BAJO LAS AGUAS DEL PANTANO DEL TRANCO-36
ABUELO Y NIETA
El abuelo baja por el cerrillo y va recogiendo los trozos de madera que sobraron de los pinos cortados. Los va dejando amontonados en los sitios visibles y cuando cree que tiene suficiente se vuelve para atrás y poco a poco se los va llevando al cortijo. Enciende la lumbre en la chimenea y enseguida se pone a calentar las migas de harina de maíz. Mientras las dora en el calor de la lumbre, charla con los que han venido de tierras lejanas y la niña.
‑Cuando terminemos de comernos las migas de panizo os voy a llevar por donde van los caminos ahí donde el Guadalquivir se junta con el río de Hornos. Sobre esas laderas de rocas aún siguen brotando los manantiales de aquellos tiempos ¿te acuerdas?
‑ Tanto me acuerdo yo de esos manantiales de aguas limpias que hasta los he soñado mil veces y te lo digo en serio: no hay sueño más gozoso en el mundo que el de esos manantiales limpios brotando por entre las rocas rojas de esta Vega nuestra.
¿Te cuento también lo de mi abuelo?
- Tú cuenta que a los recuerdos no hay que ponerle límites.
- ¡Eso es! Lo que tú veas que no es oportuno, no lo pongas. Muchas veces acordándome de mi abuelo materno, he llorado. Pa mí, su convivencia con él, fue muy entrañable. Le gustaba mucho la pesca. Se iba al río a pescar y yo, como era el “tanganillo”, que iba siempre de la mano de todos, pues me iba con él. Mientras él pescaba yo corriendo detrás de las mariposas por la llanura, por la orilla del río. Me acuerdo que cuando mi abuelo cogía algún pez chiquitillo, me llamaba, con mucho cuidado, entre los dos, le quitábamos el anzuelo y lo devolvíamos al río. “Mira, abuelo, ya nada otra vez”, le decía yo contenta. De vez en cuando, se ponía y me contaba historias. Y me contaba muchas cosas de su tierra de Lorca. Con mucha frecuencia me hablaba de su Virgen de las Huertas, que es la patrona de Lorca.
Como ya te he dicho, mis abuelos eran de Lorca y el motivo de venir por esta tierra fue que en Orcera había una familia muy poderosa, muy rica porque tenían muchas fincas y muchos cortijos y ellos querían hacer una fábrica de aceite en cada uno de los cortijos de su propiedad. Te estoy hablando de Los Parras. Una gran familia muy rica y poderosa, tanto que se puede decir que Los Parras y Los Olivares eran los dueños de casi media sierra. Doña Rosario Olivares era la propietaria del pequeño cortijo que te he dicho que mi padre arrendó en Orcera cuando ya se sabía que nos íbamos de las tierras de Hornos. Cuando yo la conocí era viuda. Su marido se llamaba don Eduardo y era magistrado y murió durante la guerra de muerte natural quedando viuda sin hijos. Entonces su fortuna la heredó los hijos de un hermano único que estaba casado con doña Carmen Zamora procedente de Siles.
El padre de esta señora se llamaba don Ramón Olivares que provenía de Segura y su madre, doña Carolina Parras que era de Orcera. Don Ramón Olivares eran los dueños del cortijo de Los Parrales y como mis abuelos eran los arrendatarios, por eso nació allí mi padre. Hermana de doña Carolina Parra, era doña Aurora, una señora muy importante de Orcera que murió muy anciana. Y me acuerdo de una hija que tenía ciega que se llamaba Loly y cuando yo iba a misa a Orcera, esta señora acudía en compañía de su madre, de su hermana doña Carmen y doña María Miñarro que era esposa de don Genaro que murió en la guerra. Doña Carmen estaba casada con otro señor que era don Antonio Alfaro. Y doña Aurora tenía otra hija que se llamaba la señorita Isabel que estaba con la mente un poco perturbada. El marido se llamaba don Gonzalo y ella estaba en una casa que ahora dicen casa de salud y reposo y to eso.
