BAJO LAS AGUAS DEL PANTANO DEL TRANCO- 29
BARRENOS EN EL TRANCO Y EL ACCIDENTE DEL RÍO
- De la ayuda entre vosotros ¿Qué me dices?
- Cesáreo Muñoz Manzanares, del Soto de Arriba, que es mi hermano mayor, ya estaba en el Tranco trabajando en la cantera de martillero. Ponían las cargas de dinamita para arrancar las piedras para la construcción del muro. Cuando iban a estallar los barrenos, ya tenían las horas señaladas, ellos se iban con tiempo porque sino las mismas piedras, las mismas cargas de dinamita, los mataban.
Un día, cuando corrían ellos para esconderse, uno de los compañeros, se lesionó un pie y cayó al suelo. No podía seguir. Los otros sí y mi hermano entre ellos. Nadie se dio cuenta hasta que el otro empezó a pedir auxilio. Mi hermano volvió la cabeza y lo vio. Ya había explotado la dinamita y llovían las piedras de la cantera. Se volvió, debajo de la lluvia de piedras, lo cogió y notó que no podía andar. Se echaba mano al pie doliéndose. Como ya no pudo atravesar aquella avalancha de piedras, lo arrastró y se refugiaron en un hueco que hacía la roca. Como una cueva. Los dos aplastados y las piedras pasando por encima de ellos. Allí estuvo hasta que cayeron todas las piedras. Cuando paró aquello, lo cogió como pudo, arrastrando por encima de los riscos que habían caído y le salvó la vida. Pero expuesto a la muerte él también. Aquel hombre se llamaba Francisco Punzano.
De mi hermano Cesáreo, cuando estuvo trabajando en el muro del pantano, tengo muchas cosas que contarte pero entre ellas, ahora te voy a hablar de una muy bonita. Cuando entró a trabajar en esa construcción, lo hizo de pinche y estuvo allí hasta que se terminó el Tranco que cuando Jesús Carreiras se fue al pantano del Pintao, provincia de Sevilla, a mi hermano lo dejaron de encargado general que fue el que terminó las obras. Y por eso él nos cuenta cantidad de cosas de sus vivencias de allí y de entre todas, me acuerdo de una muy graciosa.
Fue que siendo pinche y un día fue a por agua para darle a los hombres que lo querían mucho. Era muy obediente con el capataz y muy complaciente. Le gustaba mucho tener a todo el mundo contento. Y fue con la cuba del agua, el carrillo ese que tiene una sola rueda y sirve para muchas cosas y mi hermano lo usaba para transportar la cuba del agua y fue a Mojoque en busca del agua fresquita a una fuente que había allí, para darle a los obreros.
Y allí hay, no sé si existirá todavía pero entonces si existía, una higuera con higos blancos muy dulces y muy buenos. Y él pensó: “En lugar de llevarles agua, pues yo les llevo higos, que coman higos que son muy buenos”. Y entonces se le ocurrió quitar el tapón a la cuba y en vez de llenarla de agua, fue y cogiendo higos y uno a uno tuvo la paciencia de irlos echando a la cuba para llenarla de higos. Se presentó con la cuba llena de higos y los hombres esperando el agua: “Cesáreo, ¿nos traes ya el agua fresquita?” y él: “¡Noooo! Os traigo otra cosa mejor. Os traigo higos muy buenos y muy dulces”.
Y a los hombres les hizo mucha gracia de ver las ocurrencias que había tenido el chiquillo, que tendría como unos catorce años, de llevarles higos en vez de agua y el capataz que estaba allí, que era Francisco Suárez, le dijo: “Pero hijo mío, ¿por dónde los has metido?”. Y le contestó mi hermano: “¡Por aquí!”. Señalando al agujero por donde se llenaba de agua la cuba y el capataz le volvió a preguntar: “¿Y ahora sacarlos, por dónde los sacamos?”.
