BAJO LAS AGUAS DEL PANTANO DEL TRANCO-15
LA VEGA Y LAS HUERTAS
- ¿En las tierras, además de huertas, también teníais animales?
- ¡Uy...! Eso había por todos sitios... eso le daba mucha alegría también a todo la Vega aquella. Por todos sitios había ganado y pastorcillos. Con ovejas, con cerdos, con cabras, vacas de labor... por todos sitios se oían los cencerros tolón, tolón. Las vacas del tío fulano, las vacas del hermano mengano. Eso por toda la Vega. Mi padre lo que tenía era mulos de labor, cerdos y muchas gallinas. Mi tío Ramón sí tenía vacas de labor.
¡Y Los Baños, los Baños eran muy populares! De este rincón tengo grandes recuerdos. Allí murió mi prima Magdalena, hija de mi tío Ramón y esposa de José León. Su muerte fue de parto, como tantas morían por aquellos tiempos en los cortijos de la sierra. Era una persona de tan extraordinaria bondad que fue una muerte muy sentida en toda la Vega de Hornos. Yo no encuentro palabras pa explicarte la bondad que esta mujer derramaba con todas aquellas personas que la rozaban y esto se notó más, con su muerte. Y las circunstancias tan tristes en que quedó aquella familia. Dejó cinco hijos. La mayor se llamaba Estanisla que fue la que más lloró la muerte de su madre porque era la que más cuenta se dio de la gran tragedia. Y mi madre que estaba delante, cuando murió mi prima Magdalena, cuando ella contaba su muerte, a mí se me conmovía el corazón.
La madre agonizando y la hija con la estampa del Sagrado Corazón de Jesús en la mano y diciendo: “Sagrado Corazón de Jesús que se muere mi madre...” y mi prima Magdalena, cuando estaba expirando le decía al marido: “José León, cuida de mi padre que es muy viejecico, nuestros hijos, cuida de nuestros hijos, que yo me muero... así una vez y otra: “José León, los chiquillos...”
La mayor, como te he dicho, se llamaba Estanisla, otra se llamaba Ramona, otro hijo se llamaba José Ramón, otro Miguel, otro Julio y el recién nacío, que fue en el parto de este niño en el que murió, que nació en plena guerra, le pusieron por nombre Gil. Como murió mi prima, este niño lo recogió para criarlo un hermano de José León que se llamaba José Ramón y su mujer se llamaba Lucía. Y como mi prima había muerto, este niño se lo llevaron pero el niño, parece ser que al faltarle el pecho de la madre y como en aquellos tiempos no había las cosas que hay ahora modernas para criar los niños, al mes o así de nacer, murió.
De estos primos míos tengo grandes recuerdos. Sobre todo de Ramona que vive juntamente con tos sus hermanos en Mogón y me acuerdo que asistíamos juntas, en la Laguna, a la escuela del maestro Benito. Esta Ramona ha heredao mucho de la bondad de su madre y tanto que creo que de todos los hijos, la que más se parece a la madre, es Ramona, hija de Magdalena y de José León
Me acuerdo que íbamos las dos juntas a la escuela y como yo era tan mala con los números, una vez nos puso el maestro haciendo así corro, como rueda, y nos iba preguntando: “¿Cuántos son veinte y veinte?” te pongo por ejemplo. Me preguntó a mí: “¿Cuántos son cincuenta y cincuenta?”. Como yo es que pa los números era una zoqueta perdía, pues no sabía contestar. Y mi prima Ramona, hija de mi prima Magdalena, en voz muy bajica, me dijo: “Cien”. Pa que contestara y el maestro Benito no me pegara. Pero el maestro Benito, que no era tonto, se dio cuenta de que mi prima me lo había dicho y entonces le pegaron a ella. Aquel día me di una hartá de llorar de ver que a mi prima Ramona le habían pegao por ayudarme a mí en la escuela. Este recuerdo no se me olvida.
Como ya te he dicho, hoy vive en Mogón. Casada y todos sus hermanos viven allí. Sé que una de sus hijas se llama Luisa, y que ahora está en la Safa de Ubeda de profesora y por lo que tengo entendío, es una gran profesora y también una gran persona como su madre. Es nieta de mi prima Magdalena de la que tengo un recuerdo tan grabado que no se me borrará nunca.
Mi prima Magdalena era muy pequeña cuando murió su madre. Era hija de mi tío Ramón y de mi tía Espíritu Santo y al morir su madre, pues ella quedó muy pequeña. Quedaron tres varones y dos muchachas: una mi prima Adolfina, que tuvo más suerte porque vivió más años y le dio tiempo a criar a sus hijos y mi prima Magdalena que quedó muy pequeña también y mira luego qué trágica muerte tuvo.