Toda esta familia eran excelentes personas que tenían muchas propiedades por Orcera, por Los Parrales, por Bujaraiza y eran los dueños del cortijo Nogueras, de un cortijo que le decían La Dehesilla y había otro cortijo que le llamaban La Dehesa pero este era de doña Sacramento, que fue esposa de don José Parras que tenía dos hijos que se llamaban Loly y Ramoncito. Don Ramón Olivares pasaba mucho por la puerta de mi cortijo montado a caballo y como era un gran amigo de mi abuelo Cesáreo, porque como había estado trabajando con ellos, lo conocían muy bien. Y siempre que pasaba por el camino real, por la puerta del Soto, paraba el caballo y decía: “¿Dónde está Cesáreo?”. Y mi abuelo salía diciendo: “¿Por qué me llama usted, es que me trae un puro?”. Y a don Ramón Olivares le hacía mucha gracia y por eso casi siempre le traía un buen puro de los que le gustaban a mi abuelo.
Pues mi abuelo Cesáreo, trabajaba en el arsenal de Cartagena. Era un mecánico excelente y entonces estos señores fueron por aquel terreno, no sé si es que alguien los encaminó hacia allí o por su cuenta, buscando a un buen mecánico que les pusiera en marcha las fábricas de aceite que ellos querían montar en sus fincas. Y como mi abuelo era un gran artista en el oficio que tenía y quizá porque alguien se lo recomendó, el caso es que lo buscaron a él y se vino, contratao por Los Parras, con su mujer, que era mi abuela y los hijos y entre ellos, mi madre que vino pequeña a estas tierras.
Primero vino a Orcera, pusieron en marcha las fábricas de aceite que yo no sé si todavía estarán en funcionamiento, porque todo esto, con las cooperativas modernas, seguro no funcionará. Pero ellos montaron fábricas de aceite en un cortijo que se llamaba Los Ahorcaos, otro que se llamaba La Vicaría, otro cortijo que se llamaba el Borbotón y sé que había más pero ya no me acuerdo de tantos nombres. Esto mis padres sí te lo hubieran podido explicar bien.
Cuando ya pusieron en marcha todas estas fábricas, que entonces se le decían molinos, todos los depósitos grandes de aceite fueron confeccionados en el taller de mi abuelo y por eso de siempre a mi abuelo le llamaron maestro pero no era maestro nacional sino maestro del que practica un oficio. También cuando vino a Hornos, mi abuelo, artesanalmente confeccionaba los calderos para las matanzas, las farolas de petróleo que se usaban antes para el alumbrado en los pueblos, las de Hornos, Orcera y otros pueblos las hizo él y de aquí viene que en mi familia, a mis tíos y demás, se les quedara el apodo de hojalatero. Del trabajo y el oficio que tenía mi abuelo.
Cuando él murió, que fue la primera muerte que yo presencié en mi familia, expiró besando el crucifijo que yo todavía conservo. Era en los tiempos de la guerra, por el año treinta y ocho. Murió llamando a su Virgen de las Huertas. Y de tal manera me describió el santuario de la virgen que ya mayor, una vez le supliqué a mi marido que me llevara a conocer aquellas tierras. Cuando yo llegué al Santuario de la Virgen de las Huertas, no pude contener el llanto porque todo lo que iba viendo, era igual a lo que mi abuelo me había contado.
A mí me daba la impresión que lo había visto en otras ocasiones. Todo era la descripción tan exacta y bella que me abuelo me había hecho de su tierra. Allí estuve hablando con un padre Franciscano de la comunidad religiosa que es la que custodiaba el santuario y le dejé un funeral encargado a mis difuntos. Se lo merecían, porque en la enfermedad de mi padre, mis abuelos maternos, ayudaron pagando médicos, medicinas y hasta alimentación.
Y ahora me acuerdo yo y digo “mis abuelos, cuando me llevaban de la mano, aquella larguirucha, flacucha que no valía para nada, ¿hubieran pensado entonces, que al cabo de sesenta años después de muertos, aquella chiquilla los iba a recordar así?” Pues así es. Que todavía los recuerdo. Unas personas muy entrañables. Y que convivieron mucho en el Soto. Sólo que eso: que no eran ni propietarios ni fundadores. Eran los padres de mi madre pero que en el Soto tuvieron mucho que ver.
