6.06.2008

Aneluz -5

Y durante mucho rato dan vueltas de un lado para otro. Exploran el suelo buscando encontrar huellas, se paran y miran inspeccionando las laderas, los barrancos y la espesura de las madroñeras por entre las grandes rocas, escuchan atentos esperando oír algún ruido o alguna voz pidiendo ayuda. Pero nada. Sólo se oye el chapoteo del agua saltando por las rocas, el paso del suave viento escapándose por entre las ramas de los pinos y el trino de algún pajarillo menor. El sol ya está en lo más alto y ahora el cielo se ha cubierto de nubes. No hace frío, pero sí las sombras de las nubes avanzan por las laderas de los cerros dejándolas manchadas de oscuridad. Por las cumbres, se empieza a juntar la niebla y en el centro de ella, se pierden como para siempre, las elevadísimas crestas.

Pasan dos horas y ya la niña y sus compañeros se encuentran cansados. Se paran junto a la corriente del arroyo, cerca de la ruidosa cascada que abierta y blanca, salta por entre las arrugados rocas. Se sientan por entre las piedras, se miran unos a otros y es la niña, la que rompe el silencio diciendo:
- Creo que es mejor que pesemos despacio a dónde puede haber ido. ¿Qué es lo que más le gusta a él cuando vamos juntos de excursión por estas sierras?
Y el muchacho mayor contesta diciendo:
- Le satisface subir montes. Siempre dice que cuando sea mayor, será el mejor montañero que se haya movido nunca por estas sierras. Por eso ahora se empeña en ir conociendo cada uno de los rincones de estos barrancos y bosques. Todos sabemos que cuando se encuentra con alguna planta o flor rara, se para y ahí se queda todo el rato mirándola.
Y la niña aclara:
- Pues por aquí, de todo esto que a él le gusta, hay abundancia. Así que la pista la tenemos algo confusa. Algo más a ver si damos con la clave.
Y ahora es el muchacho de pelos rubios el que habla para aclarar:
- Más de una vez él me ha dicho que tenía la intuición que por estos barrancos se encontraba la gran cueva oscura del hombre de la profunda sierra. Me dijo que, en cuanto pudiera, un día se iba a meter por la Cueva del Peinero y llegar luego hasta las cumbres del Blanquillo. Puede que hoy se haya ido por ahí.
- Eso es imposible.
Aclara la niña.
- ¿Por qué?
- Para llegar a la cueva que has nombrado y más a la cumbre que corona esos barrancos, tiene que atravesar más de la mitad de estas sierras.
- ¿Y qué? Él sabe que siguiendo toda esta carretera se llega a todos esos sitios. Nuestro compañero no es tonto. Puede haber ido a estos rincones porque además, también me dijo un día que tenía muchas ganas de ver ese campamento que todos los años montan los scouts pegado al arroyo que hay antes del mirador que cuelga.
- Puede ser eso, pero yo recuerdo ahora que aquí mismo, junto a estas cascadas que nos dan compañía, existe una cueva menor. ¿Qué os apostáis a que está metido en ella?
- ¡Es verdad! Seguro que está ahí.

Y sin más, los tres niños saltan por las rocas, cruzan la corriente, escalan un poco por entre los bujes y en cuatro minutos ya están en la puerta de la cueva. La primera en llegar es la niña rubia. Y nada más acercase se para sobre las rocas, se cruza de brazos y dice:
- ¡Hombre! Ya podrías habernos dicho algo. Tú aquí sentado tan tranquilo y nosotros buscándote como unos desesperados.
Y por respuesta, el muchacho perdido y hallado frente a la cavidad de una redonda cueva cerca de la cascada del arroyo, dice:
- Callaros, venid y sentaros frente a la cascada, vais a ver qué espectáculo de música y sonido.

Unos minutos más tarde, ya sentados en la hierba fina que rodea a las aguas del charco redondo, el perdido habla al grupo diciendo:
- Que os digo la verdad: he visto la cueva y estoy seguro que era esa. El hombre del misterio y la sabiduría, estaba allí sentado en la puerta. Al verme me habló y con bondad me pidió que me acercara a él. Me preguntó luego por vosotros y cuando le dije que lo estabais buscando, me respondió que también él nos estaba esperando.
- ¿Pero dónde está la cueva y por dónde se llega a ella?
Pregunta la niña.
- Es por una vereda que sube trazando curvas por la ladera, pero que ahora no me acuerdo.
- Tampoco me acuerdo, pero os juro que la he visto con mis propios ojos.


La cascada blanca
Y los tres amigos enseguida se olvidan del mal rato que han pasado durante el tiempo que ha estado perdido. Miran para donde la cascada se despeña como si de pronto se hubieran puesto de acuerdo en aprender el juego que juega esta corriente. El agua, al caer salpica y las goticas mojan a las mil matas de helechos silvestres trabados en las rocas. Los cabellos de Venus y también mojan a las ramas de los rosales silvestres, al espliego y a los tomillos que aquí, en la misma orilla del arroyo, han nacido.

La cascada, primero asoma por un gran agujero abierto en la roca. El ancho caño sobre un peñasco casi redondeo y entonces, el transparente líquido, se abre como si fuera un paracaídas. Rodea a todo el peñasco y chorreando cae de nuevo a otro charco tallado en la roca. Aquí se recoge como si fuera la cola de coleta de la melena rubia de la niña y todo violento se precipita a otro hoyo más. Es este mucho más hondo y redondo que el primero. Luego se extiende escurridiza y ya comienza su caminar suave por entre las piedras blancas y la arena.

- Pues yo creo que arriba, por detrás de aquellos cerros repletos de pinos verdes, se mece un gran lago azul. En el fondo de este lago hay tres manantiales que brotan robustos trayendo el agua desde el centro de la tierra. De este lago rebosa el líquido y por el arroyo se despeña hasta llegar a esta cascada.
Dice el muchacho de pelos rubios.
- Eso es fantasía tuya. En lo alto de la cumbre no hay ningún lago azul. El agua que ahora mismo estamos viendo caer por esta cascada viene del corazón de las tres cuevas oscuras y profundas que hay en la ladera de esos tres cerros cuajados de pinos que estamos viendo.
El muchacho alto tira una piedra que va a caer al centro de uno de los charcos del arroyo, al tiempo de dice:
- Tampoco tú sabes dónde nace el agua de esta cascada.
- ¿Y tú sí lo sabes?
- Pues claro que lo sé.
- ¿Dónde nace?
- Este arroyo que tiene cuerpo de río nace en lo más alto de los tres cerros distintos. En la misma cumbre, en el centro de una roca, brota un caño de agua en cada cerro. Sube recto hacia el cielo y luego viene a caer a mitad de las laderas donde se forman los tres ríos que un poco más abajo se junta y se deslizan hasta esta cascada.

La niña que es la última en da su opinión, cuando oye al muchacho alto, exclama:
- ¡Ale, ale! Si ellos fueron exagerados, tú no me digas que no le ganas.
- Pues hablan tú, sabihonda ¿dónde nace entonces?
- Yo sé que allá arriba ni hay lago azul, ni cuevas oscuras ni caños gigantes.
- ¿Cómo lo sabes? ¿Lo has visto acaso?
- todos los días veo a las nubes arropando con sus sedas a las cumbres de esos cerros. Sobre ellos dejan sus gotas de agua y sus copos de nieve.
- ¿Y eso qué explica? Esas gotas y esos copos nunca se quedan allí quietos. Siempre se deslizan y se funden hasta forma un manantial o un río. Lo que hemos dicho nosotros puede existir.
- Bueno, puede que a lo mejor todos tengáis razón y con esto hemos llegado.
- ¿Qué se concluye con esto?
- Entre todos hemos descubierto que en la gran sierra de Segura, Cazorla y las Villas, el agua juega un juego que nadie conoce aun. Se me ocurre que hoy nosotros podríamos intentar descubrir más a fondo el juego de este agua. Podríamos subir hasta lo más alto de ese cerro y explorar todo lo que por allí haya y, además, se me ocurre que si invitamos a nuestro amigo, puede sacar foto de todo esto y luego se los mostramos a la gente. ¿Qué os parece?
- Pues fenómeno. Descubrir el juego del agua en las sierras nuestras, será más que apasionante.
Aprueba el muchacho de pelos rubios.
- Desde luego que sí. Vamos ahora mismo.
Confirma el muchacho de pelos morenos.

Y poco después, el grupo de la niña, dan comienzo a la más apasionante de cuantas excursiones se han realizado por estas benditas sierras.

El juego del agua
- No vayamos muy lejos.
Propone el muchacho alto.
- Entonces ¿cómo vamos a saber si hay o no lago azul detrás de los pinos que nos coronan?
- Lo que propongo es ir despacio siguiendo el surco del arroyo para descubrir el bonito juego pequeño que el agua también tiene por entre estas grises rocas.
- De acuerdo. Es buena idea la tuya. Pero debemos tener en cuenta que ya el día está avanzado. La noche nos puede sorprender por el centro de esas cumbres y eso puede complicarnos las cosas mucho.
Anunció el muchacho de pelos rubios temiendo que pudieran perderse por las grandes montañas y quedarse aquí para siempre.

Nadie le hace caso. Todos están tan entusiasmados en el paisaje, en la corriente, los pájaros y la soledad del campo, que no temen nada. Ni el perderse en los bosques ni el que la noche les sorprenda ni tampoco que puedan caerse desde las rocas o los árboles. Ha olvidado todos estos peligros y siguen al muchacho de los pelos morenos que es el que los va guiando. A cada árbol nuevo en su camino, a cada roca que aparece y a cada recodo del río, grita:
- ¡Mirad qué bonito!
A lo que sus amigos, también entusiasmados, responden:
- Mira tú el agua del río de dónde brota.
Y el agua mana de una pequeña poceta entre los juncos y la arena.
- ¡Y qué limpia sale!
- ¡ Y fíjate allí, por donde cae!
Y el agua cae por entre dos rocas llenas de musgo verde y salta por encima de un tronco de pino seco.
- Y aquí, mirad.

Y aquí lo que hay es un remanso pequeño, sereno y limpio, estancado entre las isletas menores de arenas doradas que a su vez están decoradas por juncos y palos.
- ¿Oyes el pájaro que canta?
Y el pájaro es un ruiseñor que escondido lanza sus trinos acompañado por el rumor de la corriente.
- Y aquel pino ¿cuántos años tendrás?
- Por lo menos mil.
Quizá no sea tan viejo, pero desde luego, es un pino alto, verde, grueso, clavado casi en las puras rocas y doblado para el río. Sus ramas se reflejan en otros charcos más grandes y más limpios.
- Si parece un espejo.
- Más que un espejo, lo que parece es un sueño.
- Sí, parece un sueño en el centro de un país encantado y perdido muy lejos de la tierra.

