BAJO LAS AGUAS DEL PANTANO DEL TRANCO-37
LA CASICA DE PAPA
- ¿Y lo que me decías antes de tus hermanas?
- La mayor murió de algo de bronquios o de garganta y aunque la llevaron al médico pero entonces es que no había tantas medicinas como ahora. Se llamaba Asunción. Después murió otra hermana mía con veintiocho meses. Le salió una pupica en la rodilla, se le infectó, se le engangrenó la pierna y murió. Y otro hermano mío murió con quince días. Le dio la “estiricia” esa que le da a los recién nacidos y tanto le apretó que murió a los quince días.
Cuando nací yo, que ya mis padres eran mayores, la ventana del cuarto daba a la acequia que traía el agua para el riego a toda la Vega. Había un roble muy grande con un parral de unas uvas riquísimas. Muchos álamos, muchos árboles y como el río estaba cerca y por entre ellos muchos ruiseñores. Dicen que nací el diecisiete de agosto, de madrugá. Tenían la ventana abierta y cuando yo nací, contaban que les dio una alegría muy grande porque había nacido una niña. Mi padre se asomó a la ventana y como estaban cantando los ruiseñores, exclamó diciendo: “Ay, Dios mío, qué alegría. Hasta los ruiseñores cantan hoy mejor porque nace mi nena”.
Al lado de aquel roble que era el más antiguo de todos los robles de la Vega, había unos granados y luego árboles para todas las direcciones. Las uvas que tenía mi padre engarbadas en el roble eran de color oscuro. Y recuerdo que aquel roble tenía el tronco partido por la mitad, ennegrecido y quemado. Mis padres me dijeron que aquello fue de una tormenta muy grande que hubo una vez por la Vega y sobre aquel árbol descargó un rayo. Por allí se oía, ya lo creo, que sobre las cumbres de la sierra caían muchos rayos. Un hijo del hermano Isidro, el del Soto de Abajo, el mayor que se llamaba Prudencio, murió de un rayo que descargó una tormenta.
- De la casica de tu papá ¿Qué me dices?
- Mi padre se sentaba en la chimenea frente a la lumbre y abría las piernas. Yo tenía una sillica pequeña, la cogía y entre sus piernas me sentaba para que él me contara cuentos. Y una gata que tenía que era muy mansa, la cogía en brazo. El animal empezaba a roncar y yo a dar cabezazos hasta que me dormía con la cabeza puesta en las rodillas de mi padre, entre sus piernas frente a la lumbre. De allí me llevaban y me acostaban. ¡Me contaba unos cuentos mi padre! Ahora quiero yo contarles cuentos a mis nietos y no puedo. Les gustan más los dibujos animados. Y no me dejan contárselos. Pero mi padre...
Se acordaba de cuando él era chiquillo e iba guardando los cerdos. Decía que había una colmena por la parte de los baños. Un día estaban cortándole la miel. A él le gustaba mucho lo dulce, era muy goloso. Estaba por el puntalillo con los cerdos y los que cortaban la miel en la colmena, lo conocían. En la Vega se conocía todo el mundo. “Felipe, ven, ven que te vamos a dar un panal de miel”. Mi padre se acercó corriendo a que le dieran la miel. Le dieron el panal y dice que iba chorreandole la miel por la muñeca y él chupando. Las abejas, alrededor. Ellos se la dieron creyendo que le iban a picar y así se podrían reír. Una broma que le gastaron pero no le picó ni una. Y decía mi padre: “Anda, que os ibais a reír de mí pero yo me he comido la miel y tan pancho estoy”.
Pero ahora que se me presenta la ocasión quiero contarte algo más de mi padre. Por muchas cosas buenas que diga, no creas que es pasión de hija, es que es la verdad. Mi padre no hizo el servicio militar porque entonces hacían sorteos y él sacó el número diez. Fue excedente de cupo y por eso pasó toda su vida en la Vega.
Como ya antes he comentado, mi padre nació en Los Parrales. No fue nunca a la escuela y por eso no tenía la cultura de la persona que sabe leer y escribir. Pero Dios se hace cargo de las cosas: Mi padre tenía la cultura que da la vida en contacto con la naturaleza. Desarrolló un sexto sentido que es mitad intuición y la otra mitad amor producto del tiempo, el aire, la lluvia, el sol y el campo abierto. Algo que no se estudia en ninguna universidad del mundo. Mi padre no sabía ni leer ni escribir pero era inteligente como el primero. Su analfabetismo no le disminuyó en nada su bondad y amor hacia los demás. Un gran hombre de bien para con todo el mundo.
Por eso ahora te digo que también me siento muy orgullosa de haber tenido un padre como el mío. Podría contarte infinidad de cosas de su vida. Sin embargo, una de ellas, fue para mí la más importante: todas las cosas que hacía mi madre, que ya te he contado, siempre contaba con la aprobación y respaldo de mi padre. Si mi padre se lo hubiera impedido tal vez ella no lo hubiera podido hacer o habría tenido mucha más dificultad.
