Aneluz -3
El castillo solitario
Y va Aneluz a preguntarle a su abuela para que le aclare aquello que acababa de leer cuando en estos momentos, a su casa, llegan el grupo de amigos. La saludan y después de estar allí un ratico juntos dicen:
- Hoy es nuestra cuarta excursión por las montañas de estas grandes sierras ¿Adónde iremos?
La pregunta el muchacho alto y rubio.
- Al castillo solitario.
Responde Aneluz enseguida.
- Sí, vamos al castillo.
Afirma el muchacho regordete de pelo moreno.
Y sin más, a las tres de la tarde suben al coche blanco, enfilan por el río carretera arriba, atraviesan el pueblo blanco que se duerme entre los olivos de la ladera y hora y media más tarde llegan al castillo.
¡Qué bonito está hoy el castillo con su niebla de algodón y las matas de hierba nacidas en la tierra de la puerta! ¡Qué bonitas están las pequeñas gotas de agua trabadas en las rocas y qué bonito todo el amplio paisaje del valle de los olivos! A los pueblos se les ven aplastados tras los cerros y el río corre valiente rajando la tierra. Al frente, se alza grandioso el gigante pico del Yelmo y por sus laderas, chorrean los espesos bosques de pinos. ¡Qué bonito se le ve hoy desde aquí y coronado por tres nube blancas de algodón mullido que juegan con el viento y el azul del cielo.
- Mirad, esta abierta la puerta. Entremos y lo exploramos.
Propone la niña.
- Si, qué bien que lo haya dejado abierto. Entremos y descubramos los misterios que encierra.
Gritan los dos muchachos al tiempo que ya corren saltando por las rocas que hay por la puerta del castillo.
La niña va la última. Al pasar por el gran portón de madera, la entrada principal del viejo castillo, oye una voz que le saluda:
- ¡Hola niña!
- ¿Quién me habla?
Pregunta ella algo sorprendida.
- Soy yo, el alma del castillo solitario.
- ¿De qué me conoces tú?
- Todos los que por aquí llegan a verme, desde hace mucho tiempo me hablan de ti. También me cuentan cosas las nubes, el viento, la lluvia, las ardillas que saltan por los pinos. Todos te conoces y todos te quieren por estos cerros. Yo te estaba esperando.
- ¿Para qué me esperabas?
- Tenía muchas ganas de conocerte y además, también quería contarte un secreto. Pero ahora, pasa. Pasa y ve mi patio, mis columnas, mis escaleras todas de piedra y mis fuertotes torreones. Yo también soy tan importante y bello como los paisajes de la sierra que tanto recorres. ¿Qué te parecen mis muros, mis arcos, mis galerías?
- Son bonico, ricos y además muy robustos, pero me da miedo tanta oscuridad.
- Yo te quiero. No te dañaré porque no hay ningún fantasma escondido por aquí.
Y Aneluz, valiente avanza, cruza el patio, recorre las galerías, observa los paisajes que desde el cerro se abre hacia el valle, se recrea en las casas blancas del pueblo de la cumbre aplastado contra las rocas y todo lo encuentra tan bonito que exclama:
- Eres un afortunado.
- No tanto como tú crees.
- ¿Es que tienes miedo de estar aquí tan lejos y tan solo?
- Miedo no porque me paso los días jugando con el viento que no para de rozar mis paredes, las nubes que me cubren cuando menos lo espero y las estrellas que en el cielo brillan por las noches. Tengo muchos amigos y además, la luna que me ilumina con sus rayos de luz naranja cuando por las noches aparece por lo alto de las cumbres. Tengo muchos amigos. Fíjate que vista tan grandiosa se ve desde mi pedestal rocoso. Se ve todo el valle y se oyen todos los ríos. Pero desde luego, sí es verdad que estoy algo triste.
- ¿Por qué?
- Tú no vienes nunca a jugar conmigo y esto me duele.
- No seas tonto. Yo a ti te quiero como quiero a todas las cosas bellas que hay en esta sierra mía. Si te pones alegre te prometo que esta noche voy a pensar en ti.
- ¿De verdad?
- Te doy mi palabra. Y además, para que compruebes que no te miento, ahora mismo te voy a cantar una canción que me enseñó mi abuela ¿quieres?
Y el alma del castillo, llena de alegría:
- Sí, por favor. Cántame una canción dedicada sólo a mí para que así te recuerde siempre. Luego yo te contaré algo que desde hace mucho tiempo me preocupa.
Y la niña le dice:
- Pues allá va, verás que bonica.
Castillo de rocas duras
que tienes tu pedestal
donde la lluvia es más pura
y el rocío es más cristal,
suerte grande es la tuya
porque el viento al pasar
te abraza por la cintura
y te besa sin parar
como te besa la luna,
el sol y la niebla al rodar,
tras las tormentas oscuras,
desde el valle del olivar.
Castillo de rocas duras
¡qué noble es tu majestad!
