BAJO LAS AGUAS DEL PANTANO DEL TRANCO-45
ARRANCANDO DEL SOTO
¡Ay! Arrancando, ahora mismo me parece que estoy viviendo en aquel tristísimo día. Tú ya lo sabes: las obras del Tranco durante la guerra se pararon. Y como esto se quedó detenido, pues a todos nos entró esa miajilla de consuelo y esperanza, tristeza por la guerra pero esperanza creyendo que lo del pantano ya no iba a continuar. Abrigamos las esperanzas de que tal vez aquello quedara en el olvido y el muro no se terminara de construir. Aunque estaba ya todo apreciado, todo valorado, pues nosotros, mientras no nos pagaron el cortijo, todavía nos sentíamos un poco felices porque teníamos la seguridad, que al no pagarlo, aquello seguía siendo nuestro. Nos quedaba la esperanza de que aquellos proyectos quedaran olvidados.
Pero por si acaso, mi hermano mayor le dijo a mi padre: “Padre, con las órdenes del Estado, no hay quién pueda. Hay que obedecer lo que disponga y no hay quién se escape. El día que menos lo pensemos, dan órdenes de pago y tenemos que irnos inmediatamente de aquí y no tenemos ni a dónde refugiarnos”. Nosotros no disponíamos de dinero para comprar una finca e irnos a otra propiedad nuestra. En el Soto, vivíamos en lo nuestro pero no teníamos dinero disponible para comprar tierras en propiedad. Y por si acaso nos echaban de la Vega y no teníamos a dónde ir, mi padre junto con mis hermanos, decidieron buscar un cortijico arrendado. Encontraron y arrendaron el cortijo que tantas veces ya te he dicho era de doña Rosario Olivares, en el término de Orcera y que se llamaba “La Dehesilla”.
Cuando se empezaron a cargar cosas en las bestias para irnos a este nuevo cortijo, cada vez que sobre los mulos se ponía algún utensilio del cortijo de mi Soto, era un llanto en la familia entera. Y mi padre para consolarnos, decía: “Pero si esto ahora es una cosa incierta. Quien sabe si volveremos otra vez. Si esto ahora mismo no se sabe lo que va a pasar. Lo que pasa que por si acaso vamos a prevenirnos. Esto es prevenir nada más”. Y decía mi padre: “Hombre prevenío vale por ciento. Vámonos ahora a arrendar eso y tiempo habrá de volver al Soto”.
El primer viaje que se dio desde el Soto a la Dehesilla, lo dieron mis dos hermanos con los mulos cargados y mi madre con ellos para ir poniendo en orden cada cosa que descargaban. Y ya a punto de salir, había un cuadro del Sagrado Corazón, que es lo que te he contado algunas veces, estaba en la puerta de mi cuarto y mi madre decía: “Yo quiero llevar allí algo de la presencia de Dios también pero no quiero quitar de aquí mi Sagrado Corazón de Jesús”. Y entonces me acuerdo que se llevó otro cuadro de la Sta. Trinidad y en el primer viaje, se llevó cogido en sus manos para que no se estropeara, este cuadro. Este cuadro fue lo primero que entró en el cortijo de la Dehesilla en el primer viaje que dio mi madre. Era en el invierno y recuerdo que mi madre, lo primero que hizo fue colocar el cuadro en la pared y después encender una lumbre porque aquel día hacía mucho frío. Tanto como en nuestros corazones y almas. Pero no recuerdo qué día del año fue aquel primer viaje.
Se dieron varios viajes con cosas pero no me acuerdo cuántos fueron. De estos detalles ya no me acuerdo yo. De lo que sí me acuerdo es que cuando ya se trasladaron todas las cosas más precisas hacia la Dehesilla y decidimos irnos todos, porque el trabajo que había que hacer en las tierras del Soto, ya estaba hecho y había que empezar el trabajo en las tierras de la Dehesilla, que era un cortijo que durante todo el tiempo de la guerra había estado abandonado y nadie lo había cuidado. El día que salimos todos de la Vega de Hornos, allí lloraba mi padre, mi madre, mis hermanos, mi abuela y yo más que nadie.
La chipirusa, que ninguno sabía cómo la iban a consolar. Me decían mis hermanos: “Tonta, no llores porque volveremos otra vez. Tonta, ¿Por qué lloras? No ves que llevamos nosotros la llave del cortijo y aquí no va a entrar nadie. No llores más”. Cuando me despedí de mis primas Franciscas, Virginia, mi tía Francisca, todas me decían: “Criatura de Dios, no llores tanto, si nosotros iremos allí a verte. Y lo cumplieron, porque sí fueron a verme.
Pero una vez más te lo digo: yo creo que desde aquel día, en el Soto se quedaron mis raíces. Porque aunque después íbamos y volvíamos y me decían que no era la salida definitiva, para los efectos, lo fue. Cuando luego se casó mi hermano y se fue a vivir al Soto, como mi cuñada siempre estaba malilla, me decían: “Tienes que irte al Soto”. Y esto era para mí ver el cielo abierto. Porque al tiempo que le ayudaba a mi cuñada y podía sentirme útil en algo, sentía la felicidad de estar otra vez en mi Soto. Para mí llevarme desde la Dehesa al Soto, era lo más grande que me podían ofrecer. Desde lejos, cuando divisaba las paredes de mi cortijo, ya estaba yo que se me iban los ojos detrás y todavía no me encontraba dentro.
Un día, mi prima Adolfina, le preguntó a mi madre: “Hermana Josefa ¿qué le pasa a la niña que cuando llega viene contenta y cuando se va siempre lo hace llorando?” Y mi madre le contestó: “Que ella no se quiere ir del Soto”.
Y si ahora me preguntas el por qué lloro cuando hablo o recuerdo a mi Soto y por la Dehesa no, porque donde nací, donde pasé mis primeros años, donde tenía la familia con quien me había criado, donde tenía mis mariposas, mis ruiseñores, mis praderas con sus flores para correr, mi río, mis fuentes, mis eras para mis luminarias, todo esto fue en el Soto. En la Dehesa, no estuve mal pero mis recuerdos, esas vivencias que se clavan en el alma y ya no te dejan mientras vivas, estos recuerdos pertenecen al Soto. Y esto no quiere decir que yo me sintiera mal en la Dehesa pero el recuerdo del Soto estaba latente en mí cuando viví en aquel cortijo de Orcera y sigue estando aquí en Ubeda y donde quiere que esté.
El día que salí del Soto, como era la más chiquitusa y tan flacucha estaba, pues mis hermanos y mis padres, fueron andando porque las bestias iban cargadas con cosas. Pero para mi abuela, como era viejecica y para mí, por chiquitusa, las cargas que pusieron en las bestias, las hicieron de tal modo que hubiera espacio y comodidad para montarnos a nosotras. A mi abuela la montaron en una bestia y a mí, en otra. Ellos fueron andando y nosotras montadas.
