BAJO LAS AGUAS DEL PANTANO DEL TRANCO-20
RECUERDOS DEL PUEBLO DE HORNOS
- ¿Y qué más cosas me cuentas de tu pueblo?
- Tengo recuerdos agradables, muy profundos y muy vivos, de este pueblo mío: mis abuelos maternos, mis tíos por línea materna, Cesáreo y Mariana y sus hijos, mis primos. Cada vez que desde la Vega del Soto subía al pueblo, ellos eran mis compañeros de juegos. Tanto cariño me dieron, tan feliz me los pasé junto a ellos, que aún están vivos aquí dentro de mí. Yo siempre los llamé “Mis Primos de Hornos”. Y hoy, a pesar de los años, las distancias y las aguas del pantano, en no sé qué región dulce, me parece oír sus nombres: Ramona, Teógenes, Francisco, Wladimiro, Sedilia y Maruja. Y desde no sé qué otra región bella, me parece oír el cascabeleo de sus alegres voces diciendo: “Prima, vamos al castillo. Queremos verte tirar tus aviones de papel, desde lo alto de esas torres de piedra”.
Y allá que íbamos todos nosotros al castillo. Teógenes era el que me fabricaba, de periódicos viejos, los aviones de papel. Todos me rodeaban, yo era la niña mimada de ellos, y me llevaban al castillo. Disfrutaba cogiendo aquellos aviones que ellos me hacían y echarlos a volar desde aquellas alturas, del castillo mágico. Ellos sabían que aquello me gustaba y se desvivían para llevarme al castillo de mi pueblo para verme jugar con los aviones de papel. Nunca me he explicado yo, por qué fui una niña tan querida y mimada de todos. Si nunca hice nada por merecerlo. Me consideré una niña muy insignificante y hasta de salud endeble. ¿Por qué me quisieron tanto? ¿Por qué fue tan bella aquella tierra mía? ¿Por qué me arrebataron aquel trozo de paraíso que el Creador me regaló cuando me puso en este suelo?
Mi primo Bibiano, como te decía antes, no volvió nunca de la guerra. Era un mocetón alto, rubio y lleno de bondad. Parecía hermano gemelo de su hermana Magdalena, porque los dos eran igual de buenos e igual de grandes personas. Fue una lástima la muerte de este primo mío. También tengo un gran recuerdo de una mujer que vivía al lado de la casa de mi abuela. En la misma calle y con el nombre de Asunción como mi abuela. Aquella mujer también ¡qué buena era! Tenía un don, que era puro don de Dios porque aquella mujer no tenía estudios ningunos y, sin embargo, poseía una gracia especial para curar los huesos rotos y los que se descomponían.
Allí se ponían por cola de todos los cortijos cercanos y de otros pueblos. Todos acudían a la hermana Asunción. Ella tenía sus artilugios de gimnasia. Una maza con la que los ponía a hacer gimnasia con los pies, les cogía el brazo, se lo subía a la nuca... ¿y cómo se las apañaba? Que de pronto aquello hacía crac, y el hueso volvía a su sitio. Aquella mujer es que tenía una gracia especial sin ser médico. Era tan buena que por eso me gusta recordarla. No me acuerdo con claridad si era en la mano derecha o la izquierda, donde tenía un defecto en los dedos de la mano. Cuatro dedos separados, dos para un lado y dos para otro. Doy esta seña personal para ver si alguien en mi pueblo la recuerda.
De entre aquellos recuerdos tan bellos de mi pequeño rincón en Hornos, debo decir también que el pueblo dio hijos ilustres. Don Francisco Blanco que ejerció el cargo de Juez, en el pueblo y fue un modelo de caballero. Administró justicia con tal acierto y generosidad cristiana, que dejó una feliz memoria entre todos los vecinos juntamente con su esposa. El pueblo de hornos, aunque es chico, ha dado sacerdotes santos, monjas santas, médicos muy eficientes, maestros que han aportado su granito de arena a la cultura y hasta militares.