Y tuvieron que quitarle no sé qué a la cuba para sacar los higos pero a los hombres les hizo mucha gracia, se rieron mucho y se comieron los higos. Luego mi hermano dio otro viaje y ya les trajo agua fresquita. A mi hermano Cesáreo en el Tranco lo conocía mucha gente y era muy estimado por los ingenieros y por los demás capataces y hasta por sus mismo obreros, cuando luego fue capataz de las obras. Cuando terminó la obra del Tranco, el último día que tuvieron allí un pequeño convite, los obreros a coro decían: “¡Viva nuestro capataz!”. Y hasta lo cogieron y lo tiraron para arriba en forma de júbilo porque lo querían mucho.
Según me ha contado mi hermano, las obras del pantano se empezaron antes de entrar en España la República del 31 y el primer ingeniero fue don Rafael de la Vega. El primer encargado general se llamaba Francisco Suárez y los capataces primeros fueron: Amador Valcacer, Jesús Carreira, Barros, Portela y el capataz de los carpinteros era Pomares, Antonio Vázquez, Baltasar, otro llamado Jesús que no recuerdo su apellido. El segundo ingeniero fue don Antonio Martínez Muñoz y el último don Emiliano Ruiz Castejón. Segundo encargado general fue don Jesús Carreira y el último encargado general lo fue Cesáreo Muñoz Manzanares.
Hubo varios accidente graves de invalidez y muchos de relativa importancia, sin invalidez y dos mortales. La construcción del pantano se terminó en el año 1946. Los capataces de los últimos tiempos, a las órdenes de Cesáreo, fueron: Juan Sánchez Castro y otro Juan Sánchez que le decían Sánchez El Viejo para distinguirlo del primero y porque era mayor, Juan Antonio Heredia, Manolo Vega, Juan Antonio el de la Aldofina pero no mi prima y el único capataz de Hornos fue mi hermano Cesáreo. Los otros eran de otros pueblos.
Otro caso: en plena guerra. En los cortijos de la Vega del Hornos, no había nada más que ancianos, mujeres y niños. Mi hermano Angel tenía entonces quince años. El mayor estaba en la guerra. Angel era el pequeño y tuvo que asumir todo el trabajo que hacía el mayor. Hubo una tormenta y le cogió a él trabajando al otro lado del río chico. El de Hornos porque el río Grande era el Guadalquivir. Llovió muchísimo y ya no pudo seguir arando con los mulos. Los desunció e iba a pasar el río y vio que ya era imposible. Había crecido mucho. Desde el Soto, desde mi casa, mi madre, mi prima y mi tía Francisca, diciéndole con la mano: “No pases, Angel, no pases”. El las había visto y también con la mano les contestaba diciendo: “Que no paso, madre, que no. Éntrese usted a la casa que no paso el río”.
Pero había un niño, hijo de Asunción Muñoz Manzanares, con cinco años de edad. El niño se llamaba José Toribio Muñoz. Al ver que su primo estaba al otro lado del río y que estaba solo, pensó: “A mi primo le pasa algo”. Salió corriendo porque se quería ir con él. Se subió a la viga que había de madera que era el único puente que teníamos para cruzar el río. Al verlo mi hermano desde el otro lado le decía: “José, no pases, no pases. Espérame que cuando baje el río ya cruzo yo. No pases”. Y el chiquillo llorando: “Angel que estás tú ahí solo”. “No te preocupes. Tú no pases”. Pero el chiquillo no le hizo caso o no lo oyó con los ruidos de los truenos y la corriente del río. Vino una tromba de agua, envolvió al chiquillo y lo tiró al río.
Al verlo mi hermano, ni lo pensó. Se tiró de cabeza a la corriente. El chiquillo dando tumbos por la corriente del río entre el fango, maderas viejas, monte, rastrojos. Y envuelto en la corriente el chiquillo. Mi hermano, que por suerte era un buen nadador, luchando en las aguas detrás hasta que alcanzó al chiquillo. Lo cogió con el brazo izquierdo y con el derecho nadando tratando de arrimarse a la orilla pero el agua no lo dejaba. Río abajo iba mi hermano envuelto en la corriente y todos los del cortijo corriendo por la orilla intentando salvar a uno y a otro. Todos, chiquillos, viejos, mayores, todos nos agolpamos a la orilla del río. Lo mismo que iba mi hermano con el chiquillo en brazos río abajo, nosotros por la orilla, también río abajo.
