CUEVA DEL TORNO, RÍO AGUASMULAS-1
POR DONDE LA CUEVA DEL TORNO
© José Gómez Muñoz
© José Gómez Muñoz
Comenzando-1
Desde el seno materno
me llamaste por mi nombre,
por eso, mi causa,
está en tus manos.
Yo nací en la gran cueva que, entre nogueras centenarias e higueras inmensas como catedrales, se mira en las aguas claras del río blanco, justo doscientos metros más abajo de donde éste tiene su nacimiento y, como desde aquel tiempo lejano, no dejo de vivir en el rincón mágico que para mí es casi sueño, esta mañana de agosto caluroso y, cuando empieza a levantarse el sol y ya cantan las cigarras, voy caminando por la senda que discurre cauce arriba con la ilusión de adentrarme en el profundo barranco por donde el río se despeña y, si puedo y no me pierdo, llegar hasta el lugar amado de las peñas amontonadas que es donde se abre la cueva oscura que fue, cuna y casa en mi nacimiento.
Y ya voy acercando a las juntas donde, los arroyos grandes, se funden con el río inmenso y al pisar las tierras llanas que se recogen por las riveras, recuerdo que aquí mismo y, entre las zarzas y los grandes fresnos, también se alzaba la aldea y por eso, los olivos, las parras y los almendros, todavía se enredan por entre las madreselvas y las madroñeras y por el suelo, se amontonan las piedras de las derruidas paredes y donde crecen espesos, los pinos que sembraron en hileras, se pudre y medio verdeguea, el lindo cerezo acompañado del granado y de los membrilleros que todavía no se han secado y esta mañana, como en aquellas, también se mecen al viento.
Y al mirarlos y pisar la tierra y respirar el aire fino que me sabe a añejo, me retumba por el alma las cosas que ellos me dijeron cuando aquellas últimas tardes estuve a su lado amando y compartiendo: “En la tarde que ha caído sobre las blancas casas del poblado nuevo, su mujer y la hermana encorvada y otros muchos vecinos, nos vamos despidiendo. Hoy, ya no tienen más cosas que contarme. Tampoco yo quiero recoger más de sus bellos y, a la vez tristes recuerdos, pero antes que la noche avance más, hasta mi se acerca otro de los matrimonios.
- ¿Podríamos decir nosotros también dos palabras?
Me preguntan.
Los miro y para mí me digo que no puedo explicarles que esto no es para que todo el que quiera venga a contar algo. Esto no es ni para escribir un libro ni para salir en la tele o en los periódicos. Simplemente siento la necesidad vital, al tiempo que la curiosidad, de enterarme de cosas de las sierras donde nací y tengo mis raíces, aunque ya no las reconozca ni ellas a mí tampoco. Simplemente quería oírlos y estar un rato a su lado sintiéndome amigo y hermano, pero enseguida comprendo que ellos quieren exponer cuatro cosas, para como yo, desahogarse y aclarar que viven muriendo y, creen que este es el momento que tanto han esperado, pues adelante porque, como yo, perciben que es importante contar lo que sienten y se los come por dentro.
- Podéis proclamar vuestras cuatro cosas.
- Pues yo soy la hermana segunda y nací en la aldea que derribaron y mis padres también nacieron en el mismo rincón donde todos nos fuimos criados. Hemos sido cinco hermanos. Dos hombres murieron ya y quedamos dos veranos y yo. Y así, con problemas de penar, mucho.
- Pero lo que a mí me han dicho es que la aldea era muy bonita. Háblame de ella si es que todavía la recuerdas tanto.
- ¿Recordar? ¡Madre mía del alma! Aquello tenía su iglesia, su cementerio que está todavía, su fuente de aguas limpias, sus tierras para sembrar tomates, sus viejos nogales, sus grandes hatos de ganado... en fin, aquello era un paraíso que nos rompieron para siempre. La iglesia no la derribaron, pero todo lo demás, sí. La casa donde yo he vivido era bonita y más bonita era aquella aldea de pocos vecinos, pero casi todos nacidos y con raíces en aquellas altas tierras.
