6.06.2008

Aneluz -1


Relato infantil juvenil // Ver aquí el libro completo
Autor: José Gómez Muñoz. Temática: Infantil y juvenil
Género: Narrativa. N° de páginas: 271. Tamaño: 15x21



INDICE

La profecía
Cuando nació la niña
Canción de cuna
Muerte del padre
El secreto
La tarde
La madre y el paseo
Un cumpleaños pequeño
Las nubes negras
El pino verde
El castillo solitario
La fuente de los caños blancos
El pez de orejas grandes
El lago redondo
Un regalo original
El río llorón
La casa abandonada
Amaneció un día extraño
La escuela
El día ocho de abril
Domingo nueve de abril
El pueblo de la niña
El sueño de la niña
El nogal pelón de nueces secas
La cueva oscura
La cascada blanca
El juego del agua
El arroyo de cristal
El árbol que llega a las nubes
La comida en el campo
El orejudo nariz de Pinocho
Los amigos
El campamento
Los montones de arena
El perro
El árbol de la Navidad
Sueño cumplido
Primer sueño de Aneluz
Segundo sueño de Aneluz
Tercer sueño de Aneluz
Despertar del tercer sueño
Mientras llega la Navidad
El sueño de la niña y de la abuela
El álbum de fotos
Después del álbum
Primer juego
Preguntas
Sobre la cuna del viento
El lenguaje del campo
Otro juego
Millones de cantos
Despedida
EL GRAN SUEÑO DE ANELUZ
En busca del tesoro soñado


Aneluz, sierra honda y verdor
donde los arroyos limpios
y las praderas de sol,
se funden con los vientos finos
y se hacen nobles caminos
por donde la luz es color.
Aneluz, es como el resplandor
de sueños que se hacen ríos.


La profecía
Una vez, hace ya mucho tiempo un hombre vivía solo en una grandiosa cueva que se encontraba en los barrancos más profundos de la hermosa Sierra. Y como este hombre, desde que nació hasta que ya murió muy viejo, siempre había vivido en esta cueva y en los barrancos y cumbres de estas sierras, no había nadie en todo el mundo que conociera mejor que él los caminos, los nombres, las montañas y arroyos de todos estos lares.

Era tan amante de la tierra que se pasaba los días y parte de las noches, andando por las sendas, saludando, comiendo y durmiendo con otras personas que, como él, vivían en cuevas, chozos o cortijos de piedras. Subía a las montañas más escarpadas y exploraba todos los ríos de este gran territorio. Y todo esto lo hacía porque era consciente de que para amar una cosa con todos los sentidos, primero hay que conocerla a fondo. Y también decía que:
- El noventa por ciento de las cosas que se sueñan, desean y esperan, nunca se materializan sino que para siempre quedan en la región del espíritu. Pero ahí, si se les alimentan y cuidan, pueden dar un fruto mucho mejor que los frutos de las cosas materiales. Y además, pueden que hasta queden para siempre eternas.
Esto se decía y por eso él amaba profundamente a la tierra donde había nacido y vivía. En los ratos que le quedaban libres labraba las tierras que había roturado cerca de su cueva, daba careo a su rebaño de ovejas, cabras y cerdos y luego cortaba leña para la lumbre que encendía en los días fríos de invierno y recogía piñas secas y otros frutos como madroños, bellotas, nueces, higos y peras.

De vez en cuando pescaba en el río truchas grandes, pero no por deporte o entretenerse sino para comer, que las asaba en las ascuas de la lumbre y se las comía sazonadas con algunas ramas de tomillo y algo de sal que recogía en los viejos y salados manantiales del Valle paraíso. Más adelante hablaremos mucho de este valle, cómo era, dónde estaba y porque se llamaba así. Por aquellos tiempos todos los ríos de estas sierras estaban poblados de nutrias. Cuando se iba por las corrientes de los arroyos y ríos claros que surcan las montañas de estas sierras, se sentaba junto a los charcos azules y allí se hacía amigo de estos animales. También de las águilas reales, de las cabras monteses y hasta de los lobos, porque entonces todavía aullaban los lobos por los bosques de estas sierras. Hubo un tiempo en que los osos también pululaban libremente por las riscas y madroñeras de las sierras donde él tenía su cueva. En estos parajes todavía quedan muchos nombres que hacen relación tanto a lobos como a osos y eso es señal de que estos animales, en un tiempo lejano, vivieron por aquí. La Cuesta del Oso, el collado del Lobo y así, muchos más.

Este hombre casi los llegó a conocer porque una de las muchas cualidades que tenía era que por él, como se suele decir, no pasaba el tiempo. No envejecía con la rapidez y estragos con que envejecen las personas normales. Nadie sabía los años que tenía ni él tan poco, pero pasaban de varios cientos y quizá más. Y esta realidad, muchos decían que se debía a la comida sana, agua limpia, viento puro, entre otras cosas, que el hombre de la cueva disfrutaba. Yo ahora mismo no sé nada más que lo que acabo de contar, pero como desde que conocí esta historia ando intrigado e inquieto, prometo que voy a investigar, hasta donde me sea posible, este asunto y otros. También la cueva, los caminos y la sierra entera para que se sepan muchas cosas que el tiempo tiene sepultadas y son mucho más que interesantes.

Todo lo que descubra lo iré poniendo aquí para que otros tengan la oportunidad de saberlo. Creo que merece la pena. Prometo cumplir lo prometido porque a mí me interesa mucho. Puede ser que de aquí saquemos una información realmente interesante y bonita. Porque también soy partidario de buscar en la historia popular y sencilla de los rincones pequeños y de las personas que nunca fueron importantes por nada. Por los caminos de estas sierras y las personas se puede uno encontrar verdaderas joyas que son mucho más interesantes, para cimentar la historia de la humanidad, que las hazañas de los grandes personajes, guerreros, escritores u otra clase de artistas. En las bibliotecas y archivos se guardan documentos que casi nunca cuentan la verdadera realidad de aquellos tiempos. Fueron manipulados como tantas cosas entre los humanos más cultos y eso no es bueno.

Un día este hombre, llegó al pueblo blanco a la orilla de un río por donde corría agua que tenía color chocolate recién hecho. Allí se encontró con otros hombres y estos le preguntaron:
- Vamos a ver, tú que eres tan listo ¿a que no sabes cuándo fueron por primera vez las montañas y arroyos de todos estos montes?
Y el hombre de la cueva les dijo que:
- Pues lo que yo sé es que unos dicen y piensa una cosa y otros piensan y dicen, otra. Unos escriben libros donde ponen fechas y nombres y afirman que así fue todo, al principio.
Y los hombres del pueblo blanco les dijeron:
- Eso ya lo sabemos nosotros, pero lo que ahora nos interesa es que tú nos digas lo que sabes. ¿Cómo fueron las cosas al principio y cuándo?

El hombre de la cueva en las profundidades más profundas de la sierra volvió a hablar y dijo:
- La sierra se formó cuando se formó y además, quedó bien hecha porque Dios fue guiando esta obra tan bonita.
Y al oír esto los hombres del pueblo dijeron:
- Bueno, puede valer tu respuesta porque con ella nos dices que no quieres comprometerte. Las cosas no están muy claras y lo mejor es creer en lo que se ve y lo demás, dejarlo a la imaginación de cada uno. Pero ¿a que no sabes cuándo vinieron los primeros habitantes a estas sierras?

Y el sabio hombre de la cueva más misteriosa y escondida de la tierra otra vez habló y les dijo:
- Sé yo que lo han escrito en muchos libros y que a los primeros que por aquí vinieron, los llamaron hornilleros. ¿Quién estuvo allí para verlo y afirmarlo con la certeza con que ahora algunos nos quieren hacer creer? ¿Fueron las cosas así fiel y verdaderamente?
Y los hombres del pueblo contestaron:
- Eres tú el que tienes que saberlo. Nosotros somos los que preguntamos. Pero eso de los hornilleros ¿fue o no así?
- ¿Quién puede creer que lo que se escribe es exactamente igual a la realidad? Los que vinieron al principio sólo se preocuparon de vivir y los que hemos venido después, vivimos como podemos y si intentamos adivinar algo de aquel principio, lo hacemos también como podemos. Si algo descubrimos nunca podrá ser tal como en un principio fue. Lo que sí es cierto que esta sierra, hace mucho tiempo, se llenó de gente que al principio vivió en cuevas y chozos. Luego construyeron casas y guardaron manadas de ovejas. Y así, con el paso del tiempo, fueron las cosas corriendo y las personas aumentando siempre con sus luchas y sueños. Labraban la tierra, recogían cosechas, amasaban tortas de harina sobre las piedras y se calentaban con la leña de los bosques. Pero antes de seguir quiero que sepáis para qué he venido yo hoy hasta vuestro pueblo.

