3.20.2007

BAJO LAS AGUAS DEL PANTANO DEL TRANCO- 33

LA MARIPOSA ROTA

Esta prima mía Ramona, dice que me recuerda y que era una niña buena. ¡Qué lástima! Está equivocada. Estando en mi Soto, yo hice una travesura que me ha pesado luego toda la vida. Y esta travesura mía va y se enreda entre el vuelo de aquellas mariposas que surcaban el puro viento de la Vega. Porque tú ya sabes lo aficionada que de pequeña fui persiguiendo mariposas por entre aquellas praderas verdes y los ribazos de las acequias y los huertos. Pues un día me porte como una egoísta, aunque entonces no me daba cuenta. Te explico:

Estando en mis juegos por entre las plantas verdes de la puerta del mi cortijo, un día vi una mariposa tan preciosa y tan bonita, que enseguida me empeñé en cogerla y que fuera mi juguete ya para siempre. Era de colores maravillosos y recuerdo que lucía alas anchas por arriba y por la parte de abajo, estrechas y tenía algunas franjas negras y blancas, con los bordes dorados y algunos ribetes azules que parecían ojos. Una preciosidad de mariposa que sólo verla volando por aquellos juncos y matas verdes, me gustó tanto que de inmediato me dije: “Esta sí es para mí”.

Yo llevaba puesto un sombrerillo de aquellos que usábamos en el verano para protegernos del sol. Mi abuela me lo tenía adornado con cintas de colores. Y yo con mi sombrero detrás de la mariposa, llegué corriendo casi cerca de Los Baños, que como sabes están mucho más arriba del Soto y sobre un cerrillo. Si ella se brincaba por los juncos, por allí me brincaba yo, si se iba por las acequias, detrás saltaba sin reparar ni en peligros ni espesura ni barrancos. Yo detrás de ella obsesionada por cogerla.

Y como siempre que se paraba, al acercarme salía volando y me di cuenta que con las manos no la podía coger, me quité el sombrero y una de las veces que se paró, le eché el sombrero encima y así la atrapé. Pero lo que yo no sabía es lo que, bajo aquel sombrerico mío, había ocurrido. Cuando metí la mano para cogerla, al verla, me di cuenta que le había roto las alas. La eché en el sombrero y me la bajé a mi casa y ya venía pesarosa de ver lo que había hecho. Porque la había destrozado.

La metí en un medio celemín, porque era allí donde yo veía que mi madre metía los pollos cuando los sacaba la llueca, creyendo que allí se le iban a curar las alas. Le puse tallos verdes de la hierba más tierna y fresca y como había visto que ella iba de flor en flor, pues le busque flores y se las puse, la acuné junto al rincón para que estuviera más calentica y a todo esto, yo sin dejar de llorar de ver lo que había hecho con la mariposa. Porque yo quería tenerla para mí y en aquel juego inocente mío, lo que hice fue destrozarla.

Y claro, las alas no se le curaron y aquella preciosidad de mariposa, murió. Lloraba sin consuelo porque empecé a sentir remordimiento. Ya muerta, la tiré pero como no dejaba de llorar, mi madre y mi abuela me preguntaban y al final se lo dije. Y entonces ellas me respondieron: “No llores porque tú no sabías que iba a pasar eso pero ya no cojas más”.

A partir de aquel día, yo seguí corriendo detrás de ellas pero nunca más hice por cogerlas. Solamente correr detrás de ellas porque me gustaba verlas por lo bonitas que eran. No era consciente pero allí ya iba descubriendo yo que estaba la presencia de Dios en sus manifestaciones más limpias y amables para con nosotros los humanos.

Ahora que ha pasado el tiempo y ya soy tan mayor, cuando veo que por aquí y por allá destrozamos la naturaleza tan inconscientemente, me digo que cómo no sentimos remordimiento rompiendo maravilla tan grande. Y me digo también, que a tantos niños como ahora mueren de hambre en el mundo, les pasa como le ocurrió a mi mariposa: que por el egoísmo que cada uno llevamos dentro, son víctima de las personas que les rompemos las alas de la vida como yo rompí las alas de aquella mariposa mía. Y creo que Dios nos ha dado el mundo y a sus criaturas y todas sus maravillas, para que lo gocemos y se lo devolvamos más engrandecido y no para lo contrario ni para que nos lo apropiemos egoístamente. De aquella bonita mariposa de mi Vega, yo aprendí esto y desde entonces no lo he olvidado.