- Eso es verdad, este río no es un río sino un hada que se ha convertido en agua y juega por entre los bosques escondiéndose en los bosques y los pinos.
- Pues desde luego, yo nunca vi un hada tan bonita.
- Es que este hada no es como la de los cuentos ni como la de los otros países. Es el hada de la sierra de Segura y Cazorla.
- Y lo cerca que vive de nosotros. Hoy la podemos tocar con nuestras manos.
- Pues ¿sabéis lo que os digo?
- ¿Qué nos dices?
- Que a mí, esta hada convertida en río limpio y fresco, me gusta más que todas las otras que he conocido.
- Como que es más hermosa y tiene más dulzura que nadie.

Y así jugando con la corriente, saltando por las rocas para bordear las aguas del cauce, ayudándose unos a otros para no caerse, la niña y sus amigos avanzan por el arroyo hacia lo más alto de las cumbres. Los cuatro son felices y los cuatro hoy se sienten orgullosos de poseer una sierra tan bonita y adornada con tantos pinos, chorros de aguas cristalinas y mundos cuajados de silencios. En una curva, a la sombra de varios pinos y sobre el césped de la hierba, se sientan. Dejan sus cosas por allí y se tumban frente al sol y en silencio esperan que el tiempo pase. Cuando ha transcurrido media hora la niña habla para decir:
- Mañana se lo voy a contar a todas las personas que conozco en mi pueblo. Les pediré que un día vengan conmigo a estos lugares a descubrir lo que nosotros hoy hemos descubierto.
Y entonces, enseguida el muchacho mayor le contesta diciendo:
- Lo que pasa es que en cuanto la gente venga en masa por aquí, todos estos paisajes perderán la belleza que ahora tiene.
- En eso sí llevas razón.
Afirma la niña. Y los cuatro de nuevo guardan silencio para oír el susurro que va dejando el agua mientras se aleja arroyo abajo.


El arroyo de cristal
Los espesos pinos proyectan su sombra sobre el césped verde. Y el césped se extiende por toda la llanura justo en el mismo borde del arroyo. Los cuatro niños están tumbados boca arriba y con sus manos juegan en el agua de la corriente. Está fría, pero resulta agradable por sus cosquillas y por el juego.

La niña observa despacio el rayo de luz blanca que penetra por entre las ramas y recto cae sobre la corriente del arroyo que baja por la derecha. Es brillante y ta frágil que ni siquiera el viento la empaña. Nunca ella en su corta vida había visto una cosa tan bonita, tan pequeña y, además, tan juguetona y alegre. “Si estuviera aquí mi abuelica se iba a morir de gusto”, se dice para sí mientras en silencio observa el frágil arroyo blanco.

- ¡Eh niña!
Oye de pronto. Se sorprende un poco y vuelve su cabeza para el arroyo. Sin miedo ninguno pregunta:
- ¿Quién me ha llamado?
- Soy yo. Contéstame despacico para que nadie se dé cuenta. ¿Quieres venir a mi lado?
- ¿Quién eres y a dónde tengo que ir?
Pregunta muy bajico la niña del pueblo blanco.
- Soy el rayo blanco de sol que tú estás observando a través de las ramas de los pinos. Estoy aquí, brillando sobre al agua del arroyo que corre por tu derecha. Levántate y ven despacico, quiero contarte un secreto.

Y la niña, llena de curiosidad y feliz por la invitación que le hace el rayo de sol, anda despacico y enseguida llega al arroyo. Se para junto al agua y mira sin prisas.
- Aquí me tienes ¿qué secreto quieres contarme?
- Es de un tesoro que tengo allá entre los pinos y los manantiales de las altas cumbres.
- ¡Un tesoro!
- Es más bello y grande del mundo.
- ¿Quién lo escondió allí?
- Hace mucho tiempo, en estos bosques y barrancos, vivió una niña que era así como tú. Se llamaba Evarina. Le gustaba mucho correr por los campos y por eso, cuando un día murió, me encargó a mí que cuidara de un gran tesoro que había ido juntando desde pequeña.
- ¿Y está muy lejos ese tesoro?
- Tienes que seguir todo el arroyo arriba y al final lo encontrarás, pero si yo no te ayudo no podrás dar con él.
- ¡Claro! Porque yo tan pequeña ¿cómo voy a llegar tan arriba?
- Podrás, pero para lograrlo tendrás que superar algunas pruebas. Sólo una niña como tú y que reúna tres virtudes podrás llegar a descubrir y poseer este bonito tesoro.
- ¿Cuales son las tres virtudes que se requieren?
- La primera es que te guste el campo, la segunda que sepas descifrar las canciones que cantan los arroyos y la tercera, que encuentres y te hagas amiga de un rayo de sol más blanco que yo y más bello, que anda perdido por entre estas montañas.
- Pero a mí me gusta el campo desde que nací porque eso fue lo primero que me enseñó mi abuela. Ya tengo unas de las tres virtudes.
- Eso es verdad, pero ¿y las otras dos?
- ¿Cómo podré aprender a descifrar la canción que cantan los arroyos?
- Es fácil, pero tendrás que lograrlo tú solica. Nadie te puede enseñar una ciencia tan fina. Necesitas sentarte mucho rato junto a la corriente de los arroyos y, en silencio, escuchar muy atenta todo lo que el agua va cantando al saltar por las rocas.
- Y el rayo de sol ¿cómo lo encontraré?
- Primero tienes que aprender a descifrar la canción de los arroyos. Después te será fácil el tercer paso.

Y en estos momentos una nube negra tapa al sol. El rayo blanco desaparece y aunque la niña lo espera, ya no aparece. Ella cree que se ha escondido entre las aguas del arroyo y por eso, durante un rato más, se queda quieta observando a la corriente. Le entra curiosidad por saber qué habrá en el tesoro que Evarina escondió allá en las cumbres y se decide a irse por el arroyo cuando en estos momentos la llaman otra vez.
- ¿Aneluz, dónde estás?
- Aquí cerca y por entre los juncos del arroyo.
Mira para el barranco del gran río Guadalquivir y al ver a sus amigos, se va corriendo hacia ellos. Se une a ellos y siguen jugando, pero a partir de este momento, en su pequeño corazoncico ya ha decidido hacer todo lo que esté en sus manos para lograr encontrar el tesoro. Pero recuerda que tiene que ser ella sola, sin ayuda de nadie más.


El árbol que llega a las nubes
Cuando la niña llegó al grupo de sus amigos se encuentra con una sorpresa: el mayor de todos y el que debía ser más responsable, ha realizado su travesura número diez. Y esta travesura sí ha sido de campeonato. Ha invitado al muchacho de los pelos rubio a jugar. Este le ha dicho que sí y el juego ha comenzando. El muchacho mayor corre detrás de él, lo alcanza, lo apresa cerca de la corriente del arroyo y sin pensarlo dos veces, lo ha tirado a las aguas con ropa y todo.
- ¡Socorro que me ahogo!
Grita el muchacho de los pelos rubios en el centro del charco y agarrándose a los juncos de la orilla. El muchacho mayor lo observa, pero no le presta ninguna ayuda.
- ¡Te vas a enterar!
Sentencia el muchacho de los pelos rubios y cuando por fin logra salir de las aguas, sin pensarlo mucho, la emprende contra el que la ha tirado a la corriente. Este, para librarse del ataque, corre, se agarra al tronco de un grano nogal que hay cerca y sube hasta lo más alto.
- Te cogeré y me las pagarás.
Sigue sentenciando el muchacho ahora remojado mientras anda casi de la misma forma que los monos al tiempo que se sacude el agua que le empapa.

Pero de pronto, sin que nadie lo espere, el muchacho mayor sorprende a todo el grupo gritando:
- Tierra a la vista.
- Pero ¿qué dices?
- Sorprenderos conmigo si os digo que desde esta atalaya se divisa casi toda la Sierra de Segura. La mitad del río Guadalquivir y el gran Pantano del Tranco.
- ¿Eso es verdad?
- Tal como os lo estoy diciendo. Subid hasta lo alto de este árbol y veréis. Por mi lado derecho veo el río Guadalquivir, el Charco del Aceite, la amplia curva que describe hasta llegar a Mogón, el pequeño pantano que por ahí construyeron y por lo alto de la loma, los pueblos blancos de los olivos. Es fantástico el panorama sin tener que moverme casi nada.

El muchacho de los pelos morenos ni lo piensa. Asciende tronco arriba, el otro muchacho, detrás y la niña, que es la más pequeña, se queda la última y no es capaz de superar la cruz del árbol.
- ¡Ayudadme!
Grita extendiendo la mano y si, el muchacho de los pelos rubios y entre todos, logran llevarla hasta lo más alto de una rama gruesa.
- ¡Qué bonito!
Es lo primero que dice al observar el gran panorama que desde arriba se divisa.
- Si parece un sueño.
- Y es que es un sueño. Yo creo que nadie en el mundo sabe en qué lugar crece este árbol ni tampoco nadie sabe lo que desde aquí se descubre.
- ¡Mirad, por aquel lado se ve el lago azul!
Advierte el muchacho de los pelos rubios y es verdad. Desde la copa del árbol se divisa una gran masa de agua azul y limpia que se mece entre varios cerros de grandes rocas y pinos verdes. Pero lo que ellos llaman lago azul es sólo el Pantano de Aguascebas. La pequeña y transparente masa de agua entre los pinos más verdes de estas sierras y las rocas más brillantes nunca vista bajo el sol. Sobre tan limpia masa de agua caen varios rayos de sol que se han escapado por entre las nubes. La niña observa y en su corazón se pregunta si uno de estos rayos será el que ella anda buscando. No está segura, pero cree que sí, pero ¿cuál es la señal para saberlo? Piensa que se lo podría preguntar al mayor de los tres muchachos, pero ella no olvida que es un secreto.

- Sí, un secreto. Eso es lo que vamos a hacer, guardar el secreto.
Anuncia de pronto el muchacho mayor. La niña lo mira sorprendida y algo temerosa. ¿Cómo puede saber él que ella tiene un secreto? Por esto le pregunta enseguida:
- ¿Qué secreto?
- El de este árbol. Debemos guardar el secreto y no decir a nadie en qué lugar de la sierra se encuentra. ¿Qué os parece?
- Pues que es una idea estupenda. Así nadie sabrá nunca ni de nuestras aventuras ni de nuestras excursiones por la Sierra de Segura y Cazorla y las Villas.
Responden todos aprobando la propuesta del muchacho mayor. Y allí, en la rama más gruesa y alta del árbol gigante que nadie conoce, se quedaron mucho rato contando sus cosas y jugando sus juegos.


La comida en el campo
Han pasado las horas y el sol, siguiendo su camino invisible, se ha colocado en lo más alto del cielo. La niña y sus amigos ya han subido tantos cerros, han escalado tantas rocas y árboles y han jugado tanto que a estas horas del día tienen, no sólo hambre, sino mucha hambre. De nuevo es el muchacho mayor el que se encarga de animar el grupo dando una gran voz y diciendo:
- ¡Atención compañeros! Ha llegado la hora de la comida. ¿Quién es mi amigo?
- Todos te queremos mucho y somos tus amigos.
Gritan casi a la par el resto del grupo.

