3.19.2007

BAJO LAS AGUAS DEL PANTANO DEL TRANCO-24

EL PARALITICO

Por mi gusto te nombraría a todos los habitantes del pueblo de Hornos, al menos los que vivían cuando yo estaba allí. Son parte de lo que soy y como los quiero y no los puedo olvidar, me salen si pretenderlo en cuanto un recuerdo se me viene a la mente. Los que hayan nacido después, no los conozco pero los que existían entonces, día a día me acuden al pensamiento arropados por el cariño que a todos les tuve. Los que no nombro, no es porque se me hayan olvidado, es porque la lista se haría interminable. Mas un recuerdo pequeño y lleno del más profundo amor, sí quiero yo dejarlo aquí para Magdalena Escalera. Y otro trocito más de mi recuerdo lleno de cariño para un muchacho, que era entonces, amigo de mi hermano e hijo de la hermana Presentación. Perdió un brazo en un accidente desgraciado en el molino de aceite de don Francisco Blanco. Aquello lo sintió mucho mi hermano porque eran muy amigos.

La hermana Presentación, era una mujer muy buena que tenía una gran habilidad para asistir a las mujeres del pueblo cuando daban a luz y por esto y otras virtudes era una señora muy estimada, yo me acuerdo de ella y de sus hijas pero sobre todo, recuerdo a su hijo Ramón y a Gertrudis, su mujer. Fue una lástima que muriera ella tan joven y que a él le sucediera aquel desgraciado accidente donde perdió el brazo.

Hay otra historia pequeñita que te voy a contar ahora mismo. No tiene mucha importancia para la mayoría de las personas pero para mí sí tuvo mucha y para la persona en sí, también. Al lado de donde vivía Soledad, tenía su casa también Bastián el Sastre. A lado de estos vecinos vivían dos hermanas. Una se llamaba Maravillas, y era la modista del pueblo. Y hasta parece que el nombre lo habían escogido para ella: tenía unas manos para coser que eran primores. La otra hermana se llamaba Angela. Esta señora, Angela, era viuda pero tenía un hijo. Mi hermano lo conocía bien. Lo conoció cuando este muchacho estaba sano, fuerte y corría por aquellas tan bonitas tierras, como todos los niños de su edad. Pero no sé qué fue lo que le pasó, qué enfermedad le dio o qué accidente tuvo, el caso es que se quedó paralítico. Sólo le quedó el sonido de la voz. Perdió toda la movilidad del cuerpo y el habla pero no perdió el entendimiento ni la razón, lo entendía todo. Sabía lo que decía pero no podía hablar. Sólo su madre lo entendía.

El muchacho se hizo mayor y en una butaca y la cama, muy bien atendido por su madre, pasaba sus días. No me acuerdo del nombre de este muchacho por más que me he estrujado la memoria. Lo que sí recuerdo es su apodo, cosa que me cuesta decir porque creo que está feo nombrar a las personas por estas señas. Además, siento como si esta manera de hablar de las personas no fuera correcta, aunque en este caso también creo que es preciso. Por el apodo quizá lo puedan recordar en el pueblo. Era un muchacho que cuando era chiquitillo, vio que una mujer mataba una gallina, seguramente para alimentar a algún enfermo y se dio cuenta que la desplumaba. Entonces él, como cosa de criatura, probó a hacer lo mismo. Cogió una gallina y empezó a arrancarle las plumas. Los otros chiquillos lo vieron y empezaron a decirle, no me acuerdo bien si “Pela Gallinas” o “Mata Gallinas”. Una de las dos cosas era y hasta su muerto se le decían como apodo.

Yo no lo conocía porque como no salía a la calle, no me encontraba con él. Un día su madre se puso mala y mi abuela fue a visitarla y yo de la mano de mi abuela. El paralítico lo tenía su madre allí sentado en la butaca. Según nos contó su madre después, desde que le pasó aquello, cuando veía a los muchachos de su edad, lloraba. Cuando iban a visitarlo se ponía muy nervioso porque sufría de ver a sus compañeros sanos, corriendo y él que había estado como ellos, ya no podía moverse. La madre terminó por suplicarle a los niños que en vez de que fueran a buscarlo a la casa, que lo dejaran tranquilo porque sufría mucho.