Isidro Gómez, del Soto de abajo, el que le decían de apodo Viborica, cogió una vara de varear y se fue corriendo al río y le tendió la vara para que mi hermano se agarrara. Pero no pudo. El agua tenía mucha fuerza. En un recodo pronunciado que tenía el río, que le llamaban “El Potro”, contra la tierra los estrelló la corriente y en unas plantas que había en el rincón que le llamaban “Sargas”, pudo con el brazo derecho agarrarse y con el izquierdo levantó la cabeza del chiquillo para que respirara. Sujeto se quedó hasta que pasó el agua. Tos alrededor tratando a ver cómo lo podían sacar. Cuando lo rescataron, parecían dos cadáveres. Llenos de barro rojo de esa Vega de Hornos. No se le veía nada más que los ojos. Y decía mi hermano: “No lloréis que el chiquillo está vivo”. Porque salió con el chiquillo en brazos. “No llores Asunción que al niño no le ha pasado nada”. Asunción era la madre. Y a mi madre: “Madre, no llore que no nos ha pasado nada”.
Este chiquillo, vive hoy en el Tranco. Si algún día vas por el lugar, pregunta por él. Ya es una persona mayor. Mi hermano, el que le salvó la vida, murió hace diez años. Fíjate qué cosas tan bonicas ocurrían en la Vega. Estas aventuras, hoy saldrían en las primeras páginas de los periódicos o los telediarios. Entonces entre nosotros se quedaba aquello, como lo más natural del mundo. No se le daba importancia porque es que aquello lo hacía cualquiera. Era la vida así. Como si los que vivíamos en el lugar hubiéramos tomado conciencia de que la Vega era nuestra tierra, nuestra vida, nuestro mundo y que nadie vivía agusto si no contaba con el otro. La Vega de Hornos era de verdad un paraíso. ¡Qué alegría y qué lástima aquella Vega nuestra hoy toda bajo las aguas del pantano!
Pues de mi hermano Cesáreo luego te contaré otras historias pero ahora quiero decirte que este hermano mío, antes de morir y por expreso deseo suyo, lo llevó su hija a despedirse de su tierra porque la quería ver una vez más antes de dormirse en el beso de Dios. Y cuando iban por el rincón del pedazo de tierra, que antes había sido de nuestra propiedad donde hay unas olivas que él mismo las plantó y las crió, cogió un puñado de tierra, lo echó en una bolsica y le dijo a su hija: “Hija mía, cuando yo me muera, échame en la caja esta tierrecica que es del rincón donde nací, fui joven, tuve la felicidad y sigo teniendo mis raíces. No se te olvide y échame esta tierra mía en la caja para que cuando duerma el último y eterno sueño, tenga conmigo para poderla abrazar, la tierra de mi alma que tanto quiero y nunca he podido olvidar”.
Este hermano mío, ya te digo, es mayor que yo, no hace mucho se durmió en el sueño que a lo largo de toda su vida ha soñado para despertar a la realidad que tanto ha anhelado, desde lo hondo de su alma. Y te digo esto porque una vez me confesó que en más de una ocasión, cuando dormía, soñaba que estaba oyendo los cencerros de las vacas, de las cabras y las ovejas de la Vega y que luego al despertase, sentía una gran desilusión porque caía en la cuenta que todo era puro sueño y no realidad y decía: “Válgame Dios! Tan agusto como yo estaba en mi sueño creyendo que de verdad me encontraba en mi tierra y me despierto y veo que no es verdad. ¿Por qué me habré despertado? Yo quisiera seguir soñando”.
Ya te dije de él que estuvo en la guerra, obligado por su quinta, y por dos veces fue herido de las piernas. Y una de las veces que cayó herido, te voy a explicar cómo fue porque él luego nos lo explicó. Decían que estaban en un cortijo grande o una aldea o algo así que había sido derribada por bombas o por cañonazos o por lo que fuera pero quedaban todavía paredes. Decía que la comida que le daban era comida fría porque no podían encender lumbres ya que el otro ejército estaba cerca y veía las llamas. Nos contó que estaban cuatro metíos en un sitio y por la paja que se veía allí, se notaba que era el pajar de aquellas casas.
