CUEVA DEL TORNO, RÍO AGUASMULAS-20
LAS UVAS
Desde la puerta, nos movemos un poco hacia los bancales donde estuvieron las huertas. Se entusiasma y al ver los racimos colgando de las ramas, trepa por el tronco de la vieja encina. Intentamos sujetarlo porque nos parece que a sus años, una aventura de estas puede ser grave y no podemos. Ni nos hace caso ni se arredra ante la dificulta que presenta el viejo tronco.
- Si esta encina y el tronco de la parra me conocen a mí. Ciento de veces he subido yo por aquí a coger las uvas que esta tarde, quizá por última vez en mi vida, también quiero cortar con mis manos.
En un minuto se encarama en lo más alto. Con su garrota engancha las ramas de las parras, con la navaja corta los racimos, lo echa a la bolsa que se ha subido con él y cuando ya la tiene llena, la amarra con una cuerda y nos pide que la cojamos. Las uvas no están maduras todavía, pero es verdad que se pueden comer. Aunque a él no le importa amucho: en el fondo lo que quiere es llevarse un puñado para así sentir el gozo de que aún todavía algo en este rincón es suyo. De que por lo menos puede palpar algunos de los racimos de uvas que da las parras que él sembró hace tantos años. Se las lleva a su boca y aunque están fuertes, le saben a gloria. El es el mismo sabor que sitió cuando era niño y también el que paladearon sus padres, sus hermanos y tantas otras personas queridas suyas.
Lo dejamos que goce porque en el fondo también nos interesa penetrar, siquiera un poco, en las sensaciones y realidades que por el rincón laten. Lo seguimos con la actitud del que se siente perdido y lo ignora todo y cuando ya baja de la encina, le ayudamos a trazar una escalera. Quiere coger otros pocos racimos de la parra que se enreda en la carrasca pequeña. Los ciervos medio se la han comido. Pero en las partes alta, donde no llegan, los racimos cuelgan hermosos. Las uvas son gordas y a pesar de lo verdes que están aún, resultan agradables al paladar.
- Y porque ya estáis viendo: nadie las riega, nadie las poda, nadie cuidad de ellas y hasta la tierra de los hortales está comida por las zarzas. Si esto fuera lo que era en aquellos tiempos.
Y estamos viendo que ciertamente la tierra está seca. Ni una gota de agua corre por ningún lado. Hasta la noguera, la gran noguera que crece por el lado de arriba unos metros antes de llegar al cortijo, se está secando.
- Pero seguro que tiene nueces.
Miramos detenidamente y sólo vemos una o dos en algunas de las ramas más verdes.
- Pues en aquellos tiempos, sacos enteros cogíamos nosotros de esta noguera.
La recorre por entre los peñascos que bajo las ramas se amontonan y deja que nosotros miremos despacio por si podemos coger aunque sólo sea un puñado. Mientras lo intentamos, nos mira sentado en lo alto de la piedra con la majestad del más solemne de los reyes. Nos lo estamos pasando bien y descubrimos que él también goza, pero en el fondo no nos ha hecho participes de lo que de verdad corre por su alma. Yo sé que es mucho, pero también sé que no se puede forzar, porque puede que a él también le pase como a tantos: no tiene palabras o mejor, no hay palabras. El río que por su alma corre no se puede encerrar en simples palabras y menos cuando el río es tan denso y lo forma tantos trozos de vida.
Desde la puerta, nos movemos un poco hacia los bancales donde estuvieron las huertas. Se entusiasma y al ver los racimos colgando de las ramas, trepa por el tronco de la vieja encina. Intentamos sujetarlo porque nos parece que a sus años, una aventura de estas puede ser grave y no podemos. Ni nos hace caso ni se arredra ante la dificulta que presenta el viejo tronco.
- Si esta encina y el tronco de la parra me conocen a mí. Ciento de veces he subido yo por aquí a coger las uvas que esta tarde, quizá por última vez en mi vida, también quiero cortar con mis manos.
En un minuto se encarama en lo más alto. Con su garrota engancha las ramas de las parras, con la navaja corta los racimos, lo echa a la bolsa que se ha subido con él y cuando ya la tiene llena, la amarra con una cuerda y nos pide que la cojamos. Las uvas no están maduras todavía, pero es verdad que se pueden comer. Aunque a él no le importa amucho: en el fondo lo que quiere es llevarse un puñado para así sentir el gozo de que aún todavía algo en este rincón es suyo. De que por lo menos puede palpar algunos de los racimos de uvas que da las parras que él sembró hace tantos años. Se las lleva a su boca y aunque están fuertes, le saben a gloria. El es el mismo sabor que sitió cuando era niño y también el que paladearon sus padres, sus hermanos y tantas otras personas queridas suyas.
Lo dejamos que goce porque en el fondo también nos interesa penetrar, siquiera un poco, en las sensaciones y realidades que por el rincón laten. Lo seguimos con la actitud del que se siente perdido y lo ignora todo y cuando ya baja de la encina, le ayudamos a trazar una escalera. Quiere coger otros pocos racimos de la parra que se enreda en la carrasca pequeña. Los ciervos medio se la han comido. Pero en las partes alta, donde no llegan, los racimos cuelgan hermosos. Las uvas son gordas y a pesar de lo verdes que están aún, resultan agradables al paladar.
- Y porque ya estáis viendo: nadie las riega, nadie las poda, nadie cuidad de ellas y hasta la tierra de los hortales está comida por las zarzas. Si esto fuera lo que era en aquellos tiempos.
Y estamos viendo que ciertamente la tierra está seca. Ni una gota de agua corre por ningún lado. Hasta la noguera, la gran noguera que crece por el lado de arriba unos metros antes de llegar al cortijo, se está secando.
- Pero seguro que tiene nueces.
Miramos detenidamente y sólo vemos una o dos en algunas de las ramas más verdes.
- Pues en aquellos tiempos, sacos enteros cogíamos nosotros de esta noguera.
La recorre por entre los peñascos que bajo las ramas se amontonan y deja que nosotros miremos despacio por si podemos coger aunque sólo sea un puñado. Mientras lo intentamos, nos mira sentado en lo alto de la piedra con la majestad del más solemne de los reyes. Nos lo estamos pasando bien y descubrimos que él también goza, pero en el fondo no nos ha hecho participes de lo que de verdad corre por su alma. Yo sé que es mucho, pero también sé que no se puede forzar, porque puede que a él también le pase como a tantos: no tiene palabras o mejor, no hay palabras. El río que por su alma corre no se puede encerrar en simples palabras y menos cuando el río es tan denso y lo forma tantos trozos de vida.
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