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El abuelo baja por el cerrillo y va recogiendo los trozos de madera que sobraron de los pinos cortados. Los va dejando amontonados en los sitios visibles y cuando cree que tiene suficiente se vuelve para atrás y poco a poco se los va llevando al cortijo. Enciende la lumbre en la chimenea y enseguida se pone a calentar las migas de harina de maíz. Mientras las dora en el calor de la lumbre, charla con los que han venido de tierras lejanas y la niña.
‑Cuando terminemos de comernos las migas de panizo os voy a llevar por donde van los caminos ahí donde el Guadalquivir se junta con el río de Hornos. Sobre esas laderas de rocas aún siguen brotando los manantiales de aquellos tiempos ¿te acuerdas?
‑ Tanto me acuerdo yo de esos manantiales de aguas limpias que hasta los he soñado mil veces y te lo digo en serio: no hay sueño más gozoso en el mundo que el de esos manantiales limpios brotando por entre las rocas rojas de esta Vega nuestra.
¿Te cuento también lo de mi abuelo?
- Tú cuenta que a los recuerdos no hay que ponerle límites.
- ¡Eso es! Lo que tú veas que no es oportuno, no lo pongas. Muchas veces acordándome de mi abuelo materno, he llorado. Pa mí, su convivencia con él, fue muy entrañable. Le gustaba mucho la pesca. Se iba al río a pescar y yo, como era el “tanganillo”, que iba siempre de la mano de todos, pues me iba con él. Mientras él pescaba yo corriendo detrás de las mariposas por la llanura, por la orilla del río. Me acuerdo que cuando mi abuelo cogía algún pez chiquitillo, me llamaba, con mucho cuidado, entre los dos, le quitábamos el anzuelo y lo devolvíamos al río. “Mira, abuelo, ya nada otra vez”, le decía yo contenta. De vez en cuando, se ponía y me contaba historias. Y me contaba muchas cosas de su tierra de Lorca. Con mucha frecuencia me hablaba de su Virgen de las Huertas, que es la patrona de Lorca.
Como ya te he dicho, mis abuelos eran de Lorca y el motivo de venir por esta tierra fue que en Orcera había una familia muy poderosa, muy rica porque tenían muchas fincas y muchos cortijos y ellos querían hacer una fábrica de aceite en cada uno de los cortijos de su propiedad. Te estoy hablando de Los Parras. Una gran familia muy rica y poderosa, tanto que se puede decir que Los Parras y Los Olivares eran los dueños de casi media sierra. Doña Rosario Olivares era la propietaria del pequeño cortijo que te he dicho que mi padre arrendó en Orcera cuando ya se sabía que nos íbamos de las tierras de Hornos. Cuando yo la conocí era viuda. Su marido se llamaba don Eduardo y era magistrado y murió durante la guerra de muerte natural quedando viuda sin hijos. Entonces su fortuna la heredó los hijos de un hermano único que estaba casado con doña Carmen Zamora procedente de Siles.
El padre de esta señora se llamaba don Ramón Olivares que provenía de Segura y su madre, doña Carolina Parras que era de Orcera. Don Ramón Olivares eran los dueños del cortijo de Los Parrales y como mis abuelos eran los arrendatarios, por eso nació allí mi padre. Hermana de doña Carolina Parra, era doña Aurora, una señora muy importante de Orcera que murió muy anciana. Y me acuerdo de una hija que tenía ciega que se llamaba Loly y cuando yo iba a misa a Orcera, esta señora acudía en compañía de su madre, de su hermana doña Carmen y doña María Miñarro que era esposa de don Genaro que murió en la guerra. Doña Carmen estaba casada con otro señor que era don Antonio Alfaro. Y doña Aurora tenía otra hija que se llamaba la señorita Isabel que estaba con la mente un poco perturbada. El marido se llamaba don Gonzalo y ella estaba en una casa que ahora dicen casa de salud y reposo y to eso.