¡Y qué cosas! Aquel día fui yo con mi abuela y como además de chiquitilla, de verdad del Señor, era muy flacucha, al verme tan insignificante, se sintió igualado a mí. Fue porque me vio que yo era poquita cosa como él. Y no sé cómo empezó a emitir sus sonidos con la intención de hablarme. La madre, al darse cuenta, empezó a interpretarlo. Me decía: “¿quién es esta niña?” Como ya te he dicho, la madre traducía sus sonidos. Mi abuela le decía: “Es mi nieta”. Y el muchacho preguntaba: “¿Por qué está tan flaca? Que coma más. ¿Es que está mala?”. Lo decía como podía, a su manera pero su madre lo entendía todo perfectamente. Hablaba con los labios, con sonidos, con los ojos, con gestos. Mi abuela le decía: “Si ya la hemos llevado al médico. Es que esta niña es así. No podemos hacer ni que coma más ni que engorde un poco”.

Y entonces yo, que casi nunca hablaba cuando iba a los sitios con mi abuela, al ver que me decían que valía muy poquillo, queriendo presumir, me arranqué y dije: “¡Pero sé leer!” El muchacho miró a la madre y le dijo: “Que lea”. No sé si es que él quiso probarme o es que le hizo gracia que yo tan chipirusa, supiera leer. Mi abuela fue y me dijo: “Vete a casa y tráete el libro de Alborada”. Era un libro de poesía que había sido de mi hermano el mayor y a mí me gustaba mucho leer. Fui, me lo traje y empecé a leerle una poesía. ¡Y puso una cara de gozo! Le dijo a su madre: “Dile que venga y que me lea cuando ella quiera. Dile que me lea su libro”.

A partir de aquel día, cada vez que estaba en mi pueblo de Hornos, de vez en cuando me acordaba del paralítico, cogía mi libro debajo del brazo, me iba y le leía alguna cosa. Recuerdo que cuando me veía asomar se echaba a reír con una cara de satisfacción que aquello levantaba el ánimo a cualquiera. Llegaba, me sentaba a su lado, me ponía a leer y unas veces me atendía y otras veces se dormía. La madre me avisaba y me decía: “Se ha dormido, guarda el libro, ven otro día”.

Un día me dijo que si no sabía hacer otra cosa además de leer. Entonces le contesté: “Yo sé también jugar a los “pipes”. Los pipes, te voy a explicar lo que es: un juego que se hacía en mi tierra. Las niñas de mi pueblo y de aquellos tiempos, jugábamos mucho al juego de los pipes y a la rayuela. Se juntaban chinicas algo redondicas para no hacernos daño en las manos. Seis, siete u ocho chinicas, según las niñas que nos reuníamos. Se ponía una china entre los dedos y al tiempo que cogías otra para tirarla al aire. Tenías que procurar que te diera tiempo para coger la que ya bajaba por el aire. Después se cogían dos y luego tres. La que más chinas cogía al tiempo que alargaba el juego, esa era la niña que ganaba. Siempre que una china de las que se lanzaba al aire no cayera al suelo.

Se juntaba el dedo índice y el anular, hundiendo el del corazón hacia dentro. Se cogían las chinas del suelo, se lanzaban al aire y había que recogerlas en ese hoyo que quedaba entre los dedos. La niña que más chinas podía juntar ahí sin que se le cayera la que lanzaba hacia arriba, esa era la que ganaba el juego. Yo, como tenía las manos muy chicas, casi siempre perdía recogía muy pocas pero me gustaba jugar mucho. Así que aquel muchacho, cuando yo le dije que sabía jugar a los pipes, me dijo: “Pues juega”. Saqué mi chinicas, que las llevaba en el bolsillo, me senté en el suelo y me puse a jugar a mis pipes y el muchacho al verme, se reía de gozo. Una risa limpia que le salía llena de sinceridad. Hasta se daba cuenta cuando perdía. Cuando se me caía la china al suelo, siempre decía: “¡Has perdido, has perdido!”