Corren saltando las rocas y junto a la corriente, pegado al tronco de un grueso pino, sobre la hierba se sientan. El mayor abre las bolsas y conforme va sacando cosas, aclara:
- Esto es pan del pueblo de Beas de Segura, el mejor pan del mundo.
Y la niña lo mira y a punto está de decirle que el mejor pan del mundo lo hacen en el pueblo de su abuela, en Pontones de Santiago de la Espada que es también el pueblo más bonito del mundo porque allí nace el río Segura. Pero guarda silencio y se dice que en cuanto se le presente la oportunidad, lo va a decir. Sigue el muchacho mayor:
- Esto es queso de la Sierra de las Cuarto Villas, estos son higos secos del pueblo de Quesada y por fin, esto es una cantimplora llena de agua de los manantiales que brotan en estas sierras. ¿Os gusta el banquete que os he preparado?
- El mejor de los banquetes que nunca disfrutó nadie.
Confirma la niña.
- Pues lo más rico aun estar por presentarse
- Tú hazme ya a mí un bocadillo porque si tardas dos minutos más me muero de hambre.
Exige el muchacho de los pelos rubios. Y acto seguido interviene la niña diciendo:
- Por cierto, donde mejor hacen el pan en todos los pueblos de esta sierra, yo sí lo sé.
El muchacho de pelo moreno la mira y dice:
- En el pueblo del pez de las orejas grandes.
- Frío, frío. Yo lo sé porque un día me lo dijo mi abuela y para que lo comprobéis, cuando queráis os llevo por allí y compramos pan.
- Pues dilo ya para que nos enteremos.
Y la niña:
- Ahora no lo voy a decir porque no vais a creerme, pero en cuanto regresemos a mi pueblo blanco y veamos a mi abuela, se lo vamos a preguntar. Ella os lo dirá y así quedareis satisfechos. Mi abuela no miente. Nunca me han mentido a mí.
- Pues cuando regresemos se lo vamos a preguntar.
Confirma el muchacho de los pelos morenos.

Y el mayor de todos, comienza a partir grandes trozos de pan que va rellanando con los suculentos manjares que hace poco ha anunciado, pero antes, los va regando con un buen chorro del mejor aceite.
- ¿De dónde este aceite?
Pregunta el muchacho de los pelos morenos.
- ¿De dónde va a ser? Pues de nuestra tierra. Aceite ecológico del pueblo de Puente Génave y anda que no está rico. El chorizo y el lomo, también son de uno de los bonitos pueblos de estas sierras nuestras. Ya veréis que rico está todo. Esto no os lo había dicho porque quería que fuera sorpresa.
Y el muchacho mayor va dando a cada uno su correspondiente ración y esta, empieza a desaparecer como por arte de magia. El sol, silencioso cae sobre el charco del arroyo. El viento mueve con cuidado las copas de los pinos, los pajarillos saltan por entre las ramas del espeso bosque y alguno que otro se para cerca como si quiera enterarse de lo que allí está ocurriendo. Los niños, tan felices, han tomando posesión del rincón y se siente dueños no sólo del momento sino de cuanto por allí existe y respira.

Es a la niña a la que se le ocurre la idea y por eso rompe el silencio diciendo:
- Podríamos traernos una tienda de campaña y plantarla por aquí.
- Sí ¿y qué?
Pregunta el mayor de todos.
- Pues que aquí nos pudríamos quedar para siempre. Fíjate que este lugar no es propiedad de nadie. Ahora mismo aquí nadie nos manda ni a nadie tenemos que obedecer. Nos sentimos libres. Estas piedras, ese árbol y el arroyo, son nuestros y ningún mayor está presente para que nos prohíba nada.
- Eso es verdad. Si nos venimos a vivir a este rincón seremos más libres que nunca y así podremos hacer todo aquello que nos apetezca.
Aclaran los otros dos muchachos. Y a continuación, el muchacho de los pelos rubios da respuesta a la proposición diciendo:
- Pero claro, cuando caiga una nevada que cubra todo esto ¿cómo nos vamos a defender? Cuándo el hambre nos ataca ¿de dónde vamos a sacar alimentos? Y cuando queramos oír música o ver la tele ¿qué hacemos?
La niña lo mira y enseguida habla diciendo:
- El frío lo podremos combatir con mantas que nos dejarán nuestros padres. El hambre lo solucionaremos buscando nueces, madroños y muchas otras frutas que por aquí hay y en cuanto a la tele y la música, de eso podremos pasar. Los cauces de estos arroyos y las nubes que aparecen y desaparecen por entre los pinos, son mucho más hermosas que las cosas que ponen en la tele.

El muchacho de los pelos rubios contesta a la niña diciendo:
- Pero es que hay más problemas.
- ¿Cuales son?
- Por ejemplo, los lobos. Cuando por la noche vengan ¿cómo nos defenderemos?
Y dice la niña:
- En estas sierras nuestras ya hace mucho tiempo que desaparecieron los lobos. Yo lo sé porque me lo ha contado mi abuela.
- Eso lo dices tú, pero no lo creo.
- Pues créelo porque mi abuela nunca me miente.
- ¿Que no hay lobos? Escuchad veréis como se siente aullar.

Y efectivamente, justo ahora por detrás de una gran roca que está entre el monte, se oye lo que parece el aullido de un feroz lobo.
- Es verdad ¡Mamita mía qué miedo!
Exclama el muchacho de los pelos rubios.
- Vamos a tirarle piedras veréis como sale.
Y los tres niños se preparan para atacar lo que motiva que enseguida el muchacho mayor, salgo con las manos en alto pidiendo paz.
- ¡Me rindo, era sólo una broma!


El orejudo nariz de Pinocho
La niña no se fía de él y aunque éste se aproxima al grupo con las manos en alzadas y pidiendo paz, lo recibe con dos piedras en la mano.
- ¿Para qué son?
Le pregunta el muchacho.
- Para defenderme de ti.
- Ya estás viendo que vengo en son de paz.
- Sí, pero a veces, es sólo la apariencia.

Y justo en estos momentos, el muchacho mayor la coge por detrás, la alza en sus brazos y grita fuerte diciendo:
- ¡Ya eres mía! Ahora te voy a tirar al río para lavarte y luego, fresquita y limpica, comerte toda enterica sentado a la sombra de ese pino.
- ¡Socorro, mamá, está loco y quiere comerme!
- Por mucho que grites nadie te salvará. Ha llegado el momento de mi venganza. Además, estás gordica, tiernecica y lustrosa. Te comeré toda entera.
- Por favor que alguien me salve de las garras de este salvaje.
Sigue implorando la niña al tiempo que patalea y se agita entre los brazos del muchacho mayor.
- Ya ves que estoy fuerte y musculoso. No podrás librarte de mis garras.
Continuó amenazando el muchacho mayor mientras avanza para la corriente del arroyo dispuesto a meter en ella a su presa. Pero no puede llevar a buen fin su propósito. Justo cuando ya está a dos metros del agua resbala en la arena y casi pierde el equilibrio. Este mal paso es aprovechado por la niña que escapa y sale corriendo. Enseguida se refugia tras un peñasco y desde aquí ahora pide ayuda a sus amigos al tiempo que se burla del muchacho que deseaba comérsela.
- ¡Anda que no me has comido! No puedes comerme, nunca podrás comerme porque no me cogerás.

Su enemigo se levanta del suelo sacudiendo la arena y la mira. Lanza sus amenazas contra la niña diciendo:
- Pues ahora estoy más furioso que antes. Voy a correr detrás de ti otra vez. Te alcanzaré y por fin te lavaré en el charco de aguas limpias y luego haré una lumbre para asarte. Ahora me apetece comerte asada porque así estarás más sabrosa.
- Eso ni me lo creo, porque tú no serás capaz.
- ¿Que no?

Y de nuevo la emprende con la niña. Otra vez los gritos de socorro y llenos de miedo y desesperación, se oyen por los barrancos. Al intentar huir, la arena se hunde bajo sus pies y la niña cae al suelo quedando tendida a todo lo largo.
- La suerte me sonríe. Ya eres mía y con mucha más facilidad de lo que esperaba.
Con cara de persona mala se abalanza sobre el cuerpo de la criatura y abre la boca rugiendo como un león hambriento. Pero la niña en esta ocasión ya no se asusta. Tranquila pone sus manos en la boca del hambriento feroz y lo mira a los ojos al tiempo que le dice:
- Te voy a dejar que me comas, pero antes de morir tengo derecho a hablar.
- Eso sí. Tienes derecho a expresar tu última voluntad. ¿Qué quieres decir?
- Sólo una cosa que es importantísima para ti.
- Pues termina pronto porque estoy que me muero de hambre ¿qué es eso tan importante que debes decir?
- Se trata de tus orejas largurichas y tu gran nariz de Pinocho.
- ¿Orejas larguruchas? Yo nunca he tenido ese tipo de orejas. ¿No te habrás equivocado y estás soñando?
- No las has tenido, pero las tendrías. Si hoy tú me comes a mí te saldrán enseguida dos grandes orejas como las de un burro y al mismo tiempo, la nariz también te crecerá y además, te puedes convertir en una estatua de piedra que en este barranco quedará para siempre. Luego en la barriga te saldrá un letrero donde todo el mundo podrá leer lo siguiente: AQUI QUEDO CONVERTIDO EN PIEDRA NARIZ DE PINOCHO POR HABERSE COMIDO A LA NIÑA DEL CUANTO.

Al oír estas palabras el muchacho mayor se echa para atrás y mirando asustado a la niña pregunta:
- ¿Lo que dices es verdad?
- Y tan verdad.
- Pues entonces retiro todo lo que quería hacer contigo. Ya no te como. Yo no quería comerte. Sólo era un juego. Me arrepiento. Dame tu mano y seamos amigos para siempre.
Y entonces la niña se levantó, mira al muchacho mayor, le da un beso y le pregunta:
- ¿Nunca más me querrás comer?
- Te lo prometo. Nunca más.
- Si es así, amigos para siempre.


Los amigos
Los otros dos muchachos que están sentados un poco más arriba, han visto la lucha del muchacho mayor para comerse a la niña pequeña.
- ¡Bravo!
Exclaman al tiempo que aplauden. Se levantan de su sitio, se acercan al mayor y a la niña y les dicen:
- Nosotros también queremos ser amigos.
- Sin dudarlo. Todo el mundo tiene cabida en el club de los amigos sinceros.