Y los hombres le preguntaron:
- ¿Y qué asunto es ese?
- Se comenta al final y tiene que ver con lo que me estabais preguntando, pero al principio, viene por caminos nuevos.
- ¡Ea! Pues te escuchamos ¿Qué es lo que tú nos quieres anunciar hoy al venir por este pueblo nuestro?

Y el hombre de la cueva habló y dijo:
- Quiero deciros que se acerca el tiempo en que se cumplirá la profecía.
Y al pronunciar estas palabras, los hombres del pueblo lo miraron algo extrañados.
- ¿Qué profecía? Porque desde hace un tiempo para acá muchas personas dicen que son profetas y que no tardará mucho en ocurrir esto o aquello. Hoy muchos son profetas y los que no, todo su afán lo ponen en ser salvadores de los otros. ¿Qué profecía nos traes tú hoy?
- La que está escrita desde el comienzo de estas sierras.
- ¿Y en ella se habla de lo que antes te hemos preguntado?
- Se habla de eso y de otras muchas cosas que hasta hoy nadie conoce por aquí.
- Pero habla ya y anúncianos el mensaje de esa misteriosa profecía.
- Ahora mismo hablo y os expongo con toda claridad el tema.

Y el hombre de la cueva habló y dijo que en este pueblo blanco, no dentro de mucho tiempo, nacería una niña que sería el asombro de la sierra entera. Le pondrían por nombre Aneluz y al poco de nacer ella, el padre moriría. Pero eso no iba a importar mucho porque esta niña venía predestinada para una misión muy especial que se iría cumpliendo según ella fuera creciendo. Al oír esta noticia los hombres del pueblo preguntaron:
- ¿Y de qué familia de este pueblo nacerá esa niña?
Esto lo preguntaban porque se daban cuenta que la profecía que el hombre de la cueva les estaba anunciando, no se parecía a ninguna de las muchas que hasta ese día habían oído. Les interesó mucho lo que les estaban anunciando.
- Eso ¿de qué familia nacerá y cuándo?
- ¿Y también dinos por qué tiene que llamarse de ese modo?
- ¿Y qué misión será la suya?
- ¿Por qué tiene que ser una niña y no un niño?

En este cerro de preguntas el hombre se quedó enterrado. Pero él ya lo había previsto. Sabía que cuando se anuncian cosas como estas, poca gente se lo cree. Supo mantenerse en el lugar que le correspondía y como el motivo de su visita hoy por aquí era el anuncio de la profecía y ésta ya estaba proclamada, se limitó a responder sólo a la última pregunta:
- ¿Por qué tiene que ser una niña?
Y él respondió:
- ¿Y por qué tiene que ser un niño?
Y ellos le dijeron:
- Porque en todas las historias de héroes, cuentos de hadas, grandes guerras y demás, los protagonistas siempre han sido hombres.
- ¿Y por qué ha sido así siempre?
- Eso ya no lo sabemos, pero así fue aunque si lo analizamos se ve que una niña no conviene que sea protagonista de grandes aventuras.
- ¿Por qué no?
- Pues porque una niña ¿cómo va a luchar, si llegara el caso, con dragones de lengua de fuego, con gigantes guerreros o con fantasmas tremendos? ¿Se puede, una niña, convertir en salvadoras de la humanidad entera?

Y al oír esto el hombre se plantó y pronunció un largo discurso en defensa de la protagonista que acababa de anunciar. Durante mucho rato se puso a defender esto y aquello, no por cursilerías u otros tópicos sino por sinceros convencimientos.
Luego continuó preguntando:
- Decidme vosotros ¿Qué es más importante o tiene más valor y belleza a los ojos de Dios, una gigantesca montaña con su sólida base rocosa o una diminuta florecilla nacida en el valle más oculto?
A esta elemental, pero rotunda pregunta, los hombres del pueblo no supieron responder. Durante un rato se quedaron mirándose unos a otros y como el hombre de la cueva notó que no tenía las cosas muy claras, dio media vuelta y salió del pueblo. Por el largo camino que atraviesa el valle de los olivos, más o menos siguiendo la orilla del río, se perdía hacia las profundas sierras.

Los hombres del pueblo, cuando ya se dieron cuenta que aquel extraño personajes se alejaba de ellos sin decirles ni quién era ni cómo se llamaba, le dijeron:
- Si nos ha anunciado la profecía dinos quién eres tú para que se lo digamos a los vecinos. De lo contrario ¿cómo nos van a creernos?
- ¿Tenemos que hablar en tu nombre o callar?
- Eso ¿dónde vives y de dónde vienes?
- ¿Se lo podemos contar a los que viven en este pueblo o guardamos silencio?
- Ya se nota por tu aspecto que eres algo raro, pero ¿de dónde has salido tú y por qué conoces estas sierras?
- Nunca oímos hablar de ti. ¿De dónde has sacado la ciencia que demuestras tener? ¿Eres acaso un impostor?
Pero el hombre de la cueva no se volvió para atrás. Siguió caminando por la senda de regreso a su profunda sierra y ni siquiera les hizo caso. Crecía él que ninguna de aquellas preguntas que le hacían tenían que ser contestadas en aquel momento porque hasta carecían de importancia.

Recordó la vez que lo llamaron Embaucador, engañar a alguien aprovechándose de su ingenuidad. Intruso, que se ha introducido en un sitio sin derecho. Farsante, engañosos, fingido, inexacto, mentiroso, enredador. Hipócrita, fingimiento y apariencia de cualidades, ideas o sentimientos que no se tienen con el fin de obtener algún provecho, astuto, aprovechado, malicioso. Sinvergüenza, descarado. Pícaro, persona que cometen actos ilegales o atentan contra la moral. Perverso, maligno, sumamente malo, corrompido. Maldad, calidad de malo, acción mala y dañina. Deleznable, despreciable. Ladrón, que roba. Indigno, deshonesto, ruin, vergonzoso. Expoliador, robar, explotar, chantajear, atropellar, despojar con injusticia o violencia. Todo esto lo llamaron aquella vez y fue sólo por que en su cariño a la sierra y creyendo en la bondad de otros, cayó en la trampa y lo pescaron. Le tenían envidia y lo pescaron para quitarlo de en medio. También lo habían llamado “perro”, en el sentido de vago o que no quiere trabajar, huraño, soñador, romántico y muchas más cosas y estas fueron porque, en la medida que pudo, este hombre nunca se sometió a las normal y orden establecido por los demás humanos de Planeta Tierra. Siempre había querido ser libre y jugarse su destino y existencia entre él y Dios, sin que nadie le sujetara nunca ni le obligara a nada.

Pero antes de alejarse por completo, al pasar por la curva del río, se encontró con la que en el pueblo, todo el mundo conocían como a la hermana Griselda. Era ella la abuela más buena del mundo y también la que más años tenía en toda la Sierra. Y a pesar de ello su salud era como la del roble más sano y fuerte. Estaba allí, labrando su huerto y al verla, el hombre se paró. Durante largo rato estuvo charlando con ella, nadie sabe de qué asunto o problema. Por lo menos hasta ahora mismo, nadie sabe de qué asunto hablaron el hombre de la cueva y la hermana Griselda. Pero hablaron mucho y al parecer, cosas muy importantes. Según vaya pasando el tiempo y avance el relato de esta historia, puede que nos vayamos enterando.

Y eso: que cuando ya caía la tarde el hombre de la cueva se perdió en su soledad y misterio hacia la profunda Sierra. Poco después se hizo de noche y en la alameda espesa que, por el lado de arriba del pueblo y en el barranco, jugaba con el viento, cantó el cárabo. Esa ave rapaz y nocturna que vive en la espesura de los bosques de estas sierras. A esta ave rapaz, es muy difícil verla, pero canta cuando menos se le espera y muchos serranos, en lugar de llamarla por su nombre, le dicen “calvo”. ¿Por qué será esto así? El día que lo averigüe prometo también ponerlo aquí para que se sepa. Algunos dicen que cuando se le oye cantar a este ave es porque va a ocurrir algo extraño. Como una desgracia o algo parecido. Otros dicen que eso es pura tontería.

Pero yo quería decir que el hecho de que este día y, poco después que se hiciera de noche, cantara el cárabo, no significaba nada. Lo mismo puede cantar una perdiz al amanecer o una alondra a media mañana por entre las sementeras de centeno que todavía se crían por los Campos de Hernán Pelea. Pero muchas personas de este pueblo y otros de la sierra, cuando oyen cantar un cárabo, se alarman. Así que ya lo he dicho: por la alameda cantó el cárabo y me limito sólo a dar información de los hechos.