Y en estos momentos, el castillo solitario que se alza donde las nubes tienen su nido, río con una carcajada tan grande que retumbó por todo el valle.
- Ahora te toca a ti contarme esa preocupación que tienes.
Le dijo la niña. Y el castillo habló diciendo:
- No debería contarlo porque yo sé que otras veces me criticaron, pero como tú ya eres mi amiga, te lo voy a decir. Y el problema que no es tal, es que desde hace un tiempo oigo decir que dentro de mis paredes van a montar no sé qué exposición o muestrario y eso me tiene preocupado.
- ¿Por qué?
- Es que con tanto como he oído, me han herido y tengo sufrido, nunca se sabe qué cosa será o pasará con esto o aquello. Todos dicen, proponen y hasta prometen y luego... pero en fin, mejor me cayo porque como dice el refrán: luego to se sabe y yo, tengo experiencia. Pero tenía que contárselo a alguien y ya te lo he contado a ti.
- Pues tú tranquilo, castillo bonito que aquí estoy yo para echarte una mano en lo que sea necesario.
Al poco la niña lo despide y cuando ya bajaba por las frías escaleras de piedra oyó otra vez a la voz del alma del castillo que le dice:
- No olvides que has prometido ser mi amiga.
- No lo olvidaré.
- Pues entonces, vuelve. Tengo que contarte un gran secreto y cuando estemos jugando con las nieblas que me ciñen por la cintura, como tú dices, también te hablaré de las historias que tengo escondidas por los rincones de mis habitaciones. Entre las piedras que forman mis muros hay muchos tesoros durmiendo que a ti y a nadie más, quiero mostrar.
- Te prometo que volveré.
Algo más tarde, el coche que los había llevado a la cumbre de solitario castillo, descendía del cerro. Los tres reían contentos y comentaban entre sí:
- En cuanto podamos tenemos que volver y oír las historias que este castillo tiene escondidas entres las piedras de sus muros.
Y ella dijo:
- Si que tenemos que volver. Creo que sus historias serán las más fabulosas y bellas que nunca nadie haya oído.
La fuente de los caños blancos
Pasaron algunos días. El invierno había tocado su fin y aunque la primavera estaba ya acampada por los campos que rodea al bello pueblo blanco del gran valle del río color chocolate, no era una primavera seria. Hacía frío por las noches, se nublaba mucho durante el día, nevaba de cuando en cuando sobre las cumbres del Yelmo y por el valle, llovía. Las golondrinas ya habían vuelto, los cernícalos revoloteaban por entre los tejados de las viejas casas y la torre de la iglesia buscando lugar para hacer su nido, los almendros ya tenían sus nuevas hojas y hasta las nuevas almendras y los cerezos, los que había florecido más temprano, tenían algunas cerezas en sus ramas. Los otros, los más tardíos, los fríos de la primavera rara, les estaba helando tanto las flores como las cerezas recién brotadas y las nuevas hojas. En los olivos todavía no habían brotado las florecillas diminuta que luego se convierten en aceitunas. Por las mañanas, todas las mañanas y al atardecer, al cruzar el aire por encima de los tejados del pueblo, los cernícalos emitían sus característicos graznidos y ellos creaba en el ambiente una cierta explosión de vida a pesar de los fríos primaverales. Aneluz acudía todos los días a su colegio, al final del pueblo, junto al río y en la parte llana y cuando regresaba al medio día, la abuela le tenía preparada la comida.
Aquella noche Aneluz se acostó un poco más temprano que de costumbre.
- Buenas noches.
Dijo a su madre. La madre le dio un beso en la frente, arropó su cuerpo con la manta para que no tuviera frío porque era invierno y después apagó la luz.
- Hasta mañana hija.
Le dijo y allí la dejó en su cama.
La niña no se durmió enseguida a diferencia de otras noches que sí se quedaba dormida en cuanto caía en la cama. ¿Que le pasaba esta noche? Ella no lo sabía, pero sí en su corazón algo le inquietaba. Era la fuente de los caños blancos. La que hay un poco más arriba de su casa, en la esquina de la calle y al comienzo de la otra calle. La fuente de la Luz es como la llamaban todos los que vivían en estas sierras.
Cuando ya oscureció y terminó de jugar con sus amigas se pasó por la fuente. Todos los días pasaba por allí y hasta le gustaba pisar el agua que desde el caño se derramaba y corría por la ladera. Todos los días en su chorro bebía ella muchas veces y todos los días, desde que sabía andar, cerca de la fuente jugaba hasta caer rendida. Así que la fuente de la Luz era para ella como una de sus mejores amigas. Como si desde siempre hubiera estado al lado de su cuna cantándole la hermosa canción del agua.
Canción del agua:
vestida de azul
vengo de las nubes
y de la pura luz
del sol, por las cumbres,
me hago diamante
que brilla y reluce
en los manantiales
que en los bosques surgen
y en los charcos claro
que de mí presumen.
