3.23.2007

BAJO LAS AGUAS DEL PANTANO DEL TRANCO-41

LA MADRE

Y ahora te quisiera hablar de mi madre. Desde que salimos de las tierras que hoy cubren el pantano, ella vivió con la nostalgia de su tierra y con el disgusto de la familia esturreada. Una de las cosas que más le dolía era no saber dónde habían ido a parar algunas de las personas de la familia y constantemente preguntaba. Ya muy viejecica siempre me decía: “¿Dónde estará la hermana tal?”. Se acordaba de todos y me dio un encargo muy especial diciéndome: “En la medida que puedas procura indagar dónde para cada uno de los miembros de nuestra familia que por causa del pantano nos separamos y si está en tus manos, visítales en nombre mío y diles que yo te dejé este encargo”. Y desde aquellos días poco a poco he ido cumpliendo su encargo de la mejor manera que he podido. A los que he podido localizar a todos los he visitado y les he dado el encargo que me dio mi madre.

En pinceladas sueltas, así como de pasadilla, te he ido contando algunas de las buenas cosas que esta gran mujer poseía pero siempre con la timidez de lo que ya te he dicho antes: que alguien crea que si digo esto así es por el hecho de ser mi madre. Pero yo te aseguro que lo que te digo es verdad. Mi madre era algo especial. Era un catecismo viviente. Sin ofender a ningún teólogo que haya escrito grandes catecismo, yo creo que el mejor de todos los catecismos que tuve en mi vida, han sido los ejemplos y las obras de mi madre. Pero siempre todo dentro de la sencillez más grande.

Una vez, siendo yo chiquilla en Hornos, me dijo la mujer de Lorenzo el Rizao: “Niña, tú le pareces mucho a María Josefa Manzanares ¿le tocas algo?” Y entonces yo le dije: “Soy su hija”. Esto me sucedió siendo yo muy pequeñica jugando por la calle de Las Parras, que era donde vivía mi tío. Y al decirle yo que era su hija, me dijo aquella mujer: “¡Claro, así le pareces tanto!” Yo entonces no le di importancia pero ahora me doy cuenta que fue el mayor elogio que he podido recibir en mi vida. Decirme que me parezco a mi madre. Y ahora también me doy cuenta que tampoco le parezco tanto como aquella señora pensó. ¡Ojalá y fuese verdad! Hoy siento remordimiento porque puede haber aprendido muchas más cosas buenas de mi madre.

El Soto de Arriba, fue posada, cuando mis abuelos vivían. Cuando ya se hicieron mayores, quitaron aquello de la posada. Pero el Soto de Arriba siguió siendo posada gratis y no ya de arrieros, sino de mendigos. Para toda la mendicidad que había entonces, Iznatoraf y de otros muchos sitios que subían pidiendo limosna, cuando se hacía de noche, el Soto era su hogar. La posada para todos. La casa, la de mi madre. Si bajaban para su pueblo y se les hacía de noche, su posada era el Soto de Arriba, la casa, la de mi madre. Jamás recuerdo que un pobre llegara a pedir limosna a mi puerta y se fuera con las manos vacías.

Esto no significa que ahora quiera decir que mi madre diera grandes cosas. Nosotros vivíamos agustico en mi casa pero tampoco tenía mi madre para dar limosnas muy cuantiosas. Pero de lo que hubiera en mi casa, aunque sólo fuera un buen trozo de pan y un tomate, una persona que pidiera limosna en el Soto, lo tenía en sus manos.

Y cuando ella daba limosna, siempre decía que socorrer a los necesitados de esta manera no empobrecía nunca a nadie. “La limosna enriquece más al que la da que al que la recibe”. Era lo que siempre me decía ella. Esta fue siempre una de las metas de mi madre: no negar nunca un trozo de pan a quien se lo pidió.

Su devoción al Santísimo Sacramento, a la Santísima Virgen, a sus santos predilectos, San José y San Francisco Javier. Su oración era constante y su vida muy sacrificada. En la enfermedad de mi padre, se puede decir que se comportó como una heroína, asistiendo a su marido enfermo, a mi hermano mayor que era pequeño y al trabajo del campo porque mi padre estaba enfermo y no podía trabajar. Si alguien recuerda a María Josefa Manzanares de la Vega ¿quien puede decir de alguno enfermo que ella no visitara? ¿Alguna persona triste que ella no hiciera por consolarla? Así fueron todos los días de su vida. Una mujer sencilla que jamás pensó en ella. Siempre pendiente de los demás y en cada momento, la última, era ella. Tanto en el ámbito social como en el ámbito familiar. Siempre pensando en los demás y nunca en ella misma.

Esto que te estoy diciendo me cuesta trabajo expresarlo y al mismo tiempo me siento obligada. Mi obligación es decir la verdad aunque la verdad sea contar las bondades de mi madre. Que nadie crea que porque hablo de mi madre, exagero, que no es cierto.

Luego su vida, su vejez, fue igual. Tranquila y devota. El sacerdote que la asistió en sus últimos momentos y que mucho tiempo la dirigió espiritualmente, don Manuel García Hidalgo, le puso un sobre nombre cariñoso: “La lamparica del Santísimo Sacramento”. Nunca podía oír que se murmurara de nadie. Que se calumniara o se hiciera daño a alguien. Siempre decía que a las personas ausentes había que guardarles las espaldas. Todas esas cosas las decía mi madre. Ya te comenté como cuando en su vejez, en la televisión salía algún político hablando de esto o aquello, siempre decía: “Muchas leyes, ciento de leyes pero mientras no se guarden las diez principales, el mundo no se arregla”.

