BAJO LAS AGUAS DEL PANTANO DEL TRANCO-11
EL BAILE EN LA FUENTE DE LA HIGUERA
Mira, lo de la Fuente de la Higuera lo tengo yo muy andado y conocido, porque como ya te he contado, todas las cartas de aquellas familias, iban a mi casa. Unas veces subía yo a llevárselas y otras veces bajan ellas. Así que me acuerdo todavía de las muchas personas bondadosas que allí había. Todas las familias eran muy buenas personas y también me quisieron mucho.
Y me acuerdo, después de terminada la guerra que como ya te decía había tanta alegría, un año, la hermana Ramona “La Corta”, vistió una cruz. La cruz que antes te decía era tan celebrada en mayo. Allí se juntaron todas las mocicas de la Vega. Fueron a tocar, de músicos, los hijos de Pascual. El que tocaba el violín se llamaba Amador y el otro, que tocaba la guitarra, no me acuerdo cómo se llamaba. Y también fue la Eufrasina, la Eufrasina, mi ídolo del acordeón. Yo me la comía con la vista cuando tocaba Eufrasina el acordeón.
Me pegué una “panzá” de bailar muy grande pero bailé menos que otras, porque casi todo el rato me lo pasé detrás de la Eufrasina y me la comía a ella y al acordeón con la vista. ¡Pero qué bien tocaba aquella mujer! Y allí las mocicas bailando por un lado y las chiquillas por otro. Pero allí me fijaba yo en las mocicas mayores y las miraba y decía: ¡Pero que guapas son estas mujeres!” Todas peinaicas para atrás. Se marcaban ellas una ondicas como podían, con unas horquillas pero nada más. Y, sin embargo ¡qué guapas eran todas de verdad! Si empiezo a darte nombres no termino nunca. Puedo darte algunos y como me voy a olvidar de otros, sin querer las voy a ofender y por eso es mejor no dar ningún nombre de aquellas mocicas tan guapas de mi Vega de Hornos.
Ya te digo ¡qué guapas eran todas y qué día nos pasamos aquel tres de mayo en la Fuente de la Higuera! Eso a mí no se me olvidará nunca. Como tampoco se me olvidará un hecho muy curioso que aquel día ocurrió: la hermana Ramona La Corta, que en su casa fue la fiesta, era muy graciosa. Además de muy buena persona, era muy simpática y la gracia le salía a chorros. Y llevaba la ropa larga, como todas las mujeres de su época. Con mucho vuelo, vestidica de negro, con su pañuelo negro rodeaico en la cabeza, como lo llevaban las mujeres de edad y la ropa larga.
Ella, tan feliz se sentía aquel día, que se puso a bailar nada menos que un vals. Sola en medio de todas las mocicas. Empezó a dar vueltas y la hermosa ropa amplia que llevaba, tomó vuelo y aire y aquello fue lo más precioso de la fiesta. Con todo lo guapas que estaban las muchachas, ver a la hermana Ramona bailar aquel día, en medio de las otras mocicas, era lo más digno y emocionante que nunca he visto yo en mi vida. Aquello fue digno de haberse grabado en la televisión, que cosas menos importantes se hacen ahora y tienen gracia. Fue... vamos, de risa y de emoción, ella tan sola con la ropa tomando vuelo y todas las mocicas rodeándola y llenas de alegría. Te lo digo en serio: fue una preciosidad.
- ¿Además del vals, qué otras piezas se bailaban entonces?
- Unas veces, los muchachos y las muchachas, bailaban agarrados pero con mucha decencia. Era a ratos. En unos momentos se bailaba unas cosas y en otros, otras. También hacían parejas y entonces se bailaba lo que nosotros conocíamos como “el suelto”. Y como allí no tenían castañuelas, hacían los sones con los dedos, así: deslizando con fuerza el dedo pulgar sobre el dedo del corazón, producían un chasquido y todos llevaban el mismo ritmo con la música y les salía tan bonico aquel baile que aquello era una delicia verlos. Los chiquillos, que no sabíamos, nos apartábamos o hacíamos nuestros corrillos particulares y a nuestra manera, nos poníamos a imitar a los mayores. A nuestra manera, allí dábamos saltos como podíamos. La jota serrana y el suelto. Ya te digo: la gente serrana de aquel tiempo, todos los mayores y los jóvenes, sabían bailar la jota. Unas piezas preciosas y más todavía por aquella gracia y soltura que mis paisanos de la Vega, tenían.
Pero ya que estamos hablando de las cosas bellas en las personas de mi tierra, quiero contarte algo de los hombres, porque se lo merecen. Cuando los veías en el campo, iban con sus ropas remendaicas de su trabajo labrando la tierra, cuidando a los animales, segando o trillando o si era en invierno, en la aceituna, dependía del trabajo que estuvieran haciendo pero siempre con sus ropas de faena.
Pero luego también tenían sus ropas bonitas y muy dignas y cuando se las ponían y se arreglaban los domingos porque iban a los bailes, siempre se les veía vestidos muy limpios y con mucha dignidad. Y lo mismo que te decía de las muchachas, te digo de los mozos: eran muy guapos también. No solamente las mocicas sino que en mi tierra había mozos que quitaban el sentío de guapos y gallardos. Y aunque el analfabetismo allí era inevitable, esto no era causa para que ellos, los hombres de mi tierra, fueran todos unos caballeros. Te voy a contar un rasgo de ellos.
