿quién te ha enseñado eso?” Dice: “Me entraron pa dentro y me inflaron de mantecaos y yo decía: no quiero más que me pongo malo”.
Allí lo que hacían también mucho por estas fechas era la mistela que a mi madre le salía muy buena pero yo no sé cómo se hacía. Era una bebida muy clásica de Hornos y se hacía mucho en la Navidad.
Pues acabada la cena y estos cantos y alegrías que te he dicho, lo que se hacía era esperar la misa del gallo. ¡Que vaya Misa del Gallo la de Hornos de Segura, vaya Misa del Gallo! Y las de Orcera, el tiempo que estuvimos en ese cortijillo, también había un coro que era digno se oírse. Pero en Hornos las Misas del Gallo, eran famosas. Acudían de todos aquellos cortijos y de todas aquellas aldeas la gente a la Misa del Gallo.
Y cuando se salía de la misa, allí eso de juergas descontroladas y borracheras, ni se conocía. Todo era ¡Viva el Niño Jesús! Y luminarias por las calles con romero. ¡Viva la Virgen Santísima! ¡Viva San José! ¡Viva el Niño Jesús! Esto era la Nochebuena de Hornos y de los cortijos.
Nosotros en el Soto nos juntábamos la familia entera. Unas veces se bajaban mis abuelos. Otras veces no se bajaban y se quedaban con mi tío y los mantecados y las tortas de manteca y la mistela y unas lumbres grandes y cuando yo les preguntaba ellos me decían que aquellas lumbres tenían que ser así de grandes porque el Niño tenía frío y necesitaba calentarse. “Que esta noche nace el Niño y hace mucho frío”. ¡Venga leña y venga todos allí alrededor para que el Niño se calentara y no tuviera frío! Esto y otras muchas cosas que ya no caben en este librico, eran las Nochebuenas en mi pueblo de Hornos y en mi Vega del Soto.
La noche del veinticuatro era como te he contado pero el día veinticinco también era un día muy especial. Y como tanta devoción se le tenía allí a estas fiestas, que era de verdad, pues el veinticinco, aunque hiciera un buen día de sol, nadie salía a coger aceitunas. Se dedican a celebrar el nacimiento del Niño Jesús. Entonces aquel día, la costumbre de la comida, por la mañana otra vez las tortas, los mantecados... y a medio día, pues en todas las casas, bueno en las que podían, pues lo que se mataba era un gallo. Donde tenían pavos, mataban un pavo pero en mi casa no había pavos. Yo te cuento lo que veía en mi casa y pavos allí, yo no recuerdo haber visto nada más que en el Chorreón que sí había pavos reales.
Pero en mi cortijo, lo que había eran gallinas. ¡Que tenía mi madre una maná de gallinas, que válgame Dios! Porque es que ella tenía costumbre de todas las “lluecas” que se le quedaban, las echaba a “engorar” los huevos. A los veintiún día salían los pollos y había unas bandás de pollos allí con las lluecas cloc, cloc y los pollos detrás de las madres pío, pío, que daba miedo. Pues eso es lo que había allí y esto es lo que teníamos.
Y lo de la moñona era una gallina que tenía un manojo de plumas en la cabeza en forma de moño y por eso le decíamos moñonas. Había una que desde que era chiquitilla, se acostumbró a que yo le diera de comer en mi mano. Corría detrás de mí y aunque mi madre les echara de comer, ella siempre se venía a mi lado para que le diera yo en mano. Esta era mi gallina moñona con la cual me pasaba las horas jugando y también con mi gata mansa.
En todos los cortijos había un gallo que era como el despertador. En mi cortijo teníamos un despertador muy antiguo pero no lo poníamos casi nunca porque nos gustaba más el canto del gallo para despertarse y era puntual. Lo mismo que te decía que hubiera sido digno de grabar los conciertos de los pastores con sus flautas y los ruiseñores cantando, también lo hubiera sido grabar el canto de estos gallos a media noche y al amanecer en toda la Vega de Hornos. Sin un ruido de tractor ni de coche ni de moto ni de na. Solamente el susurro de si corría viento, los árboles o los pájaros al despuntar el día y de madrugada, los cantos de los gallos que algunas veces se oían de un cortijo a otro porque había algunos gallos que tenían una garganta prodigiosa. Y eran los que despertaban, por lo menos en mi casa.
