6.11.2008

Pequeños relatos sacados de mi libro inédito: "Te voy a contar un cuento // 15 relatos cortos" de Los paisajes del Último Edén


Índice:

1- Te voy a contar un cuento, escucha, calla…
2- De rutas por las montañas -II
3- Las nubes blancas
4- Lo necesario para la vida
5- La flor, el águila y el manantial
6- De rutas por las montañas -I

La niña se puso a recoger piedras de la orilla del charco y tú, Sinombre, te viniste a su lado. Te miraste en el agua, la miraste a ella y luego me miraste a mí. Me di cuenta y te pregunté:
- ¿Qué quieres? ¿Te pasa algo?
No me hiciste caso. Te saliste de las aguas y te fuiste al lado de Enebro. Lo miraste y Enebro miró a la niña. Le dije a ella, nuestra alma:
- Algo quiere Sinombre y tu caballo negro.
Os miró la niña y siguió buscando piedras bonitas para su fortaleza mágica. Enebro y tú me volvisteis a mirar y al ver que me iba con vosotros los dos distéis media vuelta y os fuisteis al lado de Bandolero. Enebro por un lado y tú por otro os pusisteis con la hierba en el mismo trozo en que Bandolero pastaba. De reojo de nuevo los tres me mirabais y entonces volví a decir a la niña:
- Algo quieren y no saben cómo decirlo. Sigue tú buscando piedras que se lo pregunto y vengo y te lo digo.

La Mariposa Marta se ha venido al lado de la niña y le ha dicho:
- Cuando tu ciudadela esté construido yo voy a echar aire con mis alas y lo voy a convertir en un castillo grande como los de los cuentos de hadas. ¿Cuántas torres le vas a poner a tu sueño?
Y la niña le ha dicho a Marta:
- Le voy a poner cinco torres, diez almenas y una atalaya. También un puente levadizo, algarves y una gran muralla para que nadie pueda entrar dentro sin decirnos a nosotros nada. Pero si tú, con tu magia de mariposa alada, conviertes en fantasía mi castillo yo me voy a perder luego por los pasillos, por sus patios y por sus salones con lámparas.
Y Marta le ha dicho a la niña:
- Tú tranquila que ya verás luego en la mañana, cuando salga el sol y brille en el río.

Junto a ti, Enebro y Bandolero, me he sentado yo frente a tu cara. Te he seguido mirando despacio y me he acordado de la Princesa y de aquellos días de plata cuando ella nos escribía siempre alegre y emocionada y nos contaba sus sueños cada mañana.
- ¿Qué quieres, Sinombre?
Te he preguntado y callas. El perro mastín Álamo viene subiendo, desde el río con el pastor, y ladra. Arriba, en la cañada, canta el mirlo. Te he vuelto a decir:
- Sinombre, me palpita el alma y se me convierte el aire en poesía y tu mirada y la de Enebro y Bandolero. Escucha, calla… Te voy a contar un cuento:


El cielo que muchos soñamos

El cielo que muchos soñamos
debe ser lo más parecido
a los momentos cálidos
que al amanecer regala el día,
junto al arroyo, en el prado.
Deberíamos saber nosotros,
Sinombre, borriquillo mágico,
hablar con palabras bellas

para contar a los humanos
las sensaciones tiernas
que, al despertar, gozamos.
El cielo que soñamos siempre,
hoy sobre ti rueda despacio
¿quieres tú decirme eso
y no sabes cómo expresarlo
en este amanecer de oro,
en la hierba, junto al charco?

Ver aquí un PowerPoint relacionado con este tema
http://www.slideshare.net/pinsapo/el-sueo-ms-bello

2- De rutas por la montañas -II
El roble milenario de la cumbre


Ella, madre de dos niños pequeños, preguntó:
- Además de su vejez, su grueso tronco y la ampulosa copa que sobre la cumbre se mece al viento ¿Qué otra cosa importante hay en ese árbol?
Y él le confirmó:
- Yo sé que ella, y la he visto muchas veces, lo abraza mostrándole el cariño más puro. Como si fuera su propio hermano o el más noble de los humanos. Y he comprobado que, cuando hace esto, la cara se le llena de luz y el corazón de fuerza cada vez que se funde en un abrazo con el tronco de este árbol.
- ¿Y podemos ir a verlo? Lo digo, porque a mí, también me gustaría darle un sincero abrazo. Yo creo en esto.
- Cuando queráis, os lo enseño.

Y, dos semanas después, la madre con sus dos niños, el padre y tres que ahora planean por estas sierras la instalación de un teleférico, quedaron. Justo en el corazón del valle, centro de la grandiosa sierra. Por donde el río grande corre sereno, el puente se refleja en las claras aguas y el aire siempre huele a espliego. Y la madre, al poco del encuentro y nada más terminar de saludar a unos y a otros, dijo:
- Me arde en el corazón la emoción. Estoy deseando verlo para darle el más sincero y puro abrazo que nadie le haya dado nunca. Quiero comprobar si llena de fuerza y transmite luz. ¿Por dónde va la senda que lleva a esa cumbre?
- La vieja senda, y por eso ya muy rota en muchos tramos, sube enredándose en un juego primoroso con el arroyo que nace justo en la misma cumbre donde crece el noble.
- ¿Pasaremos por los charcos azules que tantas veces me has comentado?
- Pasaremos justo rozando sus aguas y nos bañaremos en ellos para llenarnos de la esencia de los vernos puros.

Uno de los que había venido con la madre, aclaró:
- A nosotros lo que nos interesa es ver el terreno, a lo grande y no por lo pequeño, para elegir los sitios por donde debe ir el trazado del teleférico.
Era la primera vez que él oía esto. Por eso, lleno de curiosidad, preguntó:
- ¿Un teleférico en estas sierras?
- Sí, luego te comentamos porque ahora lo que deseamos es saber si pasaremos por las cascadas. El tramo alto donde se despeñan las aguas de los riachuelos que bajan de las cumbres del roble viejo.
- Pasaremos por ahí.
- ¿Y también por la cerrada?
- La atravesaremos y, aunque no queramos, tendremos que meternos en sus charcos.
Y ya no se comentó más en este momento.

Comenzaron la ruta siguiendo la vieja senda. La que, en los primeros metros, remonta por el borde mismo del río y casi metiéndose en las aguas, en algunos tramos. Por eso, estos primeros metros, son de una belleza asombrosa. Por el agua en sí, del río, por los charcos anchos y alargados, por el rumor que mana de la corriente y por los colores, luces y sombras que por aquí el barranco ofrece. Quizá por esto o quizá por el amor sincero que la madre en su corazón cultiva por todo lo bello, montañas y naturaleza, nada más comenzar la ruta, les dijo a sus dos niños:
- Hoy y siempre que a lo largo de vuestras vidas, tracéis rutas por las montañas, tened claro en vuestras mentes, tres grandes realidades.: Las primera es que, no sacia el mucho saber y conocer sino el gustar profundamente las cosas. La segunda es que, importa más la calidad que la cantidad. Y la tercera es que, en todo momento es bueno, para el alma y el corazón, dar siempre gracias al cielo, al Creador de todo, al Dios bueno. No olvidéis nunca en vuestras vidas estas tres grandes realidades, cuando hagáis rutas por las montañas. Tenerlas siempre presente y ponerlas, entre todas las demás cosas, como los objetivos más importantes.

Los niños escucharon lo que la madre les decía y no preguntaron nada. En ese mismo momento pero, solo unos minutos después, el mayor de los dos, sí preguntó a la madre:
- Y aquella oscuridad allá al fondo, antes de las cumbres ¿también la veremos?
Ella observó despacio y luego preguntó al que ya iba guiando:
- ¿Qué es aquella oscuridad?
Y él le respondió:
- La espesura del bosque, sus colores verdes, la ladera que cae y la sombra de las rocas por donde se despeña la cascada. Ese color oscuro y misterioso es una de las cosas más hermosas que hay por estas sierras. Ya verás la sensación que se siente cuando estemos dentro.
- ¿La veremos de cerca?
- Por lo más denso y virgen de esa ladera, va la senda.

De los dos niños, el más pequeño preguntó ahora a la madre:
- ¿Por qué huele esto a miel?
En sus manos mostraba un tallo de espliego que acababa de cortar de una de las mantas junto a la senda. La madre lo miró y dijo:
- En las montañas, hijo mío, muchas cosas huelen a miel. O al revés: la miel siempre está impregnada del mejor aroma de las plantas de estas montañas. Es la esencia misma, lo mejor de las flores y plantas. Porque la montaña es el lugar donde se fabrican los más delicados aromas del mundo.
- ¿Y todo es gratis?
- Todo, porque Dios nos lo regala. Por eso, tú ahora que eres pequeño y luego cuando seas mayor, siempre que vengan por las montañas, bebe y llénate el corazón de la esencia del espliego que ahora mismo muestras en tus manos. Y dad siempre luego las gracias.
- Las gracias ¿a quién, mama?
- A Dios, el Creador de todo esto.

Y el niño guardó silencio. Aprovechó el mayor para seguir preguntando a la madre:
- ¿Y qué es más importante caminar mucho y aprisa o ir despacio, tocando, viendo y oliendo?
- Las dos cosas son buenas, al ir por las montañas. Pero se saborea mejor la experiencia si vas despacio, tocando, viendo y oliendo. Porque la montaña, si se vive desde dentro, desde el corazón y el alma es, de entre todo, lo más bueno, sano y puro.
- ¿Cómo se puede vivir la montaña desde dentro?
- Acariciando las mantas de espliego que vayas encontrando, parándote junto al charco para ver el juego del agua con el viento, oliendo las florecillas que muestran los romeros, embelesándote con los pajarillos que cantan y con las mariposas que levantan vuelo y mirando, de vez en cuando, al cielo para dar las gracias, en todo momento.
- ¿Y las nubes blancas, mamá, qué son?
- La caricia y el beso del cielo a las montañas. Por eso, debes alegrarte y pararte para mirarlas despacio. Sin que te importe si te queda o no tiempo para subir a la cumbre que habías pensado. La mayor conquista del mundo, la más difícil de todas las cumbres, la ruta más apasionante de cuantas puedas recorrer, siempre es la que lleva al centro del corazón.
Y el niño dijo que no entendía mucho pero que ya se lo explicaría con más claridad en otro momento.

La senda, al poco de empezar a subir, se aparta del río, tuerce para la izquierda, cruza el arroyo y se va por aquí en busca de la gran cuesta. Discurre la senda decorada a los lados con muchas clemátides, enredaderas silvestres, que exhalan un perfume grato. Perfume a miel recién sacada de sus panales, como dice el niño a la madre y también con sabor a ricas almendras.

Y nada más comenzar la subida por el arroyo, se los encuentran. Cuatro o cinco hombres que por aquí también planean la instalación de un tendido eléctrico. Pregunta el padre, a los que vienen con ellos con la intención de estudiar las cosas para el teleférico:
- ¿Qué es lo que hacen estos?
- Como es lógico, necesitaremos electricidad para nuestro teleférico. No querrás que funcione con la caricia del viento o con las aguas del río.
Y la madre lo ve todo claro. Camina despacio, atenta en todo momento, de sus hijos y no dice nada.

A unos mil quinientos metros arroyo arriba, la senda se adentra por entre juncos, sabinas, enebros, rosales silvestres, espliegos y romeros. Al borde de los charcos, serenos y rebosando de purísimas aguas, toman el sol las ranas. Y al acercarse a ellas los niños con intención de cogerlas, saltan y se esconden entre las algas verdes en el fondo de los charcos. El mayor le pregunta a la madre:
- ¿No paramos un rato y jugamos?
- Al volver lo hacemos.
Y el más pequeño también pregunta a la madre:
- Mamá, si yo ahora mismo montara mi tienda junto a este arroyo y me quedara aquí a dormir una noche entera ¿cual de las tres cosas que me decía antes, sería esto? ¿Cantidad, calidad o gracias al cielo?
La madre reflexiona un poco y luego contesta:
- Sería calidad.
- ¿Me lo explicas un poco?
- Ya está notando el gran silencio que hay por aquí. Y estás viendo la cantidad de ranas que junto a esta agua cantan. Y estás percibiendo el perfume tan fino y puro que regala el aire que nos roza la cara. Y estás oyendo el rumor del agua y el siseo del viento por entre las hojas de los árboles. Todo esto y mucho más, para escribir un libro entero, es calidad y no cantidad.
- ¿Y seguro que de este modo me llenaría por dentro de lo mejor de estas sierras?
- Claro que sería así.
- ¿Y por qué no montamos, ahora mismo,las tiendas por aquí y nos quedamos?
- Porque en este momento vamos a un lugar muy concreto que se encuentra sobre las cumbres aquellas.

Y cruzan el arroyo. La senda ahora, ya un poco rota, se enfrenta a la ladera y se curva. Uno de los que ha venido con el proyecto del teleférico, comenta:
- Si ya tuviéramos por aquí funcionando el remonte mecánico sería lo más cómodo del mundo superar esta cuesta. Porque vaya cuestecilla. Solo mirarla asusta.
La madre aclara:
- Pero hacerla andando también es bueno y llena.
El hijo mayor pregunta:
- Y de las tres cosas que tú nos has dicho ¿en cual de ellas encajarías esto?
- En la primera: gustar profundamente las cosas.

Se enfrentaron a la cuesta siguiendo el trazado de la senda. Y, al hacerlo, el que los guiaba por estos lugares hacia el roble de la cumbre, se fue quedando atrás. Con la intención de permitir que la madre tomara la delantera, seguida de sus niños, el padre y los demás. ¿Por qué, el que los guiaba, hacía esto? Para él tenía sentido y lo consideraba importante. Y, al poco, sin que nadie lo preguntara, lo confirmó la madre.

Según caminaban, tranquilamente y observando todos los detalles que antes sus ojos iban apareciendo, dijo a sus niños:
- Y otra cosa que debéis practicar, cuando vayáis con las personas por las montañas, es humildad. No busquéis nunca ser protagonistas de nada. Ni siquiera mostréis interés en ir los primeros mientras se camino.
Preguntó el niño chico:
- ¿Y eso por qué, mamá?
- Porque la humildad es algo maravilloso. Uno no debe valorarse nunca a sí mismo. Es mejor que lo hagan los demás. Cuando uno es humilde, hace que todos los demás se sientan bien y logra que las cosas sean apreciadas en lo que son y no en lo que aparentan. La inteligencia no necesita proclamar nada. Brilla por sí misma, como lo hace cada flor, hasta la más pequeña violeta de estas montañas. Fijaros en ellas: casi siempre viven ocultas entre la hierba, por entre las ramas de los piornos y entre las rocas y son, en cada momento, ellas mismas. Revestidas con su más fina belleza y no tienen necesidad ni de llamar la atención ni de hacer propaganda de nada. Pues que así seáis siempre vosotros, cuando vayáis con otras personas por las montañas. Humildes como las florecillas y auténticos. La inteligencia y la belleza tienen valor por sí mismas. No necesitan ni de protagonismo ni de propaganda.

Llegaron a la mitad de la ladera. Sin agobios ni prisas pero sin detener sus pasos. Junto a unas grandes rocas, se pararon un momento y miraron para el barranco. A lo lejos se veían las grandes montañas de la cordillera de enfrente recortadas en el horizonte. Más hacia ellos quedaba la gran cuenca que abre el río según surca estas sierras. El ancho valle, los arroyos que descienden de las montañas y el barranco por donde habían subido. A un lado y otro, saludaban las anchas laderas, tupidas de espesos bosques. Verde todo como la más pura esmeralda y algunas nubes blancas sobre el azul del cielo, colgadas. El más pequeño de los niños dijo:
- ¡Qué bonito es esto mamá! Gracias por traernos y por enseñarnos a verlo. Y ahora no te pregunto porque sé a cual de las tres cosas que nos decías antes, pertenece lo que en este momento vemos.