Cuando nació la niña
Los hombres del pueblo, durante un rato y luego a lo largo de algunos días más, se recomían por dentro y murmuraban y contaban esto y lo otro. Que si aquel hombre estaba loco, que si cuándo nacería la niña, que si lo de la profecía era algo absurdo, que si por qué tenía que llamarse así, por qué esto y lo otro y lo demás allá. Como pasa siempre en la vida allí donde hay un grupo de seres humanos. Y todavía más si ocurre un hecho excepcional.

Pero al poco tiempo, sólo un por de meses, en el pueblo, los alrededores y otros pueblos más de la grandiosa Sierra, dio comienzo la campaña de la aceituna. Y como todo el mundo se echó a varear olivos y a recoger aceituna de los ruedos, pronto olvidaron al hombre de la cueva y más se olvidaron de las cosas que había dicho. ¿Quién le iba a dar importancia a un hombre desconocido que ni siquiera tenía nombre? ¿Quién se iba a preocupar por aquello de la profecía, la niña, la montaña gigante, la florecilla del valle de la sierra y cosas así? ¡Pues no tenían ellos asuntos serios de verdad en sus vidas, de qué preocuparse, como para perder el tiempo en pensar en la desconocida niña, el hombre de la cueva, la profecía y todo este misterio sin sentido! Porque esto es lo que suele pasar: en los pueblos y ciudades del mundo, todos tienen muchas cosas que hacer cada día. Todos tienen muchos problemas y muchos asuntos personales que resolver. Los otros asuntos así como lo de esta aun desconocida niña y cosas similares, son tonterías. Pero así ha sido la humanidad desde que comenzó a ser humanidad y así puede que siga siendo hasta que un día se acabe.

El caso es que como en el pueblo blanco, por aquellas fechas, estaba todo el mundo en la aceituna y los que no, trabajando en los huertos o por los campos con algún hato de ovejas, nadie se enteró de nada cuando llegó el momento. Una noche fría de invierno gris, en una casa sencilla de la parte más antigua del pueblo y donde corría una fuente con tres caños de agua clara, nacía una niña. Hecho normal porque en todos los pueblos y ciudades del mundo, en aquellos tiempos más que ahora, nacían niños y niñas. Ahora ya no nacen en las casas sino en los hospitales que son lugares muy cómodos para todo el mundo. Pero antes, en aquellos tiempos, los niños nacían en sus propias casas y punto. En las sierras que pronto empezaremos a recorrer, en los cortijos, aldeas y pueblos, así tal como he dicho, ocurrían estas cosas. Los niños nacían y casi nadie le daba importancia porque este hecho tenía que ser así. Otra cosa era la natural alegría que en cada una de estas casas había cada vez que nacía un niño o una niña. Más alegría que en ningún otro rincón del mundo y además, de la realmente buena y sana.

Pues la niña nació aquella noche y sólo estaban presentes la madre, su padre y la abuelita Griselda. Se alegraron porque todo fue bien y al día siguiente se lo dijeron a los vecinos. Estos los felicitaron, le ofrecieron regalos como una gallina, una docena de huevos, algunas nueces secas y poco más. Los vecinos, por aquel entonces, no estaban para regalar mucho. Y por otro lado, así era la vida normal de las sencillas personas de estas amplísimas sierras.

Vivían ellos de su duro trabajo por el campo que casi siempre consistía en cultivar trocicos de tierra pegado a los cauces de los arroyos o ríos, en criar hatos de ovejas más o menos grandes, en sembrar sementeras de trigo, cebada o centeno que luego segaban, trillaban, aventaban y molían en los molinos y poco cosa más. Sus economías, la de aquellos buenos y auténticos serranos, en pocas ocasiones eran mayor de lo que se ha dicho. En todo caso y con bastante frecuencia, la economía resultaba mucho más precaria de lo que se ha dejado escrito. En estos tiempos, por los días en que se escriben estas letras, algunas cosas han cambiado mucho. Otras, no tanto, pero en su conjunto, son muy diferentes.

Y cuando nació, la niña lloró como todos lo recién nacidos del mundo. La abuelita calentó en la lumbre un pobre pañal, la lavó, la envolvió en la tela y luego la acostó en la cuna que el padre le había hecho. Era de madera de troncos de pinos secos crecidos en la Sierra y por eso, hasta olía a incienso. La abuela la miró fija, con una mirada que tenía su origen en lo más hondo del alma y luego siguió mirándola durante un rato más. Después se dirigió a la madre de la niña y le dijo:
- Hija mía, tú eres bienaventurada. Y te lo digo porque has traído a este mundo una niña preciosa. Ella realizará cosas buenas para esta tierra y todos nosotros y la recordarán generaciones y generaciones.

La madre de la niña se quedó mirando a la abuela y no dijo nada. Quería comprender algo porque en su corazón, una débil voz, le susurraba cierta realidad futura, pero muy inconcreta. Miró a su recién nacida niña y miró a la abuela ya sentada frente a la ventana que se abre hacia el río. Cuando nadie lo esperaba la abuela habló otra vez y dijo:
- Su nombre será Aneluz.

Se hizo el silencio en la estancia y a lo largo de toda aquella noche siguió lloviendo por el campo, siguió soplando el leve pero frío viento que entraba valle arriba y a otro día, las mujeres y los hombres, otra vez se fueron a las aceitunas. Era un año que había llovido mucho y por eso la cosecha venía buena. Los olivos habían cargado bien y esto era bueno para todo el mundo. Sobre todo, para los aceituneros porque así podrían dar más jornales y ganar algún dinero extra. Las aceitunas, como decían y siguen diciendo en el pueblo blanco, siempre aportan buenos beneficios a las humildes familias que no tienen otra cosa. Normalmente, en la Sierra, siempre se ha tenido bastante escasez, porque aunque son lugares de grandiosos paisajes y muchos arroyos de aguas purísimas, el dinero brilló por su ausencia y más, en las humildes familias de cortijos y aldeas.

El bautizo de la niña fue unos días más tarde. De la casa sencilla casi al comienzo de la calle empinada, salieron los padres y recorrieron toda la calle. Al llegar a la plazoleta, en un rincón y haciendo esquina, entraron a la iglesia. Un precioso edificio ya bastante viejo donde, en los días de fiesta, un grupo de jóvenes cantaba canciones de misa. En este recinto nadie esperaba. Sólo el cura que dijo las oraciones correspondientes, celebrando todo lo que era necesario, bautizó a la niña y en el libro de registro dejó escrito: “Nombre: Aneluz tal y tal, en la fecha tal y tal, de la parroquia del pueblo blanco junto al río color chocolate”.

Los padres, regresaron subiendo por la calle y al llegar a la casa entraron. Justo en estos momentos el reloj de la torre de la iglesia dio la hora. Once de la mañana de un día cualquiera que tenía el cielo algo nublado y hasta hacía bastante frío. Lo demás, ni siquiera tiene importancia. El río pasaba por su mismo cauce sin dejar de correr y por las calles del pueblo, como no era ni fiesta ni nada parecido, no había casi nadie. Todo el mundo andaba ocupado en sus tareas.


Canción de cuna
Tú duérmete
lucerico mío
que yo cuidaré
de tu tierno nido
y cuando estés soñando
yo te cantaré
la canción del río
y la espuma blanca,
lucerico mío.

Esta fue la primera canción de cuna que la abuela Griselda cantó a la niña que acababa de nacer. Luego le cantó otra y otra mientras la mecía en la cuna de madera seca de pino con olor a espliego, le arrulló más de cien preciosas canciones que sólo ella sabía. Y como la abuela quería tanto a la niña, junto a la ventana que miraba al río, le puso la cuna.
- Para que vayas aprendiendo la música de la corriente cuando por las noches salta y se aleja. Para que vaya oliendo el perfume del campo.
Le decía aunque ésta no pudiera todavía entender ni hablar. Y luego añadía:
- Y te lo digo porque de las corrientes de los ríos, de las flores de los prados, de las nubes que cubren las montañas, de los bosques y cantos de pájaros, tú tendrás que aprender la mejor ciencia de la vida. La que te llenará el corazón de gozo, en las tardes solitarias y nadie nunca ni nada te podrá dar por ninguna otra parte ni camino. Tendrás que aprender también el juego de las nubes blancas.
Y cuando en las noches claras salía la luna y brillaban las estrellas en el cielo, ella la seguía meciendo y en lugar de cantarle canciones de flores amarillas que juegan con el viento y de ruiseñores que hacen sus nidos entre las zarzas, le narraba cuentos sencillos con personajes brillantes que nunca se enfadan.