Al salir del Soto, era el mismo camino que se tomaba en dirección a Hornos pero luego se llegaba a un sitio que se le decía El Llano de la Dehesa y desde allí, ya se apartaba el camino que iba hacia Cortijos Nuevos. Desde este pueblo ya se cogía la carretera que había entonces hacia Orcera. Se quedaba a la derecha el Ojuelo y ya carretera adelante hasta que se llegaba a la Dehesilla. No era necesario llegar a Orcera. Sólo había que desviarse por la izquierda por un camino ancho hasta mi nuevo cortijo.
Cuando yo iba por aquel camino, aquella distancia que hoy se puede decir corta, a mí se me figuró una eternidad, porque me daba cuenta que cuanto más caminaba hacia delante, más atrás se quedaba mi Soto. Un llanto como te he explicado. Al llegar a la desviación hacia Cortijos Nuevos por los llanos de la Dehesa, pues a la derecha se queda mi pueblo. Desde abajo, desde el camino que ya cogíamos para las tierras desconocidas, veíamos que antes nos habíamos dejado el Soto y en aquel momento también nos dejábamos Hornos. Sentadas, mi abuela y yo, en lo alto de los mulos, al pasar frente al pueblo, mirando a la roca y a las bellas casas de mi pueblo remontadas en ella, se nos quedaba el alma hecha sangre.
Aquel fue otro rato malo que pasamos todos. Mirando hacia la derecha, hacia arriba, hacia la roca, hacia las torres de mi gran pueblo querido, mirando siempre para arriba y los mulos andando hacia Cortijos Nuevos y nosotros con los ojos puestos en Hornos y diciendo: “También nos dejamos atrás el pueblo. Antes el cortijo y la Vega y ahora también nos dejamos a Hornos. ¿Cuándo volveremos a pasar por aquí?” Y mi padre decía: “Pronto, pronto. Cualquier día damos la vuelta porque todavía el Soto es nuestro”.
Y claro, el Soto no lo dejamos nosotros. Nos llevamos nada más que lo preciso. Las camas, la máquina de coser, la de la matanza, las ropas y las cosas de más necesidad. Los aperos de la labor en los mulos iban y venían. Los traían para labrar las tierras del Soto y luego se los llevaban para seguir labrando las tierras del cortijo del Orcera.
Pero ya te digo: cada vez que se cargaba algo en los mulos era un llanto en la familia. Cuando llegamos a aquel cortijillo, pues nos sentimos verdaderamente solos. Y nos mantuvimos porque teníamos dentro la esperanza de que aquello sería poco tiempo y que algún día volveríamos al Soto, porque todavía creíamos que lo del pantano iba a quedar en agua de borrajas y que no iba a llegar de verdad la expropiación.
Nos separamos ya de los familiares con los que nos habíamos criado siempre. Pero tuvimos el consuelo de que Dios no nos abandonó del todo en aquellas tierras lejanas de mi Vega. Un hermano de mi madre, Manuel Manzanares Donvidau, vivía en Torres de Albanchez. Él y su mujer, mi tía Lucrecia, pues al enterarse de que estábamos allí, fueron a consolarnos. Y mi tío Manuel nos decía: “Estáis llorando de adelantado. No sabemos lo que va a pasar. La guerra ha trastornado muchas cosas y ese muro que no está terminado, tal vez no se termine nunca. Vosotros habéis cogido este cortijo arrendado, pues muy bien pero tal vez el Soto no desaparezca nunca de aquella Vega. No sufráis de adelantado”.
Allí me consolaban muchos mis primos, Rogelio, Enrique, Aurelia, Ramón, Florentino y Jacinta. Este fue el consuelo familiar que nosotros tuvimos allí. Pero tampoco nos olvidó mi familia del Soto. Mi tía Francisca y sus hijas, iban a visitarnos. Y de Beas, donde vivía un hermano de mi madre, Ramón Manzanares Donvidau. Él estaba muy enfermo y no podía visitarnos pero nos visitaban su mujer, mi tía Teresa y sus hijos. Sobre todo mi primo Angel Manzanares que Ahora vive en Orcera. Un hijo suyo, Ramón Manzanares y su esposa María Angeles, viven aquí en Úbeda. Son excelentes personas y los dos profesores. También nos visitó mi tío Daniel Muñoz Ortega. Y todos eran conscientes de que estábamos viviendo un calvario. Estábamos separado de nuestra tierra y con la desesperación e incertidumbre de qué iba a pasar con nuestra casa.
Recuerdo que estando en la Dehesa, ver asomar a alguien de la familia, para nosotros era un regalo del cielo. Muchos días yo también visité a mis primos de torres que eran los que entonces me cogían más cerquita. Y me acuerdo que un año se vino mi prima Aurelia que ahora vive en Ciudad Real, a pasar unos días con nosotros. Eran las fiestas del Santo Cristo de la Veraz Cruz. Y desde el cortijo de la Dehesa, ibamos nosotras, las dos primas, tan campantes al pueblo de Orcera a la fiesta.
El camino se empalmaba con la carretera que va de Orcera a Benatae. Entrando hacia Orcera, antes de llegar al convento, por la derecha. Después si quieres te describo el camino cómo era. Pues al llegar al convento, nos encontramos allí con unos carromatos de esos titiriteros que van con circo pequeños y ambulantes y tenían allí monos y otros animales. Y al verlo, a nosotras nos llamó la atención aquello y nos paramos. Estábamos mirando y de pronto salieron unas mujeres hablando en un idioma y unos disparates que nos decían que no entendíamos ni patata. Y como nos amenazaban, pillamos un susto las dos que no sabíamos si salir corriendo para Orcera o volvernos para el cortijo. Y como estábamos tan asustadas, ninguna de las dos nos poníamos de acuerdo si volvernos o seguir.
Y como en Orcera estaba ya mi hermano que era mayor, yo decía: “Para el pueblo que está mi hermano y nos puede defender”. Y mi prima decía: “Vámonos al cortijo que allí está tu padre y tu madre y entre ellos nos refugiamos y nos escondemos. Siendo mayores ya, hablando de esta aventura ella y yo, lo que más recordábamos era el susto que aquel día nos llevamos con los titiriteros. ¡Pero qué felices éramos entonces! Después ella ha recordado mucho aquella aventura y yo también.
De estos familiares míos, igual que de toda mi familia, puedo decir que son grandes personas. Aurelia y Jacinta, son muy guapas y esta última está sufriendo una dolorosa enfermedad con una admirable resignación Cristiana. ¡Animo, Jacinta, que te estás ganando un puesto de mucho valor en el cielo!
Y ahora voy a describirte donde se encuentra el cortijillo de la Dehesa, que como ya te he dicho, le decían también el cortijo Olivares porque era propiedad de doña Rosario Olivares. Saliendo de Orcera por la carretera que va a Benatae, se pasa por un sitio que le dicen el convento. Porque allí antes y yo creo que existe todavía si lo han conservado, una pared antigua que eran resto, según decían, de un convento que allí hubo dedicado a Nuestra Señora de la Peña. En aquel rincón existían una fuente muy caudalosa y había un lavadero.