Y estando abriendo una lata de mermelada y ya con la cuchara en la mano para empezar a comer, de pronto sintió que una mano en cada hombro, se le posaban y tiraban de él hacia atrás. Creyó que era algún compañero que se le había acercado y le gastaba una broma y le dijo: “Déjame hombre que vamos a comer” al irse hacia atrás las piernas se le subieron para el cuerpo y cayó boca arriba. Y dice que cuando volvió la cabeza no vio a nadie pero en aquel momento cayó un mortero, que yo no sé eso lo que es, las personas que entiendan de estas cosas de guerra lo sabrán. Pues cayó este artilugio exactamente en el mismo centro donde estaban los cuatro. Los otros tres compañeros murieron y él quedó herido en las piernas pero salvó la vida.
Cuando escribió diciendo que estaba en el hospital mi padre fue a verlo y mi madre y mi abuela le escribieron pidiéndole que les contara cómo había sido el accidente. Le decía mi abuela: “Hijo mío, explícame con detalle cómo te ha pasado”. Y entonces mi hermano se lo explicó todo. El día, que ya no me acuerdo, le explicó la hora y en el momento que había sido y al recibir la carta y leerla mi abuela se acordó y dijo: “¡Dios mío! Si exactamente a esa hora, aquí en el Soto de Arriba, estábamos rezando el rosario por él”. Y así se lo comunicó en la carta de respuesta a la suya y le decía: “Hijo mío, en ese mismo momento que tú dices te pusieron las manos en los hombros y te tiraron hacia atrás, aquí en la Vega de Hornos, la familia entera estábamos rezando el rosario por ti y pidiéndole al cielo que te cuidara”.
Desde aquel día y a lo largo de toda su vida él no se ha cansado de repetir que sintió las manos sobre los hombros y tirarlo para atrás. Hasta me contó a mí que se dio un golpe en la cabeza de la fuerza con que tiraron de él para atrás. Y desde aquel momento él y nosotros, hemos creído que lo suyo fue un milagro.
De la guerra, cuando volvió, nos contó muchas de aquellas fatigas y luchas que en las batallas había vivido. Entre otras cosas, decía que tuvo un compañero al que llegó a querer como hermano. Este amigo se llamaba Rufino Robles, hijo del hermano Matía Robles y de la hermana Lola. Una gran familia que vivía en otro cortijo de aquella Vega mía de Hornos y cuyo nombre es El Chorreón.
Al terminarse la guerra, se reintegró otra vez al trabajo que había tenido en la construcción del muro del Tranco. Entró de martillero, luego lo pusieron de capataz, que como te dije, fue el único capataz que hubo del pueblo de Hornos y más tarde fue capataz general hasta que se terminaron las obras del Tranco. El capataz general que había allí, que era don Jesús Carreira, lo trasladaron al pantano del pintao a Sevilla.
Cuando terminaron las obras del Pantano del Tranco, otra compañía que entró allí que me parece era de algo de electricidad pero no estoy segura aunque sí creo que se llamaba Benjamol o algo así. Le ofrecieron un contrato muy ventajoso porque como todo el mundo lo conocía y sabía de su valor como persona, quisieron quedarse con él pero decía: “Yo me hice hombre con la empresa donde empecé a trabajar de pinche y con ella quiero continuar”. Y entonces fue cuando ya al terminar la obra del Pantano del Tranco que te he contado hicieron una pequeña juerguecilla y los obreros se lo echaban por los hombros, se fue al Pantano del Pintao, en la provincia de Sevilla.
Allí siguió su trayectoria de nobleza y trabajo como lo había sido toda su vida. Y te voy a contar una anécdota muy graciosa para que entiendas mejor la semblanza de mi hermano. Por aquellos días, como ahora se ponen también, algunos llevaban al trabajo gorros con dibujos y cosas. Y un día se presentó a mi abuela y le dijo: “Madre Asunción, bórdeme usted las letras que yo he escrito en este gorro”. Y recuerdo con toda claridad que las letras que mi abuela le bordó en aquel gorro para el trabajo, decían lo siguiente: “Justicia, paz y trabajo”. Esta fue la pintura que mi hermano dibujó en su gorro como un reflejo de lo que rotundamente él tenía grabado en su corazón.