Al principio, cuando todavía la niña era pequeña, como ni podía hablar ni preguntar, sólo miraba embelesada, a las estrellas que titilaban en el cielo y cuando la abuela menos se lo esperaba, se quedaba dormida y ya toda se hacía sueño. Esto fue sólo al principio, siendo todavía una enanilla. Pero como todos los niños del mundo, ella fue creciendo y cuando ya tenía cuatro años, la abuela todavía seguía cantándole canciones de cuna y le narraba cuentos de estrellas que duermen junto a la luna. Y como ya hablaba algo, cuando la abuela le decía:
- Ahora te voy a contar otro cuento que también fue verdad. Porque era un niño un poco más grande que tú que un día se fue a vivir al mundo de esas estrellas que alumbran allá en el cielo. Desde entonces, como aquello le gustó mucho y era feliz, ya no volvió. Dicen que vive entre las ramas de un árbol gigante desde donde se ve toda la tierra. En las noches de estrellas brillantes, él se asoma por entre las ramas de aquel árbol y mira sin parar a esta tierra nuestra. ¿Sabes tú lo que vio un día?
Y la niña escuchaba entretenida y, aunque ya hemos dicho que sabía hablar un poco, todavía no le preguntaba. Por eso no pudo saber qué había escondido tras la respuesta que la abuela le hizo.

Hasta que un día, cuando estaba para cumplir los siete años, la abuela se la llevó con ella al huerto de la curva del río. Se puso ella a regar las habichuelas y como los caballones eran largos, le pidió a la niña que vigilara.
- Cuando el agua llegue al final, me llamas y me lo dices.
Le dijo la abuela a lo que la niña respondió:
- Lo que tú digas, abuela.
Y al poco, cuando el agua que corría por la reguera, empapó a fondo la tierra suelta y empezó a rebosar por el final del caballón para irse al río, la niña dijo:
- ¡Abuela, que ya está lleno!
Y ésta cortó la acequia con su azada grande de hierro y la volcó a otro caballón.
Luego le dijo a la nieta que fuera aprendiendo los nombres de las cosas que ella le iba diciendo:
- Esto se llama tajear, que es preparar la tierra para sembrarla según se quiera o pidan las necesidades, se preparan los caballones, con los surcos que es por donde corre el agua cuando se riega, aquello es un tablar, esto son las madres, a lo que tenemos aquí se le llama eras y luego la acequia, la boca de la reguera... como ya estamos con la primavera muy avanzada, pues se ha sembrado casi todos los productos de la huerta.
La niña decía que sí, a casi todo lo que le iba diciendo la abuela y aunque de algunas cosas era verdad que se enteraba, otras no las comprendía mucho y enseguida las olvidaba.

Ya al medio día, calentó mucho el sol y empezaron a cantar las chicharras. Entre los pinos y matorrales de estas sierras, hay muchas chicharras que, cuando el sol del verano quema, cantan como unas desesperadas. Como si estuvieran locas y quisieran apagar al sol cantando todas a la vez y con mucha fuerza. Pero no lo apagan sino que el sol caliente y calienta y, tanto ruido de chicharras con el sol quemando, a veces molesta. Pero a los serranos, los que son de estas tierras y están acostumbrados a las durezas y otras realidades, no les cansa tanto sino que incluso les gusta. Dicen ellos que esto es el sabor auténtico de la verdadera sierra. Que lo demás, y ellos saben bien qué cosa es lo demás, son merengues. Ni chica ni limoná. Vamos, que son cosas neutras o exportadas de otros sitios y por eso, ni chica ni limoná.

Pues decía que las chicharras, todas a la vez, hicieron sonar sus violines y trompetas porque el verano estaba encima. Abuela y nieta regaron los tomates, los pimientos, las habichuelas y a la sombra del álamo viejo, se sentaron a tomar el fresco. Quizá fuera por lo bonito que estaba el día, a pesar del sudor corriéndole por la frente, del barro manchado arrugas de la cara y carnes morenas o del bosque de álamos que en las mismas aguas del río se mecían rumorosos según los acariciaba el viento, el caso es que la noble abuela, se sentía dichosa por dentro.
Miró a la niña y como la encontraba tan guapa, le dijo:
- Princesas delicadas habrá en el mundo
y rosas finas darán los rosales,
pero tú hija mía,
más que todas ellas juntas,
eres y vales.

La niña sólo le dijo que tenía los pies manchados de barro y que la piel blanca de sus manos, con la agüilla de los tomates, se le había puesto verde y pegajosa. La abuela no hizo eco a estas palabras porque ella sabía que muchas cosas, entre las personas de la sierra, tienen que ser como son. Luego dejó que pasara un rato y como para sí seguía pensando que ya estaba llegando el momento, miró otra vez a la nieta y le dijo:
- Cuando seas mayor...
Y ya no siguió hablando.

Entonces la nieta le preguntó:
- Y el río ¿quién lo hizo, abuela?
Y la abuela le respondió:
- El río siempre bajó de las montañas.
Y la niña:
- Pero a las montañas ¿quién las hizo?
- Pues a las montañas, las modeló Dios.
- ¿Y la lluvia, los bosques, los arroyos, las flores, los pájaros...?
- Todo salió de la mano de Dios.
- ¿Quién es Dios, Abuela? ¿Tiene la cara como la tuya y cuando habla susurra como lo haces tú?
- Un día lo conocerás.
- ¿Dónde vive Dios, abuela? ¿Quizá en una cueva muy grande que hay en lo más lejano de las montañas y donde sólo crecen bosques y mucha hierba verde?
- Un día lo conocerás.
Es lo que siempre le decía la abuela.

Y así la niña preguntó y preguntó hasta que la abuela dijo:
- Cuando seas mayor, hija mía...
Y otra vez se quedó con las palabras bailándole en la punta de la lengua. Pero ahora la nieta se llenó de curiosidad y preguntó:
- ¿Qué pasará cuando sea mayor?
- Cuando seas mayor... bueno, luego otro día te lo explico porque ahora lo que te interesa es que cuando seas un poco más grande...

Y habló la abuela y le dijo que los habitantes de la sierra, que los cortijos, pueblos y aldeas, que los rebaños de ovejas, los olivares, los pinares y luego los arroyos de aguas limpias y las nubes con la lluvia, la nieve y el sol por las montañas, en las praderas y los valles... Le dijo también que el hombre de la cueva oscura en las profundidades de la Sierra, la cueva misma, el huerto que él había labrado a lo largo de su larga vida, los caminos que recorría, las ovejas que guardaba y el misterio que dentro de la cueva escondía... y al final del todo, cuando ya el sol calentaba de verdad y las chicharras hacían sonar todos los instrumentos de su desafinada orquesta, le dijo:
- Todas las cosas que tú quieres saber y todas las preguntas que tienes en tu mente, sólo él te las podrá responder con el acierto y claridad que éstas son.
Y la niña preguntó:
- Pero entonces abuela ¿por qué no, un día de estos, me llevas a esa cueva y me lo presentas?
Y la abuela:
- Es que... si yo pudiera, hija mía, pero...
Y otra vez más se quedó con las palabras a punto de caérseles desde la lengua, pero se arrepintieron y se fueron a dormir por entre las sábanas blancas del silencio. Sin embargo, todavía dijo:
- Luego esta noche, cuando por la ventana que mira al río, estamos asomadas contemplando las estrellas, te contaré el secreto que debes saber.
- Pues como tú quieras, abuela.
Dijo la niña.

Y justo ahora, en una de las ramas del álamo que les consolaba con la frescura de su sombra, se paró una oropéndola. Una ave migratoria, algo menor que una tórtola que se viste con un precioso traje de plumas amarillas. Hace su nido en las horquillas de las ramas, de lanas, pasto y raíces secas y lo cuelga. Vive esta ave por toda la península y en la época del frío, emigra. Pues allí cerca de ellas, se posó esta ave tan bonita y prescindiendo del calor, el monótono run, run de las chicharras y la corriente del río, se puso ella a desgranar sus armoniosas melodías. Como si fuera una flauta mágica que suena sólo con el roce del viento, pero mucho más dulce y sonoro que la más delicada flauta inventada y tocada por los humanos. Nieta y abuela escuchan sorprendidas y, movida por la belleza de tan finas notas vibrando en el viento, la abuela dice:
- Son las cosas de la naturaleza que, ya irás comprobando, sorprenden y llenan de gozo cuando ni se le ha pedido ni te lo esperas. Pero también puede que ocurra lo contrario.
Y la niña pregunta:
- ¿Y qué es lo contrario, abuela?
Y la abuela contesta:
- Bueno, quería decir que este canto delicado de la oropéndola, es como una canción de cuna que alguien viene a cantarte a ti aunque ahora mismo no estés durmiendo.
- Pero y lo contrario ¿qué es abuela?
Tampoco respondió ella a esta pregunta porque justo ahora se volvía a llenar el día del aflautado canto de esta ave color oro. De aquí el nombre de oropéndola.