Vestida de blanco
y en copos de dulce,
vengo desde el viento
y las blancas nubes
y soy el agua pura
que da vida y perfume.
Esta canción se la cantaba su abuelita en las tardes en que el cielo se ponía oscuro y caía la lluvia sin parar. Y como la canción es tan bonita y a la niña le gustaba tanto, su abuela también se la cantaba por las mañanas cuando iban al huerto de los tomates y la hierba estaba empapada de rocío. Cuando hacía mucho frío y el rocío se convertía en escarcha que en forma de cristales relucía bajo los olivos, la abuela le cantaba otra canción, también bonita, que más adelante pondré para que ni se pierda ni se olvide.
Ella conocía bien la música clara del agua limpia. Conocía la frescura suave del líquido cristal y conocía todos los secretos, las alegrías, las penas y las ilusiones del chorrillo que bajaba desde las más altas sierras y venía a morir cerca de su casa. Pero ¿qué le pasaba hoy a la fuente? Al terminar la tarde Aneluz sorbió de su líquido blanco y bebió antes de irse a su casa. Justo en este momento ella notó que a la fuente le pasaba algo. Y por eso le preguntó:
- ¿Por qué estás triste?
Y la fuente le respondió:
- Me siento vieja y sola.
- Yo vengo todos los días a beber a tu caño y a jugar por aquí cerca. Todos los días me ves y te doy mi cariño. ¿Cómo puedes sentirte tan sola?
- Eres la única que me acompaña. Los demás, poco a poco cada día me abandonan.
- Eso no es verdad. Yo veo que también la vecina de enfrente y la otra, vienen a coger agua de tu caño.
- Sin embargo, estoy sola y sé que puedo morir cualquier día de estos.
- No entiendo lo que me dices ¿Me lo puedes explicar?
Y la fuente de la Luz, le dijo:
- Tú sabes que hoy ya todos los vecinos tienen grifos en sus casas. Ya no es como antes que todos tenían que venir a mí para coger agua. Cada día me visita menos personas. Cada día me desangro horas y horas aquí, en silencio y sola y nadie viene a mí. Sé que esto puede acabar con mi vida. Hasta he oído decir que como ya no sirvo para nada pueden derribarme cualquier día de estos. “¿Para qué la queremos estorbando ahí en la calle y sin utilidad ninguna?” Dicen unos y otros. ¿Comprendes lo que te digo?
Y Aneluz le respondió:
- Ahora sí lo entiendo mejor. Pero de todos modos pienso que esto se puede arreglar.
- ¿Cómo?
- No lo sé, pero si hablo con las personas del ayuntamiento, con los vecinos, con los más viejos, quizá lo entienda y te ayuden.
- Sí, quizá tú puedas, pero yo no estoy segura.
- Déjalo en mis manos ya verás como hay arreglo.
Y después de estas palabras Aneluz se despidió de la fuente de la Luz. Se va a su casa, cena y luego se mete en la cama. Está preocupada y piensa en el problema. ¿Habrá solución? ¿Lo entenderá la gente? ¿Le ayudará el alcalde? Y se dice que en cuanto se levante al día siguiente va a ir a verlo y después comenzará a hablar con los vecinos.
“Mi fuente, mi bonita fuente con su caño blanco de rocío de las montañas, no debe morir ni estar triste”. Se dice y pasado un rato se queda dormida. Al amanecer la abuela se vino, como tantas veces, con ella y sentándose en la cama se puso a contarle historias a la vez que respondía a las preguntas que la niña le hacía. A las que podía, porque en unos de aquellos momentos en que la abuela le escuchaba, la niña dijo:
- Por la derecha del collado, según se sigue la senda hacia donde el sol sale, se alza la ladera que mira a la llanura de este collado y a la gran curva del río. Y por la ladera esa, todavía un poco antes de la cumbre, va otra vereda estrecha. También lleva dirección al sol de la mañana y mientras avanza es como un balcón al hondo barranco del río, a la gran curva, al collado y al charco azul. Más a lo lejos y en horizontes que se borran con tonos blancos, se pierden grandes cerros repletos de olivos. Entre ellos y la gran curva del río, pasa el Guadalquivir, hundido en un valle neblinoso, verde y tupido de olivos.
Pues por la senda que es balcón y queda remontada y paralela a la del collado, yo lo vi avanzar. La nieve cubría a la tierra y a la hierba. Pero no estaba nublado sino que lucía el sol. Iba descalzo pisando la nieve y lo que más me llamaba la atención es que no sentía frío. Caminaba pisando la nieve y no sentía frío ni le dolían los pies. Un poco más arriba había un rebaño de cabras blancas comiendo por entre el monte y un poco más abajo, donde en la llanura brota la fuente, había otras pocas cabras también comiendo monte.