Y tantas veces comentaba aquello que ya en una ocasión le pregunté: “¿Pero qué diez leyes son esas, madre?” Me miró muy sorprendida y me dijo: “¿Tú tampoco sabes qué es lo más importante en el mundo?”. Esto, ya lo expliqué un poquito antes y recogido queda para que se sepa lo que aquella persona buena, sentía y opinaba de las cosas de este mundo que nos contiene. Aquí en este mismo rincón de mi casa, acurrucadita en su nido de recuerdos y rodeada del cariño de esta hija que siempre la veneró, ella fue consumiendo sus últimos días hasta que llegó el momento de entregar el alma al Señor.

La muerte de mi madre fue la muerte de los santos. Yo leo algunas veces la vida de los santos en el Santoral del Año Cristiano. Cuando me entero de la muerte que tienen los santos y recuerdo la de mi madre, compruebo que la muerte de ella fue semejante a la de los santos. Siento cierto remordimiento y quiero descargar mi conciencia porque ella siempre tenía un crucifijo, y lo quería mantener a todas horas debajo de la almohada. Es un crucifijo que viene de tradición en la familia. Ahora después te lo enseño. Siempre lo quería tener con ella en la cama pero como algunas veces se le metía entre la ropa, yo por cabezona, se lo puse en la mesita de noche y le decía: “Madre, es que así lo tiene usted más a mano”. Ella me decía que no, “que aquí lo puedo coger yo y en la mesita no”.

Una vez y otra le contestaba: “Pero mama, si aquí lo puede alcanzar usted y sino cuando lo quiera me lo pide”. Y ella, por no contrariarme, se sometió a lo que le decía. Conservó su lucidez mental y todo su conocimiento hasta última hora. Cuando le llegó el momento de la agonía, no tuvo fuerza para hablar y pedir el crucifijo. Entonces ella con su mano derecha se hacía la señal de la cruz y miraba a mis hermanos. De alguna manera estaba dando a entender que le dieran el crucifijo. Pero mi hermano no captaba esta señal.

Dio la casualidad que aquel día yo tuve que asistir a mi hijo que se casaba. El médico me dijo que otras veces la había visto peor y se había salvado. Mi madre tenía una petición hecha a la Santísima Virgen. Y era que le concediera morir en un día que estuviera consagrado a la Virgen. Y yo, cuando llegaban algunas de las fiestas de la Virgen y la veía a ella delicada, siempre me asustaba diciendo: “Hoy se muere mi madre”. Cuando llegaba el día de la fiesta de la Asunción o la Virgen del Carmen o la Inmaculada o la Natividad de la Virgen, siempre que era una fiesta de la Virgen algo significativa, yo creía que mi madre se moría.

Y no fue así. Le concedió lo que ella había pedido pero de puntillas, como fue su vida entera. Todo lo hizo como una florecilla chica que exhala un gran perfume, donde apenas se ve la flor pero el perfume trasciende. Murió el día dos de diciembre que era sábado y todos sabemos que los primeros sábados están consagrado a la Santísima Virgen y los primero domingos de mes. Y a otro día, tres de diciembre, San Francisco Javier. Murió en la media noche, digamos con un pie en el sábado, día consagrado a la Virgen y el otro pie en el día tres, San Francisco Javier el santo al que ella más devoción le tenía. Siempre lo tenía en la boca. Se la llevaron la Virgen y San Francisco Javier.

Cuando yo llegué, porque fue mi hijo a por mí a la boda de mi otro hijo, mi madre ya estaba agonizando. Y hasta última hora haciéndose la señal de la cruz con la mano. En cuanto estuve a su lado cogí el crucifijo de la mesita de noche, se lo puse en la mano derecha, se la cerré, le acerqué el crucifijo a la boca y fue besarlo y expirar. Como si todavía la Virgen le hubiera concedido unos minutos más de vida para que antes de irse de este suelo ella besara el crucifijo que de siempre había tenido a su lado. Aquello fue milagroso porque el Señor le concedió todos sus deseos. Morir en un día consagrado a la virgen, de la mano de su santo, Francisco Javier, ella le decía mi Javier, y con su crucifijo, que al final llegué a tiempo para ponérselo en la boca.

Mientras ella vivió, ayudó a todo el que pudo en todos los sentidos y en la medida que estuvo a su alcance. Cuando mi madre se presentara ante Dios estoy segura que El le diría: “Ven bendita de mi padre porque tuve hambre y me diste de comer, porque tuve sed y me diste de beber, porque fui peregrino y me hospedaste, porque estuve enfermo y viniste a visitarme”. Creo que el Señor sí le diría esto cuando se presentara ente El. Por eso ahora cuando me acuerdo de ella, sólo me queda por decir: “¡Madre mía, bendita seas! ¡Qué orgullosa me siento de ser tu hija! Aunque no tenga otra cosa en la vida de qué presumir, sólo de ser hija tuya, me enorgullece. ¡Madre! Guárdame un laico allí en el cielo donde tú estés para que, lo mismo que cuando era niña en mi Vega de Hornos, pueda seguir jugando con mis mariposas, siempre bajo la mirada de tus dulces ojos y al consuelo que da tu corazón de reina. Madre santa, ¡te quiero!”.

Doy mi palabra de hornos de que cuanto acabo de decir de mi madre es cierto. Y si lo digo con alguna timidez, es por eso, porque es mi madre y no quiero que alguien piense que exagero. Me he limitado a contar lo que es verdadero. Murió de noventa años y dos meses y bendito sea Dios que me dejó disfrutar de ella todo ese tiempo y que ahora, lo sé con certeza, la tiene abrazada en su seno para siembre, por la gran belleza que llevaba en su corazón junto con todos aquellos que tanto amó y mi gran tierra, porque ahora también lo sé cierto: en la eternidad no cabe ni una sola chispa de algo que no sea limpio y bello.

Más información de este Parque Natural en:

http://es.geocities.com/cas_orla/

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