Cuando tenían que ir a trabajar lejos, se ponían de acuerdo, al segundo canto del gallo o al tercer canto del gallo que solía ser siempre al amanecer. El gallo no se descuidaba, era mejor que un reloj. Al primer canto del gallo se despertaban y el gallo seguía cantando hasta que conseguía despertarlos a todos y le echaban el pienso a los mulos. Al segundo canto del gallo, otro pienso a los mulos y el otro canto era al amanecer que ya, cuando le echaban nuevamente pienso a los mulos, empezaban ellos a levantarse y a disponerse y a ponerse la ropa de trabajo para irse a trabajar al campo.
Y eran despertadores que no fallaban. Por eso te decía que hubiera sido digno de grabar, en la madrugá, el canto de todos los gallos de la Vega de Hornos. En cada cortijo su gallo madrugador para que la gente se fuera a su trabajo y nunca fallaban. Hasta incluso cuando empezaron las obras del Tranco, los que se colocaron a trabajar en el pantano y no tenían reloj, se guiaban por el canto del gallo para despertarse y irse al trabajo y nunca llegaban tarde.
Entonces estos gallos siempre se respetaban y no se eliminaban hasta que no salía otro de las crías nuevas que fuera mejor pero siempre se procuraba conservar el mejor. De los otros, pues ya se iban matando en los días así más señalados como en Navidad o alguna cosa que se celebrara en la casa. Pero los gallos despertadores siempre eran muy respetados. Cualquiera que se recuerde de este detalle sabrá que los gallos allí eran muy importantes porque eran los que despertaban y nunca fallaban.
Pero en aquella Vega mía, por las noches, quitando el canto de estos gallos despertadores, los otros sonidos que se oían eran el croar de las ranas que en primavera y en verano no paraban en toda la noche, el canto de los grillos, los sonidos de algún mochuelo, el tolón de algún cencerro al moverse las vacas y ya el rumor del agua corriendo por la acequia y el viento moviendo las hojas de los álamos. Con el canto de los gallos, y cuando la primavera estaba en todo su esplendor, la dulce música que tanto me gusta y nunca olvido: la de mis ruiseñores. Al amanecer y al caer las tardes, siempre desgranaban sus alegres trinos y aquello era como la señal de que Dios estaba allí junto a nosotros y dando vida a la naturaleza entera.
Y te digo, para aclarar las cosas, que aunque el día de Navidad, teníamos la costumbre de matar un buen gallo para la comida del medio día, también en mi pueblo y en aquella Vega había familias más necesitadas y a estas familias, entre todos les dábamos lo que en mi tierra llamamos “aguilando”. Que no era dinero sino morcillas, tocino, mantecados, tortas, unos garbanzos... cosas para que comieran aquellos días y tampoco les faltara a ellos. Y a esto le decíamos “aguilando”, en nuestra tierra.
La fiesta de los reyes magos allí, era una fiesta muy inocente. Yo era ya muy mayorcia cuando todavía creía que eran los reyes los que echaban los juguetes por la chimenea y los que se encargaban de mantenerme la ilusión eran mis abuelos. Entonces por la noche poníamos nuestras alpargaticas en la chimenea, nos acostábamos pronto porque decían que si no nos dormíamos los reyes no pasaban y mi abuelo hasta me hacía creer que volaban con los camellos, que andaban por los tejados y que estaban muy bien informados de si nos habíamos portado bien o mal.
Y entonces nos echaban algún juguetico. Siempre en mi casa el que se preocupaba de los reyes, sobre todo era mi abuelo que para esto era muy ilusionante. Ya te digo, algún juguetico de madera o de cartón, una cacerolica de cocina chiquitilla, una pandereta también pequñica que la confeccionaba él mismo porque el abuelo era muy modoso y también a veces, pues una naranja juntica con aquello o una onza de chocolate, unos caramelos, unos alpargaticos... estas cosicas así pero nos ilusionaban mucho levantarnos por la mañana temprano y salir corriendo en busca de nuestros alpargates a ver lo que habían dejado los reyes.
Estos regalos que se ven ahora, entonces no lo había. Yo me acuerdo que una vez tuve una muñeca de cartón y aquella me duró para toda mi infancia.
Por los días de Navidad era cuando se recogían las aceitunas, que por aquellos tiempos todo era también a brazo. Sin artilugios de maquinarias ni nada como parece que ahora sí van a inventar. Si lo hay ahora ni lo sé ni lo conozco, yo entonces lo que conocía era todo varear, los hombres con los mantones y las mujeres en el suelo recogiendo las que quedaban.