Cuando del trabajo, mi padre llegaba a mi casa, si veía que había algún mendigo hospedado allí, si era mujer le daba las buenas tardes y callaba. Mi madre era la que se entendía con ella. Pero si era un hombre lo primero que hacía era sacar su petaca de tabaco verde, el tabaco que él criaba, su papel de fumar y chisques de mecha y le decía: “Hermano ¿fuma usted?” Era la manera de emprender el diálogo con esta persona. Se ponía a hablar con él, aquel hombre perdía la timidez y cuando era la hora de cenar comía con nosotros en la misma mesa como si hubiera sido uno más de la familia. Mi padre y todos los de mi casa lo tratábamos no como mendigo al cual se le estaba haciendo un favor, sino como un amigo de verdad.
Siempre sucedía que aquel hombre, al sentirse tan agusto, comenzaba a hablar y a contar historias tanto de su vida como de su tierra. Resultaba que muchos de aquellos mendigos sabían leer y escribir. A través de estas personas sabíamos muchas cosas de otros pueblos. Cuando nos decían de donde eran resultaban que muchos eran de Torafe, de Villanueva y otros pueblos cercanos. Pero otros venían de pueblos tanto de Córdoba como de más sitios que habían sido evacuados por la guerra. Se habían escapado de las bombas y de las balas y se habían tirado a los caminos sin dejar por eso de ser personas llenas de dignidad y repletas de sabidurías. Bibliotecas ambulantes eran muchas de aquellas personas.
Una viejecita de las muchas que pasaban por allí, un día, me enseñó una poesía que ahora después si quiere te la digo, porque ahora vamos a lo de mi padre. No creas que el cariño por mi tierra ha sido sólo mío. Mi familia siempre ha sentido y pensado como yo. Ellos también han llorado por la tierra perdida a igual que muchas de las personas de aquella Vega de Hornos, cuando con ellos me he encontrado. Desde que salimos de allí mi padre vivió el resto de sus días siempre con la añoranza de su tierra.
Mi padre era piadoso, los domingos que podía asistía a misa y veía con agrado que mi madre rezara juntamente con mi abuela y si él no sabía leer, porque no pudo, sí se preocupó mucho de que sus hijos aprendieran. En todos los sitios donde conocían a Felipe Muñoz Ortega, era tenido y respetado como hombre de bien y honrado. ¿No crees tú que es grande, como ninguna cosa en el mundo, las miles de veces que yo de pequeña me he quedado dormida en sus rodillas? Ojalá y todos los niños del mundo tuvieran la suerte que yo de pequeña tuve con aquel padre tan bueno. Ojalá todos los niños del mundo, al caer la noche, pudieran dormirse abrazados a su gata mansa, sentados en su silla chica, frente al calor de la chimenea entre las piernas de su padre.
Mi padre murió, ya aquí en Ubeda, fuera de su tierra y con la añoranza de su Vega de Hornos, un viernes catorce de enero, a las siete de la tarde del mil novecientos sesenta y seis. Mi padre murió abrazando con sus manos y besando con su boca el crucifijo con el que ha muerto toda mi familia. Le dijo a mi madre: “Josefa, te dejo”. Y mi madre le contestó: “Felipe, guárdame un laico en el cielo”. Y cuando llegamos nosotros nos dijo: “Hijos míos, os dejo”. Poco tiempo después expiró. Hoy, en este recuerdo tierno y lejano, digo aquí que me siento orgullosa de haber sido hija de tan buen padre.
Entre los días felices que yo recuerdo en mi vida, que fueron muchos, está el de mi primera comunión. En aquella tierra mía no se celebraban los banquetes que hoy día se han puesto de moda. ¡Esos banquetes tan costosos, no! Y no es que yo critique que lo hagan, no me meto pero que allí, al menos en mi casa, no fue así. Sólo matamos un gallo y nos lo comíamos juntos. Para nosotros, el día de la primera comunión era de gran devoción. Todo el día mi familia rodeándome, comiendo juntos y mi abuelica me decía: “Hoy los ángeles son tus acompañantes y te rodean porque te ha visitado Jesús”. Y a mí me daba una sensación de felicidad que me parecía que era verdad que estaba viendo a los ángeles que me rodeaban porque había comulgado.
Recuerdo que el velo que llevé, me lo tejió mi abuela Asunción. La diadema, que por cierto era la más bonita de todas las que llevaron las niñas, me la confeccionó la madre Magdalena Blanco Marín, monja Carmelita descalza, priora del convento en Beas de Segura. Gran amiga de mi madre. La niña que me dio la mano para que fuéramos juntas hasta el altar se llamaba Laura. Fue un día pa mí, de inmensa felicidad. Hice mi primera comunión en la iglesia de Hornos el día 11 de junio de 1936, justo cuando estallaba la guerra. Y celebró la misa un cura que se llamaba don José María Régil Mora.