Y está la abuela mirando para el lado en que corre el río, con sus sentidos puestos en las melodías que el pájaro desgrana, cuando al ver a las ovejas acarradas en la sombra de los álamos, los que pegan a la carretera que va por el otro lado, recuerda. Unos años atrás, muchos en verdad, pero como si hubiera sido ayer según lo que ella siente, era niña y guardaba ovejas justo en el nacimiento del río Segura.
- ¿Y te acuerdas de eso todavía?
Le pregunta la nieta, cuando la abuela terminó de hacer una breve referencia a los días aquellos.
- Como si lo estuviera viendo ahora mismo.
- ¿Y qué hacías?
- Con diez años ya me pasaba el día por el campo guardando los carneros. Sola todo el tiempo por las hoyas del cerro de Mariaznar y al caer las tardes, regresaba a la tiná para amamantar a los borregos. Allí siguen mi precioso cortijo blanco junto a las aguas limpias del río Segura recién nacido. Tú todavía no lo has visto, pero el día que por allí vayas, te convencerás que como aquel chiquitico paraíso, no hay otro en ningún lugar de la tierra. Un día, estando yo jugando en las aguas de aquel río limpio, pasó un hombre por allí y tanto le gustó mi juego que me hizo una poesía y me la regaló.
- ¿Te la sabes?
- Me la sé de memoria porque me gustó mucho. Aquel hombre se ve que tenía un gran corazón y muchos sentimientos para las cosas. La poesía dice así:

En su rincón de la hierba verde
entre el tiempo y las nubes blancas
se le ve sentado en la tarde
y bien florido en su alma
le destaca aquel momento
cuando la hermana jugaba.

Era agosto y pasaba el río
llevando sus limpias aguas
y él estaba entre los álamos
con su noble tierra amada
cuando vio que la niña hermosa
por la senda plateada
se viene desde el cortijo
y como mariposa o hada
se pone a jugar con la corriente
cual libélula que danza
y mientras juega sonríe
con el agua que le canta.

En su rincón de la hierba verde
entre el tiempo y las nubes blancas
tiene florecido en su pecho
aquel momento esmeralda
de la tarde con su oro,
del río y la bella hermana
y el perfume que exhaló
mientras soñaba y jugaba
aquel juego tan divino
que aun brilla como el alba.

Cuando la abuela terminó de recordar el poema que ha quedado escrito la nieta, algo extrañada, guardó silencio un rato corto y luego dijo:
- Y abuela...
Y ella preguntó:
- ¿Qué?

La niña ya no siguió. Sentía que tenía que preguntar algo muy concreto y espacioso en todas las direcciones, pero claro, a su edad, pues como todos los niños del mundo: se sabe algo, se quiere mucho, se intuye bastante y se ignora casi todo. Y más que nada, los caminos por donde hay que entrarle a las cosas. Sin embargo, la abuela y para su corazón, se dijo que, en otro momento y cuando la ocasión fuera propicia, tendría que hablarle a ella del bonito rincón de Fuente Segura, las limpias aguas del río que allí nace, los rebaños de ovejas, los cortijos y los vecinos también con sus pobreticas huertas por la Fuente de las Guijas y por la Veguilla. Y sobre todo, tendría que hablarle a la nieta, como lo hacen todas las abuelas del mundo, de su padre, de la madre, de los hermanos y el resto de la familia y todo cuanto hizo, soñó y esperó cuando ella era niña, joven, mayor y cuando ya por fin se casó.

Preguntó la niña:
- ¿Abuela?
Y ella le dijo:
- ¿Qué?
- Y del hombre que te regaló esa poesía ¿qué sabes ahora?
Guardó silencio la abuela y al rato respondió:
- Era un hombre bueno que llevaba en su corazón mucho amor por estas sierras. Era un hombre bueno que estaba muy solo y por eso tenía mucha tristeza en su alma. Pasó por allí aquel día, me vio jugando en el río y le debió gustar tanto aquel juego mío y el agua clara, que me vio como si yo hubiera sido un hada, una libélula, una mariposa sin alas. Y para eternizar ese momento lo hizo poema y me lo regaló. Ha pasado el tiempo, mucho tiempo y ni él olvidó aquella escena ni yo tampoco.
- Pero abuela...
Y ya no dijo ni preguntó más aquel día la niña.

Y algo después, ya se va poniendo el sol. Por el camino de tierra que desde el huerto y la curva del río, sube y se acerca al pueblo, regresan las dos. En estos momentos también por otras veredas que vienen desde los olivares, las laderas y los valles, regresan otras personas. Muchos de ellos, subidos en sus burros blancos, otras andando y con sus zapatos llenos de polvo y pasto y algunos, aunque vienen cansados y están agotados, cantan canciones que les sale del corazón. Canciones que poca gente conoce porque son sólo de ellos y, creo yo que, aunque algún día se recojan en libros bonitos y profundos, no será igual. Mientras cantan, sueñan sueños que también tienen un sello especial porque no pertenecen a esa gran masa de sueños que sueña todo el mundo. También son punto y a parte. En los pueblos de estas sierras las cosas son así y por eso, al caer las tardes, del campo y de los montes, regresan muchos y llenan las calles de cagajones de burros blancos y de olor a alpechín. Pero ellos dicen que eso no importa porque es olor a cielo y a tierra regada con sudor y amor.


Muerte del padre
Aquella tarde tan bonita y en el fondo, plácida y limpia, mucho más de lo que yo he sido capaz de contar aquí, algo muy grande se rompió para siempre en el pueblo blanco que se mira en las aguas del río. Algo que hasta ese momento y hora, parecía había estado en su sitio concreto, pero dejó de estarlo. Como la abuela había dicho unos momentos antes a la nieta:
- La naturaleza, cuando menos se le espera y quieres, sorprende con lo contrario.
- ¿Y qué es lo contrario?
Preguntó la nieta.
Pues lo contrario, al llegar al pueblo lo iba a descubrí, más rotundamente la abuela que la pequeñaja.

Iban ellas entrando por las primeras casas del pueblo, justo por donde el camino se convierte en pista de tierra y unos metros más adelante, ya es carretera asfaltada, cuando se cruzan con varios vecinos. Saludan a la abuela y saludan a la niña, con el cariño y actitud cercana que a estas personas siempre les caracteriza.
- ¡Con la nieta dando un paseo!
Exclama el hombre que cava la tierra justo donde crecen los almendros y corre la acequia. La que recoge el agua del arroyo que baja desde el cerro de la buitreras, justo en el barranco donde los álamos se apiñan y crece el fresno del tronco retorcido.
- No señor, que venimos de huerto.
Le aclara la abuela. Y el hombre que trabaja al caer la tarde:
- ¡Ay que ver que cría más encantadora le ha regalado el cielo!
- Y cariñosa y obediente que es ella. Así que bendito sea el cielo por regalo tan bello que nos da sin merecerlo y que nos siga dando Dios salud, fuerzas y acierto para verla crecer y quererla.
Dice otra vez la abuela.

Y como ahora mismo ya está viendo ella que algo más arriba, donde la calle termina de remontar, tuerce un poco para la izquierda, llega a la plaza menor y ya baja para la casa de la niña, hay muchas personas que se amontonan en corrillos y entre ellos charlan, pregunta:
- ¿Es que ha empeorado la hermana Alfonsa?
Esto lo preguntaba porque en la casa del rincón, la que roza con la acequia y tiene en su puerta un ciruelo, vivía la hermana Alfonsa. Otra abuela así como la abuela, pero que tenía muchos más años y por eso, desde hacía unos meses, se encontraba ya casi sin fuerzas. Enferma de tanto como había vivido, encorvada por el peso del tiempo, sin apetito de casi nada de las cosas que presta esta vida de la tierra y realmente sin fuerzas en sus manos y piernas.
- Pues creo que no es eso exactamente, pero como ando por aquí apañando estas tierras, no le puedo decir con certeza.
Le contestó el hombre que preparaba las tierras de sus huertecico.

Y claro que sabía lo que en esta parte del pueblo estaba ocurriendo esta tarde. Lo sabía y bien sabido, pero como no quería creerlo ¿cómo se lo iba a decir a la abuela y así de pronto? Además, venía con su nieta y esto todavía era más violento.
- Pero ocurre algo ¿verdad?
- Siga usted subiendo y ahora cuando llegue pregunte, porque como yo también estoy un poco sordo...