Y todos guardaron silencio. Sin embargo, el niño mayor dijo:
- Yo también lo sé. Ya estoy aprendiendo.
Uno de los del proyecto mecánico, comentó:
- Pero todo sería mucho más interesante si ya tuviéramos el teleférico por aquí funcionando. El día que los remontes nos lleven por estas montañas volando, entonces sí que será fantástico.
Preguntó el padre:
- ¿Por qué será fantástico?
- Porque las personas, sin esfuerzo ninguno, podrán disfrutar de cada rincón de estos paisajes.
- ¿Y es que eso será mejor que recorrerlos a pie, como lo hacemos nosotros hoy?
- Mucho mejor. Fíjate cuantos chorros de sudor se me han caído a mí subiendo esta cuesta. Si lo llego a saber me lo hubiera pensado.
- Pero dentro de cada uno de nosotros, ahora mismo hay una satisfacción que no tiene comparación con nada. ¿No lo estáis notando?
- Lo único que notamos es el sudor que nos chorrea por la cara.

Nadie más dijo nada. Aunque sí el niño chico murmuró otra vez.
- Pero mi mamá tiene mucha razón: Esto es lo más bonito que nunca hemos visto.
Los del teleférico seguían mirando pero solo con la intención de encontrar los mejores sitios para el trazado de su proyecto.

Continuaron la subida y, media hora después, coronaron al pequeño puerto. Por donde ya desaparece la ladera y el terreno se torna llano y por donde siempre hay mucha hierba y algunos pinos centenarios. Y, al descubrir el asombroso paisaje, la madre dijo a sus niños:
- Ya estáis comprobando: el esfuerzo siempre queda recompensado en cuanto se llega a la cumbre. ¿Qué os parece lo que aquí encontramos?
- Lo mismo que ya te hemos dicho, mamá: que esto es mucho más bonito de lo que habíamos soñado.
Y le seguía comentando ella:
- Fijaros en las rocas de aquella cumbre, en el bosque que se derrama por la ladera, en la montaña de este lado derecho, en el barranco por donde se despeña el arroyo, en… ¿A qué merece la pena el esfuerzo que hemos hecho?
- Lo que dices es cierto.
Confirmó el niño pequeño. El mayor preguntó:
- ¿Y podemos darle un abrazo a los viejos pinos de esta pradera y también luego podemos correr y revolcarnos por esta hierba tan verde?
La madre no responde a la pregunta de su niño porque espera que, el que los guía por estas sierras, dé alguna indicación. No sabe qué pero espera algo.

Al llegar a la llanura del pequeño puerto, antes de los charcos azules, la senda sigue. Pero no atraviesa la pradera por el centro sino que se va un poco por el lado de arriba. Buscando exactamente eso: el recorrido más corto hacia los charcos azules. Pero desde la senda, para la izquierda, la llanura se extiende y cae para el barranco del arroyo que baja de la cumbre del roble centenario. La llanura es una gran extensión de tierra llana que hoy toda se la encuentran cubierta con un espeso y fresco tapiz de hierba.

El que los viene guiando por estos lugares los lleva ahora directamente a los claros charcos, siguiendo el recorrido de la senda. Y ahora, la madre sí comenta con a sus niños:
- Ya mismo estamos nadando en las que son las aguas más puras de la tierra.
El pequeño pregunta:
- Pero antes de bañarnos ¿podemos jugar un rato por esta llanura? Es tan bonita y la hierba se ve tan fresca que dan ganas de abrazarla y comérsela.
- Pues venga. Salid corriendo y darle gracias al cielo por maravillas tan bellas.
Y, antes de que la madre termine de pronunciar la última palabra, ya los dos niños saltan y grita atravesando la gran llanura de la hierba fresca. Y, en cuanto empiezan su juego, el mayor le dice a la madre:
- Iremos contando los árboles que nos vayamos encontrando y luego te lo decimos.
- ¡Vale!
Y el más pequeño también le dice a la madre:
- Y yo voy a ponerme a descubrir los pajarillos que viven en cada uno de estos árboles. Fíjate, de ahí sale uno volando y allí revolotea otro y por aquí a otro más se le oye cantar. Los voy a contar todos y luego te lo digo y les ponemos nombre.

Tranquilamente la madre, el padre y el que guía, siguen por la senda. Solo ellos porque los del proyecto mecánico, se apartan un poco para el lado de arriba al tiempo que aclaran:
- Tenemos que tomar medidas con nuestros modernos GPS. Nos los hemos traído con nosotros para luego sacar los tracks y colgarlos en Internet. Que se sorprenda el mundo con estas rutas nuestras y el trazado del más moderno de los teleféricos. Por el lado de arriba de los charcos azules, os esperamos. Porque queremos también encontrar el mejor lugar para observar la cerrada. Esta maravilla de la naturaleza, tallada por las aguas a lo largo de los años, será uno de los alicientes para nuestro proyecto. Debemos procurar que el trazado del teleférico pase por el sitio adecuado al fin de que, los que se monté en él, puedan verla desde la perspectiva más perfecta. Allá en lo alto os esperamos.
Y, el padre dice:
- Como queráis vosotros. Pero un buen baño en las azules aguas de los charcos del arroyo os dejaría nuevos.
- Otra vez será. Hoy, lo principal para nosotros, es lo que ya estáis viendo.
Y sin más, se apartan de la vereda y se van para la montaña de la derecha. De nuevo confirman:
- Por el lado de arriba de la cascada, os esperamos. Y, si vosotros llegáis antes, nos esperáis.
- De acuerdo.
Confirma el padre y los despide.

Sin decir nada, el que viene guiando, cae en la cuenta que, en los últimos tiempos, son muchos los que vienen por estas sierras cargados con modernos aparatos. GPS, los llaman y siempre dicen que es el más estupendo de todos los aparatos. Y lo usan para medir el desnivel acumulado, las distancias, el perfil de las rutas y para luego sacar los tracks y colgarlos en Internet. Cosa de estos tiempos y cosas de algunos que creen estar descubriendo lo que nunca se ha inventado. Esto reflexiona para sí y a nadie comenta nada.

Al quedarse solos la madre pregunta al que guía:
- ¿Queda mucho para la cumbre del roble centenario?
- Desde los charcos para arriba, una hora. Pero como la senda pasa rozando las aguas de la gran cascada, ahí nos pararemos un buen rato para contemplarla. Porque en esto tiene mucha razón: venid a estas montañas y pasar de largo por los charcos azules y por la gran cascada, es perderse lo mejor.
- Por eso queremos bañarnos en los charcos y por eso queremos ir despacio. Cada una de las personas que van y vienen por estas montañas tiene su forma concreta de ver y gustar las cosas. A unos les gusta hacer rutas largas, a otros les interesa subir a la cumbre más elevada, también hay otros que les gusta andar treinta kilómetros en un día y otros buscan descubrir y coleccionar nombres y ruinas de cortijos y aldeas. Cada persona somos un mundo pero para mí, lo principal en estas montañas, es la calidad y no la cantidad.

Los claros charcos se remansan justo al final de la cerrada. O al comienzo, según se llega desde la gran pradera pero al final según descienden las aguas del arroyo. Y se remansan estos charcos escoltados a los lados por grandes y altas paredes de rocas. En el lecho de finas arenas y adornados con pequeñas matas de violetas. Y los charcos son como espejos donde, además de las luces y sombras que juegan con ellos, se reflejan el azul del cielo y las nubes blancas, los bordes de la cerrada y algunos viejos de tejos. Como si todo hubiera sido tallado con grande esmero y mucho cariño. Todo, la cerrada, la arena que el arroyo recoge en su lecho, la transparencia de las aguas, la estrechura de la cerrada y hasta el fino silencio que en abundancia por aquí se empapa.

Y la senda, viene derecha a estos charcos y, al acercarse a ellos, se para. Como si pretendiera beber de sus aguas o como si deseara dormirse ente la arena que las aguas bañan. Y ellos, el que los viene guiando por estas montañas, los padres y sus dos niños, aquí también se detienen. Justo al borde mismo de los charcos. El niño pequeño comenta:
- Fíjate, mamá, como se reflejan las nubes blancas que asoman allá por el alto cielo.
Y era cierto: por lo más alto de la cumbre del roble viejo, sobre el horizonte azul intenso, un puñado de nubes blancas se cuelgan. Tan blancas como la misma nieve son algunas y otras negras y algunas transparentes. Como si estuvieran hechas de viento. Y como las aguas de los charcos son tan claras y duermen tan serenas, en ellas se miran las nubes níveas. Como en un espejo o una ventana que se abre en las mismas manos del viento. Comenta la madre:
- Una maravilla más que hoy nos regala el cielo.

En la arena de la orilla, donde la senda se desdibuja y comienza la cerrada, se paran ellos. De nuevo comenta la madre:
- Solo un baño rápido para que se nos entone el cuerpo y se nos alegre el alma. A una y otra cosa hay que darle alimento mientras se recorren las montañas.
Comenta el más pequeño:
- ¿Sabes, mamá? En cada uno de los árboles que hemos visto por la gran pradera de la hierba, he descubierto que vive un pájaro. Uno en cada árbol como si fuera dueño único. Y esto, según pienso yo, es muy importante: porque si en cada árbol vive un pájaro ¿cuántos habrá en estas montañas y en el mundo entero?
La madre no contesta. Ve ella normal que su niño descubra estas cosas. Pero para sí, piensa que tiene razón: si en cada árbol vive un pájaro, es mucha la vida y belleza que hay sobre la tierra. El pequeño otra vez comenta:
- Y me ha gustado mucho descubrir esto. ¿Sabes qué pienso?
- ¿Qué es lo que piensas?
- Que ahora ya soy un poco más culto y también tengo más razones para darle gracias al cielo, como tú siempre nos dices.
- Pues yo pienso también que lo que tú piensas es bueno.

Y la madre, coge a sus niños de la mano. Uno con la derecha y otro con la izquierda y, poco a poco, se los va llevando a las aguas del charco. Las pisan despacio, como si tuvieran miedo de romperlas y, al mismo tiempo, van dejando que las aguas les acaricien. Les dice a sus niños, traspasada de entusiasmo:
- Esto siempre debe ser como un beso dulce y manso. Porque tampoco hay que tener prisa, como tantas veces ya os dicho: en la montaña, en el encuentro con la naturaleza, nunca debemos tener prisa en nada. Para saborear cada bocanada de aire y cada matiz en las plantas y así aprender de ellas. Porque, y esto es otra cosa muy necesaria en la naturaleza, ella siempre tiene mucho que enseñarnos. El viento que ahora mismo respiramos y nos roza al pasar, el sol que nos anda besando, el agua que nos regala su caricia, la arena que estamos pisando, el azul del cielo que nos arropa, las blancas nubes que sobre las cumbres revolotean, el silencio, la luz, las sombras, el aroma de las plantas y los cantos de los pájaros, siempre nos enseñan verdades eternas. Por eso todo por aquí hay que hacerlo despacio y permanecer atentos a los besos y abrazos que las cosas nos regalan de parte del cielo.

Y se adentran en los charcos. Lentamente para que el agua los vaya acariciando con la dulzura del más puro beso. Y los niños, el grande y el pequeño, comentan de vez en cuando:
- Mamá, está fría como la nieve pero es lo que dices tú: su caricia hace cosquillas en el corazón. Y hasta parece que se alegra porque hayamos venido a jugar con ella.
Y el otro niño también comenta:
- Gracias, mamá, por traernos a las montañas y por enseñarnos esta cosas tan buenas. Todo, por aquí, es como tantas veces ya nos has dicho. Amigos buenos que acarician y sonríen sin hacer nunca daño. Como si todas las cosas de la naturaleza estuvieran deseando darnos sus besos y abrazos.
Y confirma la madre:
- De este modo es como se muestra hoy por aquí toda la naturaleza. Satisfecha de que hayamos venido a estar con ella y contenta de que le regalemos nuestros mejores abrazos.

Los suelta de la mano y dejan que se vayan nadando. Desde la orilla hacia el centro pero como si se tratara de un juego delicado. Y las aguas, las purísimas y azules y verdes esmeralda aguas del charco, se abren en olas pequeñas. Navegan despacio y se quiebran contra las rocas de la cerrada. Como en un juego amable y cómplice con los niños y con la madre. Porque el padre los contempla desde la orilla. También se alegran de este bonito día y del paraíso que por aquí han encontrado. Para sí se dice, animado por la caricia del aire sobre su cara: “Hay que ver lo que se disfruta en cualquier rincón de estas montañas. Con cualquier cosa y cuando no se tiene prisa. Hay que ver estos niños míos y la madre guapa, qué bien se lo están pasando hoy, con las sencillas maravillas que el cielo nos regala”. Y oye a la madre que indica a sus niños:
- Mientras surcamos estas aguas y dejamos que nos refresquen, démosle abrazos para agradecer al cielo tan especial regalo.
Y enseguida el niño pequeño dice:
- Mamá, mira que abrazo más grande le doy.
Y salta, se hunde, sale a flote, lanza puñados de agua al viento y juega con el hermano-

Algo después, el niño pequeño, en uno de los momentos de su nado, le dice a la madre:
- Luego cuando salgamos, mientras dejamos que sol nos seque recostados en la arena, nos escribes un poema. ¿Quieres, mamá?
Y al instante el mayor también comenta:
- Sí, por favor. Tú eres tan buena poetisa que hoy nos tienes que regalar con algo que recoja lo que ahora mismo vemos, tocamos y gozamos.

En la dorada arena, por el lado de abajo del charco, frente a la ladera del espeso bosque, al sol, los niños se recuestan.
- Para que los rayos de sol nos sequen y nos acaricien y nos den su abrazo mientras ti, mamá, nos escribes.
Y la madre, satisfecha, junto a la cerrada y también frente al sol, se recuesta. El padre y el que los viene guiando por estas montañas, también se han sentado al lado de abajo, muy cerca de la corriente del arroyo claro que, sereno, rebosa desde el charco y sigue su camino hacia el profundo barranco. Pregunta el padre al que los viene guiando:
- Y los del proyecto mecánico ¿habrán seguido la senda o se habrán desorientado?
- Dentro de un rato lo veremos.
Le confirma el que los viene guiando y sigue fijo en la corriente, como meditando.

El más pequeño de los hermanos le dice a la madre:
- Luego, antes de que recojamos las cosas y nos pongamos otra vez en camino por la vieja senda, tengo que hacerte una pregunta.
Y la madre asiente:
- ¡Vale! Lo que quieras y cuando tú quieras.
Y el mayor también le dice:
- También yo, mamá, tengo para ti una pregunta sencilla pero buena. Ahora guardamos silencio, tomamos el sol y jugamos con la arena mientras tú escribes para nosotros un bonito poema.
Y guardan silencio, mientras siguen en su mundo, mitad fantasía y mitad sueño.

Y la madre, en una pequeña libreta que saca de su bolso, traza unas letras. Mira luego a la corriente del arroyo, a las nubes blancas que por el cielo juegan y al verde oscuro del bosque por la ladera y se pone a escribir despacio:

El agua del arroyo,
la fina arena
y en las rocas colgando
tres violetas.
El silencio callado,
la pradera,
los pajarillos, los pinos,
la quietud quieta
y el día cabalgando
sobre la hierba,
todo en su misterio
de noble esencia
que Dios nos regala
mientras nos besa.

¿A dónde caminamos,
a dónde la senda
nos lleva en sus brazos
de primavera?

Con el agua del arroyo
que se despeña
llenando de sonrisas
toda la sierra,
vamos también nosotros
hacia una estrella
que tras las nubes blancas
nos espera.


Cuando la madre terminó de leer a sus niños este poema, ellos dijeron:
- ¡Qué bonito mamá! El agua del arroyo, la pradera, los pajarillos, las violetas, las nubes blancas, una estrella… Todo es como tú: franca belleza, la de corazón más grande, la más bella y la que sabe enseñarnos que en las pequeñas cosas de la vida, se encuentra el gozo más sencillo de la tierra. Gracias mamá sonrisa, por ser tan buena.