Otro de los recuerdos bonicos que tengo de mi pueblo, entre tantos y tantos como yo guardo, porque todos son bellos, se encuentra el de mi pelota de trapo. Tengo la alegría de poder decir que a mí en mi tierra nunca me pasó nada malo. Mira: cuando yo me iba con mis abuelos al pueblo, en el rincón donde vivían ellos, hay una plazoleta muy chiquitilla, que si alguna vez fuéramos por Hornos, yo te llevaría allí. Enfrente de donde vivían mis abuelos había una fragua. La única que había en todo el pueblo. El padre se llamaba Inocente Sola, la esposa de este hombre se llamaba la hermana Josefa y tenía dos hijas que se llamaban Luisa y Pepa. Luisa estaba casada y Pepa tenía novio.
Cuando se ponía a hablar con él, se asomaba al balcón que daba a la plazoleta de la puerta de la fragua y el novio desde el suelo. Yo que los veía, observé que una vez Pepa le echaba un clavel al novio y de momento me acerqué para que me diera otro a mí. Estaba allí mi abuela y entonces me llamó. Le dije a mi abuela: “Madre Asunción, yo voy a que me dé Pepa claveles. Porque he visto que le ha dado claveles a ese mocico y por eso quiero que me dé a mí también”.
Pero yo tenía, además de eso, una pelota de trapo que me había hecho mi abuela. En esa pequeña placita me pasaba las horas jugando con mi pelota. Pegaba cada pelotazo por tos sitios que daba miedo. Algunas veces, se me escapaba y la pelota entraba por la puerta de la fragua. Allí estaba trabajando Inocente Sola con sus hijos. Uno se llamaba José, otro Antonio que era gran amigo de mi hermano Cesáreo y el menor se llamaba Inocente. Cuando yo jugaba allí con la pelota, este muchacho, Inocente, era un zagalón muy amable y muy buena persona como tos sus hermanos y como sus padres.
Recuerdo que su hermana Josefa era otra belleza más de aquel pueblo mío de Hornos. De las muchachas más guapas que por aquellos días vivía en el pueblo. Inocente era lo que ahora llamamos “pelirrojo”, allí le decían el rubio pero tenía el pelo del color del azafrán. Cuando a mí se me iba la pelota y caía dentro de la fragua, los otros se reían pero él se cabreaba, salía corriendo y decía: “¡Como te pille la pelota te la echo a la fragua que se queme”. Es que ellos tenían allí la lumbre de la fragua y con un fuelle los veía yo, tan, tan, tan, tan, venga dar aire a la lumbre, donde ponían los hierros al rojo vivo para luego trabajarlos. “¡Cómo te pille la pelota te la quemo!” Me decía el pelirrojo cada vez que se me caía dentro.
Yo me acuerdo, que cuando una vez me dijo que me iba a quemar la pelota, le hice un guiño y le enseñé la lengua. Mi abuela que me vio, me regañó por aquello: “No hagas eso. No se le hace burla a las personas mayores”. Le decía a mi abuela: “Es que me quiere quemar la pelota”. Los hermanos mayores y el padre decían: “Deja la chiquilla, hombre. Son cosas de criaturas”. Pero tanto una vez y otra me decía que me iba a quemar la pelota, que a mí me entró miedo pensando que sería verdad. Así que a partir de aquel momento, cuando me ponía a jugar, ya tenía cuidado que la pelota no entrara a la fragua. A pesar de esto, algunas veces se me escapaba.
Pasó el tiempo y como mi abuelo murió, mi abuela ya se bajó al Soto a vivir con nosotros. También yo había crecido algo y como mi cuñá estaba mala, algunas temporadas me iba al Tranco a estarme en la casa de mi hermano que trabajaba en las obras del pantano y así asistía a mi cuñada. Un día que se celebraba la fiesta de la Virgen del Carmen, pues estaba yo allí con mi prima Ramona en una verbena que hicieron por la noche. Se juntó allí toda la juventud, y los mayores también y se formó un gran baile.