- ¿Por qué no hacemos una cosa?
- ¿Qué quieres que hagamos?
- Desde tu casa trazamos un recorrido y desde este rincón tan lejos y después de tanto tiempo, nos vamos por entre aquellas callejuelas hoy ya rotas. ¿Te acordarás?
- ¿No me voy a acordar? Es que vivo, sueño y hasta muero en aquel rincón aunque ahora esté en este otro, donde a la fuerza, nos trajeron.
A donde yo vivía le decíamos las casas de abajo. Así había un arroyo y tenías que colarlo y se llegaban a las casas de en medio. Ya tenemos dos aldeas. Luego estaban las casas de arriba y aunque parezca sencillo, con estos nombres nos apañábamos nosotros. En las casas de arriba era donde vivía el correo y donde estaba la iglesia. Recorriendo de casa en casa, puede que me acuerde los nombres de los que en ellas vivían. Salgo de la mía y, como decíamos antes, la tía fulana y el tío mengano. Decíamos esa frase así y de eso modo te lo voy a contar. Primero el tío Pepe que era un matrimonio sin hijos. Pedro, Juana, el tío Ernesto y la tía Cándida que estos sí tenían hijos. Que nosotros así hablábamos. Luego el tío Pedro y la tía Anastasia. Tenían seis hijos.
También vivía allí una prima hermana mía: Alfonsina Antonio y cuatro hijos ¡Madre mía, un montón! ¿Cómo sabré yo de todo eso? Pero claro, si yo he nacido en la aldea. Seguimos con la tía Alfonsa y el tío Valeriano. Tuvieron tres hijos que se llamaban Antonia, Rafael y Manuel. Por la parte esta de acá, la tía Petra, el tío Eúfrates con sus hijos Alondra, Josefa, Estrella, Mercedes, Patricia y Rocío. Esto todo una familia. Aquí por arriba, la tía Dorotea y el tío Pedro y sus dos hijas, Eugenia e Isidra y seguimos con el tío Máximo, la tía Patricia y cuatro hijas: Mercedes, Maruja, Isabel y María.
A lo que se dedicaba cada uno de ellos era a la poquilla tierra que tenían. Con animaluchos, ovejas, cabras y así. Para buscarse la vida mal buscada. Allí vivía también el tío Cazaperros, motes de aquellos que ponían. La mujer que era Mercedes, con hijos también: Paloma, Aurora, Petri y Blas. Al otro lado del royo, le decíamos las eras. Había vecinos a los dos lados y en medio estaba la bolea. Ahora ya cuelo el royo a las casas de en medio porque aquí no me he dejado ningún vecino. Pues el tío Amador, la tía Ana con los hijos Adela y Antonio. Ahora voy allí para allá, para los perreros. Esto era un mote. Pero ya metían toda la familia. No los mentaban por su nombre. El se llamaba Jesús María y ya a los hijos, no se le mentaban por su nombre, nada más que lo que te he dicho antes.
Para ir de una aldea a otra se decía así: el Zanjón para ir a las casas de arriba. La Erica, eso otro nombre para ir a la Erica aquella detrás de la escuela. Los sitios donde cada uno poseía sus huertos tenían sus nombres también. El Poleillo, las Asperilla, aquellas nogueras viejas que cortaron. Aquello era todo de la aldea, pero lo que resulta es que aquí a lo mejor había un grupo de diez casas y en la de en medio, a lo mejor lo había de tres y ya en el último, otras cinco o seis, pero que era todo unido.
La fuente que tiene, que aquello es una maravilla, de siempre ha sido la fuente de la aldea. En la aldea de abajo, estaba el Cañico. Era una fuente que había allí donde íbamos a por agua. En el mismo manantial teníamos nuestras pilas y unas losicas que tenían unas rayas para “traspuñar” los trapos y allí lavábamos. A la noguera se le decía la Noguera de la tía Alfonsina, una noguera que hay en la aldea de abajo. ¡Aquello un montón de huertos! Los Cenajos, Los Poyos, el Cerrico de los Enebros, las Pegueras. Todo eso era de la aldea.