Apretó la manita de la nieta y siguió remontando por la inclinada calle casi carretera e iba ya a la altura de los tres almendros cuando la niña se encontró con tres amigas.
- ¿Juegas?
Le preguntan ellas al verla.
- ¿Me quedo, abuela y juego con mis amigas?
Pregunta la nieta.
Y la abuela le dice que sí porque en este justo instante, se le acercan tres vecinas que conoce bien. La saludan y a continuación le dicen:
- Déjala que se vaya a jugar con las amigas mientras nosotras hablamos de un asunto que debes conocer. Por eso te estábamos esperando.
Suelta a la niña de sus manos y mientras esta comienza a jugar con sus amigas, las vecinas que han salido al encuentro, hablan y le dicen:
- Ha sido un desgraciado accidente.
- ¿Pues qué ha pasado?
- Se trata del padre de Aneluz. Dos vecinos se lo han encontrado esta mañana cerca del río y sin vida y ahora mismo lo tienen de cuerpo presente en la casa de tu hija. Era un hombre bueno, pero se lo han encontrado sin vida.
- ¿Qué el padre de la niña ha muerto?
- Alguien te lo tenía que decir y como somos tus amigas...

Al saber lo ocurrido la abuela se queda con la mente en blanco. Como si una mano invisible en un santí amen, hubiera llegado y con una goma de borrar le hubiera borrado toda la realidad pasada, la presente y la futura. Mira a las vecinas, mira a la nieta y balbuceando torpemente, quiere preguntar cómo cuándo y por qué, pero antes de que lo consiga, las vecinas le dicen:
- Ya habrá tiempo, hija mía. Ahora te acompañamos a tu casa de arriba y luego venimos a por la cría. Déjala que juegue con sus amigas que también tendrá tiempo de saberlo. Nos quedamos contigo esta noche y después mañana, pues a ser valiente y que Dios vaya dando fuerzas para sobrellevar la herida.

Siguen por la calle subiendo y al llegar donde se abre la plazoleta, que es donde corre la fuente de los tres caños, en lugar de tirarse para la derecha, la calle donde hasta hoy viven madre, abuela y nieta, se van por la izquierda. Es esta la calle donde la abuela todavía conserva la vieja, pero bella casa que heredó de los que ya también murieron. Llegan, entran, las vecinas la rodean y mientras termina de caer la tarde, le dan compañía y como pueden la consuelan. Y un poco antes de que la noche cubra con su manto al pueblo blanco, a los olivos y a los álamos que se apiñan por los barrancos, con sus amigas, la niña llega y nada más encontrarse con la abuela le pregunta:
- ¿Tú has odio y visto eso, abuela?
- ¿Qué es eso?
- Por la calle y en la puerta de casa hay mucha gente. ¿Quieren algo?
Y la abuela le dice que luego se lo explicará porque ahora, es el momento de la cena y de acostarse porque ya tiene sueño. Hoy ha sido un día muy completo.
- Y cuando te estés durmiendo, como todas las noches, te cantaré la canción de los álamos por el río y el viento.
Y la nieta:
- Pero abuela ¿qué coro es ese que he oído?
Y la abuela mirándola fija:
- ¿Qué coro es, hija mía?
- Es que al pasar por la fuente he sentido una música muy bonita que salía como del agua que corría y al mirar, me di cuenta que venía del viento, la he oído por las casas de arriba y también por el lado del cerro y por los álamos del barranco donde nace la acequia. ¿Qué coro es, abuela, que cantan tan bonito?

Y la abuela le dice que puede que sea el coro de los ruiseñores por entre las zarzas o el de las mariposas que vuelan al llegar la noche o el de las ardillas que saltan por las ramas de los pinos del cerro de las buitreras.
- Pero no sé exactamente qué coro será ese que tú has oído cantar.
- Es que abuela, sonaba tan fino y tenía tanta luz en las notas que atravesaban el viento que hasta me han dado ganas de irme con ellos y cantar sus melodías.
- Pues mañana, en cuanto salga el sol y los olivos se llenen otra vez de esencia, vamos a ir al barranco de los álamos e investigamos a ver qué o quienes cantan por ahí y tan bellamente. ¿Te parece?
Le pregunta la abuela. Dice la niña que vale y unos minutos después se acaba por fin la tarde.

Al otro día fue el entierro en el sencillo cementerio que arriba, sobre el cerro y por la parte alta del pueblo, se encuentra. Doblaron las campanas, lloró la abuela y la madre de la niña, lloraron algunos vecinos, pero la niña, como todavía estaba durmiendo en la sencilla, vieja y hermosa casa de la abuela, no lloró. Cuando despertó vio que aun seguía rodeada de las vecinas y al mirar por la ventana, notó que el sol ya estaba casi en mitad del cielo. Preguntó por la abuela y al enterarse que vendría pronto, otra vez preguntó:
- ¿Qué ha pasado hoy?
Y las vecinas le dijeron:
- ¿Pues qué ha pasado hoy?
Y la niña dijo:
- Lo pregunto porque o lo he soñado o con mis ojos he visto que esta mañana el sol no ha salido por el mismo sitio de siempre.
- ¿Y cómo es eso?
Preguntan extrañadas las vecinas.
- Pues que el sol, en lugar de asomar por detrás del alto cerro del castillo, se ha levantado hoy por detrás del cerro de las buitreras y ahora mismo va por un camino y dirección que no es el que lleva todos los días.
- Pues nosotras no sabemos por qué ni cómo habrá sido eso. Espera un poco y en cuanto venga la abuela se lo decimos a ver qué dice ella.

La abuela volvió unas horas más tarde, pero no sabía nada del sol ni del coro de voces vaporosas que habían cantado junto a la fuente de los caños blancos. Y ya está: aquella mañana y en los días que siguieron hubo mucho más porque la gente del pueblo comentó y comentó la muerte del padre así tan de repente, el árbol y la soga donde se lo encontraron. Pero el pueblo blanco siguió en su mismo aparente silencio dormido, el río siguió corriendo, el sol brillando y saliendo por donde tenía que hacerlo, el viento pasando por las calles y la gente, en sus importantes cosas de cada día por el campo y los huertos y entre ellos, respetándose y dándose cariño.
- No suceden las cosas por suceder.
Decían algunos.
- Pero así fue siempre y así seguirá siendo hasta que el mundo deje de ser mundo.
Decían otros y después callaban.


El secreto
Ya hemos dicho que cuando volvió la abuela del cementerio entró a la casa, besó a la niña, les dio las gracias a las vecinas y salió a la calle. Bajó por ella y al pasar por la fuente de los caños del agua clara, le dijo a la nieta que esta mañana la madre no estaba en su casa.
- ¿Por qué no, abuelita?
- Se ha ido a la casa de su hermana, tu tía, a ese pueblo de los olivares de la loma y no vendrá en unos días. Me dijo anoche que está cansada y necesita un poco de reposo.
Y luego guardó silencio. Como seguían bajando por la calle y en unos metros más iban a llegar a la casa donde de verdad nació la niña, otra vez la abuela le dijo:
- Pero tú no te preocupes porque hoy va a ser un día tan bello que yo creo no olvidarás nunca.
- ¿Qué va a pasar hoy, abuela?
- Espera un poco y verás.
Le dijo y, como para ir preparando el ambiente, le siguió diciendo:
- Ahora, en cuanto lleguemos a la casa y nos sentemos en la ventana que mira al río, te voy a contar el secreto que tanto deseas saber.
- ¿Por fin hoy, abuela?
- Por fin hoy.
Y la niña le volvió a preguntar:
- ¿Es lo del rebaño de ovejas cuando tú eras niña y jugabas con ellas junto al río blanco de la profunda sierra?
- Puede que eso de las ovejas y el tesoro escondido en la profunda cueva que, en las faldas del cerro de Mariaznar, se abre por encima del nacimiento del río bello, lo dejemos para otro día. Porque aquello, las praderas de hierba fina junto a las aguas limpias del Segura niño, los huertos, los álamos, las casas aplastadas de las tres pequeñas aldeas y otra vez los rebaños de ovejas recién esquilada y detrás de ellas los borregos, aquello hija mía, qué bello cuando yo era niña y con padre y madre por esos campos, el rocío, la nieve y el crujiente hielo. Pero aquello, otro día y con la calma que requiere para ir desgranando uno por uno los hechos igual que se desgranan los granos de las granadas. Y te lo digo así porque es grande en verdad y además como por allí yo corrí tanto y jugué tantos juegos, pues...