Cinco minutos después, recogen las cuatro cosas que han dejado junto al charco. Toallas, cantimploras, mochilas y se preparan para seguir la ruta. Y, mientras van recogiendo, el más pequeño, otra vez dice a la madre:
- Tengo que hacerte una pregunta pero en secreto. Te lo digo dentro de un rato.
Y, como el niño mayor se ha enterado, también le confía a la madre:
- Y yo, en cuento tú, mamá, tengas un espacio también quiero compartir contigo un secreto.
- Pues ahora, cuando ya dentro de un rato, sigamos remontando por la senda, me contáis vuestros secretos. Seguro que me gustará saberlo porque los secretos siempre son interesantes.

La senda, desde el charco y comienzo de la cerrada, sigue remontando en un juego fantástico con el arroyo y el bosque. Arranca desde el mismo charco y se viene para el lado derecho. Trazando curva para ir ganando altura y adentrándose, poco a poco, en la espesura y oscuridad del bosque. Y, según remonta, se asoma de vez en cuando a la cerrada y busca el mejor terreno para irse aproximando a la cascada. Como si pretendiera colarse en el corazón mismo de las aguas para fundirse con ellas. Así que por todo esto y más aun, la senda y el rincón por donde avanza, es lo más bello de cuantos asombros hay en estas sierras.

Lentamente ellos comienzan la subida. Y de nuevo dejan que sea la madre la que tome la delantera. Pregunta ésta al que los viene guiando por estos parajes:
- ¿Llamamos a los del proyecto mecánico o confiamos en que nos esperan donde nos dijeron?
- Confiamos en que cumplan lo que nos ha dicho.
- ¿Conocen bien ellos estos lugares?
- Yo creo que sí, pero en fin: dentro de un rato lo veremos.

Sobre la cumbre que les supera y hacia donde van dirigiendo sus pasos, siguen presentes las nubes blancas. Muchas de ellas ahora muy pequeñas y algunas casi redondas, como en forma de pequeños mundos. El cielo se ve muy azul y se mueve algo de viento, que viene desde el lado sur y muy fresco. De nuevo pregunta la madre:
- ¿Tú crees que hoy tendremos tormentas? Y lo pregunto porque bien lo sabes: las tormentas en estas sierras son fenómenos muy normales en estás épocas del año.
- A lo mejor se presenta alguna al caer la tarde pero no hay que tener miedo. Las tormentas en estas montañas son espectáculos fantásticos.
- ¿Te gustan a ti?
- Mucho, porque desde siempre he creído que, de alguna forma nos dicen que el Universo sigue vivo. Las tormentas transmiten mensajes incompresibles para la mente humana.

Nadie más comenta nada. Se produce un momento de silencio. Y, mientras suben tranquilamente por la vieja senda, el pequeño se coge de la mano de la madre. Tira de ella y le susurra al oído:
- Quiero preguntarte algo.
- ¿Es tu secreto?
- Sí que lo es. Pero no quiero que se entere nadie.
- Pues habla bajito que te escucho.

Y, según van subiendo, la madre modera sus pasos y se queda atrás. Un poco retirada del padre y del que guía y, anima a su niño diciendo:
- Ya estoy preparada, cuéntame tu secreto.
Y si más el niño le dice:
- Se trata de este amigo nuestro.
- ¿El que hoy nos ha invitado y lleva por estas sierra?
- Sí.
- ¿Qué le pasa?
- Que me tiene intrigado.
- ¿Te ha hecho lago?
- No, solo que me gustaría saber de qué conoce él todas estas montañas. ¿Tú lo sabes?
- Yo solo sé que este amigo nuestro lo sabe todo.
- ¿Y dónde lo ha aprendido?

La madre guarda un minuto de silencio. Delante de ella y de sus dos niños caminan ellos. El guía y el padre, ocupados en comentar las cosas que van viendo. Y por eso, ajenos a lo que la madre comenta con sus niños. De nuevo le pregunta a la madre, el más pequeño:
- ¿Tú sabes cómo ha llegado a conocer con tanta exactitud todas estas sierras?
- Tendremos que preguntárselo a él pero de lo que sí estoy muy segura es que nadie en este mundo conoce mejor estas montañas. Sabe todos los nombres de los sitios, de las cumbres, de las flores, de las mariposas, de los pájaros, de los árboles y hasta dónde brota cada venero y en que lugar hay cuevas, cerradas o cascadas. Lo sabe todo con una claridad que asusta. No hay rincón en estas sierras que no se conozca al milímetro, como la palma de su mano.
- ¿Por eso se le nota tan seguro y en sus palabras hay tanta franqueza?
- Quizá por eso pero debe ser por algo más que nosotros no sabemos. Yo creo que en su corazón hay un tesoro inmenso.
- ¿Y podemos preguntarle?
- Sí pero luego.
- ¿Cuándo?
- Cuando hayamos llegado al viejo roble que, en lo alto de esta cumbre, nos está esperando para que le demos un fuerte abrazo.

Y la madre y el niño guardan silencio. La senda describe una curva y, después de asomarse a la cuenca del río grande, se viene para la derecha. Para el cañón de la cerrada y para irse aproximando a la cascada. Poco a poco se va adentrando en la espesura del bosque y por eso la sombra es por momentos más densa. Y también la luz se torna de color verde azul. El niño mayor comenta:
- Parece como si estuviéramos entrando al corazón mismo de una tormenta. ¿No ves, mamá, qué extraño es todo esto?
- Sí que lo es pero no hay que asustarse. El amigo que nos guía sabe a dónde nos lleva y lo que hace.
Y, dirigiéndose ahora al más pequeño, le pregunta:
- ¿Y tu secreto?
- Que cuando sea mayor quiero ser como este amigo que ahora nos lleva por las montañas.
Hay unos segundos de silencio y luego comenta la madre:
- ¡Fantástico! Desde hoy cuenta conmigo para apoyar tu sueño.

Un poco antes de llegar a la cerrada se paran un momento. Justo donde la senda se torna llana y hay como un pequeño mirador natural hacia el barranco. Y el barranco, desde este mirador chiquito, se ve todo profundo, amplio, agreste, solitario, tapizado de verde y partido por la mitad por el arroyo y la cerrada. Más al fondo aun, el barranco, parte de la cuenca alta del río que corre dirección al sur, se divide en varios, en muchas laderas y pequeños arroyos que descienden desde las cumbres.

Observan despacio y nadie dice nada. Como si el alma se les hubiera quedado paralizada y sin capacidad de encontrar palabras para expresar lo que ven. Solo la madre comenta:
- Es bueno, cuando se recorre la senda, pararse un momento y echar la vista atrás. Orienta y anima para seguir el camino correcto.
Y el niño mayor le pregunta:
- Mamá ¿Cuándo quieres escucharme y te cuento también yo mi secreto?
- Te escucho ahora mismo. ¿Qué es lo que quieres contarme?
- Que cuando sea mayor ya sé lo que quiero ser.
- ¿Y qué vas a ser?
- Escritor.
- ¿Escritor de qué?
- De los paisajes que hoy tú nos estás enseñando. ¿Qué te parece esto?
- Pues que es un sueño muy bello. Y que ojalá cuando seas mayor escribas los libros más buenos.
- Sí, pero lo que yo quiero escribir no será nunca como lo que escriben tantos.
- ¿Cómo será?
- Ahora no te lo sé decir pero lo tengo claro. Porque, como tú tantas veces nos has dicho, en la naturaleza hay tanto y todo tan bello que me gustaría contárselo a todo el mundo.

La madre guarda silencio. También el padre y el que guía y mudos siguen mirando. Pero unos minutos después, ella le dice a su hijo escritor:
- Debes saber que todas aquellas personas que escriben y logran expresar con exactitud y claridad sus sueños, lo que sienten y piensan, pueden ser los más felices del mundo. Cuando se escribe correctamente y con acierto, en el alma se instala una felicidad que no es comparable con nada en este suelo.
Nada pregunta el niño mayor.

Hasta ellos llega el rumor de la cascada despeñándose. Y abajo, no muy lejos del lugar donde se han parado, se ven los charcos. Una cadena de charcos, mucho más grandes que el de la cerrada donde se han bañado y mucho más verdes y alargados. Los árboles del bosque, a un lado y otro del arroyo, se reflejan en las aguas y por eso se torna verdes. También se refleja en ellos el azul del cielo y las nubes blancas. El mayor de los niños otra vez dice a la madre:
- ¿No está viendo qué bonitos son estos charcos? ¿A que entran ganas de bebérselo?
- Y de comentárselo a muchos para que disfruten de este especial regalo del cielo.
- Por eso yo quiero ser escritor cuando sea mayor.
Desde el pequeño rellano que sirve de mirador en la senda, ya la cascada queda cerca. A la derecha y cayendo fabulosa. Y la senda, desde el pequeño rellano, avanza recta, tallada en la roca y cada vez más casi colgada en el precipicio. Tanto y de tal manera que solo verla, asusta. Quizá por eso la madre pregunta, al que los viene guiando:
- ¿Y no hay peligro?
- Ninguno. Desde la noche de los tiempos, los que vivieron y fueron dueños de estas montañas, anduvieron esta senda y nunca a nadie le pasó nada.
El padre les aconseja a los niños:
- De todos modos, id con mucho cuidado pero sin tener miedo. Lo importante es vivirlo y disfrutarlo.

El más pequeño le dice a la madre:
- Y al pasar por la cascada ¿podremos darle un abrazo?
- Claro que debemos abrazarla para que ella se sienta con nosotros hermana.
- ¿Pero de qué modo la abrazamos?
- El amigo que hoy nos trae por estas montañas nos irá diciendo.
Y el amigo, el que lo sabe todo y hoy viene por aquí guiando, camina delante, metido en sí y como meditando. Muy concentrado en los paisajes y en la estela blanca que la cascada despliega según cae.

Con la curva que traza la pared rocosa del acantilado, se ciñe la senda. Cada vez más tallada en la pura roca y cada vez más colgada en el acantilado y el profundo vacío que se abre por abajo. Y hasta ellos, según se aproxima a la cortina de agua, llega el rumor de ésta al despeñarse y las mil gotas pequeñas en que se deshace la cascada.
- ¡Esto es fantástico!
Comenta el mayor de los dos niños.
- Sí que lo es y por eso debemos vivirlo sin prisa. Para gustarlo hondamente y que el corazón se llene de este tan especial regalo.

Y, en estos momentos, la madre se acuerda de los que han venido con ellos. No se les ve por ningún lado y ella piensa que, este acantilado, con la cascada, la profunda cerrada, el hondo barranco, los charcos por el arroyo remansados y al final de todo, la gran cuenca del río chico, para los que han venido con el sueño del teleférico, sería algo muy interesante. Piensa que ellos seguro que dirían:
- Por aquí mismo debe pasar nuestro tren mecánico. Colgado en este inmenso acantilado y rozando las aguas de la cascada. Para que las personas gocen de este grandioso espectáculo y se les encoja el corazón al pasar por aquí volando.
Esto piensa la madre que dirían ellos pero en el fondo se alegra de que no estén. Y sin embargo los echa de menos. Teme que se hayan perdido o que les haya pasado algo.

Justo por donde la cascada se despeña, en el acantilado rocoso, se abre una cueva. Una cavidad muy ancha que se hunde hacia las entrañas de la montaña, pero solo unos metros. Parece una puerta, en el ancho frontal del acantilado, por donde chorrea el agua de la cascada, como en una fina cortina de seda, sin que entre dentro. Por eso la senda, al llegar justo a donde la cascada se despeña, se va por el lado de atrás de la cortina de agua. Como si quisiera meterse dentro de la cueva. Y lo hace pero solo lo suficiente para pasar al otro lado y seguir subiendo hacia la cumbre de la montaña.

Y ellos, confiando plenamente en el amigo que los guía, se aproximan a la cascada. Y, siguiendo la senda, pasan por detrás de la cortina de agua y entran a la cueva. Ya en el interior, se paran y el que los guía les dice:
- Mirad despacio a través de la cortina de agua que tiende esta cascada.
Y miran tranquilamente. Abajo, en primer plano, se ve el agua despeñándose, luego un trozo del arroyo casi perdido en la espesura del bosque, el profundo tajo abierto en las rocas por la corriente del arroyo y que forma la cerrada donde, hace un rato, han disfrutado de un baño en los charcos claros. Todo sencillamente fantástico y tan grandioso que hasta la respiración se les congela. Y más fantástico es todavía el cuadro tamizado por la luz que llega desde la derecha y se funde con la cortina de agua que cae en forma de cascada. Comenta la madre:
- Solo por ver esto ya estamos más que colmados, en el día de hoy y para muchos años.
Y el padre añade:
- Y te damos las gracias por enseñárnoslo de la forma en que lo haces: sin apenas anunciarlo, sin creerte más que nadie, sin demostrar nada y sin esperar otra cosa que la satisfacción del gusto por la naturaleza. ¿Puedo hacerte una pregunta?
- Las que quieras.
- Además de tú ¿qué otras personas conocen esta senda, la cascada y cueva en la que ahora mismo descansamos?
Y el que los viene guiando no responde a esta pregunta.

Tal como están mirando se mueven un poco para el centro de la cueva y buscan una pequeña repisa de rocas. Como unos bancos a los lados, por donde no llega el agua pero sí se ve la gran sábana de la cascada cayendo y la luz azul celeste que la atraviesa. El que guía, les dice:
- Sentémonos aquí un momento y escuchad concentrados.
Pregunta el niño mayor:
- ¿Se oye un concierto?
- Sí pero muy concreto, por las melodías en sí y por los instrumentos.
Y le hacen caso.

Junto a la madre se sientan los niños y el padre al lado del amigo. Y guardan silencio durante un rato pero sin dejar de observar la transparencia de la cortina y sin parar de gustar el olor a algas y musgos fresco que les regala el suave vientecillo. Pregunta el niño pequeño:
- ¿En esta cueva hay tesoros?
Y responde el que guía:
- Los hay pero no como los que tú quisieras.
- ¿Y cómo son entonces?
Y es la madre la que responde diciendo:
- Los tesoros en estas montañas abundan por todas partes. Solo hay que abrir los ojos para verlos y estirar las manos para tocarlos. Pero los tesoros por aquí no son como los de los piratas de los cuentos. Desde que comenzamos esta ruta hace unas horas lo estamos viendo cerca de nosotros, a los lados y un poco más lejos.
Y el niño le confirma a la madre:
- Sí, ya sé en lo que estás pensando.
Y todos guardan de nuevo silencio.

Desde la cueva en la cascada, balcón en el centro del acantilado, la senda sigue. Cruza ahora ya al lado izquierdo del arroyo y, después de recorrer treinta metros colgada en la misma roca del acantilado, se enfrenta a la tierra de la ladera. La que cae desde el collado verde que abre paso a la llanura de la cumbre, por donde crece el roble que vienen buscando. Y por esta ladera, internándose cada vez más en la espesura del bosque, la senda asciende. Claramente visible y cada vez más bella por la fantasía de los paisajes que atraviesa.

Pues ellos, después de unos minutos descansando, en la sombra y frescura de la cueva, observando y gustando la música del agua al despeñarse, se preparan y siguen. Rodean los chorros de agua de la cascada para salir de la cueva y vuelven a tomar la senda. Se pone ahora delante el que los viene guiando por estas sierras seguido del padre, la madre y los dos niños. De abajo, de la cerrada y por donde se despeña los últimos metros de la cascada, sube un ariecillo muy agradable. Fresco, porque viene de las aguas claras y oloroso porque roza los culantrillos y otras mil plantas rupícolas que cuelgan en el acantilado. Justo al borde del musgo y corriente que se despeña.

Comenta la madre a sus niños:
- Los que han venido con nosotros con el objeto de tomar datos para montar por aquí el teleférico, están un poco equivocados.
Pregunta el niño mayor:
- ¿Por qué, mamá?
- Porque ya estáis viendo: recorrer despacio las sendas que van por estas montañas para irse llenando de las esencias que exhalan las sierras, es una experiencia fantástica. Yo diría que la mejor de todas las experiencias.
- ¿Y con su tren eléctrico no sería tan bueno?
- Ni mucho menos. Y quiero decirte que es necesario el progreso porque así lo quiere Dios y porque es bueno para todos los humanos. Pero el progreso ha de ser siempre muy equilibrado. Si montan por aquí un tren eléctrico tendrán que romperles muchos trozos a estas montañas y las llenaran de cables y de hierros. Y, las personas que luego vengan a estos lugares, subidos en este tren eléctrico, ni mucho menos vivirán la misma experiencia que nosotros hoy.
Y pregunta el niño pequeño:
- Entonces, mamá, entre las dos cosas: tren eléctrico y esta vieja senda ¿Cuál es la mejor?
- Sin dudarlo, la senda que ahora mismo vamos recorriendo.