Se asomó al precipicio que hay donde la senda se presenta al barranco del río y ante sí tenía la gran panorámica. Un grandioso barranco que es por donde nace el río, con sus espesos bosques, sus tremendos acantilados, las fuentes manando bajo las peñas y los arroyuelos saltando por las piedras y la tierra. Y para sí se dijo: “Ahora saltaré desde esta roca, me agarraré a las ramas de aquel árbol y cuando por fin esté ya sobre el llano donde mana la fuente, beberé agua en ella y luego recogeré las cabras y me las traeré con estas de la cumbre”. Y al decir esto se presintió como si en lo alto de la cumbre, todo lo estuvieran preparando para celebrar un banquete o algo así. ¿Reconoces el rincón, abuela y el que andaba por él?
Le pregunta Aneluz al terminar de contar su relato. A lo que la abuela dice:
- Ya te dije, mi niña querida, que la sierra es muy grande.
Y se levanta de la cama donde está sentada. Se acerca a su mesita de noche, coge la carpeta azul, saca una hoja y le lee a la niña:
Pisando la nieve y descalzo
se le vio ir por la vereda
que es balcón sobre el barranco
y no sentía frío ninguno
aunque todo estaba blanco
de nieve blanca y de agua
que era hielo y puro barro.
- Pastor de la gran montaña
que ni sientes el cansancio
ni el hambre ni el dolor
mientras vives y vas llegando
¿adónde vas por los paisajes
agrestes y congelados?
- Voy a donde vosotros
prohibido tenéis el paso
y por más que transcurra el tiempo
jamás viereis ese palacio
y menos entrareis a él
porque estáis en el otro bando.
Pisando la nieve y su frío
se le ve caminando despacio
con el alma puesta en la fuente
que mana por el barranco
y el corazón puesto en el banquete
que entre las nubes y en lo alto
parece que en estos momentos
un rey le está preparando
El pez de orejas grandes
Se presenta la madre en la habitación y dice que es la hora del desayuno.
- Café con leche y tostadas con aceite de oliva, es lo que hay.
- Pues es un desayuno que a mí me gusta mucho, mamá.
Le responde al tiempo que se agarra a su cuello y la besa. Las tres desayunan juntas mientras, por los cristales de la ventana que mira al río, contemplan a la mañana. El cielo está azul, con sólo unas nubes blancas en forma de rebaños de borregos y por el aire, revolotean las golondrinas. En unas de las casas, en la esquina del tejado, ya han construido un nido de barro. De vez en cuando las golondrinas se paran en el nido y en él depositan otro poquito más de barro o una raíz seca recogida en las riveras del río. A pesar de todo, ya es primavera.
Al caer la tarde aquel día, Aneluz se reúne con sus amigos en el puente que hay sobre el río de aguas chocolate. Es el que sirve de unión con las otras partes del pueblo. La Piedra, la parte nueva y el Pedrusco, la parte vieja. Ella vive en el centro de la parte vieja.
Hoy todos ellos y también el del coche blanco, habían quedado para bajar al otro pueblo. El pequeño y que también se levanta pegado a las aguas chocolate del río tortuoso. A la hora fijada todos se juntaron, subieron al coche y en diez minutos ya estaban entrando por las primeras casas del otro pueblo. Hoy el día era espléndido. El cielo aparecía limpio de nubes, los montes verdes y transparentes y el sol lucía calentando los campos y llenando de luz todos los bosques.
- ¡Mirad que pez!
Exclama la niña al ver el gran pez que hay a la entrada del puente. Es un pez de ladrillos con una gran cola y orejas largas, largas.
- ¡Qué grande y qué bonito!
Afirma el muchacho regordete de pelo moreno.
- Parece de verdad. Fíjate qué orejas tan grandes, qué cola tan larga y qué boca tan enorme.
Sigue expresando Aneluz.
- Es el pez más grande que he visto en mi vida.
Confirma ahora el muchacho de pelo rubio.
Aneluz se pone frente a él, mete su mano en la boca del pez, lo mira despacio, lo acaricia rozando con sus dedos todo el lomo y luego se vuelve para el grupo de sus amigos y les confiesa:
- Me ha dicho que nos subamos sobre sus espaldas. Es un pez volador. Si le cantamos una canción que yo sé arrancará a vuelo y nos paseará por encima de toda la gran Sierra de Segura y Cazorla.
- ¿De verdad te ha dicho eso?
Pregunta el muchacho regordete de pelo moreno lleno de curiosidad e inquieto ya por la ilusión de volar atravesando el viento hasta subir a lo más alto de los montes de Segura. El autor quiere aquí decir que las cosas que más deseaban los niños hacer realidad, era volar por encima de las fabulosas sierras de Segura y Cazorla. Entre ellos se decían que si hubieran nacido pájaros en lugar de niños, lo primero que en su vida habrían hecho, hubiera sido trazar un largo vuelo por encima de estas sierras y a lo largo y ancho de todas ellas. Pensaban que de este modo podrían ver los arroyos, montañas y llanuras que hay en la sierra y lo que más les iba a gustar era precisamente las crestas de las grandes cumbres. Creían ellos que de ningún otro modo nadie podría nunca conocer los misterios y bellezas de estas montañas gigantescas.