Cuando yo me hartaba me iba pero él, cuando veía que me levantaba para irme, le decía a su madre: “dile que vuelva”. Así estaba las temporadas que vivía en Hornos. Luego me bajaba al cortijo y ya no iba a ver el paralítico. Cuando volvía me acordaba e iba a su casa y siempre estaba enfadado conmigo. Me reñía y me decía: “¿Por qué no has venido? ¿Es que te has enfadado conmigo?” Yo le decía: “No, es que he estado en el cortijo con mis padres”. Como ya lo sabía, a partir de estos momentos, cada vez que iba a verlo llevaba mis pipes y mi libro. Un libro era el que te he dicho de Alboradas, que era todo de poesías y otro se llamaba “deberes”, que era un libro antiguo que leíamos entonces los niños. Lo que en él se explicaba era educación para con las otras personas.

Cuando ya nos vinimos aquí, ya no supe más de aquel paralítico de mi pueblo. Seguro que moriría por la edad. No sé lo que pasó con aquel muchacho. Entonces no le daba importancia a aquello, creía que era yo la que lo estaba haciendo feliz a él, y ahora, cuando me veo en mi vejez, creo que era aquel muchacho el que dejó en mi alma un recuerdo vivo y bello. Con qué poca cosa era feliz él y con que poca cosa era feliz yo.

En mis recuerdos de Hornos también recojo la presencia de dos niñas preciosas que se llamaban Paquita y Sofía. Eran hermanas. Muchas veces jugamos juntas en la rueda, a la pelota y todos aquellos juegos bonitos. Eran hermanas de don Fernando Casado Caballero que también estaba allí. Lo conocí siendo niño y luego en Ubeda. Ha sido un gran médico que ha ejercido su medicina con mucho éxito y con mucha caridad cristiana. De María la Cucharona, también me acuerdo. Esta mujer no tenía más fortuna que el pan que ganaba con sus propias manos. Pero era tan buena que todo el mundo la quería y por eso nunca le faltaba el trabajo. Siempre se iba a trabajar en las labores del campo. Los que poseían tierras y tenían que meter jornales, se la disputaban por llevársela a su tajo.

De tanto trabajar, María la Cucharona, tenía las manos llenas de callos. Yendo yo un día de la mano de mi abuela, nos encontramos con ella. Al verme dijo: “¡Qué niña tan guapa pero qué pequeñica! ¿De quién es?” Y mi abuela le contestó: “Es de mi hija María Josefa”. En aquel momento se descubrió que aquella mujer era muy amiga de mi madre. Cuando luego a mi madre yo le conté aquello, me comentó muchas cosas de aquella mujer. Pero de aquel día yo tengo un extraño y gran recuerdo. Cuando la mujer me acarició me arañaba con los callos de sus manos. Pero me acariciaba de verdad y lo sé porque en aquel mismo día descubrí yo que los niños tenemos un doble sentido por el cual descubrimos cuando las personas mayores se porta bien con nosotros. Por lo menos a mí me pasaba eso. Tenía como un sexto sentido que me avisaba cuando las caricias son sinceras.

Por eso ahora digo que aquella mujer sí me acarició con cariño de verdad. Pero noté que cuando me cogía las manos, eran tan ásperas que arañaban. Cuando se fue le dije a mi abuela: “Madre Asunción, ¿Por qué las manos de María la Cucharona pincha?” Y entonces mi abuela me dijo: “Tiene las manos así de tanto trabajar pero las tiene muy limpias. Tú cuando seas mayor, si un día te ves las manos estropeadas, no te avergüences. Acuerdate de María la Cucharona. Ella tiene las manos llenas de callos pero limpias. Que las tuyas siempre sean como las de ella”. Yo no entendía lo que mi abuela me quería decir y por eso le dije: “Madre Asunción si yo las tengo limpias”. Ella me contestó: “Si, lo sé pero procura mantenerlas así durante toda la vida. Manos callosas pero limpias como los arroyos de nuestra tierra, valen más que todos los tesoros del mundo”.

Cantinuará…



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