Y siguiendo con mis juegos te digo que también me gustaba mucho meterme al lado de la cuadra donde mis padres y mis hermanos encerraban a los animales. Allí había un cortaillo chico, un apartaillo que le decíamos la bodega. Las cosas que mi madre no quería que se les estropeara con el calor, las guardaba allí pero siempre dejaba la ventana abierta y por ella entraban las golondrinas y hacían nidos. Y yo me escondía en la bodega y me gustaba ver a las golondrinas darles de comer a los hijos y como ya tenía experiencia con lo de la mariposa, nunca toqué un nido. Ya tenía yo cuidado de no hacer ningún daño ni a golondrinas ni a mariposas. Pero la aventura de la mariposa maravillosa, la tengo en mi mente para siempre.

En la Vega, lo que era muy vistoso también es cuando empezaban a llegar las golondrinas. Verlas a mí me gustaba mucho porque eran preciosas y casi siempre volvían a los nidos que habían hecho otros años. Ya sabían ellas sus escondites y los sitios donde tenían los nidos de las temporadas pasadas. De aquel revuelo de aves anunciando la primavera y de las noches templadas, yo me acuerdo mucho.

Y otra imagen bonita que tengo de mi vega por estas fechas de la primavera, era la búsqueda de caracoles en las noches de lluvias finas. Nos los pasábamos muy bien porque hasta era emocionante ver la Vega llena de luces de teas encendidas. Había que buscarlos la noche que había llovido pero no agua fuerte, sino esa lloviznilla que humedece la hierba y no la empapa del todo y cuando no hacía frío. Porque si hace frío, los caracoles no salen. Tiene que ser una noche de esas que cuando se sale a la calle se dice: “¡Qué noche más hermosa!”. Y con una humedad que moja la hierba sin que sea llover.

Con teas, entonces se hacían unas antorchas y todos los del Soto, grandes, viejos, jóvenes, chiquillos y cada uno con nuestra tea y por aquellas junqueras, por la orilla del río, por la orilla de los arroyos, por todo el prado, por el Charco de los Patos, por todos sitios con las teas encendidas y buscando caracoles. Se miraba y sólo se vía una panda de luces ardiendo a lo ancho y largo de la Vega. Y había caracoles y muy grandes. Los que se veían chiquitillos, se sabían que eran las crías y estos nadie los cogía.

Mi madre llevaba una olla grande y allí iban echando los caracoles. Yo iba con ellos y con mi tea pero no cogía ninguno. Mi trabajo sólo consistía en coger los de la olla y ponerme a jugar con ellos y ver como al tocarles los cuernos, los escondían. Mi tarea era jugar con todo lo que me encontraba. Ellos cogían caracoles y los echaban a la olla y yo, nada más que jugar con ellos. Me gustaba ver los chiquitillos que estaban con los grandes pero ya te digo que los chiquillos no los cogían.

Y al volver, traíamos una olla de caracoles, mi madre y todos los vecinos, que no podíamos con ella. Y ya se pasaba otros cuantos días hasta que volvía a llover y hacía una noche templada para poder salir a buscar otra vez. Ellos ya se sabían bien las noches que eran apropiadas.

Ya en la casa, a los caracoles había que lavarlos muchas veces hasta que dejaban de soltar esa baba que echan. Mi madre los lavaba con sal gorda, una vez y otra. Al darle la sal los caracoles iban soltando la baba hasta que ya soltaban el agua clara porque no tenían más que echar. Y cuando ya soltaban el agua clara del todo, los dejaba, los tenía dos o tres días sin comer para que soltaran también todos los excrementos y luego los volvía a lavar pero ya sin sal. Y mi madre tenía un truco que era ponerlos al sol para que saliera bien el “gajo” y tenía la lumbre preparada y cuando estaban ellos fuera de su concha, los echaba a la olla y se quedaban con el gajo fuera, porque antes que pudieran reaccionar, el calor los había matado.

Luego mi madre los preparaba con hierba buena, con ajos, con perejil y estaban riquísimos. Y también los guisaba ella mucho con arroz. Y con la punta de un tenedor y otras veces con la punta de una navaja, se pinchaba en gajo y se sacaban para fuera y a comerlos. Me acuerdo que a mi abuelo Cesáreo, les gustaban mucho. Y a todos nos gustaban pero a mí, desde que me pasó lo de la mariposa, me daba lástima como sacaban el gajo y luego los echaban al agua hirviendo. Desde aquel incidente, siempre que se mataba algún ser vivo, me daba lástima.