Pues pasando este lavadero y este sitio del convento, a la izquierda, había una cuestecilla y allí mismo existía un camino. Pero el camino era ancho y yo, por deducción, creo que aquello debió de ser un camino real que existía allí y que al hacer la carretera, quedó cortado. Pero aquel camino seguía anchuroso y atravesaba por campos y se iba directamente a Torres de Albanchez. Por este camino que partía hacia la izquierda, bajábamos nosotros porque era cuesta abajo y luego, a muy corta distancia y a la izquierda también, partía de este camino que te digo creo era camino real, una vereilla que atravesaba por entre las olivas y por aquí llegábamos al cortijo. Desde el camino real se veía ya el cortijo y esta sendilla la necesitábamos nosotros para llegar hasta esta vivienda.
Pero esta senda, que rozaba la misma puerta del cortijo, era muy pasajera porque por ella iba y venía mucha gente hacia un lugar que le decían “La Cañá de los Ballesteros”. Era una hondoná que había llena de muchísimas huertas que estaban repartidas entre pequeños propietarios. Al ir o venir, siempre pasaban por esta vereilla y por la puerta de aquel cortijo mío que no era mi Soto. Pasaban por nuestro cortijo, se descolgaban cuesta abajo e iban a parar a La Cañá Ballesteros donde tenían sus huertecillas.
Y esto es muy importante: estas personas que pasaban por allí, en verano y cuando estaba mi padre que era tan sociable, se paraban a liar un cigarro con él. Bebían agua fresca, empezaban a hablar de sus cosas y la primera historia que salía era también la del Cura Raspa. O sea, que no solamente en Orcera, sino todas las personas que pasaban hacia la Cañá Ballesteros, se paraban en mi casa y sin pretenderlo, muchísimas veces, sacaban ellos la conversación del Cura Raspa.
Y cuando llovía y pasaban por allí, si apretaba el agua, también se metían en mi casa a refugiarse. O sea, que era también y de alguna manera, la parailla de todo el personal que iba y venía del pueblo a sus tierras y al revés. Pero multitud de veces, aquellas personas ya muchas mayores, sacaban la historia del Cura Raspa y todo el mundo decía: “Lástima que se fuera de Orcera, porque en este pueblo nadie quería hacerle daño”.
Este cortijo lo heredaron los hijos de doña Carmen Zamora y don Ramón Olivares, hermano de doña Rosario Olivares, hijo de don Ramón Olivares y de doña Carolina Parras. Pero parece ser que los propietarios lo han vendido o no sé lo que ha pasado, el caso es que aquello tiene otros dueños y aunque el cortijillo está allí, según tengo noticias, se encuentra deshabitado.
Pero en aquellos años que nosotros lo ocupamos el cortijo tenía una cocina grande, una habitación de dormitorio abajo, una cuadra muy grande que cogía toda la nave del cortijo. Tenía una ventana que se comunicaba desde la cocina a la cuadra para no tener que dar la vuelta por la calle y entrar por la puerta de la cuadra a echarle de comer a los animales. La cuadra era muy grande. Aparte tenía una cuadrilla chica donde teníamos los cerdos. Y bajando hacia la Cañada Ballesteros, a la derecha y en la esquina donde te he dicho, en un rincón del cortijo, estaba el tejadillo del horno.
La construcción del horno era cuadrada y la boca, daba a la cocina, a la derecha de donde en la chimenea ardía la lumbre. Entre la cuadrilla chica donde guardábamos los cerdos y la nave grande donde estaba el cocinón, el dormitorio y la cuadra grande de los mulos, como ya te he dicho, era donde estaba el horno donde mi madre cocía el pan igual que cuando en el Soto.
Por encima estaba el pajar que cogía toda la nave grande y la cuadra. Y había una pajera, como un cajón grande hecho de madera que le decían la pajera con un agujero por donde caía la paja hacia abajo y en la otra nave había otras dos habitaciones que eran dos dormitorios. Otros dos cuartos donde abajo dormían mis padres y arriba, dormíamos mi abuela y yo que se vino con nosotros al cortijo de la Dehesa. Esta era la vivienda que había entonces en aquel cortijo.
El agua que teníamos era una alberca que había muy cerca del cortijo, al principio de una cañá que le decíamos La Rambla. Una alberca redonda con una fuentecilla encima. Bajando desde Orcera hacia el cortijo, a la izquierda del camino. Pero para ir a por el agua de beber de verdad, teníamos que ir, desde el cortijo salía otra vereilla por las espaldas que empalmaba con el camino real. Este camino pasaba por un arroyo que no me acuerdo cómo se llamaba pero era pequeño y desde este primer cauce se llegaba a otro que de este sí me acuerdo que se llamaba el Arroyo Abelino.
Por aquel regato corría un agua muy buena y de allí era de donde cogíamos el agua para beber, fresca y limpia que era de la que gastábamos para beber. Para las otras cosas de la casa, para lavar y para los platos y limpieza en general, la llevábamos de la alberca que había en el cortijo. Este arroyo bajaba en la dirección de donde estaba el cortijo de la Fuente del Roble. Que se encontraba por la carretera de Benatae, más arriba del Arroyo Abelino. Se veía frente el cortijo de la Fuente del Roble.
No recuerdo el número exacto pero me parece que eran aproximadamente dos mil olivas las que tenía aquel cortijo. Un sitio que le decíamos la Loma del Pino, otro que era La Cañá y otro rodal que le decíamos las del enfrente del cortijo. Y otras poquillas que había y que valían poca cosa, le decíamos el llanete. Y la tierra para sembrar el trigo y garbanzos y todo esto, la teníamos en un sitio que se llamaba El Llano del Romero. Al lado de la carretera que baja de Orcera a La Puerta, que estaba enfrente del cortijo de Juan Morilla que era donde vivía la familia de Lorenzo y Gregoria. De las tres hijas que tenía esta familia, Isabel, Dolores y Nieves, Isabel murió, Dolores que es de la que guardo la fotografía, no sé de ella y de Nieves tampoco he vuelto a saber pero yo sigo acordándome de ellas.
Y la tierra de regadío para sembrar la hortaliza, la teníamos más abajo, yendo hacia la Puerta. Aquel rincón se encontraba cerca de un lugar que se llamaban Los Ahorcaos, al lado de la carretera que sigue desde Orcera hasta La Puerta, a la izquierda, teníamos nosotros allí el terreno también arrendado de doña Rosario Olivares, donde sembrábamos las cosas de regadío.
Después de estar nosotros ya instalados en el cortijo de la Dehesa, de arrendamiento mi padre también cogió unas olivas que pertenecían a un señor de Orcera que tenía un comercio de tejidos y que le decían Manolito Vallejos. A la finca también se le conocía por el nombre del Cortijo Vallejos. Y aquellas olivas las cogió mi padre arrendadas también pero nosotros donde vivíamos era en el cortijo de la Dehesilla. Al cortijo Vallejos nunca fuimos a vivir.
Este cortijo se encuentra hacia Torres de Albanchez, al lado de arriba del camino real. A la izquierda estaba la casa de Viñán y a la derecha, el Cortijo Vallejos. Ninguno de los dos estaban cerca del camino sino algo distantes. A la izquierda del camino partía otra senda que iba a otro cortijo que se llamaba La Dehesa, que esta era de Sacramento. La madre de Lolita y de Ramón Parras.