Los baños que había de aguas medicinales, eran para los enfermos pero en aquellos cortijos de la Vega no había ni cuartos de baño como ahora sí en todas las casas de las ciudades y los pueblos ni tampoco duchas ni lavabos para el aseo personal. Y entonces ¿qué más playas y qué más duchas necesitábamos que nuestros ríos? Con el agua tan clara que tenían y lo perfumada que siempre bajaba desde aquellas cumbres de romeros y robles milenarios, entre los grandes calares del pico Yelmo. Porque ese monte pétreo que guarda a mi pueblo de Hornos por el lado de donde sale el sol, fue y lo será eternamente, la noble cumbre hermana que recogía las aguas de todas las lluvias y todas las nieves, para devolverlas por los manantiales que alimentaban a nuestro bello río de la Vega.
Y por esto quiero decirte que en aquel río nuestro había sitios señalados donde se bañaban los hombres y otros sitios donde nos bañábamos las mujeres y las niñas. Ellos siempre se bañaban en lugares de aguas más profundas. En mi Soto, se bañaban los hombres en un remanso y charco grande que le decían El Potro. Por eso allí había tan buenos nadadores, porque ellos siempre buscaban sitios donde hubiera mucha agua y profundidad para aprender a nadar. Y algunos se bajaban al río Grande para aprender a nadar bien y a bañarse.
Y desde que nace el río Hornos hasta su desembocadura en el Guadalquivir, que iba atravesando toda la Vega, cada uno se iba bañando en el distrito de las tierras de su cortijo. Pero los hombres tenían su sitio señalado y nosotras las mujeres, el nuestro que era donde había menos agua y corríamos menos peligro.
Pero había una ley en la Vega, que nadie la había puesto ni escrito nunca sino que surgía del pudor de cada una de aquellas personas y ellos mismos se la imponían y era que jamás un hombre se acercaba a los sitios donde sabía que había mujeres bañándose. Eso es ser caballeros. Si un hombre hubiera sorprendido a otro hombre vigilando o acechando o mirando a las mujeres cuando se bañaban, los mismos hombres de la Vega se lo hubieran impedido. Porque allí las que se bañaban eran sus mujeres, sus hijas, sus hermanas, sus nietas, sus primas. Y a ningún hombre le hubiera gustado que otro hombre hubiera hecho aquello porque no era propio de los hombres de mi Vega. Por lo menos en el sitio de la Vega donde yo viví. El sitio donde se bañaban las mujeres era respetado y ni los mayores, ni los niños ni nadie se acercaba allí mientras ellas estuvieran en sus nados y gozando de las aguas purísimas que nos traía el hermano río de Hornos desde las majestuosas cumbres del pico Yelmo.
Y como el otro día me preguntabas, ahora te voy a decir cómo se las arreglaban, en aquella Vega mía, los hombres para afeitarse. No era tampoco ningún problema. Para mi padre y mis hermanos, mi madre usaba un utensilio que tenía la forma del sombrero del Quijote. Que tiene una hendidura en el ala del sombrero. Bueno, pues ese era el hueco donde ponían el cuello. Esto te lo digo porque cuando veo en los libros el sombrero del Quijote, me digo: “Anda, si parece la vacía que tenía mi padre para afeitarse.
Con aquella vacía llena de agua calentica, lo enjabonaba mi madre y lo afeitaba con su navaja barbera que se la regaló mi tío Daniel. Otra tenía mi hermano Cesáreo. Y mi hermano Ángel, como era un chavalillo que todavía no tenía barba, pues no tenía su navaja para afeitarse. Recuerdo que cuando a él le empezó a salir la barba, decía: “¡Ay! Que yo no tengo navaja de afeitar. ¿Con qué me voy a cortar esta barba mía?” Y entonces empezó afeitarse con la de mi hermano Cesáreo. Cuando mi hermano Cesáreo se fue a la guerra, pues mi hermano Ángel siguió afeitándose con la misma navaja y cuando volvió mi hermano de la guerra, ya trajo esas maquinillas nuevas, individuales que hay con cuchillas de afeitar y ellos dos se siguieron afeitando así y mi padre, continuó con su navaja.
Pero de afeitar en mi casa se guardaban como oro en paño. Ellos tenían una especie de correa para darle y suavizarles el filo a fin de que cortaran bien. Y mi madre era, pues una gran barbera afeitando a mi padre. Para cortarse el pelo, ya iban al pueblo de Hornos. Así como en mi casa, los hombres de la Vega, casi todos tenían sus navajas para afeitarse. Esto era lo que había y las mujeres, agua y jabón y sol y por eso estaban todas tan guapas.
Allí rizarse el pelo, fue después de la guerra que empezó aquella moda de las permanentes pero pasó mucho tiempo antes de que se rizaran el pelo con las permanentes. Pero antes, era su pelo natural que ellas misma se marcaban sus hondas. No creas que las mujeres de mi Vega también eran buenas peluqueras. Se marcaban sus hondas con sus horquillas y se hacían peinados muchos más bonitos de lo que ahora mismo se pueden imaginar. Y las mayores, su moño y su trenza. ¡Ay! Una boda te voy a contar.
Cantinuará…
No hay comentarios:
Publicar un comentario