Hay un montón de cortijos por aquellos barrancos. Ya desde los de abajo a los de arriba se gastaban pues unos veinte minutos. Los de arriba están, conforme estamos aquí, los de abajo se quedan un poco más atrás y los arriba en lo alto, pero al volcar. Si vamos desde aquí para allá lo primero que se encuentra son los de abajo.
La tarde va cayendo y como ellos ya me han contado un puñado de sus vivencias, las que recuerdan con tanto cariño de aquellos años, decimos que por hoy lo vamos a dejar. No dejar al modo en que ellos tuvieron que irse de sus cortijos, donde todo vino a las ruinas y al olvido. En este momento nosotros sólo interrumpimos durante un espacio de tiempo, pero manteniendo vivo y firme, en nuestro interior, el recuerdo, el amor y el deseo de que los serranos y las cosas de ellos por estas sierras, no mueran nunca. Aunque esto sea un tópico porque los serranos sí mueren y con ellos muchos de sus hermosos tesoros. Quizá este mismo invierno, que ya se aproxima, algunos de los que ahora son mis amigos, se vayan para siempre de estos lugares.
Paro paramos un momento para ver como a la sombra de las viejas encinas sigue creciendo la hierba y por entre ella, aquellos hombres sentados y sus animales pastando. El sol cae, pero los arroyos siguen corriendo y por entre las madroñeras, el rocío temblando. La presencia de lo que es eterno se adivina tanto que casi se palpa y de ahí que se toque también la otra realidad humana.
Una lucha silenciosa contra los pequeños y que un día será patente y el dolor de los que han aguantado firmes en la sincera realidad que también será patente, un día, para gloria de ellos y el Dios de la verdad suprema”.
Y esta mañana algo oscurecida de neblina blanca, al pisar la tierra amada y respirar el aire añejo, junto a las zarzas que espesas arropan a la corriente clara y a la sombra de los álamos viejos, se me presenta un montón de piedras oxidadas y por entre ellas naciendo, los lentiscos y las esparragueras y la higuera descascarillada porque también se está muriendo y al detener mis pasos y mirar con calma, de entre tan desolada ruina, como que oigo su voz saliendo:
- ¿Fuiste por fin al rincón de nuestra hermosa casa?
Y voy a responder que:
- Al rincón del paraíso perdido y de la luz inmaculada que a chorros cae desde el cielo, madre del alma adorada, un día de estos, ir quiero.
Cuando ahora caigo en la cuenta que ayer fue primer sábado de agosto y al despertarme, en el centro de lo que creo es el corazón de la más grande ciudad que lo humanos han hecho, me he acordado que la madre cumple noventa y cinco años y por eso elevo mi corazón a Dios y como tantos otros días, mi oración, rezo: “Tú que eres el Padre bueno y a todos nos quieres sin distinción de reza ni color de cara o sentimientos, pon tu mano en su ya frágil cuerpo y concédele la gracia de morir sin dolor ni odio y en el amor de tu beso y premia, a la hermana hermosa, por lo bien que la cuida y lo mucho que la quiere y, sin interrupción desde aquel día, hasta el día de hoy concreto”.
Y al rato me he levantado, he mirado por la ventana de un gran edificio viejo, aunque con paredes de piedras negras por el humo de tantos coches y tanto asfalto negro, y me he lavado la cara. Esta noche no he podido conciliar el sueño porque una vez más, y esta hace ya el millón y medio, me he sentido agobiado por el gran hervir de esta enorme ciudad con tanto resplandor de luces contaminando el brillo de las estrellas en el cielo y tanto ruido de coches, máquina, camiones y metros y sobre todo, lo que esta noche no me ha dejado pegar un ojo ha sido, el calor intenso que rezuma desde este asfalto frío y negro cubriendo a todas las calles y en todas las direcciones y llenando de su olor a podredumbre, hasta la misma cálida luz de la luna en este mes de agosto siempre nuevo y siempre viejo.