Los cuatros niños se abrazan. Comienzan a caminar por el carril de tierra que baja siguiendo al arroyo y mientras se aproximan al gran cauce del Guadalquivir, cantan la siguiente canción:

Somos los montañeros
de las sierras más bellas
amigos y compañeros
de vientos, nubes y estrellas.
Trazamos nuestros senderos
por donde van las praderas
y todos los arroyuelos
aguas nos dan en sus piedras.
Canciones nos dan los pájaros
perfume las verdes hierbas,
silencio los pinos viejos
y cobijo las negras cuevas.
Somos los montañeros
de las sierras más bellas.

Cruzan el puente del arroyo, recorren la distancia que hay desde donde han pasado el día hasta el gran Guadalquivir y cuando ya están cerca de éste, al pasar por debajo de la alameda, la niña hace la siguiente observación:
- ¿Os dais cuenta? Aun todavía no ha llegado la primavera. Los álamos están sin hojas, no hay tiendas de campaña sobre la hierba que ya crece pegado a los troncos ni tampoco coches aparcados entre las ramas de las adelfas.
- No tardarán en llegar los de un sitio y otro. Y sabemos que en cuanto aparezcan por aquí ya deja de haber paz y limpieza en los paisajes
- Pues lo que es a mí, no me gusta nada. ¿Por qué algunas personas serán tan poco cuidadosas y respetuosas con los campos nuestros?
- El otro día me dijo me abuela que estas sierras ya han sido declaradas reserva mundial de la biosfera. Yo me alegro por eso ya que pienso que este es un camino bueno para lograr que sigan siempre igual de bonitas y limpias.

Llegan al gran Charco llamado del Aceite y no de la Pringue como le dicen algunos. Se ponen sobre una de las piedras que por aquí pusieron y le piden al muchacho mayor que le haga una foto para recuerdo.
- Sí, para que nunca se nos olvide este día porque hoy hemos hecho las paces como amigos, para siempre y junto a las aguas del río Guadalquivir.
- Es estupendo porque así será para nosotros el día del sueño junto al Charco del Aceite.
Y justo ahora la niña se vuelve para el amplio charco. Mete sus manos en el agua y lo saluda diciendo:
- ¡Hola amigo!
- ¡Hola niña!
Le contesta el charco.
- Estás hoy muy contenta y te veo guapa como nunca.
- Es que vengo de jugar con mis amigos por la sierra y me lo he pasado bien al tiempo que he aprendido mucho.
- ¡Qué suerte tienes!
- Pues yo te envidio a ti. Siempre aquí tan limpio, tan hermosa entre las rocas, tan repleto de aguas frescas y rodeado de tanto silencio. Sé que las estrellas por las noches vienen a lavarse en tus aguas, la luna se peina su coleta rubia sentada en aquella roca, los cervatillos te besan con sus labios de plata y hasta los jabalíes juegan contigo. ¡Qué suerte tienes tú!

Y el charco le contestó:
- Tienes razón, pero esta paz que estás viendo durará poco. Los fríos del invierno ya se están yendo. Pronto vendrá la gran avalancha de turistas y me llenarán de sudor y otras porquerías. Tú no sabes lo que es eso. ¿Por qué no haces algo para que en verano no venga tanta gente?
- Yo soy pequeña y aunque habla e favor tuyo poco caso me va a hacer.
- Puedes intentarlos. Todos te conoces y te quieren.
- Por intentarlo no pierdo nada, pero no te hagas muchas ilusiones.
- Gracias hermosa niña. Dame un beso por si tardas mucho en volver.
- Sí, un beso y no olvides que aunque tarde en volver, te llevo conmigo y te quiero. Te voy a recordar siempre.

La niña besa el agua con sus rosados labios. Luego se une a sus amigos y algo más tarde se ponen en marcha rumbo a su pueblo. En cuanto llegan, comienza a contar a su madre lo feliz que hoy a sido con sus amigos por las sierras que tanto ama. La madre y la abuela son felices viéndola a ella tan feliz, tan llena de paz y con tanto amor en su corazón para con los ríos y los bosques de estas preciosas tierras suyas. Y como la niña no se ha olvidado de la discusión del mejor pan de la sierra, en cuanto tiene la menos oportunidad, pregunta a su abuela:
- Hoy hemos estado discutiendo abuela. Mis amigos dicen que el pan más bueno de todos los pueblos de esta sierra nuestra lo hacen en el pueblo de las orejas grandes. Tú ya sabes cual es, el que está junto a la carretera y por aquí todo el mundo lo conoce por Puente Génave. ¿Es verdad?
Y la abuela:
- No lo discuto porque puede ser verdad, pero donde mejor pan hacen en todos los pueblos de estas sierras es en mi Pontones querido. En mi Fuente Segura chiquita que es donde yo nacía. Otro pan mejor que ese yo no he conocido nunca.
Y el muchacho mayor:
- Pues yo tengo un amigo que siempre me está diciendo que en el pueblo de la roca, en la panadería Chispa, también hacen un pan riquísimo.

Y la abuela, después de mirarlos un rato, sigue hablando y les dice:
- Vosotros deberíais llevar a cabo un proyecto que yo estoy pensando.
- ¿De qué se trata, abuela?
Pregunta inquieta la nieta.
- Cuando tengáis tiempo y vuestras ilusiones y fuerzas os lo permita, deberíais proponeros ir por todos y cada uno de los pueblos de estas sierras. Vais a cada panadería y compráis pan recién amasado. Os lo comeis regado con aceite de los olivos que se creían por estas tierras nuestras y, si es posible, en forma de tostadas. De este modo comprobáis y descubrí con vuestros propios sentidos en qué sitio es donde hacen el mejor pan.
- Pues eso es una idea estupenda.
- A mí también me gusta porque mi madre me dijo un día que en el pueblo del castillo solitario, el que juega con las nubes y se pasa todo el día mirando al sol, hacen un pan que se chupa uno los dedos. Calentico por la mañana recién sacado del horno, creo que con sólo olerlo, ya se alimenta uno.
Aclara ahora el muchacho de los pelos morenos.
- Pues yo pienso que lo que dice la abuela es lo mejor que podemos hacer. Un día nos juntamos y planeamos irnos por todos y cada uno de los pueblos de esta sierra. Así descubrimos dónde está la verdad de lo que ahora se discute aquí y, además, nos vamos enterando de otras cosas.
Propone el muchacho mayor.
- ¡Vale!
- ¡Todo hablado!
- Trato hecho.
Y a partir de ahora y todavía un buen rato más, siguen ellos preguntando cosas y más cosas a la abuela para enterarse de los secretos y bellezas que sólo ella sabe y, en los pueblos de estas sierras, hay.

En su corazón, la abuela, tenía como una intuición que no sabía concretar y por eso no podía decir. Pero cuando aquella tarde le decía a los niños que se fueran por los pueblos a descubrir en cual de ellos se hacía el mejor pan, ella estaba pensando en las palabras que tantas veces le había repetido la madre: “Los pueblos son todos iguales hasta que en uno de ellos, ocurre lo peculiar”. ¿Y qué era lo que ella quería, no encontrar sino procurar que germinara y en qué pueblo de esta sierra? Ella lo intuía, pero no sabía de qué modo concretarlo y ni siquiera por dónde empezar y qué.


El campamento
Desde el lago redondo en la Sierra, sale un pequeño riachuelo. Se desliza por entre los olivos, las rocas y el romero y va a caer a una hondonada de sombra de álamos y nogueras. Justo en este punto se encuentra el campamento. Como ellos lo saben bajan por el carril de tierra y enseguida llega a él. Aquí se encuentran con un guarda del bosque que pone pequeñas jaula de madera en las ramas bajas de los pinos.
- ¿Para qué son?
Pregunta la niña.
- Para que los pajarillos del bosque vengan y hagan sus nidos.
- Pero lo pájaros siempre han hecho sus nidos en la libertad que les prestan las ramas de los árboles.
- Lo que pasa es que cada día hay menos pájaros. Entre los que matan las personas y los que se envenenan con los insecticidas que esparcen por los campos y los nidos que se comen las culebras, las águilas y los lagartos, cada día hay menos pajarillos por estos bosques. Estas pequeñas jaulas de madera al menos protegen a los nidos y a las crías cuando aun son jóvenes.
- ¿Te podemos ayudar?
- ¡Sí mujer!

Y la niña enseguida se pone mano a la obra. Abren las puertas del coche que está parado junto al camino, cogen las jaulas y comienza a colgarlas en las ramas de los pinos. En poco rato, la ladera de la derecha, la de la izquierda, la hondonada por donde se despeña la corriente del arroyuelo y el valle del campamento, todos los pinos quedan llenas de pequeñas jaulas de madera. Unas son verdes, otras rojas y otras azules. El viento las mece y los pequeños pajaricos que por el bosque revolotean, lanzas sus dulces trinos observando el vaivén de las jaulas en las ramas.
- Ahora, al principio, las extrañan un poco, pero en cuanto pasan unos días, ya se acostumbran a verlas y entonces se van animando a meterse dentro.
Explica el guarda a la niña.
- ¿Pues sabes lo que yo te digo?
- ¿Qué quieres decirme?
- Que esto de poner jaulas por los pinos de estas sierras es divertido. Es la primera vez que lo hago en mi vida, pero ya me está gustando.
- Yo opino que a los niños de las escuelas de estos pueblos nuestros, le debería habla y enseñar estas cosas. Todos los niños deberían saber que un pajarillo en libertad y volando por los bosques, es el más hermoso regalo que Dios puede darnos.
- Pues yo tengo una amiga que tiene en su casa jilgueros, canarios, ratas indias, mariposas y muchos más animales. ¿Qué dices tú de eso?
- Pues ni digo mucho ni digo poco.
- Es que eso no es natural ¿verdad?
- A los animales hay que cuidarlos y mimarlos en su propio campo. En el bosque en que ellos viven como lo hago yo. Esta es su casa, aquí han nacido y en ningún otro lugar podrán nunca ser más felices.

En estos momentos, por las zarzas del arroyo, resuenan los trinos de varios ruiseñores. Algo más abajo, grazna algún mirlo y por el plomizo cielo, planean dos parejas de águilas. El suave rumor del viento cortando las hojas de los pinos se funde con el murmullo de la corriente del arroyo. Todos estos sonidos llenan a la mañana de paz.
- Lo que yo estoy pensando es cómo serían estos bosques y estos barrancos hace cuatrocientos o más años. ¿Tú sabes algo de eso?
Vuelve a preguntar la niña.
- Hoy ya no tenemos tiempos porque según me has dicho, vas de excursión por estas sierras.
- Pero si tú quieres, puedo volver otro día.
- Otro día cuando queráis, podéis volver y te prometo que te contaré montones de cosas que sólo yo sé de estos montes, barrancos y cumbres.
- De acuerdo.
Dijo la niña.

Y poco después, reemprenden la marcha hacia el corazón profundo de su misteriosa y bella sierra de Segura. El tiempo aquel día estaba regalando frío y por el cielo, las nubes grises coronaban y miraban mudas.