Aunque nos encontrábamos tan lejos de mi Vega y solos, la familia no nos olvidaba. Poquito a poco fuimos conociendo personal. Tuvimos suerte que había dos cortijillos cerca, donde vivían unas familias muy buenas. Uno era el cortijo de Morilla. Allí había una familia que no eran los propietarios, sino los cortijeros. El se llamaba Lorenzo y ella Gregoria. Dos grandes personas. Tenían tres hijas que fueron muy amigas mías y cuyos nombres son: Isabel, Dolores y Nieves. De Dolores todavía conservo una fotografía.
En otro cortijillo cercano que le decían el cortijo de Modesto, vivía una familia que a él le decían de apodo “El Pintao”, porque era pintado de viruelas pero su verdadero nombre era Pedro Alba y su mujer Josefa Endrino. Tenían cuatro hijos, dos varones y dos hijas: Rafael, Jesús y las hijas se llamaban Juana y Rosenda. Bueno, aclaro que tenían más hijas, otra Emilia y Antonia pero mis amigas, porque eran más o menos de mi edad, fueron Juana y Rosenda. Las otras ya eran mayores y estaban casadas. Estas fueron mis amigas de aquellos años y me ayudaron mucho en el sentido de que yo me encontraba muy solilla, sin mis primos del Soto y los de Hornos.
Tuvimos el consuelo también, para no sentirnos tan solos en aquella tierra lejana, de la compañía del hermano Isidro del Soto de Abajo y su mujer María Josefa. Ellos, pensando lo mismo que pensaban mis padres de que si en un momento dado, como con las cosas del Estado nunca se puede hacer cuentas porque la autoridad es la que manda, pues como estaban las valoraciones hechas y no nos pagaban, esta familia hizo igual que nosotros. Como prevención a lo que pudiera pasar arrendaron, que no sé si era término de la Puerta de Segura o de Torres de Albanchez, un cortijo que se llamaba La Venta del Tuerto.
Aunque los cortijos no estaban muy cerca, estando en aquellas tierras tan lejos de nuestra Vega, nos visitábamos para darnos ánimo y no sentirnos tan solos. De este modo, quiso Dios que la amistad y convivencia que habíamos tenido en los cortijos del Soto, no se perdiera tan pronto. Pero cuando llegó la expropiación de verdad, nos dispersamos y no he vuelto a saber más de ellos. Esta familia eran los padres de Isabel, la que te conté su boda.
El primer tres de mayo que pasé en aquel cortijo de la Dehesa, ya te he dicho que llegamos en invierno, pues aquel tres de mayo, yo empecé a llorar. Y nadie, de aquellas personas tan buenas y queridas que en todo momento me rodeaban, sabían por qué lloraba. Sólo yo lo sabía y Dios que estaba conmigo. Y mi abuela me preguntaba: “Pero hija mía ¿es que estás mala?” Y yo le contestaba diciendo que mala no lo estaba y venga seguir llorando. Y mi abuela, como me quería tanto, empezó a acariciarme y a sonsacarme: “¿Pero que te pasa, hija mía? Dime a mí lo que te pasa a ti” Y entonces le dije: “Es que hoy es el día de la Cruz, madre Asunción. Me estoy acordando de lo bien que se lo estarán pasando en nuestra Vega de Hornos con las cruces que visten allí y los bailes que hacen y yo hoy aquí tan solica y lejos de mi tierra. Aquí no tenemos ni cruces ni nada, madre Asunción”.
Y mi abuelica, no sabiendo cómo quitarme la pena, me dijo: “Hija mía no te apures que ya verás que pronto lo solucionamos”. Como era el mes de mayo, en las dehesas de los cortijos, aunque no como en las de mi Soto, también había alguna florecica aquí y allá. Cogió retamas y florecicas y en una oliva que había enfrentico del cortijo, en el tronco, con mucho amor y como pudo, me hizo ella una cruz y me dijo: “¿Ves? Aquí tenemos nosotros ya nuestra cruz. Vamos a cantarle y a rezarle y verás como todo vuelve a ser lo mismo de bello que en aquella tierra nuestra”.
Y así fue como yo pasé mi primer tres de mayo en aquellas tierras de Orcera. Primero llorando porque me acordaba de mi Soto y de las cruces de mi Vega y después cantando con mi abuela a la cruz de aquel tronco de olivo y así me consolé. A partir de aquel día hasta que ya nos vinimos hacia las tierras de Úbeda, que luego te iré contando, todos los años, el día tres de mayo, en la misma oliva, al despertarme por la mañana, ya me tenía mi abuela hecha la cruz con las flores que recogía por aquellas tierras.
Pero mira: un día, comentando Juana Alba Andrino y Rosenda y yo lo de la cruz en el tronco de la oliva, pues cogimos y nos fuimos a las olivas de la Loma del Pino y ellas que habían visto la cruz que mi abuela me había hecho en el cortijo, dijeron: “Pues vamos nosotras a tener la nuestra también”. Y nos liamos las tres a coger flores de todos aquellos ribazos y en aquella Loma del Pino hicimos nuestra cruz de mayo y luego nos pusimos a cantar. Casi todas las flores que cogimos eran de “Jamargos” porque es la planta que más abunda por entre aquellos olivares.
Rosenda era de mi misma edad y yo tendría pues unos diez u once años y Juana era un poquito mayor pero se adaptaba a nosotras. Andando el tiempo, supe que en Orcera se le tiene gran devoción a la Santa Cruz y también allí, entonces, se hacían cruces muy bonitas. Las personas lo celebraban mucho y hasta en las casas particulares ponían sus pequeños altares con flores de los jardines y los campos. Tengo que decirte que este pueblo de Orcera, es muy hermoso tanto por fuera, derramado en aquellas laderas del monte, como por dentro y en el corazón de su gente.
Un buen recuerdo de estos años lo guardo de una familia que se llamaba, él Carlos Cano y ella Magdalena Rodríguez que vivían en la calle de la Asunción número seis. En aquella casa era donde recibíamos toda la correspondencia de la familia que nunca nos olvidó. Esto fue en el pueblo de Orcera.
Estando en este cortijillo y pueblo, como las imágenes habían sido destruidas igual que en tantos sitios, presencié yo unas escenas muy hermosas. Cuando trajeron la imagen del Santo Cristo que en Orcera es muy venerado y creo que le dicen de la Vera Cruz, la Patrona es Nuestra Señora de la Asunción, se celebró algo que me gustó mucho. En Orcera se celebraban dos fiestas: Una en agosto, la Patrona y la otra, no me acuerdo bien si era el catorce o quince de septiembre, que era en honor del Santo Cristo de la Vera Cruz.
Cuando llevaron la nueva imagen de este Cristo, con todo el pueblo, se formó una procesión muy grande. De esto doy fe que es verdad porque yo estuve allí y lo presencié todo. Con la imagen a hombros, bajamos a un sitio que se llama “La Peña Hincá”. Se encuentra este lugar bajando del pueblo de Orcera en dirección a la Puerta de Segura, antes de llegar a un lugar que se llama La Revuelta el Zigzag, bastante antes de llegar. Se llama La Peña Hincá o se llamaba.