Estando ya en el Pantano del Pintao, un día no sé qué trabajo estaban realizando los obreros y él hizo según sus costumbres. Cuando veías a los obreros en dificultades no se quedaba sólo en mandar sino que se ponía mano a la obra codo a codo con ellos. Y si alguno no sabía hacer una cosa, como él la había hecho antes, en vez de regañarle lo que hacía era ponerse a su lado y le decía: “Esto se hace así”. Y lo enseñaba. Y cuando había algo fuerte que hacer, era el primero en acercarse y ponerse a trabajar como un obrero más.
Y un día, no sé qué tuvieron que hacer con un motor que debían trasladar de un lado a otro. Sé lo que le pasó a mi hermano pero por qué se rompió aquel cable y todo eso, esto te lo hubiera podido explicar él pero yo sólo sé lo que le ocurrió. Era un motor de quinientos kilos, esto sí lo sé. Y estaba enganchado a un cable y al moverlo de un lado para otro hizo falta allí refuerzo y él no se lo pensó dos veces y se puso a empujar. Con tan mala suerte que el cable se rompió y el motor de quinientos kilos, le cayó encima por el lado izquierdo. La pierna izquierda, se la aplastó.
Cuando los obreros vieron a su capataz herido, pusieron en marchas las sirenas avisando accidente grave, empezaron a pedir auxilio, acudieron corriendo, pararon todas las obras, lloraban como niños y entre todos le quitaron el motor de encima y cuando lo cogieron se lo llevaron corriendo al hospitalillo que tenían allí y le hicieron los primeros auxilios pero la pierna la tenía casi cortada. Un poco el golpe se lo quitaron unas botas altas que llevaba puestas que tal vez, sino, la pierna se hubiera quedado allí mismo debajo de aquel motor.
Y como se sangraba, avisaron a Sevilla y se lo llevaron corriendo y cuando llegaron ya estaba un médico esperando y con el quirófano preparado para hacer lo que pudieran por su pierna. Y cuando llegó y lo vio el medico, que se llamaba don Francisco Graciani, dijo: “Esto no es una pierna rota, esto es un amasijo de huesos”. Pero mi hermano, que estaba consciente, decía: “Por Dios, don Francisco, no me corte usted la pierna, que esto es cortarme la vida. No me corte usted la pierna que si yo quedo inútil para el trabajo, me muero porque mi vida es el trabajo. Haga usted lo que pueda por salvarme la pierna”.
Y aquel médico parece ser que era, además de buen médico, buena persona y aquella noche cuando llegó no le cortó la pierna. Después de varias operaciones y de muchos sufrimientos de mi hermano del alma, al final conservó su pierna pero quedó inútil para el trabajo. Él intentó seguir y el ingeniero que se llamaba don Santiago, también le pidió siguiera con su cargo. Le decía: “Mira, a ver si puedes. Unos ratos de pie y otros ratos sentado, a ver si puedes seguir con tu trabajo”. Porque es que ellos no querían perder aquel hombre en su empresa y lo intentó pero no pudo.
Y por aquél accidente él perdió su trabajo y el mundo obrero perdió, puedo decir con orgullo, a un gran hombre y fue entre el 20 de junio de 1947, cuando tenía treinta años de edad. Y ya rematando te digo que con la misma dignidad que ha vivido este gran hermano mío, así ha muerto. Una enfermedad por dentro le ha ido minando las fuerzas y después de llevarlo con la gran valentía que ha llevado toda su vida los sin sabores y las luchas que el Señor ha querido poner en su camino, ha subido, como él decía, “el último peldaño de la escalera”.
Yo que soy su hermana pequeña y que lo quiero como siempre nos hemos querido todos los de la familia de aquel cortijo del Soto de Arriba, presencié su muerte y digo que con tremenda resignación y amor, y teniendo en el pecho el mismo crucifijo con el que todos los míos han muerto, así entregó su alma al Dios Supremo, Padre de todos los humanos. Con una gran resignación y paz.
Como si el Señor en ese mismo momento le hubiera dicho: “Hijo mío, ven conmigo a mi reino a tomar posesión del gozo eterno que para ti tengo reservado porque tú y los tuyos, fuiste otro más de los elegidos de entre esos humildes cortijos en las tierras que aquel día quedaron sepultadas Bajo las Aguas del Pantano del Tranco. Ven a mi lado y toma posesión de mi reino porque cuando estuviste en la tierra, cada vez que me acerqué a ti y tuve hambre, me diste de comer, cuando tuve sed me diste de beber y cuando estuve triste, me consolaste”.