- ¿No te lo crees?
Pregunta la niña desafiando a los compañeros.
- Yo sí, vamos a intentarlo.
Les responden ellos.
- Pero sólo volará si cantamos una canción que yo sé.
- ¿La canción que te enseñó la abuela la tarde que jugaba contigo cuando estuviste mala?
- Esa misma. Como es una canción de notas brillantes y de letra bonita, le va a gustar mucho.
Y los amigos dijeron:
- Pues de acuerdo. Nosotros nos sentamos delante sobre su lomo. Te agarras a las aletas y cantas.
Y dicho y hecho. Se suben sobre el lomo del gran pez y la niña, la última, canta la siguiente canción:
Pececico de los montes
de larguruchas orejas
vuela, vuela por los bosques
y crucemos las praderas.
Tú no pares pececico
hasta que yo diga “tierra”.
Ahora arranca ya con tu vuelo,
no prolongues más la espera.
Y todos cierran los ojos. Se agarran fuertes unos a otros y aprietan sus pies contra la barriga del pez para no caerse.
- ¿Volamos ya?
Pregunta el muchacho regordete de pelo moreno.
- Si, ya volamos.
Responde el muchacho alto de pelo rubio que era el piloto oficial.
- Pues yo no siento ni el viento ni la caricia de los árboles.
- Es porque vamos muy altos y aquí ni hay viento ni árboles. Sólo sol y estrellas.
Aclara el muchacho alto de pelo rubio.
- ¿Podemos abrir los ojos?
Pregunta el muchacho regordete de pelo moreno.
- No se pueden abrir los ojos. Está prohibido. Hay que tenerlos cerrados. Si los abres se deshace el vuelo, nos caeremos en los bosques y nos perderemos.
Contesta Aneluz.
- Bueno, tú mandas. Los abriremos cuando nos lo digas.
Y pasa un rato. Se aprietan entre sí. Gozan del viento que ahora ya sí les hace cosquillas en la cara hasta que de pronto la niña dice:
- ¡Atención! Vamos a aterrizar. Agarraros fuerte, entramos en picado, tomamos tierra, ya aterrizamos, podéis abrir los ojos.
Y en estos momentos todos respiran, abren los ojos y exclaman:
- ¡Qué viaje más espléndido!
- ¡Qué agustico y qué bello era todo!
- Yo se lo voy a contar a mis amigos y al maestro. En el pueblo nadie sabe que este pez de ladrillos y cemento, vuela.
Aneluz escucha y al final dice:
- Es verdad todo lo que estáis diciendo, pero mientras íbamos volando, el pez de las orejas grandes, me ha contado un secreto.
- ¿Qué ha sido?
- Me ha dicho que se encuentra triste y está enfadado con las personas de este pueblo.
- ¿Y por qué?
Y Aneluz dijo a los amigos:
- Según él, hace mucho tiempo, en la corriente de este río color chocolate había muchos peces que atravesando las aguas subían y bajaban por los charcos y corrientes. Ahora todo el mundo echa porquerías al cauce, todo el mundo tira líquidos y basura y esto hace que hasta el río huela mal, que los peces se mueran y que los árboles se sequen. Este pez volador está triste porque los hombres han sido malos hasta en esto: después de matar a todos los peces del río cogen y aquí, construyen un pez de ladrillos y cemento y les ponen unas orejas que parecen las de un payaso de circo. Ya está cansado de tanta burla y tanto desprecio. ¡Pobre pez este con lo bonito que es!
- Pero no debemos preocuparnos porque nosotros lo podemos arreglar.
Expone el muchacho regordete de pelo moreno.
- Sí, podemos hablar con todos los habitantes de estos pueblos y pedirles que limpien el río y cuiden de sus plantas y peces.
Sigue aclarando el muchacho alto de pelo rubio a lo que los otros responde:
- Pues eso es una buena idea.
Poco después, el grupo de niños, suben en el coche de su amigo y regresan a su pueblo blanco en la orilla del río color chocolate. Cayó la noche enseguida y como tantas veces, cantó el cárabo. Cantó un autillo por los álamos del río, varios mochuelos por entre los olivos de las laderas que suben desde el pueblo hacia los cerros que le rodean y también se oyó el graznido de alguna lechuza. Antes de que la niña se durmiera se oyó también el aullido de un perro y como ella nunca había oído los aullidos de los lobos preguntó a su abuela:
- ¿Es que algún lobo se ha perdido, abuela?
- Todos los lobos de estas sierras se perdieron hace mucho tiempo.
- ¿Viste tú alguno cuando eras pequeña?
- Yo no llegué a conocerlos. Los lobos ya hace mucho que dejaron de vivir en estas montañas. Pero hubo una época en que sí pateaban mucho todos los montes de estas sierras nuestras. Mis abuelos me contaron a mí muchas historias de aquellos tiempos.