Los montones de arena
En cuanto la niña vio a los amigos se llenó de alegría.
- Ya pensaba que no ibais a venir.
Dijo.
- ¿Por qué no íbamos a venir?
- Soy tal feliz cuando estáis conmigo, me lo paso tan bien y jugamos juegos tan divertidos, que cuando os vais, siempre pienso que no volveréis más.
- Pero hoy hemos vuelto. Ya estamos contigo y ahora mismo nos vamos a escalar las cumbres del monte Yelmo. ¿Quién se viene?
Pregunta el muchacho mayor. Todos a la vez levantan la mano y dicen:
- Yo.
La niña es la primera en subir corriendo las escaleras de la casa buscando la puerta de la calle.

Hoy ella está más fuerte. Ya se ha restablecido de su enfermedad y por eso tiene más ganas que nunca de salir y correr por los campos. Pero hoy ella, tiene un secreto guardado en su alma de princesa.
- ¿Qué es?
Le pregunta el muchacho de pelos morenos.
- No os lo puedo descubrir hasta que no estemos en la meta fijada.
Dice ella cuando ya van cruzando el segundo puente que el río color chocolate tiene.
- Pero esperar un momento.
Pide de pronto ella
- ¿Qué pasa ahora?
- ¿Veis esos montones de arena que el río tiene en la curva?
- Pues claro que los vemos. Todos los que pasan por esta carretera, sin querer, tiene que verlos. ¿Qué le pasa?
Pregunta el muchacho de pelos rubios.
- Que llevo tres noches soñando con ellos. Siempre que los veo en mis sueños me llaman a voces y me piden que venga. Estoy preocupada. Debe pasarles algo. Esperar que vuelvo enseguida.

Y la niña se aparta de sus amigos y corre por la torrentera. Salta al rellano y alcanza a los montones de arena.
- Aquí estoy. Me habéis llamados tres veces en mis sueños. ¿Qué queréis?
Y los montones de arena le dicen:
- ¡Qué bien que hayas venido! No tenemos ayudas. ¿Quieres tú darnos tu mano?
- Claro que quiero. Aquí la tenéis. Pero ¿cuál e vuestro problema?
Y sus amigos, desde la carretera ven que la niña se siente en lo más alto de uno de los montones de arena. Deja que pase un rato. Se levanta. Coge algunas piedrecicas y camina para la orilla del agua. Coge más piedrecicas, las besa, las deja luego en el suelo, coge otro piedrecica que tiene forma de pez y pregunta: “¿cuántos años has vivido en este río?” La piedrecica le dice: “Contestaré a la pregunta, pero quiero que tus amigos se enteren también”. “Eso está hecho, ahora mismo los llamo”.

La niña alza su mano, grita fuerte y llama. Los amigos se acercan. Le pide que se sienten y cuando ya están preparados, dice:
- Aquí están mis amigos, podéis hablar.


El perro
Una de aquellas noches, ya bien entrado el mes de diciembre mientras están sentadas, abuela, madre y nieta, al calor del brasero que arde en la mesa de camilla, la abuela le dice:
- Un día crecerás y tus amigos también y entonces, tantos ratos felices vividos por los paisajes de estas sierras, dejarán de ser como son.
- Pero mientras sea niña, abuela ¿por qué no voy a jugar?
- Eso también es verdad.
Y a continuación Aneluz le preguntó:
- ¿Y aquello que un día me dijiste de tu amiga?
- Ocurrió en una Navidad hace muchos años y a mi mente siempre acuden esos recuerdos cuando estas fechas se acercan. A todas las personas mayores nos pasa esto. Cuando la Navidad se aproxima siempre nos llenamos como de nostalgia y echamos de menos los momentos y escenas felices vividas de niños o ya en la juventud. Aquello fue algo hermoso que nunca olvidaré. ¿Quieres que te lo cuente?
- Si, por favor.
Y la abuela le empezó a narrar el siguiente relato:

Ya era diciembre y hasta el frío anunciaba que la Navidad estaba cerca. Las nubes revoloteaban por el cielo, en los olivos las aceitunas ya estaban negras, por los caminos la tierra era barro y cantaban los zorzales al caer las tardes. En el pueblo blanco de la Loma larga, la niña salió de paseo. Al mirar para el lado derecho de la plaza vio a un perro que estaba acostado, por completo enroscado en sí y sobre el cemento de la acera. Había escogido un sitio donde daba el sol, pero a pesar de que el sol calentaba y no hacía mucho frío, el animal estaba tiritando.

Un rato antes, cuando se dirigía al ayuntamiento, en unas de las calles cercanas también había visto este mismo fenómeno en otro perro. Mas no le dijo nada a Sel. Era muy normal que a estas horas estos animales estuvieran acostados en las puertas de las casas o se movieran de acá para allá. Pero ahora, al ver este segundo, de alguna manera ella se fijó despacio. Por un momento tuvo la sensación de que el frío de aquellos animales significaba algo. Sin embargo, ahora tampoco hizo ningún comentario aunque se quedó un poco intrigada sin saber exactamente por qué.

Siguió caminando por la calle y diez minutos después llegaba a la pequeña plaza de la iglesia. Ella, al mirar a las plantas del jardín de la entrada, fugazmente pasó por su memoria la imagen de cuando aquellos días, siendo todavía casi una enana, al salir de la iglesia se ponía a jugar con las flores que crecen por este rinconcillo. Cogía en sus manos los conejitos y los achuchaba, los volvía de un lugar para otro y al final los dejaba. Recordó también algunas de aquellas amigas, muchas de las cuales ya hacía tiempo no veía y en estos pensamientos estaba cuando sus ojos descubrieron algo que enseguida le inquietó. Junto a unas de aquellas plantas, pegada a una adelfa, tomando el sol, se acurrucaba el mismo perro que momentos antes había visto en la plaza mayor. También temblaba como si estuviera arrecido y escondía su cabeza entre los pies.

Al acercase vio como aquel animal movía su cabeza, abrió sus ojos y la miró durante unos segundos. La niña, al recibir en su corazón la luz de aquellos ojos, llenos de profundidad, triste y al mismo tiempo traspasados de dulzura, sintió como si algo por dentro le temblara. Allí estaba el misterio. Aquella mirada lánguida e implorando cariño, aquellos ojos limpios, cansados y serenos, llenos de belleza y al mismo tiempo traspasados de dolor y arrugado por el frío, contenían un mensaje. Estaban implorando cariño y comprensión. Estaban pidiendo una caricia y un poquito de calor humano, pero ¿qué era todo aquello? ¿Qué encerraba aquel singular fenómeno?

Los ojos del animal sólo miraron a los de Grisel por espacio de breve segundos. Enseguida se cerraron y éste volvió a meter su hocico entre las patas y siguió tiritando. Grisel pasó de largo apartando también sus miradas de él y continuó su camino sin rumbo concreto. La tarde caía, por el cielo seguían moviéndose las espesas nubes negras y aunque todo en el pueblo blanco parecía dormir, de una forma especial en el ambiente se saboreaba la Navidad.


El árbol de la Navidad
- Una mañana, hacía unos tres años, al pasar por delante de la puerta de la escuela, Grisel preguntó:
- ¿No parece que hoy ocurre algo extraño en el rincón?
- Sí que lo parece.
Pero ninguna de las dos atinaban con lo que sucedía. Siguieron andando y al poco, de nuevo, fue Grisel la que dijo:
- ¡Mira, es el almendro!

El almendro era un precioso árbol que había nacido en el pequeño jardín de la escuela. Allí llevaba ya cuatro o cinco años y nadie sabía quién lo había plantado. Según decían los maestros, un día brotó y lo dejaron crecer. Por sus flores limpias y rosadas al final del invierno, por su color verde y fresco en primavera, por su sombra espesa y agradable en pleno verano y por sus frutos redondicos y dulce ya entrado septiembre, Grisel le cogió mucho cariño. Bajo sus ramas un día pusieron un asiento y en las tardes de verano, en compañía de Pedrito y sus amigas, ella se sentaba a observar a las personas que pasaban a respirar el aire puro y a gozar de la tranquilidad y el silencio del apacible rincón. A ella le encantaba irse a su sombra y quedarse allí rato y rato.

Junto al almendro, los niños del colegio, un día plantaron un pino y éste brotó enseguida. Lo cuidaron con esmero regándolo todos los días y quitándole la hierba que nacía por su alrededor. Esto hizo que en tres años el pino alcanzara casi metro y medio de alto. Tanto el pino como el almendro eran dos árboles preciosos que llenaban de encanto la fachada de la escuela y el pequeño trozo de calle.

Pero una tarde, dos o tres días antes de la Navidad, al pasar Grisel por allí en compañía de la ancianita, de pronto notó que sucedía algo y luego descubrió qué era. Al exclamar: “¡Mira, es el almendro!” la ancianita rápidamente miró.
- ¡Está roto!
Siguió diciendo Grisel.
- ¡Es cierto! ¿Qué habrá pasado?
- Nos acercamos y lo vemos.
Y sin pensarlo más las dos se aproximaron hasta el lugar.
- ¡Han cortado el pino!
- Sí, eso es lo que han hecho.
Respondió la ancianita un poco apenada.

Y lo sucedido fue que aquella noche, al pasar por la carretera con su coche, unos jóvenes se pararon. Habían subido desde la ciudad con intención de cortar un árbol para ponerlo en sus casas como árbol de Navidad. Al pasar por allí y ver el pino no lo pensaron y fueron y lo cortaron. Como el almendro estaba junto al pino y les estorbaba, lo rompieron sin más. Ellas supieron esto porque se lo contó uno de los maestros cuando dos minutos más tarde salían de la escuela.
- Pero ya los han cogido y lo multarán por ello.
Les dijo al final.
- Después de haber roto el árbol ¿para qué sirve que los multen?
Dijo Grisel y luego, durante un rato, miró apenada al árbol tronchado y queriendo comprender. Mas no podía conseguirlo. La primavera pasada, todas las tardes su amiga y ella habían ido a regarlo. Con detalle y llenas de cariño. Observaban como sus tallos, verdes y llenos de vida, se estiraban.
- Este año va a crecer más que nunca. Me gusta cada día más. Cada día que lo miro encuentro en él más belleza.
Decía Grisel y era cierto: aquel árbol se iba convirtiendo en adulto y cada día resultaba más bonito. Tenía su copa redonda y su tronco era resto como un poste de teléfono. Ella cada día lo quería más y era porque lo había visto crecer desde pequeño.