Una muerte tranquila, como si Dios le hubiera dado un beso y al sentir la dulzura de su fragancia, expiró. Sentado y con la cabeza inclinada hacia el pecho, como tantas veces él le había pedido la Virgen, morir en un dulce sueño. Rodeado de toda su familia, terminó tranquilamente como si todavía en ese momento estuviera dormido en el sueño que le transportaba a la Vega de nuestro Soto de Arriba. Y ahora aquí digo, para que quede constancia, que bien puede estar orgulloso mi querido pueblo de Hornos de que uno de sus humildes hijos, Cesáreo Muñoz Manzanares, después de haber sido desterrado de sus tierras y haber vivido toda su vida en el anonimato, hoy esté sentado entre los elegidos en la región de la eternidad porque siendo grande de corazón y alma, fue pequeño entre los pequeños.
Y claro que hoy me siento un poco más sola porque de la familia que aquel fatal día tuvimos que arrancarnos de la Vega, ya solo quedábamos él, su esposa y yo. Y como ha subido su último peldaño, hoy ya quedo más sola. La última raíz que sin tierra para germinar, vino de aquella Vega querida. Quedábamos los dos pero él ya se me ha ido también. A mí ya sólo me queda recordar lo que mi magullada alma quiera darme como alimento para mantener vivos los recuerdos de aquellas conversaciones que tuvimos siempre con nuestra tierra en los labios. Toda la vida recordando y añorando nuestra tierra.
Como sabes dejó el encargo de que en su sepultura le echaran aquel puñado de tierra que recogió en el viaje que hizo la última vez que estuvo por la Vega de Hornos. Se ha cumplido su voluntad. Su hija estuvo al cuidado de que no se le olvidara y cuando ya le daban sepultura, le echó el puñado de tierra dulce que fue cogida por él mismo de la que siempre será nuestra auténtica tierra. Donde hemos nacido y nos hemos criado y hemos respirado el aire limpio de las montañas y recorrimos, de manos de nuestra abuela y madre, los primeros pasos hacia el camino del cielo, eternidad y paraíso que soñamos semejante a nuestro rincón del Soto.
Se ha ido a la presencia de Dios, lejos de su tierra pero envuelto en tierra de su tierra. Su muerte ha sido el día cinco de febrero de 1998 a las doce del día mientras en la Iglesia de los Padres Carmelitas rezaban el Ángelus y lo ofrecían por él. Una de las coronas que llegaron allí decía: “Has subido tu último peldaño con dignidad”.
Unos días después de su muerte, de mi prima Virginia, la que me mecía en la cuna cuando yo era pequeña y me cuidaba siempre que estaba en el cortijo del Soto, recibí una carta que decía lo que sigue:
“Ibiza, 15 de marzo de 1998. Querida prima: he recibido tu carta y me hago cargo de la situación tuya, pues a mí también me ha dado mucha pena la muerte de tu hermano Cesáreo. Que tú sabes el roce y el cariño que nos hemos tenido todos por ser los que más cerca hemos vivido en nuestra infancia. Que esos recuerdos son inolvidables. Bueno prima, dime cómo te encuentras tú porque también me acuerdo de dónde vives, con demasiadas escaleras para tus piernas. Pues yo ya estoy bastante mejorada, tanto del herpe como de la caída. A ver si Dios nos da fuerzas para podernos ver de nuevo. A Encarnación, a su hijo Felipe y Josefa también le he escrito con la misma fecha y de la prima Ramona Manzanares, te diré que estuve hablando con ella por teléfono y me dio muchísima alegría. De mi sobrina Francisca y su familia, te puedo decir que están bien, porque de vez en cuando nos llamamos.
También me dirás si vives sola en tu casa o tienes a alguno de tus hijos cerca. Yo sigo sola desde que murió Vicente pero los domingos siempre los paso con mis hijos. Un abrazo para tus hijos y el cariño de tu prima que te quiere: Virginia.
Cantinuará…
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