Y para limpiar las aceitunas ponían el mantón en una posición que ellos sabían cómo tenía que ser de manera que fueran cogiendo las aceitunas enfrente del montón. La que se cogía de los mantones vareá, la iban echando en un mantón porque la que se cogía del suelo, ya iba limpia pero las que caían de las olivas derribadas con las varas, pues siempre iban tallos de olivas y para no llevarlas con aquellos tallos porque había que llevarlas limpias, iban ya todos los días provistos de un recipiente que era una palangana, en nuestra tierra le decíamos zafa, vieja o que ya no sirviera.
Llenaban la zafa de aceitunas y lo mismo que se aventaba el trigo en las eras, puede decirse que se aventaban también las aceitunas. Lo hacían las personas jóvenes que tenían fuerza. En mi casa lo hacían mis hermanos. Llenaban la zafa de aceitunas y el mantón lo tenían ya puesto en un sitio donde pudieran recogerlo. Miraban para ver de dónde venía el aire y cuando lo averiguaban, se ponían en posición y tiraban las aceitunas y el aire se llevaba los tallos y la aceituna caían limpias en el mantón que habían preparado y los tallos se iban fueran, con el aire que pasaba. Y ya la recogían limpias y de allí las envasaban en los capachos de pleita, que era lo que había entonces.
El cribón era un artilugio rectangular con dos patas delanteras bajas y dos patas de atrás más altas con el fin de que se quedara así, inclinado. En la parte de arriba había como un cajón con los alambres cruzados. Arriba se quedaban los tallos y las aceitunas pasaban por los agujeros de la criba y caían a una espuerta que se ponía debajo donde se recogían limpias. Pero antes de que se conociera el cribón la limpieza de la aceituna se hacía como ya te he dicho: aventándola.
Los mismos hombres, mi padre y mis hermanos, hacían la pleita, después mi padre cosía los capachos. Ahora aquí son sacos, no sé allí lo que será pero entonces eran capachos hechos en la casa. Y las meriendas en las aceitunas, pues eso ya te lo he contado. Unas comidas pero fuertes, fuertes que yo ahora no me las puedo comer. Pan casero, cosas de matanza, fritao con tajadas de longaniza, chorizo o morcilla y de fruta, pues granadas, membrillos, un melón, un buen racimo de uvas.
Que las uvas mi madre, con hilo bramante, las ataba a un lado y a otro y hacía como una romana, colgaba el hilo de las uvas en las puntas del techo en la cámara y allí se conservaban. Luego, no tenía nada más que coger un racimo o dos y echarlos para la merienda en los olivares y a comer uvas frescas como si estuvieran recién cogidas de los parrales.
En aquella hermosa Vega mía, como en todas las partes del mundo, las personas también tenían sus accidentes y se ponían malos. Pero allí, para casi todas las enfermedades, teníamos nuestros remedios naturales que casi siempre eran plantas criadas en la tierra que pisábamos y nos rodeaba. A modo de ejemplo te digo algunas para que tú veas, una ves más, el mundo tan completo que era aquel rincón precioso de mi Vega amada.
Las higueras abundaban mucho en mi vega. De chiquitilla tenía yo unas verrugas en la mano izquierda y justo en el dedo del corazón y en el dedo anular. Menudas pero muchas. Un día, una mujer de Orcera me dijo: “¿Por qué no te quitas esas verrugas?” Y yo le pregunté: “¿Y con qué?” Y entonces ella me dijo: “Con una hoja de higuera. Cuando está verde y tiene todos sus higos sin madurar, arranca una hoja y ese líquido blanquecino que suelta, te lo flotas bien en las verrugas. Pero muchos días sin interrupción. Lo mismo da que sea la hoja o un higo verde”. Y yo le hice caso a la mujer y durante todo el verano lo estuve haciendo sin descansar un solo día y las verrugas se me fueron secando y achicando y se me cayeron. Yo no sé si a otra persona le podrá dar resultado. A mí me dio y de esta manera se me quitaron para siempre las verrugas y sin dolor ninguno.
El árnica es una hierba que mi madre conocía muy bien y aquello servía para curar las partes doloridas del cuerpo. Si los hombres en el campo y el trabajo se daban algún golpe, o si alguien tenía dolores en las articulaciones y se le producía una torcedura, entonces mi madre cocía el árnica. Con el agua caliente ponía compresas en la parte dolorida y la hierba la machacaba y hacía como un emplasto y la aplicaba a la parte dolorida y con aquello encontraban un gran remedio.