Y los niños, el padre y el que viene guiando, guardan silencio. Unos y otros quizá no tengan muy claro lo que la madre ha comentado. Pero sí están comprobando que en el recorrido que vienen trazando, a cada paso, el alma se les llena de sensaciones nuevas. De hondas y puras sensaciones, regalos de los colores, luces y sombras y de los mil aromas que manan de estas sierras. Comenta el padre:
- Los que trazaron por aquí esta vereda, más que hacerle daño a la naturaleza, la enriquecieron. Sabían hacer las cosas en un equilibrio casi perfecto.

Sin esfuerzo ninguno, tranquilamente paseando, fueron poco a poco subiendo hasta remontar al collado. Al pequeño puerto a la izquierda del arroyo y que da paso al valle antes de la cumbre. Y la senda por aquí llega como agazapada por entre el espeso robledal, el arroyo por la derecha y la redonda cumbre, por el lado de la izquierda y coronando. Por eso, nada más asomar al collado, asombra el gran espectáculo que por el rincón ofrecen los paisajes. Al frente la llanura, por el centro, el arroyo que la cruza, a la derecha, el cauce asomándose al acantilado, el filo del escalón rocoso y el agua cayendo por la cascada. A la izquierda, la espesura del bosque de robles y, en un raso, las ruinas del cortijo, las nogueras centenarias, los álamos meciéndose al viento y los trozos de tierra donde en otros tiempos estuvieron los huertos. Y, por detrás de las ruinas del cortijo, como coronando en un robusto escenario, la montaña redonda. Por donde cada tarde el sol se oculta y desde donde se domina todo el valle.
Y, al coronar el collado y descubrir la quietud y el verde del amplio valle, el niño pequeño pregunta a la madre:
- ¿Pondremos aquí las tiendas para quedarnos a dormir esta noche frente a las estrellas?
Y la madre le responde con otra pregunta:
- ¿Te gustaría?
- Es lo que más me gustaría. ¿Y sabes por qué?
- Me lo estoy imaginando pero dímelo tú y así me queda más claro.
- ¿Te acuerdas la de veces que nos has hablado del Principito?
- Claro que me acuerdo.
- Pues al llegar ahora a este sitio y ver lo amplio que es y todo tan verde y con tanta agua, he pensado en este niño. A él quizá le guste el desierto y por eso vive en un planeta pequeño y seco. Pero si esta noche nos quedamos a dormir en este valle, cuando salgan las estrellas, a lo mejor lo vemos. Este rincón también está lleno de silencio y tranquilidad, que es lo que más le gustaba a él.

Hubo un momento de silencio. La madre miró a su niño
y luego preguntó al que venía guiando:
- ¿Y el viejo roble centenario?
- Dentro de un momento lo vemos.
- ¿Crece cerca de las ruinas del cortijo?
- Enfrente, por nuestra derecha, no muy lejos del arroyo pero allá en lo alto.
- Es que me muero de ganas de verlo. ¿Tardaremos mucho en encontrarlo?
- Poco tiempo. Pero mientras vamos llegando nos os perdáis la grandiosidad de la llanura, la claridad del arroyo, las serenas ruinas del cortijo y el bailecillo de las ramas de los álamos.

Sobre un pequeño montículo, donde las rocas afloran y a unos cien metros del arroyo, se ven las ruinas del cortijo. Cuatro trozos de paredes de piedra, tejas rotas, alguna viga de madera y montones de piedras sueltas. No hay más de lo que en otros tiempos sí fue un cortijo muy bonito. Porque ahora hasta las zarzas crecen por entre las piedras y también una carrasca, varios rosales silvestres y un pino chico.

Y ellos, la madre con sus dos niños, el padre y el que los viene guiando, remontan el montículo. Siguiendo el trazado de la senda y se enfrentan a las ruinas del cortijo. Y nada más descubrirlo, enseguida lo ven. Sentado sobre uno de los trozos de pared, frente al valle y explorando su aparato de gps. El niño mayor le dice a la madre:
- Mira, uno de los del proyecto del tren mecánico.
Y él, enseguida aclara:
- Estoy recogiendo los datos necesarios para el buen trazado de nuestro teleférico.
Pregunta el padre:
- ¿Y los compañeros?
- Sobre la cumbre de esa montaña de la izquierda. Desde allí toman unos datos y yo otros desde aquí para luego contrastarlos. Y vosotros ¿qué tal lo estáis pasando?
- Ya lo ves: venimos sin prisa caminando y al fin llegamos.

El niño pequeño, corriendo por la explanada que hay entre las ruinas del cortijo y el arroyo, pregunta a la madre:
- ¿A que este es un buen sitio para montarlas tiendas y quedarnos a dormir esta noche?
- Es un sitio estupendo.
- Porque fíjate cuanta hierba por toda esta tierra y la corriente clara del arroyo pasando por aquí tan cerca. Y fíjate qué nogueras más grandes y cuantos árboles frutales cargados de frutas buenas. Y mira qué encina más gruesa hay allí y este puentecillo de madera para que pase la senda y ahí y aquí… ¿Montamoslas tiendas y nos quedamos en este paraíso a dormir?

Cerca de las ruinas del cortijo se ve lo que en otros tiempos fue la tiná para encerrar el ganado. El corral, contraído con tapias de piedras sueltas. También se ven las ruinas de la calera no muy lejos del arroyo y, por el lado de arriba del puentecillo, los restos de una merera. Y todo lo demás, las tierras por donde estuvieron los huertos, se ven cubiertas de monte. Sobre todo de pinos chicos. Pregunta la madre:
- ¿La senda que hemos recorrido venía directamente a este cortijo?
Y el que los viene guiando:
- Casi exclusivamente a este sitio. Que es, ya lo estáis viendo, un pequeño paraíso dentro del paraíso grande.
- ¿Y conoces la historia de este cortijo, de los que vivieron en él y de las tierras por estos sitios?
- La conozco.
- ¿Nos la cuentas?
- Quizá luego pero pienso que es más hermoso no contar nada. Dejar que las personas y las cosas de aquellos tiempos duerman en la eternidad y que cada uno de nosotros imagine lo que quiera.

Sentado sobre un trozo de pared de las ruinas del cortijo, dejan al de gps. Ocupado él en sus datos para el trazado del teleférico por estas montañas y por completo indiferente a las cosas de la madre y sus niños. Ellos siguen con su ruta hacia el roble centenario de la cumbre. Por el trazado de la vieja senda, cruzan el puentecillo de tablas sobre la corriente del arroyo y se mueven para la derecha. Por entre el bosquecillo de ciruelos y varias frondosas nogueras. A la izquierda les va quedando el cauce del arroyo y, el rumor de su corriente, ahora les acompaña a cada paso. Pregunta la madre:
- ¿Dónde nace este arroyo?
Y, el que los guía, contesta:
- Ahí mismo.

Se paran sobre un pequeño montículo y, frente a ellos, resplandece un bosquecillo de fresnos, donde también crecen muchas zarzas, algunos robles y espesas matas de bujes.
- ¿De aquí salen las primeras aguas del arroyo de la cerrada y cascada que hemos venido siguiendo?
- Aquí mismo brotan las primaras aguas.
- ¿Y el roble milenario que venimos buscando?
- Solo unos metros más y lo vemos.
Dice el niño pequeño a la madre:
- Es el sitio perfecto para quedarnos esta noche a dormir frente a las estrellas. ¿Vamos a montar las tiendas y nos quedamos?
Y la madre le responde:
- Espera un momento.

Siguiendo la vieja senda avanzan unos metros más. Y de pronto y ante ellos, aparece el gigante que vienen buscando. El que los guía anuncia:
- Ahí lo tenéis.
Parados sobre el montículo miran despacio como si ante ellos hubiera aparecido el asombro más fantástico. Y es así: el viejo roble centenario, clavado un poco por encima del manantial del arroyo, se eleva enorme. Mostrando su grueso tronco lleno de heridas y nudos y desparramando sus ramas por un gran trozo de la llanura y ladera. Pero lo que más asombra es su tronco. Retorcido y arrugado, con muchos trozos ya podridos, grandes agujeros en los nudos y con la corteza añosa de tantos años como tiene.

Pregunta el niño mayor:
- ¿Mamá, le damos un abrazo?
- Sí, ahora mismo. Pero vamos a irnos acercando lentamente y con respeto para reverenciarlo según el honor que merece. Y, mientras lo abrazamos, le damos gracias al cielo y a este amigo nuestro y luego dejamos que el alma se nos llene de la sabiduría y los silencios que, en su corazón, este árbol tiene.
Y la madre, llena de un gozo que no puede ocultar porque se le nota tanto en sus palabras como en el brillo de sus ojos y cara, mira ahora al que los ha venido guiando y le pegunta:
- ¿Y la veremos a ella?
- La veremos seguramente. Al caer las tardes, no todas pero muchas sí, aparece corriendo por ese lado de la llanura, llega hasta este árbol, se para frente a él, lo mira, lo abraza, se le transforma el rostro y, después de un rato, desaparece por el mismo sitio que ha venido. Es una visión irreal pero llena de asombro y dignidad. Ella comparte algo muy especial con la serenidad y vejez de este roble.
- ¡Qué curioso!
Exclama la madre.

Y el niño pequeño comenta:
- Ves, mamá, una razón más para quedarnos a dormir esta noche en estas praderas. Después de darle el abrazo que decimos, aquí mismo ponemos las tiendas y nos quedamos. Y cuando a media noche brillen las estrellas yo hablaré con mi amigo el Principito para saludarlo y contarle muchas cosas. Y si de madrugada aparece un zorro, le voy a decir que no tema. Que quiero ser su amigo para domesticarlo y así darle una alegría al niño del planeta solitario. ¿A que será bonito todo esto?
- Será más bonito que el más bello de todos los sueños. Vamos ahora mismo a darle un abrazo mientras damos gracias al cielo.

Y, desde el montículo, comienzan a caminar lentamente hacia el encuentro del roble milenario de la cumbre.





3- Las nubes blancas

Petición
A los que amáis y recorréis las montañas del Parque Natural de Cazorla, Segura y las Villas, los paisajes más bellos del mundo y donde nace el río más hermoso del Planeta, os voy a pedir un favor. Cuando vayáis por los caminos de estos valles, laderas o cumbres, mirad al cielo. Y si en el cielo encontráis nubes blancas, redondas o alargadas, observarlas despacio. A una de estas nubes, creo que él se fue a vivir un día pensando que aquí se encontraría con ella. Y desde entonces estoy triste y lo recuerdo. Así que si tenéis la suerte de verlo, decídmelo por favor. Lo necesito. Fue un buen amigo y una tarde desapareció sin decirme nada y todavía teníamos muchas cosas que compartir. Os cuento, a continuación, la historia para que sepáis de qué hablo.

La historia

Lo vi aquella tarde. Estaba sentado al borde del río, contemplando el correr sereno de las claras aguas y meditando. Y, a verlo, me fijé en él y me paré. Descubrí que, algo en su persona era diferente. No sabía ni todavía sé decir qué. Pero tenía claro que en mi interior, algo o alguien, me pedía que me fijara en él porque no era uno más.

También ella aquella tarde estaba allí. Y, desde donde me había parado, junto a una de las grandes rocas que me servía de apoyo, escuché que le preguntaba algunas cosas, de vez en cuando y guardaba silencio luego y meditaba. Y, en uno de los momentos de la tarde, oí que le preguntó:
- Las nubes blancas, que tantas veces veo como colgadas en el cielo sobre las cumbres de aquellas altas montañas ¿tienen algo que ver con el paraíso del que, sin parar, me hablas?
Y le respondió:
- Las nubes blancas son como el alma, como el traje inmaculado que en los días de fiesta, visten los paisajes del paraíso que te digo. Ellas nunca dan voces, no presumen de nada, no necesitan de nadie, simplemente se cuelgan en el cielo, por encima de las montañas, y dejan que las beses y meza el viento y que las lleve a donde a él le de la gana. Por eso son pura poesía, fantasías de seda que sonríen desde el cielo para llenar de paz el alma. ¿Y sabes? Aunque parecen tan poca cosa, el día que falten las nubes blancas de este paraíso y de la Tierra, algo muy grande, para siempre en este mundo se acaba. Puede incluso que sea el fin de la vida.
- ¿Me llevarás algún día a ver este edén tuyo tan especial? Me lo cuentas con tanto entusiasmo que me entran ganas de salir corriendo y abrazarme a esas nubes mágicas.
- Te llevaré el día que quieras tú.

Y después de esto los dos guardaron silencio. Siguieron mirando a la corriente del río que a sus pies mismos pasaba y, al rato, ella preguntó de nuevo:
- ¿Sabes por qué te he preguntado lo de hace un rato?
- ¿Por qué lo has hecho?
- Porque es tanto lo que me hablas, un día y otro, de ese mundo fantástico que tan vivo tienes grabado en tu alma, que ya hasta por las noches lo sueño. Estoy deseando que un día me lleves a verlo. Porque, además de las blandas y relucientes nubes que tanto proclamas ¿qué otras cosas puedo ver por allí?
- Ríos cristalinos que bajan desde las crestas más altas, bosques verdes que cubren desde los valles mas serenos, laderas y navas, acantilados que dan vértigo solo pensar en ellos, amaneceres, tardes y mañanas que parecen sacados de los cuentos más bellos. Y hay muchos caminos, sendas viejas que recorren aquellas montañas desde todos los extremos y, los matices de luces, sobras y clores, son únicos. Te puedo asegurar que en ningún otro lugar del mundo encontrarás nunca paisajes como los que hay en esta montañas.
- ¿Por eso tú lo has bautizado con el nombre de “El Último Edén”?
- Por eso y por muchas más cosas que te iré contando. Pero primero tienes que verlo.
- Te ruego, desde ahora mismo, que me lleves a ese lugar antes de que me vaya. Por lo que me cuentas, creo que será la experiencia más gratificante jamás por mí vivida.
Y vi como a él se le iluminó la cara. Como si le hubiera producido un profundo placer lo que ella le confesaba.

Tú no lo recuerdas, Sinombre pero yo sí. Desde aquel día he pensado en ello no sé cuantas veces. Puede que cien, doscientas o quizá más. Ya he perdido la cuenta. ¡Son tantas! Y siempre que he pensado en ello no he podido dejarla al margen. ¿Que por qué a veces las cosas se graban con tanta fuerza que no se olvidan nunca? No lo sé, como tampoco sé casi nada de los comportamientos humanos y, de algunas personas, menos aun. Pero lo cierto es que aquella escena, él y ella el río y las nubes blancas, lo recuerdo con la misma fuerza y frescura de aquel momento. Te aclaro un poco más:

Aquel día, era una tarde de primavera. De cielo azul y aire cálido. Había, como casi todas las tardes de primavera de este año, grandes nubes blancas suspendidas en el cielo. Como clavadas ahí y vigilando, un día y otro, no sé qué en el Planeta Tierra. ¿Tú sabes a qué se parecen las nubes y qué es lo que observan cuando en las tardes de primavera, se cuelgan en el cielo y ahí se quedan, se quedan y se quedan? Un día tendremos que hablar de esto.