Hasta cuando mataban los cerdos en mi casa, yo salía corriendo y me perdía, porque no quería ver cómo los mataban. Casi siempre me escondía en los fresnos del Canalizo. Y ya sabía mi madre que estaba allí. Cuando habían terminado toda la faena, me llamaban y entonces me traían al cortijo con ellos. Pero no creas que me traían de cualquier manera. Tenía que salir ella a buscarme y para que no viera los marranos colgados y abiertos, con el mandil suyo, delantal que se dice ahora y allí le decíamos mandil, me liaba la cabeza, me tapaba los ojos y me pasaba por delante de los marranos pero sin verlos y me entraba a la casa. Me metía en mi cuarto y no había quien me hiciera salir. Allí me tenían que entrar la comida y todo porque yo no podía ver los marranos colgados y abiertos. Creo que aquello era de la pena y de la lástima que me daba y, además, que me asustaban.

Lo del Charco de Los Patos, era un prado que había a la izquierda del río. Mirando desde el Soto hacia Hornos, a la izquierda quedaba el río, pues más a la izquierda y al otro lado, había un sitio que le decían el Charco de los Patos. Y no porque allí hubiera patos, sino sencillamente que aquel prado, tenía aquel nombre. Allí es donde estaba mi hermano trabajando el día de la tormenta y la riada cuando cayó José al río y lo salvó.

- Del cortijo Moreno que estaba por allí cerca ¿qué recuerdas?
- No tuve mucho contacto con las personas que vivían en el cortijo Moreno, porque donde más estaba era en el Soto pero sí conocí a muchas personas de aquel cortijo. Verás: mi madre estimaba mucho a una mujer que se llamaba Angela y era hija de Estanislá, la dueña de los Baños. Pero mi madre, para hablar de ella, le decía Angelica, en tono cariñoso. Me acuerdo mucho de ella.

Y me acuerdo también de una señora que le decían Clara y recuerdo que mi madre estuvo allí consolándola y dándole el pésame porque el marido de esta señora murió en un accidente, en no sé que arroyo de por allí, ahogado. Todavía me acuerdo cómo lloraban aquella señora y las hijas por la muerte de su padre. Las hijas eran muy guapas. Clotilde, Carmen e Hipólita. Y esta última tenía una particularidad muy graciosa. Y era que tenía el pelo rubio, peli rojo. Y por esto el nombre casi nunca se le decía sino que le llamaban y se le conocía por la “Roja”, en sentido cariñoso. Pero esta muchacha era tan bondadosa y se le notaba tan inteligente que en lugar de enfadarse porque la llamaran de este modo, se lo tomaba con un humor excelente.

Porque era guapa y en lugar de acomplejarse, ella sabía que tener el pelo de este color, la realzaba porque la distinguía de todas las demás ya que en toda la Vega había otra muchacha con el pelo rojo. En estos tiempos modernos, veo yo que las mujeres se tiñen el pelo para tenerlo acaso hecho de este color. O sea, que no era feo, sólo que no había nadie que tuviera una cabellera como la suya. Y ella aceptaba con mucho cariño que para nombrarla le dijeran Roja en lugar de su nombre.

Esta muchacha se casó con Juan José, hijo del hermano Joaquín que vivía en la “Loma Alcanta”. Y Clotilde, se casó con el otro hermano, con Santos. Las dos muchachas eran muy guapas y muy buenas personas y claro que las recuerdo. Y también recuerdo a una señora mayor que se llamaba María la Pastora. Muy cariñosa y muy buena. Y otra muchacha que se llamaba Isidra, era de la familia, no sé si su padre o un hermano suyo que se llamaba Loreto y su madre, creo que se llamaba Carlota. Era mayor que yo. Más o menos de la edad de mi prima Ramona Muñoz Lara y Virginia. De todo esto me acuerdo perfectamente, lo que pasa es que con el cortijo Moreno pasó lo mismo que en toda la Vega: cada cual se fue por su lado y después ya no he vuelto a saber nada más de estas personas.