Por eso aquella tarde, al contemplarlo roto, se puso triste y abrazó a la ancianita diciendo:
- No lo comprendo. No puedo comprenderlo. Es como si no tuvieran corazón. Algunas personas sólo piensan en sí y en ser felices sea como sea.
La ancianita la animó como pudo y luego siguieron su paseo. Pero aquella tarde, un poco después, Grisel triste por lo de árbol, de nuevo habló a la amiga diciendo:
- A veces, cuando estoy allá en la ciudad entre las personas conocidas, tengo la sensación de no ser como ellos. Pienso que soy menos lista, menos afortunada, menos inteligente y desposeída de las “experiencias del mundo y la vida”. A veces tengo la sensación de no ser como ellos y esto, en ocasiones, me pone triste. Pero la verdad es que encuentro cosas entre ellos que no puedo comprender.
- Déjala ya, Grisel, no te preocupes más.
Le dijo su amiga la señora Nemen.

Pero para Grisel lo del árbol fue muy importante. Durante mucho tiempo no pudo olvidarlo y aun, varios años después, de vez en cuando lo recordaba. Aquello fue para ella como la muerte de un trocito de su alma. Como la muerte de una hermosa ilusión. Ahora esta mañana, al pasar por allí, la ancianita recordó lo del almendro. Recordó la tristeza de Grisel y también recordó como a pesar de todo, Grisel fue la primera, entre todos los niños de la escuela, en votar para que dejaran en paz y sin cargos, a los que habían roto el almendro.


Sueño cumplido
Mientras recordaba esta escena llegó a la plaza mayor y descubrió el ayuntamiento frente a ella. Hoy por fin el ayuntamiento estaba en el edificio nuevo, en la misma plaza donde ponían la feria, los coches de tope y las norias. El reloj de este edificio marcaba las diez y media de la mañana.

Pero la ancianita, una vez aquí, no entró a buscar a Grisel, sino que en el banco que hay junto a la fuente de chorrillos delgados y desde donde se vía la puerta del edificio, se sentó a esperarlos. ¡Cuántas veces en otros tiempos también se había sentado en aquel banco! Lo había hecho mil veces cuando era todavía niña y jugaba con sus compañeras. Otras tantas cuando conoció al amigo que le mataron en la guerra y mil veces más en las tardes de feria en compañía de su pequeño hijo. También luego años más tarde en compañía de su entrañable amiga Grisel o simplemente sola frente al tiempo y sus recuerdos.

En más de una ocasión al hablar con Grisel en aquel banco a la sombra del viejo eucalipto, le decía:
- Es interesante que en tu vida cada día tengas algo nuevo. Nunca un día debe ser igual a otro. Al despertar cada mañana trae a tu vida una idea nueva, una ilusión distinta, un nuevo sentimiento de amor o cualquier otra cosa. Lo importante es renovarse cada día y hacer que hoy sea diferente al ayer. Te aseguro que si lo intentas jamás se te agotará el filón de cosas nuevas para incorporar cada día a tu existencia. Pero hazlo por Dios y elimina los días planos, monótonos y sin nuevas perspectivas. Conformarse y quedarse en la monotonía es lo peor que les puede ocurrir a las personas.

Junto a esta pequeña fuente ella había hablado a Grisel muchas veces de estas verdades y otras parecidas. Escuchaba, sin prisa, la música de los pequeños chorros de agua, saludaba a los que a ella se acercaban o contemplaba los gorriones saltando por las ramas de los árboles o las nubes yéndose cielo adelante. Aquellas tardes todo era delicioso y aun lo seguía siendo aunque ahora hubiera ya tantas cosas muertas. Las misteriosas melodías de los chorrillos de la fuente esta mañana seguían siendo iguales de hermosas y originales. Sin embargo, esta música hoy, era nueva como era nuevo el cielo que cubría su alma. Y es que a pesar de todo su alma hoy estaba llena de gozo.

Todo cuanto le había pedido a la vida por fin ésta se lo había dado, pero mil veces en mayor cantidad de lo que hubo pedido. Claro que atrás, al fondo del escenario y en la oscuridad, quedaban los sufrimientos y las lágrimas. No había sido fácil encontrar cada día una ilusión nueva. Pero ahora el camino estaba andado. El momento quedaba cerca. Lo presentía. Ya por fin podía olvidar tranquilamente las largas noches sin sueño, con su soledad y su frío. Ahora por fin ella se daba cuenta que de no haber sido por aquella esperanza cada día diferente y con una nueva fuerza en su alma, todo, mirándolo desde un punto de vista humano, habría sido cruel, monótono y aplastante. Por más que se hubiese empeñado en encontrar una explicación razonable no la habría encontrado nunca. Resultaba como si aquella explicación no existiera. Había llegado a comprender que la humanidad, con sus costumbres, sus leyes y sus vicios, tenía montada la vida sobe un gran absurdo y cuyo tinglado empañaba la verdad y anulaba a las personas.

Ella sólo había pedido amor, sinceridad y rectitud de corazón porque sabía bien que con sólo esto bastaba para la transformación del mundo. Pero a cambio de esto lo único que recibió fue aislamiento, frialdad e incomprensión. Y para no morir ante tan duro impacto tuvo que retirarse a lo más escondido de su corazón. Allí, dejada de todos, ella buscó la manera de traer cada día un poco de ilusión nueva a su alma para así remontarse por encima de la monotonía y lograr que su vida tuviera sentido. Ahora por fin lo había logrado. Lo que quedaba atrás estaba en manos de Dios. Él lo había visto todo. Aquello que había vivido y esperado a lo largo de tantas horas de soledad y aquello otro que había soñado tarde tras tarde mientras las nubes pasaban, las lluvias caían y los pájaros cantaban junto a su pequeña casa. Pero ahora estaba segura. Aunque la humanidad tenía muchas cosas equivocadas, existía un camino para la salvación. Ella lo había descubierto.

Por eso ahora esta mañana, de haber podido, habría abrazado, en un abrazo sincero y definitivo, todo cuanto guardaba en el recuerdo. Su idea era que uno ha de tener siempre una escala de valores. No todas las cosas valen por igual ni da igual hacer esto o aquello con amor o sin él. “Así es la historia de cada persona, se dijo, única e irrepetible, porque cada persona es única e infinita. Aunque parezca sólo un cuerpo de carne y huesos que se mueve de acá para allá hasta que un día la muerte le para el corazón y se convierta en polvo, no es así. Cada persona es algo más que carne y huesos, muerte o polvo. Empieza en el infinito y se acaba en el infinito. Por eso tiene sentido la historia particular de cada ser humano aun por pequeña que parezca. Tiene tanta o más importancia que la historia de los planetas o el universo entero. Es perfecta y a parte de Dios no existe otra cosa que valga tanto”.

Mas ella, al pensar esto, omitió deliberadamente algo. Es cierto que la historia de cada persona resulta tan importante como la suma general de todas las cosas que hacen las personas, pero, impreso en su alma, grabado a llamas de amor y fe, había un mensaje claro y especial que hablaba de su historia particular. “La historia de la ancianita de los ojos azules”. Todo lo suyo era punto y a parte. No podía confundirse con lo de las otros porque en pocas cosas se asemejaba. Precisamente porque su existencia, ella la había llenado de amor nuevo y diferente cada día y minuto a minuto. Amor callado, humilde y escondido dentro donde se transformaba en fuerza de vida y esperanza. Amor chiquito que amaba la luz y descubría praderas tupidas de flores y perfume. Amor que la elevaba a lo mejor de todo: a lo eterno. A lo que sería plenamente. Ninguna de las otras cosas vividas ni habían sido ni era auténtica. Esta era la marca que distinguía su historia de las otras y de aquí brotaba la singular paz y seguridad que respiraba esta mañana. Había logrado renovar cada día en su alma la ilusión y ahora se encontraba con sus manos llenas.

Desde siempre ella había defendido que mientras las personas no compartan entre sí penas, alegrías, ilusiones, proyectos y amores no pueden llegar a quererse. Y ella tenía las suficientes pruebas para pensar que entre las personas que poblaban las ciudades de la Tierra eran pocos los que, con auténtica pureza de intención, practicaban esta forma de vida. Algunos y solamente algunos se aproximaban, pero el recto eran tan extraños entre sí como extraños y fríos lo eran cada uno de los edificios, luces y redes de antenas para las televisores de sus grandes ciudades. Ella sabía que la mitad de aquellos contactos resultaban negocios interesados aunque camuflados en palabras y matices espirituales de verdades eternas.

De aquí que ella, a pesar de su estrechez, nunca había tenido envidia ni de ellos ni de sus cosas. ¿Envidia de ellos y sus cosas? A veces se decía: A Aunque me las ofrecierais insistentemente no las tomaría. Vuestras cosas no son grandes. No valen lo que os empeñáis en decirme que valen. Y con esto no quiero decir que no tenga su valor. Ellas en sí como vuestras ideas y las demás cosas que os han dado hechas en vuestras ciudades, tienen un valor. Dios las ha creado y puesto en nuestras manos como buenas y limpias, pero para usarlas como ayuda y puente hacia lo que está en la región del espíritu. Creo que entre vosotros hay muchos que no las usan así. Estos son los que se quedan en ellas sin trascenderse. Los que las agarran para devorarlas esperando encontrar en ellas la perfecta felicidad. Los que las destrozan hambrientos con el deseo de convencerse a sí mismos de que ellas son la única verdad. Las toman como absolutas y no son sino relativas.

Por eso de estos no tengo envidia ni de sus cosas. ¿Por qué habría de tener envidia? Mas bien los compadezco. No por su ignorancia sino por lo mal que lo van a pasar en su conversión hacia lo verdadero. Y si no sufren este proceso, si no empiezan a despojarse de casi todo lo que hasta hoy han tomado y están tomando de la civilización y sus semejantes, será peor. El resultado final de esa vida será aún peor, porque siempre el final es lo que importa y en este caso aun más. El final lo es todo. No tengo envidia de lo que algunos son, tienen o poseen. Si a mí se me hubiese dado la oportunidad de vivir la vida en la forma y ventajas en que se le da a ellos, indudable que la habría vivido. Si hubiese tenido dinero, cultura, amigos y la libertad de pensamiento y acción que tienen algunos hoy, indudable que habría tomado de la vida lo que han tomado ellos. Lo habría probado y saboreado todo, pero no para quedarme en ello sino para remontarme ir hacia arriba.

La diferencia no está en tener cosas a nivel material. La diferencia está en la actitud interna que nace del espíritu y que hace que las cosas adquieran una nueva dimensión. Que la vida sea distinta cada día y que esté llena de sentido y luz. Hay que saber entusiasmarse cada día aun con las mismas cosas. Así quedará llena cada hora, cada día, cada año y al final, la suma de todo, será la obra perfecta, hermosa y única entre todas las otras”.

El primer sueño de Aneluz
Cuando ya la abuela terminó de contar estos hechos a la niña, ésta se estaba durmiendo. La noche había avanzado mucho, el sueño se apoderó de ella y se la llevó en sus brazos. Mientras dormía, la dulce niña del pueblo blanco junto al río que corre chocolate, aquella noche tuvo un sueño y en él no vio como en la Biblia, un cielo nuevo y una ciudad nueva. El cielo que vio era el mismo y la ciudad, el pueblo de la roca que se reflejaba en la transparencia del charco. Los serranos ahora llaman por aquí charco al gran pantano que un día construyeron sobre las tierras de sus huertas. Pero los serranos siempre llamaron charco a los hermosos remansos de aguas limpias que de toda la vida se forman en los arroyos de estos montes. Su charco no era el pantano sino el de toda la vida, el que se retiene entre las rocas en las corrientes de los arroyos.