Llegan a la casa donde la niña nació aquella noche de invierno gris y frío. La humilde, viejecica y recogida casa en el plácido rincón del pueblo y al comienzo de la calle que baja para la iglesia. Abre la puerta, entran dentro, se acerca la abuela para la ventana que mira al río cuando justo ahora, desde la calle, la llaman.
- Hermanan Griselda ¿se puede entrar?
- Pasa que la puerta está abierta.
Y a la estancia llegan dos personas. El y ella.
- Como la hemos visto llegar, no queremos irnos sin despedirla.
Se le queda mirando la abuela y al preguntarles:
- ¿Es que otra vez vais a ir a ver a la nena?
Obtiene por respuesta:
- Pero ahora ya nos vamos para siempre. La nena encontró trabajo y como alquiló un piso y no hace nada más que pedirnos que nos vayamos con ella porque allí se vive mejor, pues hemos decidido irnos del todo.

La nena de la vecina y vecino que fueron a despedirse de la abuela se había marchado, como tantos en estas Sierras, a Valencia en busca de trabajo. Bueno, siguiendo la historia brevemente, fue de la siguiente manera: la nena es una expresión serrana que se usa cuando se refiere a una muchacha y si es muchacho, los mayores también dicen el nene, pero lo más corriente es el zagal o la zagala. La cría o el crío lo usan muchos, pero los que más, son las personas mayores porque los jóvenes de ahora, pues se conforman con muchacho o muchacha.

He aclarado esto porque la nena de la vecina, también nació en el pueblo como tantos y cuando ya tuvo la edad, durante un tiempo fue al colegio. No terminó ni siquiera graduado escolar porque de muy joven ella tuvo que trabajar en las aceitunas, los huertos y otros oficios sin futuro y cuando quiso acordar, se le pasó el tiempo y entonces se puso a soñar como tantos. Y lo que quería era escaparse de estas sierras a irse a Valencia, Barcelona, Tarragona o Murcia para trabajar en los hoteles o lo que fuera. Y la nena, un día se enamoró de un muchacho oriundo de un pueblo cercano y antes de que los dos tuvieran suficiente edad, se casaron. Los dos se fueron a Valencia buscando trabajo y allí encontraron cosas para ir tirando. Pero pasó el tiempo y como lo de quedarse en estas sierra a ella no le atraía mucho, pues volvía, pero siempre decía que allí, qué maravilla de vida. Pasó más tiempo y como los padres se hicieron viejos, pues tiró de ellos y aunque no querían como no han querido tantos, un día, decidieron irse para siempre.

Pero ellos, personas buenas donde las hayan y amantes de sus tierras, costumbres y cosas sencillas, no querían marcharse sin despedir a la abuela.
- Pues que volváis pronto.
Le dice la abuela.
- Sabe Dios si podremos volver alguna vez porque te digo la verdad, a mí esto de irme de la tierra no me gusta nada, pero como uno ya no está para apañarse solo, qué podemos hacer.
- Si ya la nena tiene trabajo y casa, pues...
Y la vecina:
- Que cuides de tu nieta y cuando vuelva tu hija, ya sabes.
- Y vosotros que tengáis suerte.

Y al oír la abuela lo de “que cuides de tu nieta”, miró a la niña y como sintió un temblor, en su corazón y mudamente, se dijo: “Que tú, vida y esperanza del alma mía, no te vayas nunca de estas sierras. Que nadie te meta a ti en la cabeza la idea de que la vida de por ahí fuera, es mejor que la nuestra aunque se gane más dinero, se puedan comprar pisos, coches y neveras. Que tú, reina mía y mariposa de las praderas donde las flores no están contaminadas y las aguas corren puras, no te vayas nunca de estas sierras, porque aunque sean ciertas algunas de las excelencias que refieren los que se fueron, en el fondo del alma se pierde más que se gana y por eso se abre el vacío que nadie ni nada podrá llenar nunca. La pérdida de la tierra, la identidad y la fina belleza de estas sierras nuestras, nunca se rellena y aunque allí se viva mejor y, de vez en cuando se vuelva de vacaciones o de turismo, lo perdido, perdido queda para siempre y frente a ello, ya se es extraño. Que tú, hija mía, nunca te arranques de estas tierras nuestras”.

Poco después, por la calle que baja desde la fuente de los tres caños y pasa por delante de la iglesia, descendieron ellos con sus maletas en las manos. Torcieron en la esquina, se vinieron para el lado derecho y ante la mirada de los otros vecinos, cogieron el autobús y se marcharon del pueblo para siempre, según ellos crían. Todavía en la puerta de la casa de la niña Aneluz, la abuela mira y frente, a sólo unos metros, bien cerrada, la vivienda de los que acaban de irse. De la reja de la ventana cuelga un letrero donde se puede leer: “Se vende”. Y también la abuela ahora piensa que quizá dentro de no muchos días vengan por aquí unos extranjeros y la compren como ya han comprado tantas por tantas aldeas y pueblos de estas sierras. O quizá no sean extranjeros sino algún vecino de los pueblos de la loma de los olivos o algo más abajo. Y como ya ha pasado también con tantas otras viviendas bonitas en estas sierras, la arreglen para convertirla en casa rural. Quitarán este letrero y pondrán otro que diga: “Casa rural, se alquila”. Y luego vendrán los turistas, quizá también gente sencilla o extranjeros, y se asombrarán de la sencillez de las casas en este pueblo. Se asombrarán de las aguas del río color chocolate, de los olivares cubriendo las laderas de las montañas y del aire tan puro que se respira por aquí. Lo típico y tópico de siempre. Estos pensamientos pasó por la mente de la abuela y no se sintió bien. Y pensó que a lo mejor sería bueno hablarlo con la niña para que supiera alguna realidad más de la vida.

En la casa, la abuela frente a la nieta y sintiéndose algo más sola y con la calle también más triste, porque eso es lo que sucede cada vez que un serrano se arranca de la tierra para irse a buscar trabajo o fortuna, se aproximó a la ventana.
- Acércate hija mía.
Le pide a la niña.
- Aquí estoy abuela.
- Cuándo terminemos de mirar al río y por mi parte de contarte el secreto que te he prometido, te voy a llevar a dar un paseo por el pueblo ¿quieres?
- Sí que quiero abuela. ¿Vas a enseñarme algo concreto y bonito?
- Sí, quiero explicarte algunas de las cosas del silencio, la luz y el perfume de este pueblo nuestro. ¿Sabías tú que no hay otro pueblo más bello en el mundo?
- No lo sabía, abuela, pero si tú lo dices, será así. Las cosas que tú me enseñas siempre me gustan a mí.

Y a partir de este instante, la abuela se esforzó en que la nieta descubriera y sintiera, en los latidos de su corazón, al pueblo que desde la ventana se veía. Tres calles largas que bajan, una plazoleta por donde juegan niños y con sus cuatro árboles verdes, tejados de las casas apiñadas entre sí y desde ellos elevándose las chimeneas por las cuales, en los días grises del invierno, manan los chorros de humo, el río y su playa mitad de arena y mitad artificial y sobre todo, la singular belleza que de este cuadro mana, captan y gustan no los ojos que la observan sino el alma que la besa y quiere. Al otro lado del río, la otra mitad del pueblo subiendo por la ladera como si quisiera remontar a lo más alto del cerro, las calles empinadas, las casas blancas, las escaleras y abajo, donde se abre el puente, la carretera del asfalto negro. Pero sobre todo, el río aplastado entre las dos mitades del pueblo y el agua en su lento, bello y eterno camino hacia el fin de la vida. Porque esto es lo que la abuela experimentaba cada vez que contemplaba el río. Un chorro de vida clara que, semejante a la vida de los humanos, pasa y con ella se lleva a la vida misma. Yo mismo pienso, como pensaba ella, que un río serrano, cuando se escapa de la sierra y penetra en otros terrenos, pierde para siempre el encanto que tenía cuando era río serrano.

Desde esta realidad es desde donde la abuela quiere llevar a la nieta de paseo por el pueblo.
- Pero antes guisaré para ti una rica comida y si vienen tus amigas, te dejaré que juegues con ellas ¿quieres?
- Quiero, abuela.

- Pues ahora mira por esta ventana
y fíjate en el río,
la corriente que callada avanza,
los álamos que esbeltos se mueven
y los gorriones que por entre las ramas cantan.
- Ya estoy mirando abuela.
- Pues es el momento.