La hierba de la sangre era una planta que mi madre conocía muy bien y la recolectaba. Cuando había erupciones en el cuerpo, que salían granillos chicos, esto que decimos ahora salpullio, pues hervía tallos de esta hierba, nos la daba en infusiones y con aquella agua frotaba las partes donde estaba el salpullio y se curaba y desaparecía.
Sanalotó, era una planta que tenía otro nombre que ahora no recuerdo pero allí en la Vega se quedó con el de sanalotó por las propiedades curativas que tenía. La trajo mi abuela de su tierra Lorquina, de Lorca. Crecía hasta la altura de un geranio grande. Tenía las hojas ovaladas. En las quemaduras y en las heridas era donde más se usaba. Tenía como una telilla, mucho más fina que un papel de fumar. Mi abuela siempre nos tenía dicho a todos que nunca pincharan en las ampollas de las quemaduras. Ella sabría por qué lo haría.
Cuando había una quemadura a las hojas de sanalotó le quitaban ese pellejito que te he dicho y echaba un olor agradable al tiempo que soltaba un líquido suave. Las hojas la iban aplicando encima de la quemadura e iba secando la ampolla y la quemadura también y algunas veces no quedaba ni señal.
Era muy buena también para las heridas pero en estos casos, antes de poner la hoja de sanalotó, cuando se cortaba algún segador o se hacía alguna herida, mi madre, lo primero que hacía era atar con una cinta y formaba lo que ahora decimos torniquete. Lavaba muy bien la herida con agua y jabón casero y después la taponaba con sal gorda. Y allí se hacía como una pasta dura y la sangre se cortaba. Era como un tapón. Cuando se había cortado la sangre, con agua y muy suavemente, iba deshaciendo la sal y despegándola de la herida. Cuando caía toda la sal, la herida había parado de sangrar y entonces aplicaba la hoja de sanalotó y la vendaba con vendas que ella tenía siempre preparada de las sábanas viejas.
En mi casa mi madre siempre tenía vendas de estas sábanas viejas que eran de la misma anchura de las vendas de ahora y tan limpicas y suaves como la misma seda.
El eucalipto se usaba para curar los catarros. Mi madre cocía eucalipto en una olla grande y cuando estaba el agua hirviendo nos ponía la olla delante, nos echaba una manta por encima de aquellas de cuadros de la sierra y teníamos que estar respirando aquello hasta que nos hacía sudar. Esto lo hacía varias noches seguidas y con aquel sudor nos acostaba y nos tapaba bien y en pocos días empezábamos a notar que respirábamos mejor y que el catarro se nos iba. Estaba demostrado, en aquella Vega mía, que aquel remedio era buenísimo para la respiración.
El poleo y la mejorana eran muy eficaces para los cólicos y los dolores de vientre. La manzanilla también pero esta planta las conoce todo el mundo.
La tinturria y el orobal eran dos plantas silvestres que conocía mi madre. Las cocía y había que tomarlas en infusiones por la mañana en ayunas. Estaba amargo como la hiel. Con estas plantas se combatían las fiebres del paludismo. Si las fiebres no cedían y eran muy fuertes, había que recurrir a la quinina. Pero si no eran fiebres fuertes, la tinturria, las contenía.
Cuando había ronqueras, con agua tibia y una cucharaica de miel, nos ponían a hacer gárgaras y aquello sí era agradable porque la miel sí estaba buena y por eso a veces nos los tragábamos. Pero suavizaba la garganta y mejoraba la ronquera. Y aunque no salía con mucha frecuencia, sí alguna vez que otra a las personas les salía una cosa que se llama herpes. Para curar esta dolencia se usaba la tinta y yo no sé qué propiedad tenía pero secaba la erupción y la enfermedad cedía poco a poco.
Cantinuará…
http://es.geocities.com/cas_orla/
1 comentario:
Es realmente interesante lo que escribes, de vez en cuando paso por tu blog para deleitarme con esos relatos que tanto me suenan, son como me los contara alguien my cercano, me he asombrado al ver el villancico ese de :el aguilando te pido si no me l0o quieres dar quiera dios que te se seue la tripa del cagalar, lo he oido a lo largo de mi vida , todas las navidades , y eso que no soy demasiado mayor.
Soy Cazorleña aunque vivo fuera de a tierra desde hace 34 años,quizá por eo siento una enorme nostalgia cada vez que paso por tu blog y leo cosas que me he oido tanto en mi infancia.Gracias por los ratos que me haces pasar
Margarita
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