En aquel sitio quemaron las imágenes que se destruyeron durante la guerra en el pueblo de Orcera. Y como este pueblo era muy devoto, quisieron ellos reparar aquel desastre y se bajó con el Cristo, rezándole y cantándole hasta la Peña Hincá. Que recuerdo que todavía se veía un rodal negro donde decían que allí había sido donde el fuego destruyó las imágenes. En aquellos días yo lo vi con mis propios ojos y vi que no había nacido la hierba. Yo no sé después lo que habrá pasado.
Como te decía, hasta este lugar se trajo la imagen del Cristo, la pusieron en el suelo, se le cantó y como el párroco bajó con nosotros, don José Sola Llavero, bendijo la imagen nueva y, como eso que dicen que el Ave Fénix resurge de las cenizas, al Santo Cristo de la Vera Cruz, lo levantaron en hombros, entre vítores de alegría y gozo como diciendo: “ Aquí quemaron tu imagen y desde este mismo lugar vuelves otra vez a tu pueblo triunfante que te quiere y venera”.
Desde este lugar ya subió, entró en la iglesia bendecido y se celebró una gran fiesta aquel año, en honor del Cristo recuperado. Esto lo presencié yo y puedo dar testimonio que fue tal como lo he contado.
Y volviendo otra vez a la casa de Juana y Rosenda, quiero decirte que en estos días me ha llegado la noticia, por medio de mi primo Angel Manzanares Gago y su mujer que se llama Compasión y viven en Orcera, de que Rosenda Alba Endrino, se encuentran muy mal de salud. Desde este rincón mío en Úbeda, muy lejos de mi tierra y distanciada en el tiempo y con la carga de los años y tantísimos golpes a cuestas, le digo a Dios que me conceda mandarles un mensaje a estas buenas amigas mías y que les llegué, si Él lo quiere. A las dos os mando un abrazo muy grande. De todos vosotros tengo muy buenos recuerdos.
A tu hermana Juana que una vez que estuve en Orcera con motivo de la boda de un primo mío en Torres, me llevé una sorpresa que me llegó al corazón. Y es que todavía conservaba ella la fotografía mía igual que yo conservo la suya. Una foto que nos hicimos las dos juntas en casa de Benedicto, que era el único retratista que por aquellos días, había en el pueblo. Pues a Juana, le mando un beso muy grande. Y a ti, Rosenda, te quiero mandar un mensaje especial.
¿Te acuerdas cuando las dos juntas buscábamos violetas en aquellas acequias que había alrededor de tu cortijillo y por las acequias y la huerta de la Fuente del Prao? ¿Te acuerdas qué violetas más bonicas y qué bien olían? Pues yo creo que las que tú estás cogiendo ahora, en tu vejez como la mía, huelen mucho mejor. Y te lo digo porque con tu enfermedad, estás juntando violetas de valor eterno. Desde aquí te mando un abrazo muy grande y te digo que tengas resignación y estate segura que el paraíso celestial, está lleno de violetas como aquellas de tu cortijillo y el mío. Tal vez allí volvamos otra vez a cogerlas juntas. Un beso muy grande, Rosenda, amiga mía de la infancia y que no te olvido. Soy aquella chiquilla que no valía para nada pero que se pasaba las tardes buscando violetas contigo por las acequias de la Fuente del Prao.
Y estando en Orcera, pues yo era la que iba casi todos los días a por las raciones que repartían de pan y las de azúcar y todas esas cosas, cuando pertenecían. Y como ya te he contado, en las colas que hacíamos, es donde yo oía muchas cosas del Cura Raspa. Si quieres puedo continuar y ni siquiera sé cuando terminaría. Porque allí era un clamor de todo el mundo diciendo que el Cura Raspa era un santo. “Santo cura, qué lástima que hicieran con él lo que hicieron”. Era la expresión que no se caía de la boca de las personas.
Estando nosotros en el cortijo de la Dehesa, seguíamos trabajado las tierras del Soto, como ya te he dicho y siempre con la esperanza de volver otra vez a la Vega definitivamente porque el muro se quedara sin construir para siempre. Por aquellas fechas se casó mi hermano con su novia formal de siempre, Encarnación y que es de Cañá Morales. Él se fue a vivir al Soto y nunca terminó el ir y venir del Soto a la Dehesa. Pero antes de irse al Soto, allí nació su hijo mayor, Felipe. Su Hija Josefa nació en tierras de Úbeda porque ya estábamos aquí. En el cortijo de la Dehesa nos sentimos bien. Nos llevábamos bien con todos los vecinos y todo el mundo se portó muy bien con nosotros pero aquello fue como un puente que sabíamos que teníamos que atravesar sin quedarnos. Aquel rincón me dejó muy buenos recuerdos pero donde yo me dejé mi corazón de verdad, fue en el Soto. Y con mi Vega de Hornos soñaba de continuo.
Estando en aquel cortijo, una de las grandes alegrías que tuvimos fue que varias veces nos visitó doña Luz Blanco Marín, que por ese tiempo estaba ella de maestra en Orcera. Al llegar la primavera y en los días de sol hermosos y en los otoños, luego con el frío, no, era en la primavera cuando más bajaba, en los domingos que no tenía escuela y después de haber leído en la misa, se bajaba a mi cortijo. Algunas veces nos bajábamos juntas porque yo asistía a misa también, junto con mi abuela. Otras veces con mi madre. Nos bajábamos y allí se quedaba ella todo el día con nosotros.
Se traía la hoja parroquial que se repartía en la iglesia los domingos y allí la leía doña Luz o mi abuela y la comentaban. Y así se pasaba el día. Recuerdo que tenía a una muchacha que le ayudaba en las cosas de la casa y para que le diera compañía porque ella estaba entonces, soltera. Se llamaba María y creo que era de La Platera. Y me acuerdo que uno de los días que bajó, María estaba mala, con paperas. Y me acuerdo como todo el día estuvo ella pendiente de María porque estaba mala. Tocándole el pulso, la frente a ver si le subía la fiebre. Luz iba preparada con pastillas de aspirinas y estaba constantemente con ella: “María no te pongas al sol que luego te duele la cabeza, que te pones peor”. Y hay que ver cómo se preocupaba de la muchacha que le acompañaba y le ayudaba en la casa. Cómo se preocupada de ella y cómo la cuidaba.
Algunas veces, Luz se quedaba a comer con nosotros. También otras veces comí yo en su casa. Era muy cariñosa. Me acuerdo que un día mi madre hizo de comer una cosa que era comida clásica de nuestra tierra: calabaza frita. Nos la comimos en la puerta del cortijo, puesta la sartén en las trébedes y a estilo de nuestra tierra: con las navajas y la sopa. Para el postre partió mi madre un melón y salió muy bueno pero mi madre sacó dos melones. Partió uno, “¡qué bueno está” y nos lo comimos.