- ¿Pero ellos llegaron a conocerlos?
- Tampoco ellos los vieron porque ya te decía que los lobos hace mucho que desaparecieron de estas sierras.
- ¿Entonces?
- Lo que quería decirte es que, según me dijeron, el último lobo en estas sierras se vio por unos poyos muy lejanos que tú aun no conoces. Fue al final de una primavera y cuando muchos pastores creían que ya estaban extinguidos.
- ¿Te contaron cómo ocurrió aquel momento?
- Pues me dijeron que a uno de aquellos pastores un día se le perdieron unas cuantas ovejas. Se fue por las montañas a buscarlas, ya que creía que por allí se le habían perdido y se tropezó con lo que no esperaba. Al remontar un puntal por donde los bujes crecían espesos, sintió unos graznidos extraños. Se paró, buscó una roca alta, subió por ella procurando no meter mucho ruido y cuando estuvo en lo más elevado descubrió algo muy curioso.
- ¿Qué fue?
- Pues una loba con sus cachorros. Los sacaba de una cueva al borde de un despeñadero y se los llevaba. Por una veredilla llena de hierba se los iba llevando al otro lado de la cumbre. De uno en uno y en la boca, se los iba llevando dando viajes sin parar. Y claro, mientras transportaba un lobezno los otros se quedaban solos y chillaban con unos graznidos muy peculiares.
- ¡Qué curioso fue aquello!
- Sí que lo fue
- ¿Y qué hizo aquel pastor?
- Allí en la peña estuvo un buen rato observando el fenómeno aquel y cuando ya la loba había transportado a todos sus cachorros al otro lado de la montaña, se vino para el valle donde tenía su casa. Encontró a las ovejas que buscaba y cuando llegó a su cortijo contó lo que había visto. Aquella misma tarde salieron en busca de aquella manada de lobos. No lo encontraron, pero a mí me dijeron que desde aquel día nadie más ha visto un lobo por estas sierras.
- ¿Fue entonces el último lobo de estas montañas?
- Si no fue el último al menos yo no tengo noticia de otros más. Así que aquello de la mamá loba recogiendo a sus cachorros hacia las cumbres altas, quedó por aquí, como una imagen curiosa. La estampa de los últimos lobos de estas sierras.
El lago redondo
Aunque ya había llegado la primavera todavía parecía invierno, durante algunos días nevó mucho y también hizo mucho frío. Ya hacía bastantes semanas que los amigos de Aneluz no venían a jugar con ella. Por eso, cuando se pasó un poco el invierno que estaba fuera de su tiempo, se prepararon para acercarse hasta el pueblo blanco del río color chocolate. Todos tenían ganas de ir al pueblo blanco de la orilla del río. Querían ver a la niña y jugar con ella. Estaba enferma y aunque sabían que ya había mejorado pensaban ellos que la visita les iba a gustar mucho. Por eso todos los días al salir el sol miraban al cielo para ver qué tiempo hacía. Y la verdad es que el tiempo no mejoraba mucho. Casi todos los días amanecía nublado, lluvioso, con frío. Este año, decían los entendidos, era el más frío del siglo.
Sin embargo, por fin el sábado veintiséis de abril amaneció casi raso.
- Hoy será el día. No hace frío y parece seguro que luego más tarde las nubes se vayan y salga el sol. Hoy nos vamos al pueblo blanco de la orilla del río chocolate.
Dijo el muchacho regordete de pelos morenos. Le hicieron caso y a la siete de la mañana salieron del pueblo que se esconde entre los olivos. Cuando pasaban por el pueblo más alto del mundo, el que siempre anda perdido por entre las nubes y más en los días de invierno, la niebla cubría toda la carretera. Es este un lugar donde siempre hay mucha niebla.
- Será sólo por este cerro. Ya veréis luego como se acaba la niebla y el día se abre.
Dijo el muchacho regordete de pelo moreno.
Y a continuación preguntó:
- Creéis vosotros que hoy podremos encontrar la cueva oscura del hombre misterioso?
- Buscarla la vamos a buscar. Por dónde hoy vamos a ir no hemos ido nunca. A lo mejor tenemos la suerte y la vemos. ¿Os imagináis la sorpresa que le daríamos a la niña?
Pero cuando pasaron la fuente que mana mucha agua y comenzaron subir, de pronto, por la cuenca arriba del río color chocolate, ven que avanza una inmensa nube negra.
- Hasta da miedo verla. Viene derecha a la sierra de Segura y lo primero que se va a llevar por delante es al pueblo blanco de la orilla del río.
Dijo el muchacho regordete de pelos morenos.
- Párate un poco para que veamos su avance
Pidió el otro muchacho, el mayor de todos los amigos de Aneluz.