Se acercó este Inocente a sacarme a bailar. Lo conocí inmediatamente. También creía que él me había conocido. Se acercó y me dijo: “¿Quieres que bailemos?” Como lo conocía, pues inmediatamente le dije que sí. Bailamos y él muy cortés, muy amable, como toda la gente de mi tierra. Terminamos de bailar, yo me fui con mi prima y él se unió a otro muchacho. Pero estando al lado de mi prima no dejaba de observar que Inocente hablaba con el otro muchacho sin dejar de mirarme. Le dije a mi prima: “De mí están hablando. ¿Qué pasará?” Entonces nos acercamos las dos con disimulo, como paseándonos y oí que le estaba diciendo el otro muchacho: “Yo la sacaría a bailar pero es que no la conozco”. Y me miraban a mí e Inocente muy bajico pero yo le oí, que le dijo: “Pues es muy simpática. Yo tampoco la conozco y la he sacado a bailar y me ha dicho que sí. Ya verás, la voy a sacar otra vez”.
Entonces fue y me sacó a bailar otra vez y de nuevo le dije que sí pero cuando íbamos bailando, le pregunté: “Inocente ¿es que no me has conocido?”. Y dijo él, muy sorprendido: “¡No!” “Pues yo sí te conozco a ti”. Le dije. “¿Tú cómo me conoces a mí?” Entonces le volví a preguntar otra vez: “Pero Inocente ¿de verdad no me has conocido?” “¡No, no, muchacha; no te he conocido!” Digo: “Pues yo soy la chiquilla que tiraba la pelota a la fragua y que una vez te enseñó la lengua porque tú me la querías quemar. Soy la nieta de la hermana Asunción y de Cesáreo, los viejecitos que vivían enfrente de tu fragua. Soy del Soto del Arriba, hermana de Cesáreo el capataz. ¡Me extraña que no me hayas conocía! Pero como yo a ti sí te he conocido, es por lo que he bailado contigo con tanto agrado. Porque eres Inocente Sola y porque te conozco. No creas que bailo con tanta facilidad con cualquiera. Lo que pasa es que yo sé quien eres tú”.
Un poco cortado, el muchacho me decía: “¡Ay, perdóname! Cómo he estado yo para no conocerte”. “Pues que han pasado los años y los dos hemos crecido. Ahora me alegro yo de haberte visto otra vez y de que entonces me quisieras quemar la pelota sin llegar a quemármela nunca. ¿Te acuerdas?” “Claro que me acuerdo. Y te digo que estoy muy contento de haberte visto”. Y aquí terminó esta historia. Luego supe que este muchacho fue novio de Pepa, la hija de Aracelis y Gil, del Carrascal. Es prima de Angel Robles y es la muchacha que te conté un día que tenía un dedo malo y le cortaron no sé si la primera o la segunda falange de un dedo. Fueron novios, este Inocente Sola y Pepa.
En Hornos, además, sucedieron anécdotas, curiosas, graciosas y entrañables. Mis padres me contaban, porque yo no lo llegué a conocer, que un vecino de Hornos, al único hijo que tenía, le llegó la hora de hacer el servicio militar. Y claro se fue a filas. Entonces reinaba en España, nuestro rey de feliz memoria, Alfonso XIII. Este padre no podía soportar la ausencia del hijo. Llorando sin parar y entonces ya, cogió la alforja, que era el instrumento de viaje que había en el pueblo, y con un poco de comida se fue andando nada más y nada menos que hasta Madrid. Andando. Se plantó en el palacio real y expuso, sencillamente que quería ver al rey. No le hacían caso. Lo tomaron por loco.