Toda esta familia eran excelentes personas que tenían muchas propiedades por Orcera, por Los Parrales, por Bujaraiza y eran los dueños del cortijo Nogueras, de un cortijo que le decían La Dehesilla y había otro cortijo que le llamaban La Dehesa pero este era de doña Sacramento, que fue esposa de don José Parras que tenía dos hijos que se llamaban Loly y Ramoncito. Don Ramón Olivares pasaba mucho por la puerta de mi cortijo montado a caballo y como era un gran amigo de mi abuelo Cesáreo, porque como había estado trabajando con ellos, lo conocían muy bien. Y siempre que pasaba por el camino real, por la puerta del Soto, paraba el caballo y decía: “¿Dónde está Cesáreo?”. Y mi abuelo salía diciendo: “¿Por qué me llama usted, es que me trae un puro?”. Y a don Ramón Olivares le hacía mucha gracia y por eso casi siempre le traía un buen puro de los que le gustaban a mi abuelo.
Pues mi abuelo Cesáreo, trabajaba en el arsenal de Cartagena. Era un mecánico excelente y entonces estos señores fueron por aquel terreno, no sé si es que alguien los encaminó hacia allí o por su cuenta, buscando a un buen mecánico que les pusiera en marcha las fábricas de aceite que ellos querían montar en sus fincas. Y como mi abuelo era un gran artista en el oficio que tenía y quizá porque alguien se lo recomendó, el caso es que lo buscaron a él y se vino, contratao por Los Parras, con su mujer, que era mi abuela y los hijos y entre ellos, mi madre que vino pequeña a estas tierras.
Primero vino a Orcera, pusieron en marcha las fábricas de aceite que yo no sé si todavía estarán en funcionamiento, porque todo esto, con las cooperativas modernas, seguro no funcionará. Pero ellos montaron fábricas de aceite en un cortijo que se llamaba Los Ahorcaos, otro que se llamaba La Vicaría, otro cortijo que se llamaba el Borbotón y sé que había más pero ya no me acuerdo de tantos nombres. Esto mis padres sí te lo hubieran podido explicar bien.
Cuando ya pusieron en marcha todas estas fábricas, que entonces se le decían molinos, todos los depósitos grandes de aceite fueron confeccionados en el taller de mi abuelo y por eso de siempre a mi abuelo le llamaron maestro pero no era maestro nacional sino maestro del que practica un oficio. También cuando vino a Hornos, mi abuelo, artesanalmente confeccionaba los calderos para las matanzas, las farolas de petróleo que se usaban antes para el alumbrado en los pueblos, las de Hornos, Orcera y otros pueblos las hizo él y de aquí viene que en mi familia, a mis tíos y demás, se les quedara el apodo de hojalatero. Del trabajo y el oficio que tenía mi abuelo.
Cuando él murió, que fue la primera muerte que yo presencié en mi familia, expiró besando el crucifijo que yo todavía conservo. Era en los tiempos de la guerra, por el año treinta y ocho. Murió llamando a su Virgen de las Huertas. Y de tal manera me describió el santuario de la virgen que ya mayor, una vez le supliqué a mi marido que me llevara a conocer aquellas tierras. Cuando yo llegué al Santuario de la Virgen de las Huertas, no pude contener el llanto porque todo lo que iba viendo, era igual a lo que mi abuelo me había contado.
A mí me daba la impresión que lo había visto en otras ocasiones. Todo era la descripción tan exacta y bella que me abuelo me había hecho de su tierra. Allí estuve hablando con un padre Franciscano de la comunidad religiosa que es la que custodiaba el santuario y le dejé un funeral encargado a mis difuntos. Se lo merecían, porque en la enfermedad de mi padre, mis abuelos maternos, ayudaron pagando médicos, medicinas y hasta alimentación.
Y ahora me acuerdo yo y digo “mis abuelos, cuando me llevaban de la mano, aquella larguirucha, flacucha que no valía para nada, ¿hubieran pensado entonces, que al cabo de sesenta años después de muertos, aquella chiquilla los iba a recordar así?” Pues así es. Que todavía los recuerdo. Unas personas muy entrañables. Y que convivieron mucho en el Soto. Sólo que eso: que no eran ni propietarios ni fundadores. Eran los padres de mi madre pero que en el Soto tuvieron mucho que ver.
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