Junto al charco limpio el joven guardaba su libro, la muchacha se recostaba en la hierba, los mayores se afanaban en sus cosas de siempre y los niños jugaban por entre el resto de la corriente limpia del arroyo, frente al charco transparente donde el cielo de siempre y la ciudad de la roca se reflejaba. Todo esto, como una imagen símbolo, pero ella lo viste así:

Un río, el que atraviesa y siempre atravesó el valle, partiéndolo en dos y al norte la hermosa ladera que mira al sur y donde nace el río. La ladera poblada de inmensas encinas oscuras y por debajo de ellas todo el suelo tapizado por un gran césped verde: grandes praderas de hierba por donde pastan los rebaños de ovejas, vacas y bueyes y en las tierras de la llanura, preciosos trigales ondeados por el viento. Toda la ladera, por la llanura y la otra ladera norte, salpicadas de pequeño y blancos cortijos, alrededor de algunos más grandes y junto a los manantiales, los arroyuelos y los huertos. Un mundo lleno de vida que más parece eso: un sueño, una fantasía soñada donde la belleza es lo más importante y después el aire limpio lleno de aromas de rebaños y trigales que maduran.

Bajo la gran encina oscura de la ladera se afana el padre en tejer esparto, sentado sobre la hierba y con sus pies estirados por la torrentera que se derrama hacia el río. Está él ocupado en esta faena y lleno de gozo en su alma por el placer de cuanto le rodea. Un poco más abajo pasta el rebaño y con sólo verlo el gozo le corre por todo el ser. Los animales tienen tanta abundancia de hierba y el tiempo es tan plácido y bueno que no les faltan de nada. Los corderos retozan, cantan por entre las zarzas los ruiseñores y por el bosque de encina se les oyen a los mirlos.

Aquí mismo, a los pies del padre, el joven se recuesta y junto a él la muchacha juega. En sus manos el joven tiene el libro y con interés lee las cosas que en las páginas fueron escribiendo todos aquellos que a lo largo de los siglos vivieron y se afanaron por estas tierras.
‑ Entonces, ¿todo lo que aquí hay escrito es importante?
Le pregunta al padre.
‑ Todo lo que ahí se ha escrito es nada más y nada menos que la historia de nuestros ante pasados, su lucha por la vida, por estas tierras, sus alegrías y sus penas. Lo que ahí está escrito es casi lo mismo que tú ahora puedes ver a lo largo y ancho de este gran valle, pero con profundidad hacia atrás y lejanía hacia delante, porque ahí se recoge no sólo el pasado sino el presente y el futuro de cuanto por aquí respira y existe.

La muchacha mira al joven y al padre y ya sólo con su mirada parece decir que todo aquello y el presente inmediato que ahora mismo viven ellos, es hermoso. Que le gusta y le llena no sólo de paz y gozo profundo sino de esperanzas y ganas de vivir la vida. ¿Quién no puede apetecer un paraíso como este donde por no faltar no falta ni el amor ni la abundancia de manantiales ni las tierras repletas de hierba y bosques?

Algo más abajo, por entre la sombra de las encinas que clavan sus raíces en la misma corriente del río, juegan los niños. Como en el rebaño los corderos, en la familia ellos son los que retozan mientras los mayores se afanan en las cosas serias. Y los niños andan por la corriente y al llegar donde ésta se remansa en un charco, se paran junto a él. Y es que el charco les fascina. Tan grande, todo azul y tan cristal y, además, allí recogido entre las sombras de las encinas y frente a la ladera norte con el pueblo dorado en su centro, el charco les fascina. En el espejo de sus aguas se reflejan las montañas con sus bosques, las cumbres y las nubes blancas y en el mismo, centro destaca el pueblo.
‑ Es como una pura fantasía de juguete que hasta parece viento y ni se puede tocar porque se rompe.
Dice uno de ellos.
‑ Sí que es eso, pero, además, qué pequeño y bonito ahí clavado en su roca de siempre. No parece ni pueblo porque tampoco parece que fuera cosa de esta tierra.
‑ Y, sin embargo, es el pueblo de la roca, nuestro pueblo de siempre que hoy ha venido a bañarse a este charco limpio como si le gustara el rincón y quisiera jugar con nosotros.

Aquella mañana, cuando nadie en el valle lo esperaba y menos ellos, por lo alto de las tierras del collado asomaron los que venían de fuera. Comenzaron a bajar ladera adelante llenos de solemnidad y se acercaron al padre y a los jóvenes. Como quien tiene el poder y viene dispuestos a que se les respete. Por eso allí, junto al padre se paran y sin ni siquiera saludar, el que parece más importante dice:

‑ Yo soy el gran director y éste mi ayudante.
‑ ¿Director de qué, señor?
Le pregunta el padre lleno de humildad y con algo de sencillez.
‑ Soy el único gran director de todo. A partir de ahora van a cambiar mucho las cosas en estas sierras y en este valle.
‑ ¿Cómo qué cosas, señor?
Y el gran director se dirige al joven que sostiene el libro donde está escrito todas las verdades de los tiempos antiguos y de los tiempos actuales y le dice:
‑ Trae ese libro.
‑ Es que este libro lo conservo con cuidado y no se lo puedo dar a cualquiera. En él se escribieron historias bellas que hablan de estos lugares y de los que vivieron en otros tiempos. Si se pierde o se rompe, sería como si de pronto nos quedáramos sin raíces. Seguiremos viviendo, pero desconectados bruscamente del pasado y eso sería malo para nosotros.
Le dice el joven.
‑ Tú trae el libro que encima de sus hojas, encima de lo ya escrito, voy a escribirte a ti un plan que yo, el gran director, traigo para los nuevos tiempos.
‑ Pero señor, escribir sobre estos textos es una irresponsabilidad. Un desastre para nosotros.
‑ Quiero escribir ahí para que se sepa que lo antiguo, a partir de este momento, queda anulado, ya no sirve. A partir de ahora, lo nuevo es lo que vale y será lo importante.

Y como el joven no quiere darle el libro, el gran director se acerca, se lo arrebata de las manos y dándoselo al ayudante le dice:
‑ Toma y escribe sobre ese papel el nuevo plan para los nuevos tiempos.
‑ Pues que quede claro, señor gran director, que usted me acaba de arrancar de las manos y con violencia, nuestro pasado, las raíces de nuestras vidas y nuestra propia identidad e historia.
‑ Tonterías, porque eso es como si fuera una profecía y aquí no se trata de profecías ni de sueños. Esto de tu libro arrancado con violencia de tus propias manos no va a quedar claro nunca porque en ningún sitio se recogerá. Lo único que desde ahora empieza a ser válido es mi nuevo proyecto. Adelante ayudante.

El ayudante toma un lápiz también muy grande para que parezca que es muy importante todo lo que va a escribir y mirando al gran director le dice:
‑ Usted dirá.
‑ Primero: se va a construir en este valle un gran pantano cuyas aguas inundarán todas las tierras fértiles con sus huertas, cortijos, caminos y aldeas. Todo quedará para siempre bajo las aguas. Se romperán casorios, se destruirán montes, se trazarán nuevos caminos, se echará de por aquí a todo el ganado y a un lado y otro, los bosques ya no serán lo que son
ahora porque los serranos, los habitantes de estas sierras, ya no podrán entrar en ellos ni con sus rebaños ni a cazar y puede que hasta ni para caminar en forma de paseos hermosos. Todo esto, a partir de ahora queda regulado por decreto ley y allí donde halla un manantial ya no seguirá llamándose manantial sino fuente porque primero construiremos caminos, luego asientos y pilares, más tarde todas estas sierras las declararemos parque natural y a partir de esos momentos lo anunciaremos en todo el mundo para que los turistas lo invadan.

Yo ordeno que a partir de ahora se construyan hoteles, campings, lagos artificiales y que la gente que hasta hoy trabajaba en las tierras, en sus huertos y en sus ganados, se dediquen a los hoteles, que estudien en las escuelas taller de su pueblo y que luego monte campings. Para estas sierras, desde ahora y de una vez para siempre el sistema de vida tradicional de los serranos, se acabó. Muera todo esto y demos paso a lo moderno con su red de carreteras asfaltadas, luz eléctrica en los pueblos y televisión en abundancia. Que mueran también las ferias aquellas antiguas de ganado y demás costumbres rancias y que ahora ya los nuevos tiempos, traiga discotecas, fiestas con buenos músico modernos y grandes movidas donde corra la cerveza, el vino y demás cosas nuevas.

En fin, esto es a grandes rasgos el nuevo plan que luego poco a poco iremos corrigiendo, retocando o amoldando según vayan las cosas y nos interese a nosotros aunque en ello daremos participación a los serranos que lo quieran, por supuesto.
‑ Pero señor, según yo veo, esto que dice y su ayudante escribe, es una auténtica barbaridad que nos va a hacer mucho daño a todos nosotros de una forma irreversible.
‑ Ya sabemos que algunos no estaréis de acuerdo y que protestaréis, pero con el tiempo os cansaréis. Por ahora todo se hará tal como ya ha quedado escrito sobre las cosas antiguas de este libro antiguo vuestro.
‑ Señor, y eso del pantano ¿usted me lo puede explicar más despacio y con detalle?
‑ Espera un poco que lo vas a ver con tus propios ojos, muy detalladamente y despacio.
‑ Pero señor director...

Al amanecer del día siguiente Aneluz le cuenta a su abuela el sueño que ha tenido. Estaba como asustada y por eso hasta se le notaba que aquellas imágenes habían dejado una honda impresión en su tierna alma. Esta la escucha con atención y como quiso comprender lo que aquel sueño significaba, le dice:
- Pues ese sueño tuyo encierra una realidad.
- ¿Pero cómo puede ser verdad, Abuela?
- ¿Te acuerdas que un día te dije que tenía que hablar del pantano del Tranco?
- Sí que me acuerdo. ¿Por qué no me hablas ahora?
- Espera un momento.
Dijo ella al tiempo que entraba para su habitación. La niña permanecía en la habitación de la madre y como estaba recién despertada no tenía todavía mucha conciencia de la realidad. Además el sueño le había dejado con un extraño mareo.