Y después de aquella primera tarde y pequeño encuentro, volví al mismo lugar muchas veces y allí lo vi, siempre. Ya no estaba ella. Pero a él siempre me lo encontraba sentado en el mismo sitio y como esperando. Quieto junto a las aguas claras del río, mirando como perdido en no sé qué mundo lejano y meditando. Una tarde me decidí y, sin pronunciar palabra, a su lado me senté. Junto al río y, como estaba muy recogido y parecía rumiar recuerdos lejanos otra vez tuve miedo de romper su quietud. Por eso allí me quedé, mirando con él la corriente pasar y sin pronunciar palabra. También, aquella tarde, se veían grandes nubes blancas, allá en el horizonte sobre las cumbres lejanazas. Me di cuenta que en silencio las observaba. Como si buscara algo por esos lugares tan misterios y a la vez mágicos. Miré con él pero, ya digo, nada le pregunté. Y, cuando ya se puso el sol, me fui y aquella noche lo recordé. Y ¿sabes que era lo que más me intrigaba? El interés que mostraba por las grandes nubes blancas, su quietud frente a la clara corriente del río, su silencio y la manera de gastar el tiempo.

Por aquel mismo sitio volví varias veces en los días que siguieron. Siempre con el deseo de verlo y acercarme un poco más para preguntarle. Y siempre, a lo largo de mucho tiempo, en el mismo lugar lo encontraba sentado. Hasta que, por fin una tarde, me hice valiente, me acerqué más y le pregunté:
- ¿Piensas en ella?
- ¿Es que la conoces?
- Una tarde la vi y hablaba contigo. Ahora no está y la recuerdas ¿verdad?
- Ya pronto hará un año que se fue.
- ¿Y pudiste llevarla al paraíso que soñabas antes de que se marchara?
- No pude.
- ¿Por qué?
- ¿De verdad quieres que te lo cuente?
- Los sueños no realizados, a veces, son dolorosos recordarlos pero si quieres, te escucho.

Y tal como estaba sentado, sobre una blanca piedra y con sus pies rozando las aguas del río, siguió. Me di cuenta, en este momento que, en la corriente del río, se reflejaban un puñado de nubes blancas. Sobre el azul del cielo estaban suspendidas y en las aguas se manifestaban. Él las miraba como buscando algo. Lo mismo que había visto muchas de las tardes ya pasadas. La hierba, a un lado y otro, tapizaba y regalaba a la tarde un suave olor a fresco. Habló y dijo:

- Llegó una tarde de otoño. De un lejano país y donde también se habla otra lengua que yo desconozco. La conocí al día siguiente. Sin que yo se lo preguntara, me dijo su nombre y luego me pidió que le enseñara los sitios y la cultura de este país nuestro. Así lo hice, a lo largo de unos meses y ofreciéndole siempre el mejor cariño y respeto. Se mostraba muy interesada. Y, se le notaba a la legua, que era muy culta y que tenía muchas ganas de conocer cosas y personas y de vivir experiencias. Y, mientras la llevaba por aquellos lugares por los que mostraba más interés, aprovechaba y le hablaba de un paraíso, sin igual, que conozco desde mi infancia.
- ¿Qué paraíso es ese?
- Las sierras, las montañas, los paisajes donde nace el río más bello del mundo, el Guadalquivir. El Parque Natural de Cazorla, Segura y las Villas. ¿Los conoces?

No respondí a su pregunta porque me di cuenta que lo que importaba era que él contara. Creo que así lo entendió y por eso me siguió diciendo:
- ¿Y sabes? Cada vez que le hablaba de estas montañas y veía el interés que mostraba por conocerlas antes de irse a su país, el corazón se me entusiasmaba. Tanto que, una noche detrás de otra, soñaba ilusionado en ir a este paraíso y enseñárselo. Así se lo hacía saber continuamente y ella, parecía mostrar interés creciente. Fue corriendo el año y se acercaba el momento de irse. Y, una mañana, se marchó sin despedirse. En uno de los aviones que, de vez en cuando, surca en cielo por donde, cada tarde, se ven aquellas nubes blancas.

Guardó silencio. Y pude ver, en este momento, que desde sus ojos, por la cara, rodaban pequeñas gotas relucientes y claras. Era su dolor o tristeza convertida en lágrimas. Metido en sí continuó mirando la corriente del río y meditando. Le pregunté de nuevo:
- ¿Y cómo han podido salir las cosas de esta manera?
- Pues han sido. Y para aclararlo no tengo ningún argumento lógico ni concreto.
- ¿Estás ofendido o disgustado?
- No. Solo desconcertado.
- Quizá a ella, a pesar de su cultura, no le gusten mucho las cosas de la naturaleza y por eso no hizo mucho esfuerzo para que se realizara tu sueño. ¿Serás capaz de perdonarla?
- Sí, quizá sea esto y por eso nada tengo que perdonar.
Y ya no dijo nada más aquella tarde. Tampoco yo seguí preguntando.

Un poco antes de ponerse el sol lo despedía y aquella noche volví a pensar mucho en él. Lo busqué al día siguiente por la orilla del río, donde tantas otras tardes lo había visto pero no lo hallé. Tampoco lo vi dos días después ni en las tardes que siguieron. Pero yo volví, cada tarde, durante más de un mes y dos y tres. Seguía sin verlo y esto hizo que me pusiera triste. Tanto, que allí, junto a la roca blanca desde donde los contemplé a los dos, la primera vez, me paraba y me pasaba las horas mirando y meditando. Y, una de las cosas que más interés observaba eran las nubes blancas que, una tarde y otra, seguían apareciendo en el cielo. Como si algo en el corazón me dijera que a una de estas nubes blancas, él se había marchado. Quizá pensando que, por ahí podría encontrarla a ella.


Conclusión

Por eso esta tarde, quiero dejar escrito aquí un pequeño mensaje para todos los que caminan y aman los paisajes de este Parque Natural. Y es que, cuando vayáis por estas sierras, miréis al cielo y si sobre las cumbres de las montañas encontráis nubes blancas, redondas o alargadas, observarlas despacio. Por si él se vino a una de estas nubes pensando que aquí se pudiera encontrar con ella. Sabéis ya que, deseó con todas sus fuerzas, traerla a estas montañas para explicárselas y que se le llenara el corazón de la belleza que por aquí hay. Este fue su gran sueño y, a su manera, lo compartió también conmigo. Por eso ahora, sin pretenderlo, estoy triste y lo recuerdo. Así que si tenéis la suerte de verlo, decídmelo por favor. Lo necesito. Fue un buen amigo y una tarde desapareció sin decirme nada y todavía teníamos muchas cosas que compartir.







4- Lo necesario para la vida

Le dijo él:
- Para la vida, solo hace falta un pequeño trozo de tierra y un manantial de agua clara.
- ¿Y eso cómo pude ser? ¿Y la nevera, la televisión, el coche y el ordenador? Tú estás pensando en otros tiempos.
- ¿Quieres verlo?
- Cuando quieras.
Y fijaron el día, la hora y el lugar para el encuentro. Donde la fuente de las violetas, cerca de la gran cerrada.

Al salir el sol, de aquella mañana de primavera, allí estaban esperando. No era él solo sino un grupo de cuatro o cinco que también querían verlo. Le dijo, al amante de la sierra:
- Me he traído conmigo a todos estos para que den testimonio de lo que vas a enseñarnos. Ello, como yo, no nos creemos que en la vida baste con un poco de tierra y un manantial de agua.
Y él no dijo nada pero no le gustó mucho lo que había hecho. Uno de los del grupo comentó:
- Es que nos interesa mucho lo que tú te dispones a enseñarnos. Que solo baste para la vida un pequeño trozo de tierra y un manantial de agua hay que verlo para creerlo.
Y nadie dijo nada más en este momento.

Se pusieron en camino subiendo por el arroyo en busca de la cerrada. El arroyo bajaba a tope. Saltando fantástico de charco en charco y abriéndose hermoso por las cascadas. Uno del grupo, asombrado dijo:
- Nunca he visto nada igual. Esto hay que explotarlo. ¿Te imaginas el filón de oro que sería esto si construimos hoteles, se los enseñamos a la gente y lo anunciamos en la tele?
Tampoco ahora nadie dijo nada. Caminaron despacio arroyo arriba y llegaron a la cerrada. Al verla, imponente como la maravilla más grande, otro del grupo comentó:
- ¡Y esto! Si nos lo planteamos bien, muchas personas pagarían lo que le pidiéramos por verlo.
- ¿Y te imaginas el filón de oro que sería?
Ninguno más hizo comentarios.

Siguieron caminando sin prisa, porque en la cerrada se fueron parando para ver las pingüiculas, los culantrillos, los chorrillos de agua que rezumaba la pared, las repisas de las rocas, las grandes grutas y la luz y las sombras. Una vez y otra, los que habían llegado de la ciudad, exclamaban:
- ¡Qué maravilla! Esto hay que explotarlo. No es posible que haya aquí tanta belleza desaprovechada. ¿Te imaginas la cantidad de dinero que ganaríamos?
- Esto es una mina. Ve tomando nota de todo para que luego hagamos planes.
Y el que había invitado tampoco ahora dijo nada. Siguió caminando delante de ellos y al poco salieron a las tierras llanas. Donde se juntan dos arroyuelos y el terreno está despoblado. Al verlo, coronado por la parte de arriba por una gran cuerda montañosa, por la derecha con un espeso bosque de robles y por la izquierda, con un también denso bosque de pinos, otro de los invitados comentó:
- Y aquí ¿sabéis qué es lo que podemos construir?
- No lo digas muy fuerte porque puede que otros lo oigan y nos copien pero toma nota y lo dibujas en los planos.
- Es que un rincón como éste, tan oculto, tan elevado en las cumbres, tan rodeado de bosques y cuajado de silencios hoy ya no se encuentra en ningún sitio. ¿Cuánto calculáis que podríamos ganar con esto?
- Una fortuna.

El que los guiaba quiso decirles que aquellas tierras, en el otoño se cubren todos los años de millones de florecillas moradas. Azafrán silvestre, que es como lo llaman en estas montañas. Y, cuando esto sucede, la llanura se convierte en un edén mágico. Y lo mismo en invierno cuando caen las nieves y los arroyuelos se llenan de carámbanos. El que había invitado, quería decirles también que, al llegar la primavera, el terreno que iban recorriendo, se convertía en un sueño. Hierba tapizando en un espeso manto verde, rosales silvestres florecidos, bujes repletos de nuevos tallos, pajarillos por aquí y por allá inquietos canturreando, cielos azules, nubes blancas, rebaños de ovejas pastando y… El que había invitado quería hablarle de todo esto pero ellos no lo dejaron. No paraban de planificar:
- Aquí construimos… Y en este lado, lo que tenemos en mente y en aquel rincón… ¡Qué maravilloso es esto y cuanto dinero vamos a sacar de ello!

Subieron sin prisa por la vieja senda que asciende para el collado y se adentraron en el bosque de los robles. Y, al poco, llegaron al primer manantial. Al verlo preguntó el incrédulo:
- ¿Es este el manantial que me decías?
- Éste no es.
- Lo pregunto porque la tierra llana, el trozo pequeño que dices, podría ser eso que hemos visto algo más abajo.
- Pues este no es el manantial ni el trozo de tierra pequeño, el de más abajo.
- Sin embargo, esto es asombroso. Qué agua más clara, qué silencio callado, qué luces y qué sombras y qué fresco y que viento.
Los del grupo de invitados bebieron agua y luego se sentaron a la sombra de los pinos. Un preguntó:
- ¿Queda mucho para el final?
- Una hora, poco más o menos, andando despacio.
- ¿Cuándo comemos?
- Cuando lleguemos al venero que he prometido enseñar al compañero.

Otro de los que habían venido con la intención de ver las cosas para sacar dinero, dijo:
- No importa que tardemos una hora. Nosotros necesitamos ir viendo todo tranquilamente. Nunca habíamos imaginado que en estas tierras hubiera tanta belleza. ¡Es todo fantástico! Ya verás tú lo que vamos a levantar por aquí en solo unos años. Esto es una mina de oro y por eso vamos a forrarnos.

Desde la fuente, al lado de arriba de la llanura de las flores moradas, la senda sigue remontando. Una senda muy rota porque ya la han fracturado los años pero muy bella porque pasa por los mejores rincones de estas sierras. Y también porque fue trazada por serranos en tiempos muy lejanos. Cuando ellos eran dueños de estas montañas y la surcaban cada día regándolas con sus alegrías, sudor y penas. De esta realida, el que los iba llevando para mostrarle una verdad muy concreta, sabía mucho. Pero también hoy se daba cuenta que no era el momento de hablar de ello.

Pasa un buen rato, como media hora y todos los que había llegado, con el incrédulo al frente, descansan relajados a la sombra de los árboles. Y el que guía, ahora les dice:
- Sigamos.
- ¿Queda mucho para llegar al collado?
- Veinte minutos.

Y siguieron la ruta subiendo por la vieja senda. Y fue cierto: caminando despacio, en unos veinte minutos, llegaron al collado. Y al coronarlo y asomarse a los paisajes que se extienden al otro lado, los de los planes y sueños con filones de oro, dijeron:
- ¡Fantástico! Es lo que necesitamos. Cuando los turistas vengan y descubran estos asombros, se quedarán con la boca abierta. Y al regresar se lo contarán a otros. Así vendrán muchos más y de nuevo se quedarán pasmados. Esto será como una ruleta, una lotería mágica que nos dará dinero a espuertas.
- Ponlo clarito en el plano para que tengamos los detalles bien organizados y nos se nos olvide nada.

Y el que iba guiando tampoco dijo nada en este momento. Desde el collado bajaron, siguiendo siempre la senda, por el barranco. Enseguida se encontraron con los robles centenarios y con el barranco de las rocas blancas donde hay muchas simas, agujeros, grietas y pequeñas dolinas. Dijeron, los de los planos:
- Y aquí ¿sabéis lo que podemos hacer?
- Pues claro que lo sabemos. Se ve a simple vista con solo pararse y mirar despacio.
- Ya veréis como vendrán en avalanchas y todos se quedaran con la boca abierta.
Preguntó el incrédulo:
- ¿Cuándo llegamos? Y lo pregunto porque tu pequeño trozo de tierra y el manantial de agua suficiente para la vida, no aparece por ningún lado.
- Llegamos pronto.
Dijo el de corazón puro y sentimientos buenos. Uno de los del grupo “sueños con minas de oro”, preguntó:
- ¿No nos estarás engañando?
Y él nada respondió.

La senda fue, poco a poco, deslizándose por tierras cada vez más llanas. Solo por la izquierda ahora se veían árboles. Por la derecha iba quedando un agreste paisajes de rocas y, al frente, ya se perfilaba unos árboles muy curiosos. Un almez, varios tejos de troncos gruesos y tres majuelos centenarios. Volvió a preguntar uno de los del grupo de los dineros a espuertas:
- ¿Y tendremos que cortar todos estos árboles?
- Eso no será problema alguno. Pero en su momento lo veremos.
- Tú no te preocupes que si estorban nos los cargamos y asunto concluido. Ahora, toma buena nota y calla.

Llegaron a la tierra llana. Una amplia cañada recogida entre dos laderas y sin árboles ni rocas. La cruzaron despacio y siguió guiándolos derecho al manantial de los Bujes. Llamado así porque mana por entre unas rocas, un pequeño bosque de bujes y las raíces de un quejigo un poco doblado. Y enseguida vieron que el agua brotaba en grandes borbotones que se deshacían nada más surgir y luego se convertían en charco y después en corriente clara. La corriente, suavemente se iba buscando el acantilado por donde se despeñaba en una pequeña pero muy bella cascada. Frente a este manantial se paró el de corazón puro. Miró despacio a las aguas, como meditando algo. No tardó en preguntar el incrédulo:
- ¿Esto es todo?
El que guiaba no respondió. Pero los que habían venido para recoger información y trazar planos, otra vez dijeron:
- ¿Veis? Agua no nos faltará. Y por lo que estamos descubriendo, si hacemos sondeos en estas tierras, seguro que encontraremos ríos copiosos. Esta llanura debe ser riquísima en aguas profundas. No hay un lugar como éste, tan rico y bello, en ninguna parte del mundo.
Y, uno más, comentó:
- Haremos algunos tornajos de cemento y los pondremos no lejos de aquí para que beban las monteses y los ciervos. Así nadie podrá decirnos que somos unos insensibles y al mismo tiempo creamos aliciente para los turistas que vengan. Para que nade diga que no somos amantes de la naturaleza. Ver animales silvestres es lo que más le gusta a la gente.