Y ya pasamos toda la tarde allí pero antes de que se hiciera de noche, se empezó a preparar doña Luz para irse. Y al marcharse, le dijo mi madre: “Luz, toma, este melón pa ti. Lo partís mañana o esta noche pa postre”. Y dice doña Luz: “¿Es que me lo regalas?” y mi madre: “¡Pues claro, pa ti, Luz!” y ella: “¡Hay María Josefa! Te voy a decir una cosa: cuando vi que sacaste dos melones y hemos partido uno y estaba tan bueno, me ha pasado por la imaginación pedirte que me regalaras el otro, para llevármelo a mi casa”. Y dice mi madre: “¿Por qué no me lo has dicho? Si yo este lo he sacado y era con esa intención. Uno para partirlo aquí y el otro para dártelo”.
Y doña Luz contestó: “Pues no te lo he pedido por esto que te voy a decir: porque yo me acuerdo que mi padre nos decía “ni ahora que sois niños ni cuando seáis mayores, pidáis nada en ninguna casa. Al no ser un favor que haya que pedir normalmente como se favorecen unas personas a otras. Pero nunca sed deseosos y pidáis cosas en las casas. Ahora, si os lo dan, aceptadlo a la primera. Porque sin haberlo pedido, os lo dan, es porque quieren de verdad dároslo. Entonces acéptalo a la primera y dar las gracias. Cuando os ofrezcan una cosa no empecéis a decir: no, no... si os los dan, a la primera, tomarlo”. Esto nos lo decía mi padre cuando éramos chicos y lo que pasa es que nos hemos acostumbrado a ello y ahora que somos mayores, seguimos practicándolo”.
Y hablando del melón que le daba mi madre, ella nos contó la anécdota, que ya te he contado a ti de cuando su madre partió el melón y no estaba bueno y como no quería mentir, dijo que estaba fresquito. Allí fue donde doña Luz nos contó aquella anécdota de su madre. Porque siempre, en todas las conversaciones, salía su madre. Pasar un día en nuestro cortijo y no recordar a su madre, eso no podía ser.
Y mira qué cosa más curiosa: cuando mis hijos eran chicos y ya estábamos en Úbeda, esto se lo comentaba también a ellos. Mi hijo Felipe, era parvulillos en una escuela que había pasando el Real a la derecha, donde está la iglesia de San Pedro, en ese edificio había unas monjas que le decíamos Las Carmelitas y eso era un colegio. Hay un jardín y en ese jardín había una estatua de la Inmaculada de mármol. Y esa iglesia la tenían las monjas que ahora está haciendo el servicio de parroquia porque Santa María se encuentra en obras.
Pues siendo mi hijo Felipe, el que tengo viviendo en Granada, parvulillo de esa escuela, la monja que le daba lección, que se llamaba la hermana María Luisa, tenía caramelillos en la mesa. Los tenía allí para darle un caramelillo a los chiquillos cuando le presentaban el cuaderno o que habían hecho bien las letricas o que se había portado bien. Eran angelicos chicos pero algunos llegaban y le pedían un caramelo y ella se lo daba.
Pero un día se dio cuenta que me hijo Felipe nunca le pidió un caramelo. Y una vez de los que se acercó a la mesa, le preguntó: “¿Niño, a ti es que no te gustan los caramelos?” y mi hijo le contestó diciendo que sí le gustaban. Entonces ella le siguió preguntando: “¿Cómo es que no me pides?” Me dijo la monja que mi hijo contestó: “Porque mi madre me tiene dicho que no pida nunca nada pero si me dan, lo tomo. Si me da usted un caramelo, yo si lo tomo pero pedirlo no porque me tiene dicho mi madre que nunca pida cosas”.
A la monja le hizo tanta gracia que cuando fui a hablar con ella, me contó el caso y dice: “¿qué es eso de que le tiene usted prohibido que pida caramelos? Es que me ha pasado esto con él”. El caso te lo cuanto porque vino aprendido de aquella mujer tan buena que había en Orcera y que se llamaba doña Luz. De que lo contó ella aquel día comiendo en la casa de mi cortijo de la Dehesa.
Y siguiendo con lo de la Vega de Hornos y Orcera, todo fue rodando entre preocupación y penas hasta que un día reanudaron las obras del muro y fue cuando se nos cayó el alma a los pies. Porque ya si fue verdad que dijimos: “Si termina el muro, ya no hay remedio. Y lo terminaron efectivamente. Cuando dieron la orden de pago, cada uno acudió a cobrar lo que le dieron por las tierras a Villanueva del Arzobispo que es donde pagaban. Entonces fue cuando cada cual empezó a tomar la dirección que pudo. Y nosotros, por un amigo de mi padre, que se llamaba Serafín, una gran familia, conozco a sus hijas que son amigas mías y que viven en Úbeda, dijo que a él le gustaba esta tierra y quería venirse por aquí. Mi padre se calentó con él también y echó un viaje por esta tierra. Mi hermano Cesáreo que conocía esta tierra de cuando se lo llevaron de quinto a la guerra, conoció el pueblo y le gustó y animó a mi padre y por eso arrancó y escogió a este pueblo de Úbeda para venirnos.
Cuando llegó el día y nos vinimos directamente desde la Dehesa hasta Úbeda, el traslado se hizo en un camión propiedad de un hijo de don Francisco Blanco. Que nos trajo en el camión Antonio y Asdruba. Dos hermanos hijos de don Francisco Blanco pero esto te lo contaré luego más adelante. Sólo que ahora hacemos una pequeña escapadilla desde la Dehesa, que es donde estamos, y nos venimos a Ubeda por un instante porque quiero contarte algo que le sucedió a mi hermano y sirve como para ir enlazando las distintas etapas de mi vida desde el Soto, la Dehesilla y Ubeda.
Fue lo siguiente: en el Soto tuvimos nosotros un muchacho que se llamaba Miguel que estaba empleado cuidando los cerdos. Aquel muchacho se portó admirablemente, no lesionó ningún animal, cumplía su trabajo de tal manera que le buscaba los sitios mejores a los cerdos para que comieran en abundancia y tuvieran agua y sombras. Era natural de un sitio que yo no sé si existirá todavía pero era una cortijada que se llamaba La Garganta[1]. Yo conocía a su padre y a su madre porque bajaban a traerle la ropa limpia para que se cambiara. Yo me acuerdo de ellos pero no recuerdo cómo se llamaban. Sólo retengo en mi memoria el nombre de una hermana que, mayor que él, muy guapa, que se llamaba Alicia y estaba trabajando en Villanueva del Arzobispo.
Este muchacho se portó admirablemente en mi cortijo del Soto pero cuando nos fuimos a Orcera, ya no se pudo venir con nosotros porque allí no teníamos anchura para criar tantos cerdos. Aunque teníamos algunos pero no eran tantos y además este muchacho se hizo mayor y podía ser más útil en otros trabajos. Nosotros buscamos a otro muchacho de Orcera que se llamaba Toribio. Y el caso que le pasó a mi hermano Angel fue el siguiente:
Aquí en Úbeda hay un sitio que se llama La Venta de Juanillo. Eso está ya muy edificado y rodeado de edificios pero antes cuando nosotros vinimos aquí, la Venta de Juanillo, que verdaderamente era una venta, estaba a las afueras del pueblo, era el último edificio que había a las afueras y era pues eso: una venta. Y ahí solían venir los que llamaban entonces los quintos, que eran los reclutas que se incorporaban el ejército.