Y en unos minutos, mientras dentro de mi alma reprimo mi llanto, he desayudado, leche de vacas que no sabe a vaca, un trozo de pan que tampoco sabe a centeno, un racimo de uva que no son como las de mis parras de la cueva del río y luego, un vaso de puro zumo de melocotón o naranja sin serlo y en dos minutos he cogido el ascensor que baja del quinto piso y he abierto la gran puerta de pesado hierro y he pisado una de las anchas calles de las miles que atraviesan y van al centro de esta gran ciudad y, como desde este corazón casi puro bloque de cemento al piso en forma de jaula adornada donde todavía vive la madre, me cae lejos, he buscado un taxi y le he dicho al dueño:
- Lléveme a donde se consume la madre y aprisa porque la reina hoy cumple los años y como sé que se está muriendo, quiero besarla por última vez y quiero, oír sus palabras y respirar su olor de incienso.
Y el que parece experto de este taxi pintado de amarillo y negro, me ha mirado y al rato ha dicho:
- Yo sé dónde se encuentra ese núcleo, pero la calle y el número exacto que me estás diciendo, no lo conozco, así que cuando estemos allí, tú me dices para dónde tengo que ir y por dónde entrar ¿de acuerdo?
Y al oírlo, a punto he estado de hablar y decir: “se supone que yo soy el extranjero y el que a estas horas de la mañana está buscando un taxi, aunque me cueste el dinero, para que alguien me lleve a unas de las mil calles que componen a esta gran ciudad y eso, es porque necesito ver a la madre por última vez antes de que Dios se la lleve al cielo y porque no conozco ni a la ciudad ni me interesa saber más que lo que para este trance necesito y quiero. Se supone que usted me debe llevar y por eso le pago y es, además, nativo de este mundo de cemento”.
Pero no le he dicho nada y nos hemos puesto a correr por las calles frías de la enorme ciudad y, mientras ya el sol de este caluroso mes de agosto eterno, nos va quemando con sus rayos entre los gases que manan de los coches que van precediendo, se me nublan los ojos y sin que él lo sepa, lloro y me muero por dentro con la angustia amarga que se me amontona en la garganta y me achicharra el pecho.
- ¿Por qué lloras tú, hijo mío?
Me habría preguntado ella si ahora me estuviera viendo.
- Madre, lloro porque me queman tantas paredes de cemento y porque se me hunde el mundo por donde no encuentro el azul del cielo y porque estoy solo y tengo frío y porque en mi agrio recuerdo, sólo palpita el rincón verde y limpio de aquella salvaje cueva donde tú me trajiste a este suelo.
- Pero las cosas así salieron y ya que ha pasado casi una eternidad ¿por qué atormentarnos y vivir los cuatro días que nos quedan, sin aliento?
Y le digo a la madre que sí porque ella, siempre será reina y flor del verde romero aunque ya sea sólo débil pavesa que en cualquier momento le dé un empujoncito la brisa que Dios expande con su vuelo y se la lleve a escondidas al reino que tanto ha soñado y tanto yo, en mi alma, sueño.
Y no hemos llegado pronto porque el hombre que me trae con su taxi es verdad que no sabe el camino y por eso, en el punto que él creo me vendrá mejor, se ha parado diciendo:
- Desde aquí te vas por aquella dirección y luego gira para la derecha y después para donde se ve como una cuesta y allí donde hay un comienzo de plaza y se observan muchas máquinas haciendo otro arreglo, te vienes para el lado de la tarde y por allí pregunta que, esa calle donde dices vive la madre, ya no queda lejos.
Y a pesar de todo, le he dado las gracias y le he dicho que ya me las arreglo como tantas veces me las he arreglado en mis lejanas montañas por entre el monte de los grandes barrancos y los altos cerros y me he puesto a cruzar, no sólo el laberinto casi indescifrable de esta ordenada ciudad sino el amargo beso que desde la agria brisa de la mañana, me viene llegando intenso y después de un par de horas cargando con este mi extraño cuerpo y casi sin aire ya para respirar ni fuerzas para mantenerme vivo en lo que me es tan rotundamente ajeno, he llegado a la puerta que sirve de entrada al bloque de pisos que contienen y encierran, en el ático, a la madre que es pavesa y canto de ruiseñor de invierno.