- Desde el Soto ¿hacia dónde caía el Cortijo Moreno?
- Yendo hacia Hornos, después de pasar el cortijo de Marcelino que quedaba a la derecha del camino real, estaba el cortijo Moreno y sobre un cerrillo. Y más arriba, Los Baños pero a la derecha y algo más arriba, La Laguna y también a la derecha. Más adelante estaba el cortijo del Maestro Matías y el hermano Juan Pipas y su mujer que se llamaba Francisca y un hijo suyo, se llamaba Manolo. A este muchacho, cuando se llevaron a mi hermano Cesáreo a la guerra, también se lo llevaron juntamente con mi hermano. Y volvió de la guerra sin pasarle nada.

En esta misma dirección pero a la derecha, estaba el cortijo de Los Parras. Allí vivía una familia que él se llamaba Federico Lara, hermano de Modesto Lara que vivía en el Soto de Abajo y me acuerdo de algunos de sus hijos. Uno se llamaba Eusebio, otro Juan Antonio, el más pequeño Benjamín y tenían una única hija, morena y guapísima, que se llamaba María. Todo esto era a la parte de arriba del camino conforme subimos a Hornos desde el Soto, a la derecha y muy apartado del camino real.

En Hornos el Viejo también estuve pero menos veces. Era un cortijo más distante y yo tan pequeña y niña, no me recorría aquellas tierras como los hombres. Pero también, si había algún enfermo o pasaba algo, mi madre iba y entonces yo iba con ella. Allí vivía una familia buenísima que él se llamaba José y ella la hermana Dolores. Era conocido como José “Potaje”. Me da disgusto tener que decir los apodos de las personas, porque no es bonico ni me gusta decirlo pero algunas veces, para que se entienda de quién hablo, pues no me queda otro remedio.

Un hijo de esta familia, es el esposo de María Antonia Lara Linares y una hija de esta familia, Manuela que se llamaba, fue la que se casó con Juan, hijo del hermano Modesto y de la hermana Amalia que se fueron a vivir al Soto de Abajo.

El hijo menor de Modesto y Amalia, se llamaba Julián y se casó con una muchacha buenísima de Hornos que se llamaba Francisca. Pues los dos hermanos, eran muy buenas personas, como toda la familia. Juan tenía un carácter más nervioso. Bueno pero muy nervioso. Y en cambio Julián era un pacienzudo, tranquilo, cachazudo y muy gracioso. Tenía muy buena sombra cuando hablaba. Aquella vez que estuviste hablando con María Antonia, por la tarde en Cañada Morales, este hermano era el que se le había muerto.

Pues un día estaban los dos aparejando las mulas para irse a los trabajos del campo y esa mañana Juan estaba nervioso. Estaba siempre nervioso porque él era así. Y estaba pegándole a la mula y tirándole del ronzal. Nervioso y fogaba los nervios con el animal. Y Julián que estaba allí, con su paciencia, se le acercó, le puso una mano en el hombro al hermano y le dice: “Juanico, Juanico hijo mío ¿qué te pasa?” Y él: “¡No me pasa nada! Que la mula no se está quieta”. Y Julián con toda su cachaza: “¡Hijo mío, Juanico! Mira, vas a hacer una cosa: otra vez que le pegues a la mula, acércate a la oreja y le dices por lo que le pegas. Te lo digo porque ahora mismo el animal no sabe por qué motivo le estás pegando”. Ya el hermano se echó a reír, se le pasó el enfado y dejó de pegarle a la mula. Así era Julián, un cachazas pero un hombre lleno de bondad.

- De la Hoya de la Sorda ¿qué recuerdas?
- Allí sí que es verdad que no estuve nunca pero sé que existía ese cortijo en aquel lugar y remontado en la ladera hacia Las Cumbres de Beas. Mi madre era muy amiga de la mujer de Antonino. Este era un hombre que vivía en aquel cortijo de la Hoya de la Sorda. Esa mujer vino varias veces al Soto expresamente a visitar a mi madre. Por el cortijo de Montillana, acudía muchas veces también. En algunas ocasiones le ayudaba en la faena a doña Rosario, la mujer de don Justiniano Magañas.

Nosotros teníamos unas olivas arrendadas por las tierras aquellas de Montillana y por esta causa varias veces, mi madre y ella se encontraban y charlaban. Sé que era una excelente mujer y no recuerdo cómo se llamaba. Lo que sí te digo, con toda seguridad, es que vivía en la Hoya de la Sorda.

Cantinuará…

http://es.geocities.com/cas_orla/
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