El incrédulo de nuevo preguntó:
- ¿Pero donde está el trozo de tierra y el manantial que basta para la vida?
Y ahora, el de corazón puro, le dijo:
- Prepárate y vente conmigo. Cuando yo te lo diga cierra los ojos y los abres cuando de nuevo te lo indique. Y mira y no digas nadas.
Caminaron unos metros, desde el manantial del quejigo curvado, hacia abajo. Hacia la espesura del bosque de bujes, por donde la llanura se quiebra y se forma un profundo acantilado, por donde cae el arroyuelo que sale de la fuente y se abre una pequeña cascada. Rodearon unas rocas y salieron a un mirador natural. Apartó con sus manos unas ramas de bujes y dijo:
- Abre ya los ojos, mira por aquí y no digas nada.
Miró el incrédulo y, al instante, se quedó sin aliento.

La casa, pequeña pero toda de roca pura recogidas en estas montañas, se aplastaba en el estrecho valle. Al final del acantilado. Y el rodal de tierra, llano y todo vestido de verde, se extendía cerca de la casa. El agua llegaba por una sencilla acequia, desde el charco al final de la cascada y regaba todos los árboles y demás plantas en el rodal de tierra. Y él estaba allí, envejecido y corvado pero regando con amor paciente, todo cuanto en el rodal de tierra crecía. Y parecía como iluminado por una luz muy fina. Al verlo el incrédulo y descubrir sus espesas barbas, largas y blancas, preguntó al del corazón puro:
- ¿Cuántos años tiene y desde cuando vive en este lugar?
- Tiene tantos años como estas montañas y por eso ni se sabe desde cuando vive aquí. Pero eso no es lo que importa. Fíjate en su casa, en el rodal de tierra y en el agua clara que la riega. Ahora que lo ves, podrás seguir diciendo que no y lo mismo podrán decir los amigos que has traído contigo, pero a él, le basta para la vida, su pequeña casa de piedra, su escaso rodal de tierra y su manantial de agua clara.

El incrédulo llamó corriendo a sus amigos y, en cuanto estos vieron, dejaron de hablar de planos, de filones de oro y espuertas de dinero. Algo confuso, uno de ellos dijo:
- Hay que verlo para creerlo. Pero no nos has engañado. Todo parece como si fuera un sueño sacado de lo más hondo del tiempo.
Y el incrédulo confirmó:
- Y el silencio, fíjate qué música mana de este silencio y el olor tan fresco que sube desde su trozo de tierra y su manantial de agua clara.

Nota: Los paisajes que se describen en este relato son reales. Existen en la Sierra de este Parque Natural de Cazorla, Segura y las Villas. Existen los manantiales, el acantilado con su arroyuelo claro, la cascada, el valle, la pequeña casa de piedra, la acequia y el pequeño trozo de tierra. Aunque todo, en este relato, tome un tono de ficción.


















5- La flor, el águila y el manantial,
una historia singular


Ya hacía más de un mes que la flor de la pradera, única entre todas las flores del mundo y especialmente para él, le había dicho:
- Quiero compartir contigo un secreto.
- ¿De qué se trata?
Le preguntó él.
- Estoy preocupada desde hace un tiempo.
- ¿Es que alguien ha venido por aquí y te ha asustado?
- Algo así es pero no del todo. Mi secreto no te lo voy a contar hoy. Quiero esperar un tiempo. Pero ahora mismo ¿puedo hacerte una pregunta?
- Pregunta lo que quiera que te voy a responder sincero.

Y la flor de la pradera, desde su escondite entre la hierba, utilizando ese lenguaje propio que hablan todas las flores y solo algunas personas entienden, preguntó:
- ¿Por qué tienes tanto interés por mí habiendo ciento de flores en estos prados y a lo largo y ancho de las sierras?
Y, sin titubear, él respondió:
- Eres única. No hay en todo el Universo, al menos para mí, una flor como tú. Y como eres débil porque tu hermosura es mucha, he decidido que seas la flor de mis sueños. Los humanos no lo saben o lo saben solo algunos pero quiero que sepas una de las cosas más importante es escoger siempre una flor única entre todas las demás. Todas las flores de estas montañas deben ser amadas, respetadas y tratadas como únicas pero solo una debe ser dueña del corazón. Solo una debe ser especialmente única.

Se produjo un momento de silencio y la flor meditó. También él y luego le dijo:
- Quiero que me cuentes tu secreto.
- Lo haré pero ya te he dicho que en su momento.
- Ya desde ahora mismo espero ilusionado
Y se despidieron.

Aquella misma tarde él fue hasta el polluelo de águila. Desde el acantilado miró para el valle y el polluelo dijo:
- El mundo que desde aquí veo es fantástico. ¿Cuándo podré volar?
- Antes de que termine la primavera.
- Lo estoy deseando porque desde hace un tiempo tengo miedo y al mismo tiempo ando ilusionado.
- ¿De qué tienes miedo?
- Hay algo que deseo compartir contigo en forma de secreto.
- Desde ahora mismo soy todo oído para ti.
- Todavía es pronto. Tengo que esperar un tiempo. Pero en estos momentos ¿puedo hacerte una pregunta?
- Claro que sí. Pregúntame lo que quieras. ¿Qué es lo que te pasa?
- Lo que me preocupa y me tiene ilusionado, pertenece al secreto que quiero compartir contigo pero lo que deseo preguntarte es ¿por qué te interesas tanto por mí?
Y, sin dudar lo más mínimo dijo decidido:
- ¿Qué sería de estas montañas sino existierais vosotras las águilas? ¿Qué sería del mundo y de los humanos sino hubiera naturaleza y montañas y, entre los bosques, pajarillos y águilas? Eres tan importante para mí como el aire que respito.

Hubo un silencio y, mientras el polluelo del águila y él seguía mirando para el valle y dejando que el aire les acariciara, reflexionaron. Luego él dijo:
- Estoy deseando oír el secreto que quieres compartir conmigo. Y ahora tengo que irme.
- ¿Volverás mañana por la tarde?
- Volveré porque tú eres para mí lo diferente en estas montañas. Todo es hermoso y valioso pero a ti te he elegido entre todo.
Y se despidieron.

Solo unos segundos más tarde ya estaba junto al manantial del pino centenario. Nada más verlo, el manantial le dijo:
- Tenía muchas ganas de que vinieras.
- Y a mí me pasa lo mismo. ¿Cómo te encuentras?
- Desde hace unos días estoy preocupado a la vez que ilusionado.
- ¿Te ha pasado algo?
- Sí y no. Pero tengo necesidad de compartir un secreto contigo.
- Me tienes ahora mismo justo a tu lado y dispuesto a escuchar lo que me digas. ¿Cuál es tu secreto?
- Tengo que esperar un poco. Pero en estos momentos ¿te puedo hacer una pregunta?
- Pregúntame todo lo que quieras. Ya sabes que a ti te he elegido entre todos los demás manantiales de estas montañas.

Y el claro manantial que brota en el mismo tronco del pino viejo, dijo:
- De eso es mi pregunta. ¿Por qué muestras tanto interés por mí y nada me pides a cambio, habiendo tantos veneros en estas montañas?
- Porque tú eres también único. Lo mismo que mi flor en la pradera y el polluelo del águila en el acantilado de la cumbre.
- ¿Y por qué somos únicos?
- Si mi flor no existiera, sino existiera el polluelo de águila y si no brotaras tú en este lugar de la tierra, el mundo y los humanos no serían lo que son. Te necesitamos y por eso eres especial para mí. ¿Lo entiendes?
Y el manantial dijo que no del todo pero que se sentía bien.
- No todo el mundo piensa y se comporta como tú. Y es bueno sentirse respetado y saberse importante. Te contaré mi secreto dentro de unos días.

Y era cierto lo que les decía: para él, de entre tantos millones de cosas como hay a lo largo y ancho de las sierras, Parque Natural de Cazorla, Segura y las Villas, solo eran importantes tres: una pequeña flor, el polluelo de un águila y el manantial del pino. La flor, única porque nunca ha nacido otra igual en este suelo, vivía en una pradera, cerca del gran río y frente a la cumbre de la montaña en forma de bandera. Al lado norte de esta gran montaña y, mirando al valle del río, por donde la pradera con la flor, el águila madre había construido su nido. Justo en lo más escarpado del acantilado que caía desde la cresta de la montaña tercera en atura en estas sierras. Aquí había nacido, al llegar la primavera, el polluelo del águila. Y, desde la repisa que ocupaba en el acantilado, se veía el pino. Uno de los ejemplares más robustos y viejos de estas montañas y crecía por el lado de arriba y a la derecha de la cumbre del nido de águila. Y, justo en el mismo tronco del fabuloso pino, brotaba el manantial. Un pequeño chorrillo de agua clara que, al principio, solo era nada más que un hilillo débil que, por entre la hierba, jugueteaba sin dejar de caer en busca del río.

Él no era de aquí ni vivía en ninguno de los pueblos de este Parque Natural. Pero tenía su casa, por llamarla de alguna manera porque no era una vivienda al modo de las viviendas humanas, en uno de los sitios más bellos de estas montañas. Justo también en una ladera, mirando al sol de la tarde. Y muy cerca de un pequeño arroyo de agua clara. Brotaba este arroyo allí mismo, casi en las paredes de lo que era su casa. De los agujeros de unas rocas y, enseguida el agua se deslizaba por la superficie lisa de esta rocas y luego se remansaba en un precioso y redondo charco. Como un lago natural en miniatura pero, como todo estaba tallado en la pura roca, la transparencia del agua era total. Por eso en su superficie se reflejaban los árboles cercanos, las blancas nubes que de vez en cuando cubrían el cielo, el azul de este cielo y el verde de los bosques. Y, desde el limpio charco, el agua rebosaba y se iba arroyuelo abajo. Deslizándose por la superficie de las rocas y, al mismo tiempo, tallando un surco no muy profundo hasta caer por la cascada. Tampoco era muy grande esta cascada sino de un metro y medio más o menos de alta. Lo suficiente, sin embargo, para que el agua del arroyuelo se abriera en abanico y cayera como en un juego fantásticamente bello.

Junto a esta cascada, junto al charco y junto a la corriente del arroyo él se pasaba las horas y los días sentado. Siempre en silencio y siempre mirando y meditando no se sabía qué. Porque junto a él siempre tenía un cuaderno, muy diferente a como son los cuadernos que conocemos los humanos y aquí escribía muchas veces. ¿Qué cosas eran las que escribían? Yo tampoco llegué a saberlo nunca del todo. Pero se podía suponer que escribía sus sueños, sus emociones, sus sentimientos, los colores de las tardes y mañanas, la música que dejaba el viento al pasar por entre las ramas de los árboles, los… Vuelvo a decir que él escribía, a veces durante mucho rato, en su cuaderno, cosas que nunca ha llegado a saber ningún humano.

Y, al caer las noches, todos, todos los días del año, se levantaba de su lugar junto a las aguas del arroyuelo y se metía en su casa. ¿Su casa? Ya he dicho que donde vía no se parecía en nada a las viviendas de los humanos. Pero su casa, incrustada y formada por la pura roca de la montaña, parecía transparente. Como el viento que continuamente subía arroyuelo arriba o como la transparencia del agua que se remansaba en el redondo charco. Tenía, su casa, puertas como las viviendas de los humanos, ventanas, estancias más o menos grandes, habitaciones y hasta una segunda planta. Las ventanas de esta segunda planta miraban a la corriente del arroyo y por eso se veía la cascada, la depresión del barranco, el valle más en lo hondo, el río grande y el horizonte lejano por donde se ponía el sol cada tarde. El lado izquierdo de su casa, el que mira al sur total, también estaba lleno de ventanas. Y desde aquí se veía todas las laderas y crestas de la montaña en forma de bandera. También el cielo azul y las nubes blancas que por las tardes aparecían. Magnífica esta misteriosa y casi transparente casa, siempre asombrosamente bella.

Porque este lugar siempre estaba lleno de una luz que se parecía mucho al resplandor de las aguas del redondo charco. Ni azul ni rojo ni amarillo ni verde. La luz clara que se fundía con la misma transparencia del viento, tampoco era blanca. Parecía como si manara del mismo viento y del suave aroma que también a todas horas invadía su casa. Algo que no soy capaz de describir pero que sí resultaba delicadamente hermoso a la vista, al olfato y al tacto. Y también al oído porque, en algunos momentos, esta luz parecía manar del rumor de a corriente del arroyo o del siseo del viento al quebrarse por entre las hojas del bosque.

Y él ¿quién y cómo era? Sé, con total certeza, que parecía el dueño máximo y total de todas estas sierras. Porque las conocía mejor que las conozca y las haya conocido nunca ningún humano y por eso lo sabía todo. Los manantiales, los arroyos, los ríos, los caminos, sendas, árboles, rocas, plantas… Todo y de un extremo a otro. Sin necesidad ninguna de moverse de su casa y sin tener que andar los caminos o veredas. ¿Que cómo era posible esto? Alguna vez he pensado que era algo así como cuando los humanos soñamos o imaginamos. Sin tener que movernos de los sitios, recorremos los lugares, los caminos, las sendas, las montañas… Y sabemos de estos lugares sin esfuerzo ninguno ni tener que tocar materialmente las cosas. He pensado alguna vez que de este modo era como él se movía y recorría, cada día, cada noche y cada hora, hasta los más pequeños y apartados rincones de estas montañas.

Aquella tarde de primavera, como todas las tardes desde no se sabía cuando, se fue por los lugares de las montañas. No de rutas, al estilo clásico de muchos humanos, sino rozando, oliendo y tocando cada árbol, riachuelo, rocas y flores en los prados. Y llegó a donde ella. Donde, entre la hierba, su flor única, se abría al sol y se mecía al airecillo que a todas horas subía desde el río. Y, en cuanto estuvo a su lado, la saludó y enseguida le preguntó:
- ¿Cómo van las cosas en tu vida?
- Bien, pero ya te dije: ni soy feliz del todo ni tampoco del todo me encuentro triste.
- ¿Quién o qué te hace daño?
- Nadie pero desde hace un tiempo…
Y las palabras, sin concretar, se quedaron temblando entre los clores de sus hermosos pétalos.

Y fue justo en este momento cuando se dio cuenta él que algo muy serio ocurrió en el interior de su flor. Por eso le dijo:
- Si crees que ya ha llegado el momento de contarme tu secreto habla y dímelo.
- Sí que ha llegado el momento. Tenía que esperar, como te dije, porque necesitaba tener cierta seguridad y ya la tengo.
- Pues dime ¿Qué secreto me quieres confesar?
- Que estoy enamorada.
Y, sin más, él se quedó mirándola y le preguntó:
- ¿De quién o de qué estás enamorada?
- De un príncipe.
- ¿Príncipe en esta montañas?
- Si, un niño pequeño, entre diez o doce años, que ha pasado por aquí varias mañanas.
- ¿Y de dónde viene y a dónde va?
- Llega siempre acompañado de personas mayores, su padre y un hombre con camiseta de colores, y se dedican a hacer grandes rutas por estas montañas. Y por eso, siempre este príncipe de mis sueños, solo hace caso a lo que le dicen estos hombres. Le inculca, en todo momento, la necesidad de recorrer las más grandes rutas, por las laderas y crestas de los lugares más escarpados.
- Para que vayas aprendiendo resistencia y para que vayas desarrollándose en ti el amor por la naturaleza.
Le dicen, los que lo acompañan, una vez y otra.
- ¿Y eso te preocupa a ti?
- Me entristece un poco. ¿Y sabes por qué?