Y se pararon junto al carril de tierra. En tres minutos, la nube negra que subía por la cuenca del río chocolate, se les puso encima. Se llenó de oscuridad todo el campo y comenzó a llover casi torrencialmente. Sobre los cristales del coche y sobre el asfalto negro de la carretera las gruesas gotas crujían empujadas por el viento fuerte y frío.
- Se pasará. Yo creo que esto es una tormenta pequeña que se ha escapado por el río, pero que no durará más de media hora.
Seguía diciendo el muchacho mayor.
En el otro pueblo que se recoge por el barranco de los montes altos, se pararon a comprar pan y luego acordaron irse por el carril forestal que va atravesando las cumbres por las partes más altas.
- Tardaremos un poco más, pero este rincón de la sierra aun no lo conocemos. He oído decir que por ahí se esconde un lago redondo que tiene las aguas color de los bosques.
Volvió a decir el muchacho mayor. Y esto lo decía porque cada vez que ellos organizaban una excursión por la sierra, tenían que hacer algún nuevo descubrimiento. Un arroyo, un árbol, una roca, una flor o un lago redondo como el que hoy soñaban.
El muchacho regordete de pelos morenos dijo:
- ¡Vale!
Y salieron del pueblo, a tres o cuatro kilómetros se desvían por la pista de tierra que atraviesa la sierra por las cumbres más altas.
- Quizá pasemos por ese campamento de los chorros en las rocas. Pasaremos por la cumbre que tiene más de mil trescientos metros y luego por aquella vieja casa forestal que se hunde entre los fresnos del arroyo
Volvió a decir el muchacho regordete mientras ya ascienden por la complicada pista de tierra que recorre las partes más alta de las cumbres oscuras. Aparecen los bosques de pinos, pinos tronchados por la lluvia y el viento, aparecen pequeños arroyos de aguas turbias, algunas cascadas y varios cortijos de los muchos que por estas sierras se van hundiendo en la soledad de los campos.
- Yo sigo diciendo que detrás de ese cerro se encuentra el lago redondo.
Repite cada dos por tres el muchacho mayor esperando lo que en su mente sueña. Pero el lago redondo no aparece. Sí de nuevo les alcanza la nube negra que unas horas antes les había sorprendido por el valle. Como ahora ya van por la cumbre la nube en lugar de agua lo que descarga es nieve y granizos.
- Parece de fantasía.
Dijo el muchacho regordete.
- ¿Por qué dices eso?
Le pregunta el muchacho mayor.
- Es que en plena primavera no es normal que caiga tanta nieve ni haga tanto frío.
Digo que si no lo estuviera viendo no me lo creía.
Al bajar por una cañada se paran y los dos muchachos, entusiasmado por la blancura de la nieve y los cristales de los granizos, se ponen a correr como si pretendieran coger entre sus dedos alguna especie de fantasma de los bosques. Era como una manera infantil de gozar la blancura de la nieve que poco a poco se iba trabando en las ciento diez florecillas que por las praderas ya estaban abiertas.
- Pero tu lago soñado no aparece.
Le dice el muchacho regordete al muchacho mayor.
- ¿Que no? Ya verás como nos lo encontramos cuando menos lo esperemos.
- Pues no sé dónde. Y lo digo porque ya tenemos casi atravesadas todas las cumbres de esta larga sierra y el lago no se ve.
- Tú espera un poco y verás.
Y al dar una curva el camino, después de pasar la casa forestal que se esconde entre los fresnos, el muchacho regordete grita:
- ¡El lago!
Señala con su mano y efectivamente. Ahí mismo está el lago soñado. Entre pinos y olivos, rodeado de torrentera de tierra roja, pero teñido de azul limpio y sereno.
- ¡Parece mentira! Jamás lo hubiera creído.
Exclama el muchacho mayor.
Se paran y junto a sus aguas comienzan a anotar en el cuaderno de campos.
- Se lo tengo que contar a la niña en cuanto lleguemos. Le gustará saber cosas de este lago. Seguro que luego dirá que quiere venir a verlo.
Un regalo original
Pero en el pueblo blanco que mira al valle y tiene un río que corre agua color chocolate la niña aquel día no se levantó de la cama. Tenía fiebre y como la abuela se preocupó mucho la llevó al médico. Este le mandó pastillas, algún jarabe y reposo absoluto.
- Que en tres días no se levante ni salga a la calle.
Le dijo a la abuela y luego se la llevó a su casa. La metió en la cama. Le hizo una infusión de las hierbas secas que ella tenía recogidas por los campos de sus montañas y la arropó.
- ¿Me voy a morir, abuela?
Le preguntó ella un poco triste.
- No te vas a morir, hija mía. Te pondrás buena pronto. Los niños como tú, todos los niños del mundo se ponen malos algunas veces en su vida y eso no es grave. Los niños tenéis mucha salud y por eso pronto os ponéis buenos y otra vez jugáis por las calles y reís con vuestros amigos.