Mi hermano Angel, yo no sé que cosa tuvo que ventilar aquel día con alguna persona y quedaron en verse en la Venta de Juanillo, que era muy conocida de todo el mundo. Y estando mi hermano allí llegó un pelotón de muchachos jóvenes que eran los quintos que venían de la sierra. Entonces había aquí un edificio que esta en la Plaza Vázquez de Molina, que es donde está ahora la Policía Nacional y ese edifico era, en aquellos tiempos, la zona de Ubeda, que es donde venían a presentarse todos los quintos de la sierra.
Pues aquel día venían todos los muchachos de nuestro terreno y estando mi hermano hablando con aquella otra persona, que es que esto no te lo puedo explicar porque no lo sé, y los muchachos también hablaban y contando cada uno de dónde eran y a esto que uno dice: “Yo soy de La Garganta”. Al oír mi hermano decir: “Yo soy de la Garganta”, volvió la cabeza y le preguntó: “¿Tú eres de la Garganta?” Y el muchacho respondió: “Sí, yo soy de la Garganta”.
Mi hermano, en aquel momento, no conoció a aquel muchacho porque las referencias que de él tenía eran de cuando muchachillo y por aquel día, ya era un hombre pero resultó que era Miguel, el muchacho que de siempre había estado con nosotros cuidando a los cerdos. Él había cambiado mucho pero mi hermano no tanto, porque era mayor que él y su cuerpo no se había transformado demasiado. Y por esto fue Miguel el que conoció a mi hermano y enseguida se fue derecho a él para darle un abrazo al tiempo que decía: “¡Angel, Angel!” Con una exclamación de alegría muy grande. Y le preguntó mi hermano: “¿Pero es que me conoces?” y Miguel: “¡Claro que te conozco, tú eres Angel del Soto del Arriba!” Dice: “Sí” y él: “Pues yo soy Migue” y mi hermano: “¿Pero qué Miguel?” y el muchacho: “¿No te acuerdas que estuve en tu casa del Soto cuidando a los cerdos?”
Y al caer en la cuenta, mi hermano me dijo que le dio una inmensa alegría verlo ya convertido en todo un hombre que se iba al servicio militar. Y le dijo: “Miguel, vente a mi casa para que te vean mis padres”. Y él le contestó: “Hoy tenemos que presentarnos en la zona, si nos llevan ya mismo, no me da tiempo pero si no nos vamos, mañana voy a tu casa a ver a tus padres que para mí, también son como los míos”.
A otro día volvió mi hermano a buscarlo y le dijo, Juan el dueño de la venta, “Esos muchachos se presentaron en la zona y le dieron órdenes de que al otro día salieran y por eso, esta mañana mismo cada uno ha salido para su destino”. Así fue como cuando mi hermano Angel fue a buscarlo, ya Miguel se había ido. No le dio tiempo verlo. Y esta historia te la he contado para decirte que Miguel fue para nosotros como otro familiar más de tantos hermanos querido como tuvimos en aquella sierra mía que pareciera como si terminara y comenzara en la Vega de mi Hornos querido y en mi cortijo del Soto de Arriba. ¡Dios mío, lo que para mí fue mi Soto!
De los recuerdos bonitos que me traje de Orcera, entre los que ya también te he contado, tengo el que: sabiendo que mi familia y yo éramos de otro pueblo, de Hornos de Segura, jamás nunca nadie allí me dijo “Forastera”. Esto es un detalle bonito que guardo con cariño en lo mejor de mi corazón del precioso pueblo de Orcera. Allí nunca nadie ni me trató ni pronunció contra mí la palabra forastera.
Y también recuerdo que la familia de Juana y Rosenda, de los dos hermanos que tenían: Rafael y Jesús, este último se fue al servicio militar estando nosotros allí. Y parece que llevaba yo en mi destino que tenía que ser escribidora de cartas a los soldados, porque aquella familia tampoco sabía leer ni escribir y la correspondencia de Jesús, cuando estaba haciendo el servicio militar, también se la llevé yo. A él le escribían sus compañeros allí donde estaba haciendo el servicio, que no me acuerdo la dirección que tenía y las cartas que su familia le enviaban desde el cortijo, se las escribía yo. A Jesús Alba Endrino. Que luego se casó con Isabel, la hija de Lorenzo y Gragoria, los que vivían en el cortijo Morilla.
Y estando en aquel cortijo de la Dehesa, me acuerdo que una vez mi padre y mis hermanos, bajaron a la Puerta de Segura a vender los cerdos, porque también teníamos allí cerdos. No tanto como en el Soto, porque no teníamos tanto terreno para tenerlos pastando pero vendíamos algunos y hacíamos lo mismo que en el Soto: quedarnos con los de la matanza y con los de cría.
Y a mí me llevaron con ellos pero sólo por gusto, para que viera la feria de la Puerta. De aquello me quedó un bonito recuerdo. Después yo no he visto más ferias más que la de la Puerta y luego las que he visto aquí en Úbeda pero la feria de aquel pueblo era grande. Allí se juntaba, por lo menos aquel año que la vi yo y por lo que he ido decir después, era así todos los años, una gran cantidad de mulos, vacas, cerdos, burros, en toda la orilla de aquel río, a un lado y a otro. Aquello era ya el disloque la cantidad de ganado de todas clases que había allí para vender.
Las casa, bueno las fondas, las posadas y todo eso, estaban abarrotadas de huéspedes. Y también en las casas particulares acogían a las personas que por aquellos días llegaban al pueblo. Aquel día de la feria de la Puerta, nosotros estuvimos en una casa particular. Me acuerdo que una muchacha que había allí que se llamaba Salvadora, era más o menos de mi edad, y juntas estuvimos paseando por aquella feria, que fue las primeras casetas que yo vi de muchos juguetes. Esta de la Puerta y la de Orcera, que también a la de este pueblo me llevaron mis hermanos. En la Puerta fue la primera vez que yo vi un circo y un hombre montado en esos zancos tan altos que salen en los circos. A esta muchacha que te he dicho y a mí, nos llevó mi hermano Angel.
Del bonito pueblo de la Puerta de Segura recuerdo a un médico muy famoso por todos aquellos contornos al cual acudía mucho el personal y que se llamaba don Ramón Martínez Ruiz y era hermano de un gran escritor muy importante que es conocido como Azorín. Médico muy competente que ejercía en la Puerta de Segura. Por aquellos tiempos cuando el médico te recetaba alguna medicina, había que ir a por ellas, cuando estábamos en el Soto, a Villanueva del Arzobispo, a Beas, Orcera o la Puerta de Segura y cuando estábamos en el cortijo de la Dehesa, a Orcera. En Hornos no había farmacia.