Hubo unos segundos de silencio y luego la flor siguió diciendo:
- Te digo que el príncipe del que me he enamorado es guapo como el sueño más bello. Su cara es tierna y su sonrisa pura como la más fragante primavera. ¡Me gusta tanto!
- Pues te felicito porque enamorarse de la belleza es lo mejor que le puede ocurrir a las flores y humanos en esta tierra. Pero dime ¿qué es lo que te hace sufrir?
- Que nunca se fija en mí. Siempre que lo he visto pasar por aquí iba tan entusiasmado con la ruta que los mayores le metían en la cabeza que a punto ha estado de pisarme varias veces y ni siquiera se ha dado cuenta. Ni me ha mirado ni le ha llamado la atención mis colores ni el perfume que de mí siempre se eleva. Va tan pendiente de lo que le dicen los que le llevan que ni se fija en nada de lo que hay por esta pradera. Como si solo existiera para él, en estas montañas, las rutas que le proponen estos hombres. Y me duele porque un príncipe tan tierno y delicado como él debe ser sensible a los colores de las flores y al vuelo de las mariposas. Pero los mayores que lo llevan solo le hablan de rutas largas, de resistencia, de cumbres elevadas y de la dureza de estas rutas. Sin que tú me digas nada sé que esto no es bueno y menos en un niño como este príncipe de mis sueños.

Otra vez hubo un momento de silencio. Mientras las flor se deshogaba, él la miraba. Miraba también para la montaña donde el polluelo de águila y por donde el manantial del pino. Y estaba de acuerdo en lo que ella le contaba. Le siguió diciendo:
- Y te cuento este sueño y secreto mío para pedirte ayuda. Necesito, no de tu consejo sino de tu amor sincero. Necesito que este príncipe de mis sueños se fije en mí y que, en su corazón, me convierta en su flor predilecta. Porque, según me dijiste un día, “nadie es príncipe de verdad en esta tierra mientras en su corazón no tenga la presencia y el olor de una flor única”. Por eso quiero que él aprenda y sepa que lo importante en la vida y en estas montañas no es hacer grandes rutas sino fijarse, respetar y amar a las flores de las praderas. Que debe fijarse, con todo interés y cariño, en cada una de nosotras. Es lo que se espera de un príncipe como él. ¿Podrás ayudarme en lo que te pido?

Y él seguía en su silencio, escuchando con interés todo lo que la flor le comentaba. De nuevo ella le dijo:
- Tú, siempre me has dado lo mejor. Cuando te decía que necesitaba un poco de lluvia porque mis raíces tenían sed, enseguida me la regalabas. Cuando te he pedido un poco de sol para que mi sabia se llenara de energía, no tardaba en procurármelo. Cuando te he solicitado que el viento me acariciara, al instante el viento ha venido por aquí trayéndome suaves caricias y los mejores aromas de estas sierras. Tú siempre has sido el mejor para mí obsequiándome con los más buenos cuidados. Por eso hoy te he contado mi secreto. Porque confío en ti y ahora necesito de tu ayuda más que otras veces. ¿Me complacerás en lo que te estoy pidiendo?

Y seguía él sumido en su silencio. Pero, en su cuaderno azul celeste y transparente como el viento, escribió algo. Miró dulcemente a su flor y, como sonriendo, le dijo:
- Tener una flor en el corazón y que sea única como lo eres tú, es lo más valioso de todo. Nada importa más en esta vida que esto.
- ¡Y es tan guapo el príncipe del que me he enamorado! Pero ¿sabes? Mi gran miedo es que, uno de los días que pase por aquí metido en las aventuras que le presentan los mayores, sin darse cuenta me pise y me rompa como se rompen cualquiera de las muchas flores que los humanos destrozan por estas sierras. ¡Me dolería tanto! No y por la muerte que me diera sino por haber sido causada por él. ¿A que sería una crueldad tremenda morir pisada por el príncipe de mis sueños?
Y, en esta ocasión él sí habló, muy quedamente:
- Claro que lo sería y más tratándose de un niño de corazón puro.
Y ahora los dos guardaron silencio.

Unos segundos más tarde, se despidió de la flor, quedando en que volvería al día siguiente. El sol ya caía por el horizonte aunque todavía a la tarde le quedaba un par de horas de luz. Y, como transportado en los rayos de esta última luz del día, se acercó al polluelo de águila. Nada más encontrarse a su lado le preguntó:
- ¿Cómo te van las cosas, qué es de tu vida y cómo te sientes?
- Cada día con más ganas de que llegue el momento de alzar mi vuelo. Tanto me ha contados mis padres de estas sierras que estoy deseando verlas.
- No tengas prisa. Todo llega en esta y vida y todo pasa y luego termina. La impaciencia nunca es buena.
- Pero ahora, desde hace un tiempo, no soy feliz del todo aunque tampoco vivo lleno de tristeza.
- ¿Qué es lo que te pasa?

Y el polluelo de águila, desde su nido elevado en el acantilado de las rocas más altas, observaba la gran amplitud del valle. Como meditando y al mismo tiempo planeando su primer vuelo sobre estas sierras. Respondió a la pregunta diciendo:
- Tengo pendiente compartir contigo un secreto. ¿No te acuerdas que lo hablamos el otro día?
- Claro que me acuerdo.
- Pues ha llegado el momento.
- Te escucho con todo el respeto que mereces. ¿Qué es lo que te preocupa o cual es tu secreto?
- Lo que quiero que sepas es que estoy enamorado.
Al oír esto, casi la misma confesión que le había hecho la flor de la pradera, él lo miró dulcemente y le preguntó:
- ¿De quién o qué estás enamorado?
- De un príncipe muy bello.
- ¿Ha venido por aquí a verte?

Y pausadamente el polluelo de águila le contó:
- Desde hace un tiempo, desde este mirador tan elevado, lo veo. A veces son tres: el padre, el de la camiseta de colores y el príncipe que te digo. Y otras veces son cuatro o cinco. Siempre van en grupo. Y siempre van a toda prisa por los viejos caminos y las crestas más escarpadas de estas sierras. Les he preguntado a mis padres y, como ellos sí surcan diariamente los azules y bellos cielos de todas estas montañas, me han contado. Más de lo que te imaginas. Pero ahora, no me preguntes quienes son las personas que le acompañan porque yo solo me fijo en el niño y un poco en algunos de los mayores pero solo porque no me resultan simpáticos. El niño, es tan gracioso, guapo y tierno que daría mi vida porque fuera mi amigo para jugar juntos cada día un rato.

Y en este momento él le dijo:
- Eso es algo muy bueno. ¿Por qué estás triste entonces?
- Porque este niño siempre va por los caminos de estas montañas sin mirar ni hacerle caso a las plantas que roza ni a las mariposas que levantan vuelo a su paso ni a las flores de los prados. Lo mayores que lo llevan y engatusan solo se preocupan de ilusionarlo con grandes rutas, cada vez más complicadas y largas. Para presumir luego de la resistencia de este niño. Como si a ellos solo les interesara recorrer grandes distancia y subir a las cumbres más elevadas. ¿Para qué sirve esto y qué sentido tiene?

Se produjo un minuto de silencio y luego, el polluelo de águila, siguió contando:
- Pero lo que a mí me entristece de verdad no es que este niño pase por estos sitios sin hacer caso a las mariposas, flores o pajarillos que por estas sierras viven. ¿Sabes qué es lo que me entristece?
- ¿Estoy deseando saberlo?
- Más de una vez, empujado y confiando en estos mayores, ha coronado lo más alto de la cumbre del acantilado donde tengo mi nido. Lo he visto asomado al borde del precipicio y lo he saludado sintiendo, en ese momento, un miedo terrible. Pienso que en el más mínimo descuido, puede resbalar y caer por el precipicio. Y, como yo sé porque me lo han dicho mis padres y tú también, que los humanos no pueden volar, temo por su vida. Y así se lo digo, desde este nido mío, poniéndome a piar fuerte y moviendo las alas pero él ¿sabes lo que hace?
- ¿Qué es lo que hace?
- En lugar de agradecer mi preocupación por él, se pone a dar voces y a tirarme piedras. Y habla con los mayores y les dice:
- ¡Mirad qué bichejo hay en aquellas repisas del acantilado! Voy a ver si con una piedra le acierto y lo hecho de ahí para que salga volando. Debe estar, ese águila, como en una cárcel en ese sitio tan elevado.

Y sigue lanzando grandes piedras desde lo alto de esta cumbre. Como si se divirtiera mucho con esto. Las piedras, algunas muy gordas, estallan al romperse con los salientes de las rocas de este acantilado y pasan rozando mi nido. Y claro, mi miedo, ya te lo puedes imaginar. Sigo piando pero ahora llamando a mis padres para que vengan a protegerme y esto le da a él más motivo para seguir con su juego de persona incivilizada. Pienso que, un día de estos, una de las piedras que contra mi nido lanza, puede alcanzarme de lleno. Acabará conmigo, con este nido y con todas las ilusiones que, desde que nací, estoy soñando. Así que ya ves, por un lado, estoy enamorado de este niño, que se parece al más fantástico de todos los príncipes pero por otro lado, fíjate lo que me hace sufrir por el comportamiento de los mayores con él conmigo.
Hubo otro minuto de silencio y luego él preguntó al polluelo:
- ¿Y qué es lo que has encontrado en este niño para que te hayas enamorado?
- Su tierna bella, desde luego. Pero lo que más me atrae hacia él es mi deseo de ser su amigo para enseñarle modales. Por encima de todo, yo creo que su corazón es puro. Son los mayores que le acompañan los que no le dan buenos ejemplos. Por eso quiero hacerme amigo suyo. Para decirle que no es bueno que se comporte del modo en que lo hace conmigo y con otros seres de estas montañas. Que no es bueno que se entusiasme tanto en hacer grandes rutas por estas montañas y luego sea tan insensible a las flores, mariposas, riachuelos y a veces indefensas como yo. Esto es lo que quiero y por eso te he dicho que soy feliz un poco pero al mismo tiempo tengo triste mi corazón. No me gusta la insensibilidad de este niño de cuerpo tan bello y corazón tan puro. Así que este es mi secreto. Estoy enamorado de un príncipe que no es malo pero que los mayores lo llevan por caminos equivocados. Y te he contado este secreto para pedirte ayuda. ¿Está dispuesto a echarme una mano?

Desde el valle de los prados de la flor subió, en este momento, una fuerte ráfaga de viento. Al recibirlo el polluelo en su cuerpo, abrió sus alas y, como si el corazón se le hubiera llenando de vida, dijo:
- De todos modos, debo sentirme agradecido porque seas tan buen amigo.
Él guardó silencio y, como la tarde iba cayendo, se despidió y unos minutos después hacía acto de presencia junto al manantial del pino. Le dijo, al chorrillo inmaculado de la cumbre, en cuanto estuvo a su lado:
- Me alegro mucho de verte. Cada día parece que manas más claro y tus aguas son tan finas que hasta el color del cielo se te va, poco a poco, contagiando.
- Gracias a ti por las nieves del invierno y las abundantes lluvias que nos has regalado esta primavera.

Y esto era cierto: la primavera ya estaba terminando y por eso todas las laderas, valles, cumbres y navas, se veían repletas de lustrosas alfombras de hierba. Decoradas con cientos de florecillas en todos los colores y enmarcadas con tupidos bosques también engalanados con relucientes verdes. La primavera, este año, había sido especialmente lluviosa, sin mucho frío ni viento y por eso, los terrenos mostraban por todos sitios, chorros de vida fresca.

Le dijo el manantial:
- Te estaba esperando.
- Yo también tenía muchas ganas de estar contigo un rato. ¿Cómo te van las cosas este año?
- Debería estar alegre y disfrutar de tanto como tú y el cielo me regaláis. Pero me falta algo.
- ¿Qué es lo que te falta?
- Vivo ilusionado y cada día temo. ¿Te acuerdas de los hombres de la casa rural del barranco?
- Me acuerdo porque los veo de vez en cuando.
- ¿Y te acuerdas lo que hicieron con en gran venero, amigo y compañero mío en estas cumbres y que brotaba un poco más abajo?
- Sé que por allí trajeron ladrillos y cemento y largos y gruesos tubos de plástico. Y sé, porque lo veo cada día, que desde hace un tiempo, ya el manantial no existe. Todo entero se lo han llevado por esos tubos negros y feos de plástico hasta la casa rural del barranco.
- ¿Y a que es un crimen eso?
- Lo es, sin más rodeos.
- ¡Pobre manantial amigo mío! Fue mi mejor compañero a lo largo de muchos años y fue la fuente de vida y el espejo de estos terrenos. A sus aguas siempre venían a beber los ciervos, los pajarillos, las mariposas, las ovejas y hasta las águilas más viejas. Y ahora, fíjate qué árida y fea se ha quedado la tierra por donde antes el agua solo dejaba vida.

Hubo un minuto de silencio y el manantial, el chorrillo de agua clara que brotaba en el mismo tronco del pino, no dejaba de extenderse orgulloso ladera abajo por entre los berros, algunas matas de enebros y la sombra densa del viejo pino. Le preguntó él:
- ¿Es que temes que a ti algún día te pase lo que a tu compañero?
- Claro que lo temo. Pero en estos días mi preocupación se centra en un príncipe pequeño. El sueño de mis sueños.
- ¿De qué me hablas?
- ¿Te acuerdas que el otro día te dije que deseaba compartir contigo un secreto?
- Me acuerdo.
- Pues ha llegado el momento. ¿Quieres escucharme?
- Te escucho todo atento. ¿Cuál es tu secreto?
- Que estoy enamorado.
Y él, para sí pensó: “Lo mismo que la flor del prado y el polluelo del acantilado”. Pero no pronunció palabra y esperó.

El agua clara del manantial, desde su rumor de sonidos de violines, le siguió diciendo:
- Sí, estoy enamorado de un niño pequeño que, desde hace algunos meses, viene por aquí siempre acompañado de personas mayores. Su padre, es uno, el otro es un hombre que siempre trae puesta una camiseta de colores y, a veces, algunos hombres más.
- ¿Y qué es lo que le pasa a este niño?
- Pues que su corazón es muy puro y su cara tierna como las burbujas que yo dibujo mientras me deslizo por esta ladera.
- ¿Y eso es malo?
- Todo lo contrario: es bueno, muy bueno. Entre los humanos, por mi dolorosa experiencia, sé que lo que más falta hacen son niños de corazones puros y miradas sinceras. Cuanto más belleza inmaculada haya en este suelo, más las cosas y las personas darán gracias al Creador del Universo. A Dios.
- ¿Entonces?
- Pues que a este niño, los mayores que lo acompañan, le tienen metido en la cabeza que lo más importante en esta sierras, es hacer rutas de treinta kilómetros al día. Y lo llaman el “rutero pequeño” y a las caminatas que hacen por estas montañas lo llaman “rutear”. ¿A que esta palabra es fea y antipática como ella sola? Porque parece como si animara a una lucha para competir no se sabe por qué ni contra quién.

Hubo un minuto de silencio y, a continuación, el manantial siguió aclarando:
- Y tan metido tiene en su cabeza este niño lo de las rutas largas por estas montañas, que ni siquiera se fija en mis aguas claras cuando por aquí pasan o se paran, un minuto, para llenar las cantimploras. Porque ¿sabes lo que hace muchas de las veces que se han parado a beber de mí o a refrescarse en la sombra del pino?
- ¿Qué es lo que hace?
- Se descalza, corta tallos de hierba y todas las flores que encuentra por aquí cerca, echa todo esto sobre las aguas de este manantial mío y se pone a pisarlo. Como si pretendiera hacer una mezcla de barro, con hierba, flores y mis aguas claras. Y esto es lo que hace sin que nadie sepamos, al menos yo no lo sé, para qué lo necesita ni qué placer consigue con ello. Será, desde luego, para él como un divertido juego pero doloroso y feo para mí. Toda mi vida aquí regalando agua a la sierra y procurando que las plantas y las hierbas nazcan y crezcan y den sus flores y sus frutos para que un niño de humanos venga un día y haga lo que te estoy diciendo. Y es que no te puedes imaginar lo que me duele ver en él lo que te he dicho. Primero porque él es un niño y, esta forma de comportarse con la naturaleza de estas montañas, con las flores y las plantas, no lo considero bueno. Y segundo porque rompe y enturbia el riachuelo por donde van mis aguas. Me hace tanto daño que, sin que lo sepa, sufro y lloro en silencio.