El se sentó en la puerta del palacio, a la distancia que les permitieron y cada vez que pasaba alguien cerca, le preguntaban: “¿Qué le pasa a usted?”. “Que quiero ver al rey”. Y venga. Y que quiero ver al rey. Ya alguien, se preocupó en serio por él. Le hizo llegar directamente al rey la noticia de lo que pasaba. Don Alfonso XIII, que era, además de un gran rey una excelente persona, dio orden de que directamente lo llevaran a su presencia. Cuando lo pusieron delante del rey, se arrodilló. El rey le dijo: “No te arrodilles. Ponte de pie y dime qué es lo que quieres de mí. ¿Por qué quieres ver al rey? ¿Qué es lo que quieres de mí?”.
Le dijo que el único hijo que tenía, estaba en las filas del ejército. “Su majestad tendrá muchos soldados pero un servidor sólo tiene un hijo. Déjeme usted que me lo lleve a mi casa”. Don Alfonso dice: “¿Tanta pena tiene usted, hombre, porque esté su hijo sirviéndome a mí?”. “Noooo. Yo no tengo pena porque sirva a su majestad. La pena que tengo es porque está lejos de mí. Pero lo que podemos hacer es que yo me vengo también al ejército para estar cerca de mi hijo. Lo que no puedo es vivir sin él”. Entonces, dio el rey orden que inmediatamente buscaran al muchacho. Lo buscaron enseguida y el rey, de su puño y letra, le dio la licencia y un documento, para que el padre y el muchacho, a su regreso a Hornos, por donde pernotara, por las posadas que pasara, por donde fuera, que lo sirvieran de todo lo que necesitaran a cuenta de la corona. Y le dijo: “Cuando lleguen ustedes a su pueblo, entreguen este documento a las autoridades de Hornos”.
Cogió a su hijo, le besó los pies al rey, se despidió de él. Se vinieron los dos con sus alforjicas otra vez y cuando llegaban a una posada y presentaba el papel del rey, los posaderos se desvivían haciéndoles reverencias. Sirviéndoles la comida, la mejor cama, lo mejor de todo. Así hicieron el viaje de regreso. En Hornos, sólo se sabía que el hombre se había ido del pueblo pero nadie tenía noticias de dónde estaba. Cuando regresó con el hijo y el papel, ya se supo que había estado hablando con el rey.
En mi pequeño gran pueblo de Hornos vivió también una buenísima familia Lugardo Leal con sus mujer Juliana y sus guapísimas hijas. Esta familia son personas buenísimas y de ellas tengo buenos recuerdos. Don Antonio Leal, el médico fue de esta familia y Lola es la esposa de Antonio Lozano que durante mucho tiempo fue alcalde de Hornos. La familia Lozano, también son personas dignas y honorables.
Entre tantas personas que recuerdo con especial cariño, no puedo olvidarme de unas, que precisamenten tiene hijos aquí en Úbeda. Estoy pensando y me refiero a Presentación Rodríguez y a su hermana María Rodríguez, hijas de José Ramón y de María que eran también de mi pueblo de Hornos. Personas buenísimas donde las haya.
Paquita es de esta misma familia y también viven en Úbeda y son amigas mías porque de verdad se lo merecen. Al padre me parecen que le decían José Peroba. Y Paquita, de esta familia, vive aquí porque se casó con un señor del pueblo de Úbeda. Mi prima Maruja, me ha dicho muchas veces que Catalina, una hija de esta familia, era santa. Que con el tiempo se tienen que saber las virtudes de esta mujer. También me acuerdo de Roque.
Una hija de Paquita está casada con un sobrino mío y Nico y las otras muchachas, todas excelentes, también las conozco. Personas buenas donde las haya. Bueno, pues yo, no me puedo olvidar de todas estas personas de mi pueblo. Lo que pasa es que ahora mismo estoy hablando de ellas y dentro de un rato, me acuerdo de otras y así me va pasando.
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