Y como la puerta grande de hierro que da entrada a las escaleras, me la encuentro abierta, entro sin llamar ni pedir permiso, subo y al llegar al rellano del último piso, me encuentro también abierta la otra puerta más pequeñas que da paso a la vivienda recogida que buscando vengo.
Y entonces, si llamar, voy a entrar, cuando de pronto, como de un sueño que se materializara en un abrir y cerrar de ojos, aparece la hermana mirando fija y recibiendo:
- ¡Hombre, qué bien llegas después de tanto tiempo!
Me dice de seguida ofreciéndome su beso y al intentar pronunciar mis palabras, noto y bebo que en la garganta se me ha formado un nudo y en el alma, se me abre el corazón y en el pecho me estalla la emoción que a chorros y, en puras lágrimas, me sale por los ojos y al tocarla y besarla, las manos me tiemblan y se me para el aliento al querer pronunciar mis palabras.
- ¡Qué bien que llego después de tanto tiempo y qué bien que esté aquí contigo donde, aunque no lo creas, tengo la mitad de mi vida y, además, el más puro y real de todos mis cien sueños!
Y ella:
- ¿Cuándo has llegado?
Y el hermano:
- Ayer por la noche, pero venía tan cansado y tan magullado traía el cuerpo, que he relegado hasta hoy este bello encuentro.
Y la hermana guarda silencio, sorbe sus lágrimas, entra para dentro, abre la puerta de la habitación y al correr la cortina de seda, dice como en un beso:
- Aquí tienes a la reina que buscas, nuestra madre santa que en su cuna de silencio, se consume y se apaga como lo hacían las ascuas de la lumbre, en aquel rincón sincero de la casa de piedra que, junto a la corriente clara, se alzaba llena de incienso.
Y al mirar y oír sus palabras, quiero exclamar y no puedo:
- ¡La madre santa, humilde como las rosas de los rosales aquellos, Dios mío, qué hermosa fue en su cara y en su corazón sincero!
Y desde la misma puerta, sin atreverme a dar un paso pequeño, de piedra observo, como entre sus sábanas, que son de tela, pero parecen de luz irreal que bañan y acarician, al mismo tiempo que arropan y funden como en un sueño de alas de primavera, la madre bella, duerme, viéndosele sólo la pequeña cara que, arrugada como una pasa que ha dado su vino añejo y fulgurante como la más limpia primavera, también parece ya respirar o permanecer en la dulce espera, a que Tú llegues, Dios mío, y le des tu beso y la transformes en rosa de sierra nueva y se haga eternidad por entre los arroyuelos y los amores que en su corazón anidan y, con su sueño de hierba fina, se haga esencia.
Y al verla, todavía en la puerta parado, otra lágrima por mi cara rueda y otro nudo más grande, en mi garganta se enreda y en tan sólo un instante, Dios Santo, lo que ven mis ojos y se hace río de dolor y gozo en mi palpitante cabeza y como la hermana que hoy, sí a mi lado tengo, se percata y penetra la naturaleza del instante supremo, pregunta toda bella:
- ¿La despierto?
Y el hermano entiende que aunque es el momento, un encuentro como este tiene que ser pequeño y al mismo tiempo, ramo de celestes violetas, responde:
- Déjala que otros diez minutos siga en su sueño mientras yo respiro, un rato más, el aire inmortal que Dios me presta y, al mismo tiempo, doy las gracias al cielo por ti y por ella.
Y la hermana que dice que sí:
- Lo que tú quieras.
Me lleva por la casa, piso de cemento al que llamo jaula, me saca a la azotea, me enseña la tórtola que es amiga de las hijas, me vuelve a decir otra vez que bienvenido, me muestra su colección de macetas que sí están verdes y bien cuidadas porque ellas, ahora sustituyen al bosque y a las praderas donde, de pequeña, la hermana tuvo sus juegos y sin que lo note, se entra para la habitación donde la madre pavesa, descansa.