De nuevo hubo un minuto de silencio. Él miraba embelesado al pequeño riachuelo que dibujaban los hilillos de agua que se iban ladera abajo. Hacia lo hondo del barranco y en busca de los primeros metros del que, unos kilómetros más abajo, ya era un río grande, enormemente bello y asombrosamente claro. Por allá a lo lejos, siguiendo el curso de este río, se veía un gran rebaño de nubes blancas, como esturreadas por el cielo y pastando. Y parecían como si jugaran un divertidos y hermoso juego, jamás inventado por los humanos. Recogió él luego sus miradas hacia el tronco del gran pino viejo. Y, en uno de sus lados, se quedó fijo mirando. Descubrió que en la corteza del tronco de este árbol había una herida nueva. Y pensó que alguien, sin duda algún humano, con su navaja o cuchillo, allí había tallado su nombre o el de alguna persona amada. Sin importarle los desgarros que había inferido al árbol. Nada dijo de esto al manantial. Pero sí abrió su original cuaderno y en silencio escribió durante un rato.

Al poco, lo interrumpió de nuevo el murmullo del manantial que le decía:
- Y te he contado este secreto mío para ver si tú me ayudas y podemos hacer algo. A pesar de todo, ya te he dicho que este niño es bueno. Su cara parece de seda, sus manitas de caramelo y su corazón, como la caricia del viento en una tranquila mañana de primavera. Por eso me he enamorado de él. Quizá los mayores que lo llevan por estas montañas, sin que lo sepan, le están enseñando lo que no es correcto y él, como niño que es, todo se lo toma a juego. ¿Qué se te ocurre a ti que podríamos hacer?
- ¿Tú qué es lo que quisieras?
- Me gustaría enseñarle sensibilidad por la pureza de un manantial en lo alto de una cumbre, como soy yo. Y también respeto y gusto por las flores que brotan en estas montañas. Y luego, si fuera posible, amor por todo lo pequeño que brota en las praderas, barrancos y laderas. ¿Podríamos nosotros hacer algo de esto que te estoy diciendo?

Y el de la casa transparente frente al manantial de las rocas doradas que miran al sol de la tarde, de nuevo guardó silencio. Sin dejar de mirar al claro chorrillo de agua que brotaba en el mismo tronco del pino. Cerró su cuaderno, miró con dulzura a las florecillas que por allí cerca crecían y luego dijo:
- La tarde se acaba. Tengo que irme. Vendré a verte mañana.
- Y mientras tanto, si vuelven otra vez por aquí ¿qué le digo o hago?
No respondió a esta pregunta. Se despidió del manantial justo cuando ya la luna asomaba por detrás de la alta montaña que, al otro lado de la llanura, se alza.

Aquella noche, la luna brilló como nunca se ha visto en estas sierras. Tenía una luz tan clara que parecía de día y con un tono azul celeste, semejante a los cielos limpios de las más limpias mañanas. Y, a lo largo y ancho de todas estas sierras, aquella noche hubo un silencio tan denso que parecía que todo había llegado al final de los tiempos. Una noche extraña porque no se parecía a ninguna otra pero hermosa, serena y bella, como el más bello de todos los sueños.

Y él, en su casa tallada en la pura roca y donde el manantial brota y juega con la transparencia, contemplaba a la noche. Sentado, durante mucho rato, junto a la pequeña corriente que se desliza por la superficie de la roca y muy próximo al redondo charco. Y no dejaba de mirar al cielo, como esperando la presencia de alguien. Y, en el cielo, un poco al sur y por encima de los árboles del espeso bosque que rodea su casa, se veía brilla la estrella. Una lumbrera grande, casi como la luna de la noche clara y reluciente como un sol pequeño.








Y su corazón, aquella noche, estaba lleno de una ilusión mágica. Gozo sereno, paz honda y ancha, sensación de plenitud en calma y luz tan purísima como las más claras aguas de los más limpios manantiales que brotan en estas montañas. Sabía, lo tenía luminoso en su corazón, que al amanecer del día siguiente, llegaría.









6- De rutas por las montañas

El encuentro lo fijaron donde se juntan los arroyos. Justo donde la corriente pasa muy suave, lamiendo las blancas rocas. Es desde aquí desde donde arrancan las sendas. Al menos tres sendas y cada una en dirección contraria. Una sube por el arroyo de las encinas, la segunda baja por la ladera siguiendo el arroyo de los acantilados donde anidan los buitres y la tercera sube por la solana hacia el lago de los patos. Por eso tienen nombres propios cada una de estas tres sendas: la de los Buitres, la del lago de los Patos y la de las Encinas. Y son hermosas como pocas otras sendas en estas sierras porque surcan paisajes muy bellos cada una de las tres.

Al salir el sol, tal como habían acordado, se encontraron donde se juntan los arroyos y arrancan las sendas. El de la camiseta de colores, que era el que había convocado, dijo:
- Hoy toca la circular Barranco Oscuro, Puerto de las Rocas, Manantiales de los Ríos, Senda de las Higueras y vuelta por donde los Nidos de los Buitres. Más de treinta kilómetros y por eso hay que darle fuerte. Tenemos que demostrar que somos lo que hacemos las rutas más largas y duras por estas sierras.
Uno de los que había llegado, atraído por el Convocador y atraído por el deseo de aprender cosas de estas sierras, preguntó:
- ¿A quién tenemos que demostrar lo que dices?
- A los que me critican.
- Pero yo siempre he creído que la sierra, nubes, viento, lluvia, bosques, flores, ríos y fuentes no son elementos para que los humanos demostremos nada. Desde siempre he creído que la naturaleza es para gustarla simplemente y para que aprendamos de ella y no para competir y luchar para demostrar cosas.
- ¡Tonterías! A la sierra se viene a trazar y recorrer rutas largas para luego contárselo a muchos y que te envidien por tu gran esfuerzo y hazaña.

Ya no se habló más, en este momento, de este asunto. El día estaba comenzando y había que ponerse en marcha siguiendo las indicaciones del Convocante. Éste les dijo a los que habían llegado:
- Así que en marcha y que nadie se crea que vamos de paseo. La ruta de hoy es de la más larga y por eso hay que ir de prisa. Nada de pararse a contemplar flores, rocas, charcos o nubes.
Otro de los convocados dijo:
- Pero yo no quiero ir con la lengua fuera todo el día. A mí me gusta más caminar despacio y gozar de cada árbol que nos encontremos, cada roca, cada charco, cada pradera de hierba y hasta de los trinos de los pajarillos. Si vamos, como dices, a toda marcha porque hay que darse prisa para que dé tiempo recorrer la ruta antes de que se acabe el día, nos perderemos lo mejor.
Y otra vez el Convocante preguntó:
- ¿Y qué es lo mejor en esta sierras?
- Pues ya lo ha dicho aquí el compañero: descubrir los matices de todo lo que nos vayamos encontrando, gustar íntimamente las cosas y no lo contrario. Que por el ansia de hacer grandes rutas nos perdamos las verdades sencillas que hay por estas montañas.
- De nuevo digo que esto que decís son tonterías. En la sierra lo que importa es trazar rutas de treinta kilómetros al día, que sean circulares, que haya que sufrir mucho y caminar por donde nunca nadie va. Hay que demostrar que, a pesar de los años, somos los más resistentes. Que vean que nuestras hazañas son únicas. Para que se mueran de envidia y dejen de criticar.

Otra vez los convocados guardaron silencio. Pero el primero que había hablado, para sí, se dijo que él no había venido a estas sierras para demostrar nada. Que los humanos lo único que tenemos que demostrar es que somos mucho menos que la flor más pequeña de cualquier prado de la sierra. Por eso lo único que le interesaba era el verde de las encinas, el rumor de la corriente saltando por los arroyos, el fresco del vientecillo, el silencio, los colores del cielo y mil cosas más parecidas a éstas. Tenía claro que estas sencillas realidades siempre regalan mucho más placer que el hecho de recorrer rutas de treinta kilómetros a lo largo de un día entero. Esto pensaba él pero ahora, no dijo nada. Ya sabía cómo pensaba el Convocante. Y el que convocaba otra vez dijo:
- Venga, en marcha. La montaña nos llama y hay que atacarla con la energía de los valientes. Que mañana hable todo el mundo de nosotros y se mueran de envidia.








Por la senda que sube pegado al arroyo, en dirección contraria a como corren las aguas, comenzaron la ruta. Caminando despacio, al principio, pero aligerando el paso cada vez más. Y, sobre todo, el que había convocado. Éste, se puso delante del grupo y, sin pronunciar palabra, comenzó a remontar cada vez más aprisa. Pero los que le seguían, tres venidos de lejos de estas sierras, en cuanto recorrieron trescientos metros, se entretenían asombrados.

Poco a poco iban viendo que, antes ellos comenzaba a surgir un mundo tan bello que parecía sacado de la fantasía de los sueños. Las aguas del arroyo, a veces remansadas, cayendo en pequeñas cascadas, saltando y deslizándose por entre las rocas y piedras y siempre dibujando los más delicados y asombrosos cuadros. Restallaban los colores, las luces, las transparencias, las texturas y los movimientos más fantásticos y delicados. Y todo esto, por momentos distinto y cada vez más bello, a cada curva o tramo del arroyo. Y lo mismo sucedía al frente y por la izquierda y derecha. El bosque de encinas centenario, a cada metro, se espesaba, mostrando gruesos troncos, densas ramas, misteriosos claros oscuros entre los verdes más puros y las luces más variadas. Las sombras se derraban y parecían jugar al escondite con los primeros rayos del sol de la mañana. Uno de los que caminaba despacio y había llegado de lejos, dijo:
- Solo por ver estos y sentirlo acariciando el espíritu, merece la pena todos los esfuerzos y gastos.
- ¡Es fantástico!
Añadía otro de los compañeros.

Pero el de la camiseta de colores, caminaba a toda prisa sin fijarse en nada. De vez en cuando volvía la cabeza y decía:
- Venga, señores, que parece que esto sea un paseo de recreo.
Y caminaba más aprisa aun. Llegaron a la junta de tres pequeños arroyos, cruzaron la corriente, saltando por unas piedras, torcieron para la izquierda, siguiendo la vieja senda y atacaron la pendiente de la ladera en busca del Collado de las Rocas.
- En diez minutos hay que recorrer esta cuesta.
Seguía proclamando el que guiaba. Y sí que fue así. Pero solo él porque los demás, se fueron quedando más y más rezagados y sin fuerzas. Sin embargo, sudaban a chorros limpios y se les salía el corazón por la boca. Uno comentó:
- No sé qué sentido tiene ir tan aprisa.
Dijo otro:
- Nos esperará en lo alto. En cuanto llegue al collado, seguro que se para y aguardará a que lleguemos.

Pero cuando por fin remontaron al collado, lo vieron por las laderas del segundo barranco. Le dieron voces y él les contestó:
- Parece que venís pisando huevos. Así no se puede venir de rutas por estas montañas.
Dos de los tres que se habían quedado rezagados, bajaron a toda prisa con la intención de alcanzarlo antes de que volcara al tercer barranco. Y el tercero, sin decir nada, se vino para la derecha, por donde las rocas del collado se amontonaban, con la intención verlas tranquilamente. Por aquí, por donde se amontonan las rocas en la cumbre que se hace collado, el paso es muy difícil. Pero por entre las grandes grietas de las rocas, fue buscando un camino y poco apoco avanzó. Salió, en unos metros, al comienzo del barranco primero. Y, asombrado, empezó a descubrí que allí estaba el fabuloso manantial. Brotaba, lleno de fuerza, claro y fresco, de la pequeña cueva en una de las rocas. Y, nada más brotar, caía como en un abanico y barranco abajo se iba en busca del río.

Tan maravilloso le parecía al hombre este hallazgo que, junto a la roca de donde brotaba el agua, se paró. Descolgó su mochila y allí mismo se sentó. Oyó, en estos momentos, que los compañeros lo llamaban, pero no hizo ni chispa de caso. Dejó que se alejaran siguiendo al que ya se había perdido por la ladera del tercer barranco. Y, durante mucho rato, varias horas que se pasaron volando, contempló, meditó, gustó, saboreó, escribió algo en un pequeña libreta y luego, sin prisa ninguna, sacó los alimentos de su mochila y comió. Como un rey, en el centro del más fabuloso de todos los reinos y acompañado de los mejores amigos jamás soñados. Frente al Barranco por donde se iba el agua del manantial y por donde, allá en todo lo hondo y sobre el horizonte, se veía un cielo muy azul repleto de grandes nubes blancas.

Al caer la tarde, todavía con dos horas de sol, el hombre del manantial de las rocas, cargó con su mochila, recorrió el camino que habían andando por la mañana y regresó a la junta de los arroyos. Justo donde por la mañana se habían encontrado y dieron comienzo a la ruta por la montaña. Y, al llegar, vio que los compañeros aun no habían aparecido. No tardaron en asomar y el primero, fue el que había convocado. Subía por la senda de la umbría, la que se conoce con el nombre de Senda de los Buitres, porque roza, al pasar, los acantilados donde anidan los buitres. No se paró a observarlos aunque sí, una gran bandada, por allí mismo estaba planeando. Al llegar a la junta de los arroyos y el cruce de las sendas y encontrarse con el hombre del manantial de las rocas, le dijo:
- Esto no es serio. Con vosotros no se puede venir a la sierra. Fíjate cómo traigo los pies de tanto como he caminado. Llenos de ampollas por todos sitios, sangrando, las piernas arañadas y la rompa empapada en sudor. Vengo agotado, muerto de sed y hambre pero con ganas de seguir comiéndome cada montaña de éstas. Que de mí no se diga nunca que no soy valiente. Por lo menos treinta y cinco kilómetros he recorrido y la ruta ha sido circular. ¡Para que te vayas enterando!
- ¿Y los dos compañeros que faltan?
Preguntó el hombre que había pasado el día contemplando junto al manantial de las altas cumbres. Respondió el devora montañas:
- Creo que vienen por allá abajo pero, como tú, entretenido en todo lo que aparece antes ellos. Que si la florecilla, que si la mariposa, que si la mata de hierba, que si el pino, que si la roca, que si la encina, que si… Esto no es serio. Parecéis niños chicos y por eso, con vosotros no se pueden trazar rutas por estas montañas. Abrid los ojos de una vez y aprender de mi ejemplo.

El hombre de los manantiales de las altas cumbres, no dijo nada más pero a punto estuvo de comentar:
- Pero yo he gozado como nunca en mi vida. El alma, el corazón y todas las fibras de mi cuerpo se me han llenado de la transparencia y belleza del manantial más bello del mundo. ¡Qué espectáculo! Y, como regalo y para siempre, me lo he traído recogido en mi libreta. No necesito más.
Quiso también, en estos momentos, sacar la libreta que traía en el bolsillo y leer lo que había escrito mientras contemplaba el manantial de la cumbre. Para compartir esta emoción con el de los pies llenos de ampollas y mientras terminaban de llegar los dos compañeros que faltaban. Pero tampoco lo hizo. Aunque sí, pero de espaldas al que había recorrido los treinta y cinco kilómetros.

Porque éste, tomó asiento sobre las rocas, junto a la corriente, se empezó a quitar las botas, metió los pies en el agua pura y clara y empezó a lavarse para curarse, de alguna manera, las heridas de su gran caminata. El de los manantiales de la cumbre, de espaldas al que se moría de hambre, sed y sangraba por todos sitios, trofeos de su heroica hazaña, sacó del bolsillo de la mochila su libreta y repasó despacio lo que, junto al manantial de las rocas sobre la cumbre, había escrito. Y, para sí y con el rumor de la corriente de fondo, susurrante leyó lo siguiente:

Las nubes blancas
que, desde lo hondo del barranco,
se alzan,
qué hermosas decoran
a la sierra en calma.
Y, el azul del cielo
que se derrama
por entre nube y nube,
cuánto engalanan
a la sierra entera
tan callada.
Las nubes y el viento
que suave pasa
regalando besos
al alma,
el agua que brota
y la cascada,
con el cielo añil
y las nubes blancas,
llenan hasta lo hondo
y sacian
y elevan al infinito
y salvan.








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