Después de presenciar todo lo que presencié no se me ha olvidado a mí porque mi madre bien que me lo recordó. Estas dos primas mías pues vivían tabique por medio con mi madre. Al quedarse ellas sin madre, fue mi madre la que se preocupó mucho por ellas y las quiso de verdad. Ella le enseñó a hacer el pan, a lavar la ropa en el río, a hacer la comida y fue tanto el contacto que tuvo con ellas que la muerte de Magdalena, en mi casa fue muy sentía y luego con el esturreo que se lió por lo del pantano, al irnos cada uno por su lado, siempre le quedó a mi madre el sentimiento de que no había vuelto a ver a Adolfina. Pero Magdalena, verás:
Un día nos reunimos aquí, con motivo de la muerte de un pariente de José León que murió en Úbeda y se llamaba Julián y hablando con José Ramón y recordando a su madre, me dijo: “Cuando se murió mi madre a nosotros nos cayó un rayo”. En aquello comprendí yo que sí habían valorado ellos la falta de su madre y eso que el padre se portó bien con los hijos. Hizo caso del encargo, que en la hora de la muerte, le había dejado su mujer. José León hizo lo que pudo para que sus hijos estuvieran bien atendidos y se preocupó mucho de ellos. Pero la falta de su madre, ahí estuvo siempre.
Y aquel día me dijo José Ramón y también se lo oí decir varias veces a la familia: “¡Que qué lástima que no hubiera quedado ningún retrato de su madre!”, mi prima Magdalena. Pues ahora, con mis recuerdos, voy a hacer un sencillo y puro retrato de ella y creo que es el único que va a quedar para la eternidad y que su memoria no se borre nunca.
Mi prima Magdalena era de una estatura mediana, no destacaba por ser muy alta ni por ser pequeña. Una estatura mediana muy bonica. Era rubia con el pelo muy largo, recogido en un moño y era guapa. Tenía la piel blanca, la cara un poquito redonda pero sin llegar a ser redonda del todo. Tenía un óvalo un poquito redondo y muy bonica y era verdaderamente guapa. De una belleza muy dulce por lo suave. Y sobre todo era bondadosísima. De una humildad y un agrado que tenía para todo el mundo y una inocencia que cautivaba. Cuando se soltaba el pelo para peinarse parecía un manto de sol lo que le caía sobre las espaldas. Era tan querida por todo el mundo que cuando murió, les daban lástima enterrarla. Y cuando la destaparon en el cementerio para darle el último adiós, hubo una persona que tanto la quería, que sacó sus tijeras, que las llevaba en el bolsillo, unas tijerillas y le cortó un mechón de pelo rubio para guardarlo como recuerdo, como una reliquia de aquella mujer.
Sé el nombre de esta persona y te doy mi palabra de honor de que esto es cierto, lo que pasa es que no lo quiero decir por si acaso alguien se molesta de que yo, al cabo de tantos años, saque estas cosas tan íntimas. Que no desmerecen ni ofenden a nadie pero como yo no sé los sentimientos que pueden producir en cada cual, por esto tengo reparo en decirlo pero doy mi palabra de honor de que es verdad.
Cómo sería que su suegra le tomó verdadero cariño y sintió mucho su muerte. Cuando murió mi madre la amortajó con un vestido negro, acompañada de mi tía Francisca y de mi prima Adolfina, hermana de Magdalena y el pelo se lo peinó hacia atrás como ella se peinaba siempre pero al llegar a la nuca, mi madre le partió el pelo en dos mitades y le echó un mechó por cada lado. Lástima de no haber tenido una máquina para haberle hecho una fotografía porque estaba para haber servido de modelo. Que yo cuando veo la película de Quo Vadis, al ver a la protagonista con ese pelo rubio, digo: “Como mi prima Magdalena”.
Murió a los treinta y seis años, en plena guerra civil, no estoy segura si el treinta y ocho o treinta y nueve. Poco antes de terminar la guerra pero que todavía estaba. Era muy piadosa y muy creyente. Cuando mi madre se ponía a rezar el rosario para que se terminara la guerra, ella asistía a rezar con mi madre. La enterraron a primeros de enero antes del día de los reyes, no sé si el cinco... si murió el cuatro de enero y la enterraron el día cinco o murió el cinco y la enterraron el seis pero en todo caso, antes del día de los reyes ya estaba enterrada a los treinta y seis años de edad, por una muerte de parto y en su mismo cortijo de la Vega de Hornos. En plena juventud se fue una de las flores más hermosas de la Vega de Hornos.