Y la hermana, sin que yo lo sepa ni lo vea, como todos los días desde hace ya casi cien años, a la madre despierta, da su alimento, la lava, la viste, la pone en pie, sujetándola con las fuerzas de sus brazos y el amor de su corazón porque la madre ya no anda, se la lleva por el pasillo de la que, a pesar de todo, sí es una grandiosa casa, la sienta en el sillón, la besa en la frágil cara y al decirle:
- ¡Verás qué sorpresa te ha traído el cielo este mañana!
La grandiosa madre pregunta:
- ¿qué sorpresa me preparas?
Y la hermana, se viene para la azotea, se me acerca y casi sin palabras, me dice:
- Madre ya está levantada.
Y miro al cielo, que no es azul esta mañana, pero que al fin y al cabo, eres Tú el que también me lo regalas, y respiro hondo y antes de dar un paso, me abrazo a Ti y, por un millón de veces más, te doy las gracias al tiempo que ya, desde la bendita azotea, entro para la casa y al ver a la madre, toda reina y bien sentada en el sillón de tela que le ha preparado la hermana, me pongo de rodillas delante de ella y antes de besarla, miro fijo la piel fina que se le arruga por la cara y, casi sin palabras, le pregunto:
- Reina de universo y por cien años soberana ¿Quién soy yo?
Y la madre pequeña, que ya si que no tiene fuerzas y por eso, como las cenizas de la chimenea de aquel cortijo suyo de su tierra, está casi apagada, mira sin mirar porque a ella ahora, hasta la luz de los ojos ya se le acaba y después de intentar tragar saliva, responde casi ahogada:
- No te veo y por eso no te conozco, pero tú eres el hijo guapo que llevé en mis entrañas.
Y al oír la música de su voz que suena a campanilla de plata, un nudo más se me enreda en el corazón y, dando tumbos por las venas, se atasca por el alma y al intentar salirse por mi boca, se concentra en los ojos y por fin revienta en caliente lágrimas y durante un rato largo, me quedo sin voz mientras no paro de mirarla y de sentir que es inefable y supremo, el encuentro que una vez más, sin merecer, me regalas y para irlo coronando, ella, que toda emocionada, habla:
- ¡Por fin has venido!
Y el hijo sin respuesta:
- He venido y ahora no sé qué decirte.
Y la madre buena:
- Pues no digas nada y dame un beso, que sólo Dios sabe cómo lo necesitaba.
Y lo mismo que cuando era pequeño y, por los prados de mi gran tierra jugaba, acerco mis mejillas a su boca y las dejo dormidas en su cara sintiendo su aliento calentando mi sangre y sus labios, de miel y nieve blanca, derramarse en el último hálito de vida e intentando beber una bocanada de lo que para la madre, ya es el único consuelo que le calma.
Y atravesado este momento del encuentro, casi en el alba y también el comienzo de la despedida, me siento frente a ella, en la vieja silla de esparto que todavía conserva del cortijo bello que tuvimos en el barranco y dejo que pase el resto de la mañana, sólo mirándola quieto y como esperando que me hable y me cuente quizá su dolor que, con su cansado cuerpo, también se está apagando o quizá del encuentro que Tú ahora ya le tienes preparado o quizá dos palabras más de aquellos recuerdos que en mi mente aún no se han borrado, pero la madre no habla.
Y si pronuncia dos palabras, mientras escasamente me mira con la poca luz que por los ojos les resbala y cuando va cayendo la tarde, abre sus fríos labios y me pregunta:
- ¿Cuándo te marchas?
Y sin querer decirle le digo que ahora dentro de un rato.
- Que no se te haga tarde por si te están esperando.
Responde la madre amada y a su amor quiere contestar:
- Ya tarde nunca será, porque el mañana...
Pero guardo silencio y la sigo mirando y al rato, le digo:
- Dame otro beso que se acerca la noche y me tengo que ir por si me están esperando.