Y la abuela se puso a contarle cosas y más cosas del hombre de la cueva oscura en la profunda Sierra. Algunas se las contaba por tercer y quinta vez, pero otras, hoy eran frescas y aunque para la abuela resultaban interesantes y hasta emocionantes y por eso se puso a llorar y todo. La niña, al poco de estar mirando al río, ya se sentía cansada. Algo aburrida y un poco, pues, distraída porque ella, tenía su corazón donde, por esta edad, lo tienen todos los niños del mundo. Pero de pronto dijo la abuela:
- Y ahora, hija mía, presta mucha atención.
- ¿Qué pasa ahora abuela?
- Te voy a decir cómo se llama ese hombre de la cueva que ya conoces sin haber visto todavía, pero antes de pronunciar su nombre quiero que me prometas que no se lo vas a decir a nadie.
- ¿Por qué se lo voy a decir a la gente? Si tú me dices que es sólo para mí, nadie más se enterará excepto mamá.
- Ella tampoco lo sabe, pero ya veremos, cuando vuelva, de qué modo se lo decimos entre las dos ¿Vale?
- Sí que vale. ¿Cómo se llama ese hombre abuela?
- Su nombre es Niotán. Que quiere decir el que ama a la sierra.

Y la niña se quedó mirando a la abuela como diciendo para sí: “¡Qué nombre tan raro!” Pensaba esto no porque fuera raro, sino porque era un nombre que nunca lo había oído puesto en las personas. Por eso preguntó:
- Abuela, ¿hay más personas por esta sierra que se llaman así?
Y la abuela:
- Ni una sola persona ni en este pueblo nuestro tampoco.
- Pero entonces...
- Es igual, hija mía, tú recuérdalo siempre. Su nombre es Niotán y suena a valiente, rotundo, amante de su sierra desde lo más profundo y firme en sus convicciones hasta que la muerte lo separe de ella. Porque tenía que decirte que él, nunca jamás hizo daño a nadie ni tampoco deseó el mal para nadie aunque a él sí le dieron muchos palos.
- ¿Quién le pegó, abuela?
- Eso no toca ahora, pero prometo que en otro momento, te lo cuento.
- ¿Pues qué toca a continuación?
- Ahora viene el gran secreto. Porque esto del nombre era porque tiene que ser así para que las cosas queden bien cimentadas.
- Pues vale, abuela. Vamos al secreto.

Y la abuela siguió diciendo que Niotán, el hombre de la gran cueva oscura en lo más profundo de la Sierra, era listo, inteligente y sabía, además, expresar con belleza los sentimientos que en su corazón llevaba, los sueños que soñaba y la delicadeza de las plantas que por la sierra amaba.
- Pero vamos a lo que importa, hija mía. Este hombre, como aprendió a escribir y ya te contaré de qué modo y dónde, a lo largo de sus días fue recogiendo historias, datos, nombres, sentimientos, hechos, leyendas y más acontecimientos y todo lo tiene guardado en un gordísimo libro que esconde en un lugar oculto y secreto de esta profunda sierra suya.
- ¿Lo guarda en la cueva?
- Eso ya no te lo puedo decir. Lo único que, a partir de ahora para delante puedes saber y tienes que saber, es que él me dijo que ese libro, el más gordo y bello que nunca se ha escrito de las tierras que nos pertenecen, está escondido. Nadie sabe dónde y por eso, quien lo encuentre, encontrará un tesoro para él mismo y para la humanidad entera.
- ¿Tan importante es ese libro?
- Más de lo que se puede decir. Sólo cuando se descubra y las personas lo tengan en sus manos, se sabrá bien.
- ¿Y quién podrá encontrar ese tesoro de libro, si es que se puede saber si existe algún hechizo, clave o camino para llegar a él?
- Ningún hechizo ni clave ni camino existe para llegar a él. Sólo hay que encontrarlo sin que se sepa cómo y por el único placer de encontrarlo para legar a la humanidad el mejor de todos los tesoros nunca visto por aquí.

La niña, se quedó muda durante un instante mirando al río. Se acordó de su madre y luego se acordó de su padre. Después se acordó de las amigas y pensó que dentro de un rato vendrían a por ella para jugar en la calle y cerca de la fuente de los tres caños blancos. Miró para uno de los rincones de la habitación de la abuela y al ver el baúl, preguntó:
- Me dijiste un día que me ibas a enseñar lo que guardas en ese baúl. ¿Cuándo será? Y te lo pregunto porque tengo ganas de saberlo.
- Cuando llegue su momento, hija mía. Son cosas de mucho valor que tú ahora no comprendes mucho, pero cuando llegue el momento abriré ese baúl y verás lo que guardo dentro. Lo verás y lo conocerás conmigo para que tu corazón se llene de la dicha que debe llenarse.

Otra vez la niña se quedó muda durante unos segundos. El mueble que le intrigaba y desde hacía mucho tiempo quería abrir, era un baúl de madera de pino, ya algo carcomida que, cerrado con un candado, la abuela tenía en uno de los rincones de su habitación. Allí guardaba ella lo que sí creía también era un gran tesoro y que nadie conocía excepto la abuela. Y claro que tenía pesando abrirlo un día y mostrarle su contenido a la niña. Creía ella que aquel contenido tan importante estaba destinado exclusivamente para su nieta y por eso lo guardaba con tanto amor y esmero. Había pasado un rato y cuando pareció que ya la niña no iba a preguntar más, se volvió para la abuela y habló diciendo:
- ¿En el libro de Niotán se habla de tesoros?
- De muchos tesoros. Algunos son de monedas de oro y joyas preciosas. Los nombres de los sitios donde se encuentran escondidos estos tesoros, también están escritos. Algunos yo lo sé.
- ¿Caen por aquí cerca?
- Unos sí y otros, no aunque todos se encuentran dentro de la sierra. Un lugar es Peña Amusgo, otro el Picacho de Monteagudo, el Castellón de los Toros, Solana de Padilla, la Cueva de Puerto Lézar, el nacimiento del río Segura, Cueva del Ermitaño y así hasta llenar páginas y páginas. Cada cortijo serrano escondido en el más oculto valle, cada trocico de huelga, cada tiná, cada cueva, cada aldea y pueblo, tiene o tuvo su tesoro escondido y la mayoría de la época de los moros y mucho antes.
- ¿Son monedas de oro, joyas y perlas brillantes?
- algunos tesoros sí son esto pero otros, no. Sin embargo, quiero que sepas que los tesoros más valiosos nunca son ni joyas ni perlas ni dinero.
- ¿Qué son, abuela?
- La lluvia, la florecillas de las praderas, la verde hierba, el aire limpio, la corriente de un arroyuelo, los bosques, las nubes… Las cosas pequeñas que cada día nos rodean y de las cuales hay muchas en nuestra sierra. Lo más valioso nunca lo busques ni en las cosas grandes o fantásticas ni en las asombrosas cascadas o montañas gigantes sino en los trinos de los pajarillos, en las gotas del rocío o en el color rojo de las cerezas.
- Pero abuela…
Y las dos guardaron silencio.

Después de esto y, pasado un rato, la abuela creyó conveniente hablarle a la niña de dos cosas más para que, en el futuro no lejano, los hechos fueran por el camino que convenía que fueran. Por eso siguió hablando y dijo:
- Lo que sí conviene que sepas es lo siguiente: una vez que tú ya eres la única portadora de este secreto, te sientes obligada a buscar y encontrar ese libro y luego a darlo a conocer a la humanidad entera. Pero atención porque dos cosas son muy importantes en el camino hacia la consecución: no contar a nadie que existe este libro ni preguntar a nadie nada que pueda servirte para llegar a descubrirlo. ¿Entiendes, hija mía?
La niña dijo a la abuela que un poco sí, pero que en este momento ya tenía mucha hambre.

Entonces la abuela se puso y preparó unas patatas, crillas que es como siempre ella las había llamado en su querido rinconcito de Fuente Segura, fritas con un huevo también frito en puro aceite de oliva. Los huevos eran de las gallinas que ella tenía en el corral, las patatas de las que había criado en el huerto del río, regadas con agua limpia de la acequia que baja desde las buitreras y abonadas con basura, estiércol de oveja. En Fuente Segura y otros muchos lugares de esta sierra, al estiércol que producen las ovejas, cagarrutas, los serranos siempre le han llamado basura. Lo digo para que no se confunda con esa otra basura que tanto producen y conocen los pueblos y ciudades modernas. El aceite con el que frió las patatas y los huevos era del mejor de todos. El que habían dando las aceitunas recogidas en los olivos de estas sierras. Puro aceite de oliva y fresco porque pertenecía a la cosecha pasada.

La abuela también partió unos tomates bien maduros, recogidos del huerto del río que aliñó con el mismo aceite que ya hemos dicho, junto con unos trocicos de pepinos y pimientos verdes criados en el huerto del río. Y cuando ya, esta rica y sana comida, estuvo preparada, las dos se sentaron en la mesa y se pusieron a comer. Mientras daban cuenta de tan apetitoso manjar, la niña preguntó:
- ¿Cuándo volverá mi madre, abuela?
- Dentro de unos días.
Dijo la abuela sin saber ella que las cosas no iban a ser así exactamente. Siguieron comiendo sin parar de hablar de otras muchas cosas.

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