Y como sabes tú que te tengo dicho de las luminarias y los castillos, aquel año en ningún sitio se encendieron. Luego llegó la de San Antón y tan bonito era ver el resplandor de las hogueras en la noche de un sitio y otro. O sea, que se iluminaba la Vega con las llamas de los castillos. Pues aquel año no se encendieron los castillos de San Antón, no se encendieron luminarias en la Vega en lo que quedaba de las fiestas de candelarias ni las otras que quedaban pendientes. Y me acuerdo que la noche de San Antón, mi tío Ramón y mi padre, se asomaron a la calle y dijeron: “No ha encendío nadie los castillos este año”. Y entonces mi madre les dijo: “Ramón, Felipe ¿es que todavía no os habéis dado cuenta de que la Vega entera está de luto?”.
Y fue verdad que cayó un manto de tristeza por toda la Vega que contagió a todo el mundo y parecía que se había muerto el familiar más querido de cada uno de los cortijos. ¡Lo llorada que fue la muerte de mi prima Magdalena!
Y como esta muerte, en aquella Vega y en la sierra entera, hubo muchas. Mi madre me contó, en varias ocasiones, que las mujeres cuando esperaban tener un niño, igual que preparaban la ropica para el bebé que naciera, al mismo tiempo, preparaban ellas su mortaja. Así que fíjate, las mujeres allí vivían por un lado la alegría del niño que iban a traer a este mundo y a la vez el dolor de su posible muerte. Sabían que en el trance, podían dejar un hijo vivo pero con la madre muerta.
Mi prima Adolfina, como ya te he dicho antes, era hermana de Magdalena. Tenía once años cuando murió su madre. Magdalena era más pequeña y las dos se querían tanto que Adolfina sintió mucho la muerte de su hermana. Era natural porque estaban muy unidas por la falta de la madre. Cuando pasó lo que pasó con el pantano que todas las familias tuvimos que esturrearnos, pues mi prima Adolfina no sabíamos por dónde había girado, no sabíamos dónde paraban y yo creo que ellos tampoco sabían dónde parábamos nosotros, el caso es que mi madre ya muy mayor, muy viejecita, me preguntaba muchas veces: “¿Dónde está la Adolfina? Me voy a morir con las ganas de saber dónde ha ido a parar la niña que yo crié y que tanto quiero. Mira que me muero si ver a Adolfina. Con el tiempo que estuvimos juntas, que desde chiquitilla yo fui la que la crié. ¿Y no voy a saber de mi Adolfina antes de morir?”.
La recordó mucho y después yo supe que ella había muerto y sus hijas, tres hijas que tiene, Paula y Magdalena que así le pusieron por mi prima, viven en Villacarrillo y otra hija menor, que yo no conocía y que se llama Pepa, vive en Villanueva del Arzobispo. Por una enfermedad que tiene, está sentada en una silla de ruedas y lo lleva con una resignación que esa mujer está ganando el cielo en su silla de ruedas. Pero mi madre murió con las ganas de saber a dónde había ido a parar Adolfina. En Villacarrillo también vive mi prima Amalia hija de mi primo Manuel.
El cortijo más entrañable también, para los bañistas, era el Soto. Cuando llegaba la época en que acudían los bañistas, todos iban a por frutas al cortijo del Soto. Y no recuerdo yo que en mi casa se les cobrara nunca a nadie nada por aquella fruta. “Vamos a por uva”. “Dadnos tomates”. Si lo teníamos en abundancia y no íbamos a ningún sitio a venderlo, porque entonces ¿dónde se iba a vender? Nosotros no consumíamos ni tantas uvas, ni tantas cerezas ni tantos higos. Pues se les daba y no se les cobraba nada.
- Eso es otra cosa ¿vosotros ibais a la plaza del pueblo a hacer la compra?
- ¡Ni hablar! En la Vega lo único que no teníamos era pescado. El pan, mi madre lo amasaba y lo cocía en ese horno que se ve en los planos que levantaron los del pantano. Mi madre y todos las mujeres del alrededor. En cada cortijo había su horno. Criábamos cerdos y hacíamos matanza. De lo demás, ya te digo, se recogía de todo. Cereales, legumbres, hortalizas y frutas. Mi madre hacía conservas de todo. De los tomates, pimientos, cerezas, melocotones, peras, membrillos colgaos, melones, sandias. Los higos los pasaba. Ya te digo: el pescado era lo único que no teníamos.