Y ella:
- Un beso más, hijo del alma, y que Dios contigo vaya y no te olvides que la cueva del río, fue tu cuna y, por entre las nogueras grandes, te llevé de mi mano y te bañé en la corriente clara.
Y le digo que no me olvido
- Porque a la cueva, voy a ir mañana.
Dejo mi silla y al levantarme, en los pies de la cama, veo el cuadro colgado con la imagen del padre que ya también falta y al lado, el del hermano y la hermana y como arropando a los tres, el negro crucifijo que la mira de frente y que arrancó de la caja, la tarde de aquel último paseo que fue luz y esmeralda.
- ¿Sabes decirme qué dice?
Le pregunto y ella que habla:
- A lo largo de las horas que lentas pasan y, medio respiro en esta tan dulce cama donde compartió conmigo tantos momentos de gozo y junto a nosotros, siempre tu hermana, uno y otro, me dan compañía y una chispa de consuelo mientras espero, hijo mío, que llegue el alba.
Le doy otro beso y despido a la hermana y a las niñas que por la azotea con la tórtola juegan y bajo las escaleras, busco la calle ancha, subo en el metro, atravieso la ciudad, llego a la estación, subo en el autobús que a los dos minutos arranca y cuando las luces de la inmensa urbe, se enciende, salgo de ella dejando entre su asfalto y humos, mi vida y alma.
Y me recuesto sobre el asiento permitiendo que mis ojos se cierren mientras devoro la distancia y cada vez, a lo largo de la noche, que entre abro los párpados, se me presentan sangrando, luces y más luces de ciudades anchas y al encontrarme con ellas, en mi corazón se quiebra la realidad amarga de este mundo tan artificial y todo tan amontonado y ellos, con la madre, en tan lejanas y extrañas casas.
Y por fin, al raya el día, el autobús se para y al bajar y pisar suelo, me digo: “Vuelvo a estar en mi tierra amada” y enseguida caigo en la cuenta que la madre, en la ciudad lejana, se ha quedado y allí se está muriendo y yo por aquí caminando como si a cada instante fuera hacia el encuentro del momento que soñó tanto y ahora sigo soñando y por eso, cuando empieza a levantarse la nueva mañana, como que despierto y caigo en la cuenta que estoy pisando las ruinas de la que fue su aldea amada.
Y al mirar, sólo sigo viendo la llanura bella que, junto a los tres arroyos de aguas limpias, se extendía y, por donde el río continua saltando y entregando su eterno beso a los álamos y a las corrientes claras que en la junta se le entregan, descubro la pista forestal de tierra que ellos construyeron aquel día sin mañana.
Y voy a seguir y debería hacerlo por la senda vieja que, en aquellos tiempos, venía río abajo desde la escondida cueva, no por la izquierda según vamos hacia el nacimiento que es por donde ahora remonta la pista, sino por la derecha y el repecho de las rocas húmedas y las espesas madroñeras que, desde el puntal del inolvidable cortijo y el redondo cerro, cae hacia las juntas de la aldea humillada.
Pero sin quererlo, me voy por la pista y sigo caminando porque por en la vieja senda, ya ni se conocen las huellas de aquellos torpes pasos que en la tierra, la madre, el padre, la abuela, los hermanos y el resto de los diez vecinos y también la hermana, fuimos dejando porque esta senda, con ser la reina más sincera de todas las sendas que nunca se trazó por la sierra, ahora no se puede andar ya que se la come el monte, la rompen los desprendimientos de la ladera y se pudre, en su silencio, esperando que los serranos, vuelvan a pisarla.
El rumor del agua saltando por el surco del río y el ancho chirriar de las cigarras repartidas por entre los mil pinos de los barrancos, comienzan y van llenando la sombra limpia que las montañas proyectan sobre la pista de tierra magra.