Del viejo baúl que la abuela guardaba en su habitación, sacó unos cuadernos. Uno de ellos tenían sus pastas verdes y las hojas estaban muy amarillentas de tan viejo como era. Cerró luego el baúl, salió de su habitación, se sentó junto a la cama de la niña y le dijo:
- Aquí está encerrado ese sueño que acabas de contarme.
- No entiendo nada, abuela.
Le dijo la niña.
- Pues si quieres y como hoy tenemos tiempo te leo para que te enteres de algunas cosas que debes saber.
- Quiero lo que a ti te parezca mejor. ¿Por qué he soñado lo que te acabo de contar?
Y la abuela dejó algunos cuadernos sobre la cama, abrió el más delgado y se puso a leer a la niña.


El segundo sueño de Aneluz
Pero aquel día al poco rato de estar escuchando las cosas que la abuela le leía, la niña dejó de prestar atención. No es que se aburriera o no le gustara la historia que la abuela sacaba de las páginas de aquellos cuadernos. Le gustaban y mucho, pero ella, sin saber por qué se encontraba como cansada, abstraída en un pensamiento o sueño que le llevaba por los hermosos paisajes de las montañas que rodean a su pueblo.

Salió a la puerta de su casa y con sus amigas jugó un rato. Luego se fue a la fuente de los caños blancos y allí estuvo jugando otros juegos. Después se vino a su casa y junto a la abuela se quedó otro rato hasta que fue la hora de la comida. Cuando terminó se asomó por la ventana y a lo largo de mucho tiempo estuvo contemplando las riberas de este río, los álamos escoltando la corriente, las aguas saltando o remansadas en los charcos más próximos al pueblo y luego, con las nubes que se iban por el cielo, se alejó como si quisiera emprender con ellas un largo viaje no sabía a qué lugar del mundo o del inverso.

Cuando ya llegó la noche Aneluz se acostó y en unos minutos se quedó dormida. Su mente comenzó a transportarla a un sueño algo incomprensible para ella, pero hermoso. Por la orilla del río, un río que no había visto nunca todavía, pero que tenía conciencia que se encontraba entre las montañas de las sierras que están cerca de su pueblo, se vio jugando. Por las finas y doradas arenas de un largo y transparente charco. Y estaba entusiasmada con sus amigos siguiendo los juegos de las olas que llegaban y se iban cuando sintió los pasos de alguien que se acercaba. Miró y ante sus ojos se presentaba A figura de un hombre que caminaba de espaldas. Como si fuera cansado y se retirara hacia los bosques de las laderas que quedaban al frente. Al verlo ella se sintió atraía hacia este hombre. No podía verle la cara, pero era como si en su corazón lo conociera desde hacía mucho tiempo.

Y como notaba que se iba sin pronunciar ni siquiera una palabra la niña lo llamó diciendo:
- ¡Espera!
El hombre no detuvo sus pasos. Siguió retirándose y dejando marcadas sobre la arena las huellas de sus pies. En sus pies no tenía ningún calzado. Ella al comprobar que se iba sin ni siquiera hablarle y por lo tanto sin poder ver su cara le volvió a decir:
- ¡Espera un momento! Quiero preguntarte algo. Soy Aneluz y deseo conocerte.

Tampoco se detuvo el hombre. Siguió avanzando de espaldas a ella y aunque la niña corrió un poco para alcanzarlo, antes de llegar a su altura, la misteriosa y a la vez bella figura del hombre de pies desnudos desapareció por entre un bosque de adelfas. Cuando Aneluz estuvo cerca de este bosque se detuvo porque ya no veía a quien iba persiguiendo. Miró para el suelo y se dio cuenta que sobre la arena se habían quedado las huellas de los pies perfectamente marcadas y allí, en un llanete de arena más fina, descubrió que había unas letras escritas. Antes de acercarse y ver qué ponían aquellas letras quiso llamar a sus amigos que estaban entretenidos en sus juegos un poco más arriba.

No los llamó. Se acercó a las letras que estaban recién escritas sobre la arena y deprisa leyó: “A ti te necesito. Tengo algo muy importante que comunicarte. Hoy no puedo hablar contigo ni tú puedes conocerme. Ven mañana por este mismo lugar y te descubriré un secreto”. Nadie firmaba este mensaje y a la niña sí que le hubiese gustado encontrar un nombre que lo respaldara. Pero no lo firmaba nadie. Fue ahora cuando ella sí llamó a sus amigos y estos al oírla vinieron corriendo. Justo dos segundos antes de que llegaran a donde ella estaba y vieran las letras que había escritas sobre la arena se despertó. De su mente se borró la imagen del río, la corriente, la ladera del bosque espeso repleto de madroñeras, la figura y las huellas del misterioso hombre, los amigos y el mensaje que sobre la arena había leído.

Se quedó ella sobre la cama donde dormía y sin ser consciente de lo que hacía se esforzó en recordar lo que había leído en aquel mensaje. Y lo que con mayor claridad recordaba era “Ven mañana por aquí...” Quiso llamar a la abuela y decirle que había tenido otro sueño. Quiso en ese mismo momento preguntarle por el mensaje de aquellas letras y para qué tenía que volver al día siguiente a la orilla de un río que ni siquiera sabía dónde estaba. Pero lo que más deseaba preguntar a la abuela en estos mismos momentos era por el significado del mensaje escrito sobre la arena. ¿Qué secreto era el que tenían que revelarle a ella? ¿Quién era aquel hombre que no se había querido parar? ¿Por qué a pesar de todo parecía como si lo conociera desde siempre?

Y estando en estos pensamientos oyó la voz de la madre que la llamaba.
- Ya tienes el desayuno puesto en la mesa. Levántate y tómate la lecha que luego tienes que bajar a la plaza a comprar.
Desde su cama y habitación Aneluz le contestó diciendo que sí:
- Enseguida me levanto, mamá.

Dejó su cama y al asomarse por la venta que mira al río comprobó que no era un día de cielo azul. Se presentaba el día con el cielo cubierto de espesas nubes negras, hacía algo del viento y a ratos llovía. El suelo estaba mojado porque había estado lloviendo toda la noche y hasta ella llegaba el olor a tierra mojada. Las montañas al otro lado del río estaban cubiertas por las nieblas y de los olivos se alzaban como hebras de humo o delicados caminos blancos. Eran los hombres del campo que estaban metidos en faena. Eran los aceituneros. Por Navidad es cuando se recoge la aceituna en las tierras de Aneluz. Y entre los olivares, como por estas fechas siempre hace frío, hay escarchas, nieva o llueve, los aceituneros hacen lumbres. Con las ramas que cortan a los olivos hacen lumbres para calentarse las manos y no quedarse helados del todo. Hoy hacía frío y por eso, entre los olivos los aceituneros habían encendido una lumbre y de ésta salía el humo en forma de hebras o caminos que se alzaban por el aire y se iban como a lejanas regiones del infinito por encima de las cumbres.

Durante unos segundos la niña estuvo contemplando el grandioso paisaje que desde su ventana se veía y sin que fuera consciente llenándose de vida. De esa vida y misterio que llega al alma humana desde la limpia belleza de la naturaleza y se cuela hasta lo más hondo. Luego se entretuvo mirando al acebo que bajo su ventana crecía. Un árbol de acebo grande que hacía mucho tiempo habían plantado justo debajo de su ventana y todos los años por estas fechas se llenaba de bolitas rojas. Eran las vayas del acebo que todos los años maduraban justo cuando iba llegando la Navidad. Y por estas fechas, todas las mañanas las ramas del acebo se llenaban de pajarillos. Gorriones, mirlos, algún pechirrubio y otros pajarillos que venían a este árbol en busca de las exquisitas vayas rojas. Para la niña, contemplar despacio este espectáculo era muy emocionante. A sus ojos el verde acebo con sus carga de bolitas rojas, siempre quieto y siempre como anunciando a la Navidad, era muy hermoso. Y más lo era aun cada vez que por entre sus ramas descubría a tantos pajarillos saltando, cantando o simplemente picoteando a los delicados racimos de bolitas rojas.

Las hojas del acebo estaban teñidas de un verde vivo y fuerte. Cuando llovía de ellas colgaban brillantes y hermosas goticas de agua limpia. También este era un espectáculo que a ella le agradaba mucho. Siempre lo gustaba en silencio y siempre sentía sensaciones dulces y misteriosas. Como si a través del viento, del espacio, de las nubes y de la lejanía de los horizontes estuviera a punto de llegar algo o alguien muy querido. Y especialmente era intensa esta sensación en la fechas de la Navidad. Un poco antes de que la Navidad llegara y cuando ya estaba encima. Para ella esta sensación tan fina y dulce era como la tierna belleza de una primavera sobre los campos. Entraba por sus ojos, la veía con absoluta claridad y la gustaba en lo más hondo de su ser, pero no sabía ni explicarla ni tampoco preguntar por ella.

Ya que pasó un buen rato la niña se vino a su cama, se puso su vestido, salió a la sala, se sentó, se tomó su leche y la tostada de pan con aceite y al poco ya bajaba por la calle camino de la plaza. Antes de llegar se encontró con sus amigas y se pusieron a jugar sin olvidar que tenía que hacer la compra. Pero como le pasa a todas las niñas del mundo en cuanto se puso a jugar con sus amigas, se olvidó del sueño que había tenido por la noche. Mas algo en su alma no la soltaba del todo.

Cuando Aneluz volvió de la compra le dijo a la madre que se iba con dos de sus amigas a jugar un rato a la fuente de los caños blancos.
- Pero no vengas muy tarde que me tienes que ayudar.
Le inquirió la madre.
Salió la niña fuera de su casa otra vez y al poco ya estaba con sus amigas junto a la fuente. Al ver el precioso chorro de agua saliendo por el caño de hierro oxidado Aneluz se acordó del río que por la noche había visto en su sueño. Por un momento dejó el juego y se quedó algo pensativa. Ni ella misma sabía qué pasaba. Las imágenes de lo que por la noche había soñado se le amontonaban en la mente y dejaba sobre su espíritu como una sensación de añoranza. No le dijo nada a sus amigas porque no sabía qué decirle. Ni ella misma tenía claro muchas cosas. Pero Aneluz al poco de estar jugando con sus amigas les dijo que se iba a su casa.
- ¿Qué te pasa?
Le preguntaron.
- Es que no tengo muchas ganas de jugar.

Y se fue calle abajo hasta su casa. Cuando llegó buscó a la abuela y cogiéndola de la mano se la llevó a la sala de la ventana que da al río y a las montañas de los olivos y la niebla.
- Abuela es que te quiero contar algo.
- ¿Qué quieres contarme, hija mía?
Las dos se sentaron en la mesa y entonces la niña le dijo:
- Esta noche he tenido otro sueño.
- ¿Y qué has visto en él?
- He visto a un hombre sin cara y me ha dejado un mensaje. Pero luego te hablo de eso. Lo que quería preguntarte es si tú sabes por qué rincón de estas sierras se encuentra el río que he visto en mi sueño.
- ¿Y cómo lo voy a saber yo?
- Porque tú conoces muy bien todos los ríos que corren por estas montañas. Seguro que más de una vez has estado por éste que yo digo.

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