Con las amigas que ya te he nombrado, en una ocasión estuvimos un año en las fiestas de San Blas, en la Puerta, que es el día tres de febrero. Allí estuve con unos cohetes que lanzaban que aquello era un crujir de petardos que temblaba la tierra. Porque es que en la Puerta, el patrón, me parece que es San Blas. Y también un año estuve en la procesión de San Blas y vi la iglesia que es hermosísima.
A las fiestas de Segura de la Sierra, estas amigas mías que ya te he comentado antes y yo, desde aquel cortijo de Orcera, fuimos alguna vez. Conocí como era aquella fiesta y vi la procesión de la Virgen del Rosario. Aquel día me recomendó mi madre que fuera a visitar una familia y te voy a decir quién es: era una señora viuda que se llamaba María de la Asunción. Tenía dos hijos, uno se llamaba Casimiro y la hija se llamaba María. Le decían, cariñosamente, “Mariquita”. Esta señora era hermana de doña Rosario, la dueña de Montillana. Que las verdaderas dueñas del cortijo de Montillana, eran estas dos hermanas. Doña Rosario era la esposa de Justiniano Magañas, que llevaba la administración o como se diga eso, del cortijo pero la verdadera dueña, era su mujer: Rosario y juntamente con su hermana María de la Asunción que estaba viuda y vivía en Segura con sus dos hijos.
Como mis abuelos anteriormente habían estado viviendo en Montillana, de allí venía la amistad y mis padres me recomendaron que fuera a visitar a estas amigas. Eran mayores y me acuerdo muy bien que de parte de mis padres, las visité y les dejé mi cariño.
A las fiestas de Segura de la sierra, me acuerdo que iba gente de todos los cortijos de aquel valle y sobre todo del pueblo de Orcera. Una tarde estuve viendo una vaquilla que toreaban en un sitio que le decían la plaza pero era una cosa descubierta donde no había que pagar dinero ni nada de eso, sólo que había una explanada en una pequeña hondonada y al lado, una fuente muy caudalosa que no sé eso cómo estará ahora y cerca se veían los lavaderos.
Pues allí nos poníamos y veíamos cómo toreaban a las vaquillas. Cuando yo estuve allí, al menos no recuerdo que la plaza fuera redonda. Era un sitio cercado con unas paredes al lado donde corrían las vaquillas, lo mismo que hacían en Hornos, sólo que era en la Rueda y la calle donde vivía don Francisco Blanco, la cortaban con palos así atravesados y la otra entrada a la Rueda, que era por donde estaba la posada, también la cortaban así y allí hacían como un chisquero para los torillos y aquello era la plaza.
Pues en Segura era fuera del pueblo en ese sitio que yo te digo que ahora no sé cómo estará aquello. Al pueblo de Segura lo recuerdo como un pueblo antiguo, de calles estrechas y empinadas, que ya no será igual, por supuesto, muy parecido a Hornos y aunque también tiene un castillo, a él yo no llegué a subir. En la iglesia sí estuve, en la procesión de la Virgen del Rosario. Recuerdo que aquel día subió mi madre también. Y recuerdo que desde allí había una vista que se divisaba medio mundo. Yo no puedo explicarte ahora mismo. Si tú has estado en este pueblo, sabrás lo que te digo, que asomándose desde los balcones de Segura, es indescriptible lo que se ve. Aquello es una maravilla que me gustaría mucho volver a ver pero con los años que tengo encima y lo achacosa que estoy, ¿qué me dices?
Y según tengo entendido, en Segura nació el escritor Jorge Manrique, que es un poeta que me gusta mucho, porque aunque yo no soy poeta, me gusta la poesía. Para subir al pueblo me acuerdo que desde Orcera había un camino con una cuesta pedregosa. Yo no sé si habría carretera entonces, porque nosotros subíamos por un caminillo muy pendiente, como Segura está en todo lo alto y Orcera en la hondonada, pues era un camino muy inclinado con muchas piedras. Cuando íbamos andando echábamos chinas sin querer para abajo y rodaban las piedras hasta lo más hondo.
Ya te digo que el pueblo de Segura era muy pintoresco. Allí se celebraba la fiesta de la Virgen del Rosario y la de San Francisco de Asís. Que yo creo son los dos patrones de Segura de la Sierra. Empezaba a primero de octubre con San Francisco de Asís y terminaba con la festividad de la Virgen del Rosario el día siete y ya se cerraban las fiestas.
Y ahora que te hablo de San Francisco, se me viene a la mente un recuerdo que me vuelve otra vez a mi tierra del Soto. Allí se hablaba mucho, sobre todo por las noches y entre los pastores que eran los que de verdad les tenían gran miedo, de los lobos por las cumbres de Beas y las zonas esas de la sierra profunda que desde mi Vega quedaban hacia Pontones y el río Borosa y Aguasmulas. Se les oía decir que por todas aquellas cumbres y barrancos, había muchos lobos y que cuando atacaban a los animales, hacían un gran daño. Los pastores les tenían verdadero miedo y esto se les oía a las personas cuando decían: “Al pastor fulano le han hecho una lobá esta noche que pa qué, al pobre”. La lobá era una matanza de cabras o de ovejas. La matanza de las vacas era más difícil porque estos animales se saben defender formando una piña entre sí y encerrando en el centro a los terneros. Si el lobo las atacas, la manada entera se defienden plantando cara y dando cornadas.
Y también se oía contar que si tenían hambre, podían atacar a una persona y devorarla. En mi familia y en mi caso, nunca llegué a vivir ninguna de aquellas situaciones pero yo, de oírlo, le tenía mucho respeto a estos animales sin ni siquiera haberlos visto nunca por aquella tierra mía. Pero por aquella Vega, todo el mundo le temíamos a los lobos. Y venía yo pensando en concluir diciéndote que en mi casa había un cuadrico, era un poco más grande que un folio, que no era grande, que representaba a San Francisco de Asís. Alrededor de la imagen del santo tenía así como medallones narrando pasajes de la vida de este hombre. Desde el nacimiento, las cosas más importantes, hasta su muerte.
Y en un cuadrico aparte, estaba una imagen de este mismo santo donde se veía un lobo que le daba la pata. Como representando la facilidad que tenía aquel santo y el contacto con la naturaleza y los animales que viven en ella. Yo que me criaba entre la naturaleza y le tenía miedo a los lobos, pues me llamaba la atención como aquel santo dominó a lo que él llamaba “El hermano Lobo”. Una cosa curiosa que me llamaba mucho la atención y en mi mente pequeña se me quedó grabada en el fondo del miedo que me surgía de los relatos que oía entre la gente de mi tierra de los lobos y los pastores por entre los montes y los barrancos.
3 -Nota del autor: La Garganta es el arroyo que baja desde el Puerto de la Cumbre, pasa por la aldea de Capellanía y desemboca en el Pantanto del Tranco justo por debajo del pueblo de Hornos. Este arroyo antes se llamaba del Aceite. Y arriba, casi en la cumbre pero a la derecha subiendo por la carretera actual, todavía existe una cortijada, abandonada y bastante derruida que se llama La Garganta.
Más información de este Parque Natural en:
Las fotos más bellas del Parque en TrekNature
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