A Hornos se iba, pues, al médico que era una buenísima persona pero poco científico. Para las cosillas así más leves. Cuando había algo más grave había que ir a Villanueva, a Beas, a Orcera, a La Puerta. Yo de pequeñilla, porque estaba muy flacucha, me trajeron a Villanueva a un médico que se llamaba don Gabriel Tera. Todavía me acuerdo que era rubio. Le decían el médico rubio. Así nos íbamos arreglando. No éramos ricos, sin cuentas corrientes en los bancos pero teníamos todo lo que necesitábamos: salud, alegría, armonía entre toda la vecindad. Estábamos todos felices. Más que ahora. Cuando por cualquier cosa, ya te digo, había que ir al pueblo, entonces los cortijos: “Traedme un cadejo de hilo, un carrete para la máquina”. Esas cosillas así de encargos de unos a otros y ya está.
Estas necesidades también se solucionaban con facilidad con los vendedores ambulantes que allí y, en aquellos tiempos, les llamábamos recoveros. A quien más recuerdo es a Teodora, que este era su nombre pero se le conocía más por el sobre nombre de la Rita. Esta señora era la que más clientela tenía porque de carácter era muy agradable. Recuerdo que siempre iba muy aseada y vestía de negro porque era viuda.
Las mercancías que vendía eran hilos, agujas, alfileres, cintas, dedales, encajes y muchas cosas más que siempre hacían falta en aquellas casas y no las producía la tierra. Al cambio de esta mercancía ella se llevaba los corvos de su cabalgadura llenos de productos que sí abundaban en la Vega como huevos, gallinas y otras cosas que luego vendía en otros sitios.
Recuerdo que esta señora vivía en Guabrás y también llevaba telas que eran muy precisas porque la ropa había que coserla en las casas. Por allí no existía la venta de ropa confeccionada pero las mujeres eran muy habilidosas para este menester y la gran maestra en este arte era mi tía Francisca Manzanares.
- Las familias tenían también sus máquinas de coser y eso ¿Verdad?
- Yo tengo todavía la de mi madre. Y la máquina de la matanza que en toda la Vega aquella no había otra que la de mi madre. Se ponían por turnos para hacer la matanza en los cortijos para irse sirviendo de la máquina de un sitio a otro. Y esta tía Francisca mía, la que le mataron el marido, esa era la sastra y la modista de toda la Vega. La guisandera de todas las bodas. La que ponía las inyecciones, porque su marido, el segundo que fue mi tío Santos, estuvo mucho tiempo malo y el médico le enseñó a poner las inyecciones. Y al Chorreón precisamente, iba mi tía mucho a trabajar. Esta familia del Chorreón era muy buena gente. La apreciaban mucho. La hermana Quica, le decían. En toda la Vega era muy querida por su trabajo, siempre sencillo, como era todo nuestro trabajo por allí pero siempre empapado en amor porque nacía del corazón. Mi tía era muy buena persona y destacaba por su bondad para con todo el mundo y, además, cantaba como los ángeles. En esto de cantar, se les parecían un poco, sus hijas Tomasa y Asunción.
- Estando todavía en el Soto ¿qué oías tú de Bujaraiza?
- Yo Bujaraiza no llegué a conocerla, ahora de oídas, sí. El cortijo del Tío Hilario sí lo conocía yo. Quedaba a la derecha del camino real y a la izquierda del río. O sea, que estaba entre el río y el camino real. Siguiendo para abajo, era la hondonailla que había y luego la cuesta para subir al paso del Tranco, por donde la vereda avanzaba tallada en la pura roca. En otra ocasión y cuando tú quieras te hablo de ese paso del Tranco, que mis padres y hermanos sí cruzaron varias veces para ir a Villanueva del Arzobispo.
Algo más arriba de la junta de los ríos y a la izquierda, estaba el cortijo de Casilla Quemá. Allí vivía un matrimonio que se llamaba, él Miguel Galandín y ella Natividad. Eran cortijeros, arrendatarios. Los verdaderos propietarios eran de Cortijos Nuevos. Me acuerdo de ver aquella familia que bajaban a pasar algunas temporadas en el cortijo. Y me acuerdo de todos. Me parece que el apellido era Tenedor. Creo que había un muchacho entre ellos que se llamaba Saturnino. Pero a quien más recuerdo de todos, era a una muchacha que se llamaba Gema. Era mayor que yo pero jovencilla.
Y había otro cortijo más abajo, que en este caso es más arriba porque ya vamos subiendo por el río Grande, que seguro sería San Román. La Venta del Horcajo se lo oía yo nombrar a mi padre y a mi madre, que estaba ya cerca de donde hoy se encuentra el muro del pantano.
- Porque de pequeña ¿tú saliste mucho de tu cortijo del Soto?
- A Hornos me iba algunas temporás con mis abuelos maternos, porque mis abuelos por parte de mi padre, no llegué a conocerlos. Pero todos los cortijos más distantes esos ya no me los conocía. Mis hermanos, sí. Y mis padres. Yo, lo más cerquita.
Cantinuará…
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