Este hombre llevó allí a un retratista, que no sé de dónde era, para que nos hiciera las fotos de ese día. Eso fue en junio y como se llevó los retratos para luego mandarlos o traerlos o lo que fuera y estalló la guerra pocos días después, nadie supo más de aquel retratista. Los retratos ya no llegaron a Hornos. El caso es que las fotos de mi primera comunión sí se hicieron, el mío y el de todas mis compañeras, y luego nunca pudimos ver aquellas fotos. Nos retratamos individualmente y en grupo, con algunas niñas que vistieron de ángeles.
Mi catequista, Francisca Hoyo, fue para mí una buenísima persona. Le decíamos Quica, porque en mi pueblo de Hornos, el diminutivo cariñoso de Francisca, es Quica. Ella era otra joya más de mi pueblo. Joya en bondad y en hermosura. Después fue esposa de don Saturnino Galdón, el médico. Aunque yo me sabía el catecismo porque ya lo había aprendido de mi madre y de mi abuela pero para que me integrara en el grupo de niñas, mi abuela me llevó al grupo de la hermana Quica.
¡Con qué cariño nos trataba y nos enseñaba! Hoy sé que ya murió pero como soy creyente y creo en la inmortalidad del alma, yo sé que ella está en el cielo. Como no se lo puedo mandar aquí en la tierra se lo mando hacia el cielo: un recuerdo para mi catequista. Dónde estés, hermana Quica, pide por nosotros. Por el grupo que aleccionaste tú para la primera comunión en nuestro pueblo de Hornos. Mando un abrazo a todas mi compañeras de primera comunión y especialmente a la que me dio su mano para ir juntas a comulgar: a Laura.
Desde este momento, arrinconada bajo el peso de los años, os digo a todas: aquel día cogidas de la mano fuimos por primera vez a Jesús. No os soltéis de la mano de El. No descolgaros de El aunque el agua os llegue al cuello. Yo me he visto muchas veces con el agua al cuello y El siempre tira para arriba. ¿Os acordáis de aquel día tan feliz? Pues esperadme un poco que pronto estaremos otra vez todas unidas y ahora para siempre.
Recuerdo también el día de mi confirmación. Me confirmó el obispo de Jaén, don Manuel Basulto Jiménez. El día que llegó a Hornos, me acuerdo que en la Puerta Nueva, se hicieron arcos con flores silvestres, con ramas de árboles, colgaduras en las ventanas, con todo lo más bonito que entonces se podía disponer. Supongo que iría en coche pero él entró al pueblo andando. Nosotros, junto con todo el pueblo, lo estábamos esperando desde la puerta de la iglesia hasta donde alcanzó el personal ocupando la calle por la Puerta Nueva y él llegó, a pie. Cuando entró, lo hacía dando su bendición a todo el mundo lleno de dulzura. Después nos fuimos detrás de él a la iglesia.
Mi abuela me había dicho que me daría como si fuera una bofetá pero sin hacer daño en la cara. Pero como tantas bromas y tantas cosas se cuenta entre los chiquillos, a mí me gastaron una broma diciendo que me iba a dar una bofetá muy fuerte. Cuando me llegó el turno para que me confirmara, me hizo aquella caricia en la cara y yo no me levanté. Como soy tan “abanto” y entonces que era tan chiquitilla, más todavía, yo no me levantaba de los pies del obispo esperando que me diera aquel bofetón que a mí me hicieron creer que me iba a dar. Y yo no me levantaba y me quedé mirando hacia arriba a la cara del obispo y él me miraba con una dulzura como diciendo: “¿Qué le pasa a esta niña? Si ya la he confirmado ¿por qué no se va?”
Y ya viendo que no me iba, un sacerdote que había allí al lado, me cogió con mucho mimo del brazo y tiró de mí y me retiró para que se acercara otra persona a confirmarse. Pero a mí nunca se me olvidará con la sonrisa que me miró el obispo mientras yo estaba allí arrodillada a sus pies esperando la bofetá fuerte que nunca llegó. Pero su sonrisa sí me llegó y todavía me acuerdo de aquella cara y expresión dulce que me miró el día de mi confirmación.
Luego supe con pena que este buen obispo, murió mártir, en la guerra. Lo mataron en un tren que le decían “el tren de la muerte”. En él murió el obispo que confirmó a mi hermano Angel y a mí en mi pueblo de Hornos. Y en este pueblo mío de Hornos, si no han sido destruidos, tienen que estar los documentos donde se recoja la fecha de esta confirmación mía y el obispo que me la dio. Digo esto, porque mi primera comunión y mi confirmación fueron casi juntas. La fecha de esta última no la recuerdo pero sé que fue poco antes de estallar la guerra. Y es que entonces el sacramento de la confirmación se recibía a una edad más temprana que en estos tiempos de ahora.
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