Y miro para la derecha y ahora recuerdo que ahí, antes de que la senda que bajaba se encuentre con las juntas, se alzaban las últimas o primeras casas y, por donde ahora sólo veo, montones de piedras abandonadas y algo más arriba, olivos comidos por el monte, higueras y por entre las zarzas, las parras y donde el monte ya empieza a ser espeso, no se ve, pero adivino los agujeros en la tierra de las caleras donde en aquellos días se cocían las piedras que al convertirse en cal, ellos usaban para construir sus corrales, molinos, hornos y casas.
Y aquí mismo, donde el río se hace vado y por donde la senda colaba, miro y lo único que veo es como un lago, una represa en forma de pantano, que se encharca y en sus aguas claras, bañándose muchos de los que ahora vienen de paseo a estas sierras y ajenos a nuestras cosas, gritan, se zambullen y cantan y algo más arriba y, por ese lado, ahora recuerdo, fue donde se dio aquel encuentro de la madre con el hijo el día que este volvía de la guerra extraña.
Me lo contó el padre, aquella última tarde que con él vine recorriendo la sierra soñada: “¡Cuantas noches he echado yo a dormir las vacas por ese vallejo! En esas lomicas dormían los animales porque ese monte era muy bueno para ellas. ¡Cuantas veces no habré subido yo esa tan hermosa piedra redonda! Y por decirte más, te diré que justo por esta ladera, es donde tuve, con mi madre, el más hermoso de los encuentros humanos.
Volvía de la guerra y era el día cinco de mayo del 1939. Ella bajó del cortijo de las parras a esperar el correo que venía de la aldea que hubo en la cumbre, a ver si traía carta mía. Para saber de mí porque para una madre siempre un hijo es lo que es. Se encontró con un hermano, el marido de mi prima, que entonces era zagalote, unos dieciséis años, por ahí tendrías. Porque le llevo yo nueve años. Cuando llegué a las casas de las juntas, en compañía de otro de aquí que ya ha muerto, pues fue llegar, cogió el macuto mío con lo que traía y echó delante. Quería ayudarme, darme compaña hasta el cortijo y al mismo tiempo, me quitaba la carga.
Por aquí más arriba del covacho, que es eso que se ve en aquel lado del río, se encontró con mi madre. Al verla le preguntó:
- ¿Qué hace usted aquí?
- Pues esperando a ver si llega el correo por si trae carta de mi hijo.
Y él le dijo:
- Pues vengase usted conmigo que la carta la traigo yo.
Echaron a andar senda abajo y ahí enfrentico, confronté yo con mi madre al volver de la guerra. Al verla y verme los dos nos abrazamos y tanta era la alegría de ella que se echó a llorar.
- Un hijo que se lo llevaron a la guerra y que yo he soñado perdido para siempre, por fin hoy el señor me lo devuelve vivo.
Me decía ella mientras me abrazaba, me besaba y se secaba las lágrimas. Tú fíjate donde fue el encuentro con mi madre, tu abuela, al volver de la guerra. En lo más profundo del barranco del río, en esa ladera tan llena de monte y en la senda estrecha que sube por entre las riscas. ¡Qué gozo el de ella y qué gozo el mío donde los únicos testigos fueron sólo algunos pajarillos, el viento que nos rozaba y las limpias aguas de la corriente del cauce!”
La pista se alarga y sube dando curva, no pegada a la corriente del río sino alzada por la ladera y como hoy voy en mi recuerdo y hacia el encuentro, quizá de mi alma y de la soledad que plomiza, al monte baña, camino distraído y sin prestar atención sino a la voz vital que por el barranco y en lo profundo de la sierra, me llana y al llegar, sobre el kilómetro cinco, por la derecha, recuerdo que se apartaba una sendica menuda que tímida bajaba a las asperillas del río y por ahí cruzaba.
Y recuerdo que en aquellas últimas tardes, por aquí caminé siguiendo los pasos y las palabras que el padre iba desgranando y como el padre es tanto y, dentro de mi solitaria alma, sigue tan vivo, ahora recuerdo también, cómo fueron aquellos momentos en que él ya encorvado caminaba por las tierras que le regalaron en el pueblo blanco que, junto al otro río, le cambiaron por su rincón de verdad, su cueva del río, sus caminos, sus huertas y sus cabras.
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