BAJO LAS AGUAS DEL PANTANO DEL TRANCO-6
MAESTRA Y ALUMNA
Recuerdo también cuando mi abuela Asunción enseñaba a leer a las muchachas de la Vega. A ella acudió María Antonia Lara Linares, del Soto de Abajo. Y le dijo: “Maestra, que yo quiero aprender a leer y escribir”. Tenía novio y no podía comunicarse con él. Mi abuela le contestó: “Pues hija mía, me parece muy bien. Venga, estoy a tu disposición. Cuando quieras empezamos”. La muchacha le preguntó: “Hermana Asunción ¿qué me va a cobrar usted?” Le respondió mi abuela: “Lo que importa es que aprendas. Cuando hayas aprendío, entonces yo te diré lo que me tienes que dar”.
Pues ella que tenía verdadero interés, subió todos los días, “ende” el Soto de Abajo al Soto del Arriba que era mi casa, a tomar lecciones con mi abuela. ¡Y aprendió! Ya cuando supo manejarse bien de leer y escribir, que era lo que quería, entonces le dijo: “Maestra, yo creo que para mi apaño, ya sé”. “Bueno, lo que tú quieras. ¿Tú ya te sientes capaz de leer una carta, de contestarla... que es lo que quieres?” Dice: “Sí señora. Pero ahora a ver lo que le tengo que pagar que me dijo que cuando aprendiera me lo diría”. Mi abuela le contestó: “Mira, María Antonia, has sío buena alumna, has puesto interés, te has portado muy bien, has sío obediente, estás contenta porque has logrado lo que querías. Así que si tú estás satisfecha, yo también y ya estoy pagá”.
Aquella muchacha, como no sabía de qué manera demostrarle a mi abuela su gratitud, hizo un ponche en el Soto de Abajo. Un ponche: un huevo batido con vino y azúcar. Y cogió un ramo de flores de un lilo que tenía sembrado en el Soto de Abajo, subió desde su cortijo hasta el Soto de Arriba, con el vaso del ponche en una mano y el ramo de flores en la otra. Cuando llegó le dijo a mi abuela: “Maestra, tómese usted este ponche y para usted estas flores”. Al ver mi abuela el detalle, la abrazó. Porque a mi abuela le hizo mucha gracia que aquella muchacha le demostrara su agradecimiento con semejante detalle: un ponche y un ramo de flores cogido de los árboles de la Vega. Eso era mucho más importante que el dinero. Y por eso ella entendió que aquello tan sencillo era una verdadera prueba de amor. María Antonia Lara Linares, hoy vive en Cañá Morales. Creo que vive todavía. Me gustaría mucho verla porque era una excelente persona.
- Pues espera un poco, que tengo una noticia que darte.
- ¿Qué noticia?
- Este otoño pasado, como la sequía fue tan grande, el pantano bajó mucho. Junto a las ruinas del mismo cortijo del Soto del Arriba, estuve yo una tarde con un pastor que se llama Isidro y vive en Cañada Morales. Me habló también de María Antonia y eso hizo que unos días después, fuera yo expresamente a Cañada Morales. Pregunté por ella y me dijeron donde vive. Una casa muy humilde y sencilla, pegando a la carretera. Le dije que quería charlar un rato con ella a ver si me contaba cosas de esta Vega tuya y me llevé una sorpresa.
- ¿Qué te pasó?
- María Antonia no me podía oír. Tiene ya más de ochenta años y como el tiempo, lentamente a cada uno, poco a poco nos vas desmoronando, a ella se le ha roto hasta el oído. Está sorda. No oye. Me dio mucha alegría conocerla y a la vez mucha pena porque no pude comunicarme con ella ni siquiera para decirle que ya la quería un poco a pesar de no haberla visto nunca. ¿Qué me dices?
- Que es natural. Han pasado los años y aunque la imagen que de ella tengo es de cuando era muchacha en aquella Vega, comprendo que las cosas ahora ya pueden ser como tú dices.
Pero yo de Cañada Morales también tengo algunos recuerdos bonitos. Por mis tiempos en esta aldea había una mujer que era un tesoro. Se llamaba Sofía. Y sin haber estudiado, sólo la cultura que va dando el roce con las cosas y la naturaleza, aquella mujer tenía una gran habilidad para poner las inyecciones. Se puede decir que era toda una gran enfermera. No científica pero le había dado Dios una gracia y una maña natural que era tan habilidosa como la mejor enfermera del mundo. Se puede decir que era la enfermera de toda Cañada Morales.
También recuerdo con mucho cariño a una señora que se llamaba Isidra. La hermana Isidra. Yo iba allí con frecuencia porque la mujer de mi hermano era de Cañá Morales. Pues me cogía esta señora, cuando era invierno, me acercaba a la lumbre para calentarme y algunas veces tanto me calentaba que aunque me callaba por vergüenza un día le dije al oído: “Hermana Isidra, que me quemó”. Entonces la hermana Isidra me cogió y empezó a darme besos diciendo: “¡Ay hija mía, que lástima!” Pero era una bondad extraordinaria la que tenía esta mujer. Es que es empezar y no acabar de aquella tierra tan bendita que yo tengo metida en lo más puro de mi corazón.
Cantinuará…
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