Pero aquel día la niña no tenía ganas ni de reír ni de jugar. Se puso enferma de verdad y por eso, cuando las vecinas lo supieron, muchas vinieron a verla y estar un buen rato junto a ella. Vino también el pastor amigo de la abuela y éste, como la quería mucho, se le ocurrió una gran idea para animarla un poco. Antes de salir de su casa, de un armario de madera, cogió un objeto que apreciaba mucho, lo envolvió en un papel de regalo y cuando llegó a la casa de la niña, cuando ya estaba junto a su cama preocupándose por su salud, le dijo:
- Te traigo un regalo.
Y de una bolsa de plástico sacó el regalo. Se lo alargó a la niña que enseguida lo cogió llena de curiosidad y rompió el papel para ver lo que venia dentro. Al descubrirlo se quedó algo en silencio y luego, con más calma, se lo puso delante de sus ojos y leyó despacio: “El misterio de la Montaña”. Y a continuación preguntó:
- ¿Qué es este libro tan gordo?
- Es algo que guardo desde hace mucho tiempo y por eso le tengo mucho cariño. Hoy he pensado que a ti te va a gustar mucho conocer las cosas tan bonitas y curiosas que en sus páginas hay escritas.
- ¿Y qué cosas son esas?
- Quiero que leas el libro para que las descubras por ti misma.
El viejo pastor de las montañas, guardaba consigo este libro desde hacía mucho tiempo. De qué modo había llegado a sus manos, eso no lo sabía nadie nada más que él. Tampoco quería publicarlo mucho. Lo que sí sabían algunos es que el libro, primero habían sido páginas sueltas escritas a mano. Cuando pasó un tiempo, el mismo pastor se tomó mucho interés en que aquellas páginas no se perdieran ni se estropearan. Por eso, un día, se las dejó a una persona que conocía para que todos aquellos escritos se los pasaran a máquina. Tardó mucho tiempo, pero por fin un día, aquellas páginas escritas a mano, estuvieron puestas sobre el papel con letras de máquina. Luego cogió todos aquellos folios y se los dio a otra persona para que le hiciera un bonito libro. Unos días más tarde ya lo tenía. Y salió un libro gordo de verdad, encuadernado en tela verde y con unas letras negras en la portada donde se podía leer el título de aquella obra. Como el pastor le tenía mucho cariño a Aneluz, en cuanto se enteró que se había puesto enferma, lo primero que se le ocurrió fue coger este inédito libro, que tanto quería, y llevárselo para que ella lo leyera y así conociera algunas cosas hermosas que nunca se habían contado nada más que en este libro.
- ¿Pero me lo regalas?
Preguntó la niña.
- Te lo regalo. Para ti y para siempre.
Y al instante exclamó:
- ¡Abuela, mira lo que me regala tu amigo!
La abuela que estaba allí dijo que le parecía muy bien y que ahora que tenía tiempo, mientras se curaba la enfermedad que había cogido, que leyera aquellas cosas que a ella le gustara más.
- ¿Pero son cuentos que conoce todo el mundo?
- “El Misterio de la Montaña” no es un cuanto y por supuesto hasta hoy nadie lo conoce excepto tres personas y media. Nunca se publicó y por eso es inédito.
- ¡Pues qué suerte tengo!
- Sí que tienes suerte.
Dijo el viejo pastor y luego se fue.
Aquella misma tarde la niña se puso a leer algunas cosas del original libro. Su primera página empezaba de la siguiente manera:
“¡Ay, Dios!
Se oye salir de entre el verde bosque y el rumor de la corriente. Estaba sentado donde los arroyos se juntan. En las rocas que bañan las aguas y arropan las adelfas y estaba triste. Meditaba en su alma el nuevo disgusto que había tenido con los que le rodeaban y se sentía solo. Lloraba en el silencio de la gris mañana, cuando por la senda del lado derecho, vio que se acercaba. Cruzó la corriente y al llegar a su lado se paró. Lo miró despacio y al momento le dijo:
- Vente conmigo.
Se levantó de la roca, se acercó al que llegaba y por la senda que entra a la umbría, los dos se fueron.
Vistos desde atrás, desde la roca donde había estado sentado y seguía arropada por las adelfas, eran hermosos. Dos figuras humanas que en la soledad del camino, el esplendor de los bosques y la luz hermosa de la mañana, se presentaban llenas de misterio. Como reyes y dueños de un mundo desconocido por completo de todos los seres humanos que pueblan el Planeta Tierra. Como un cálido sueño que se fraguara en la real mansión y paz más honda del alma. Por eso él sintió el alivio. Y así fue que cuando todavía no habían andando veinte pasos, el que minutos antes lloraba perdido, preguntó:
- ¿Adónde me llevas?
Y la respuesta que obtuvo fue:
- Andaremos el camino y te enseñaré. Abre tus ojos, mira y deja que tu corazón se llena de la belleza que ante ti y para ti se desplegará.
La senda subía un poco. Siguiendo siempre una línea paralela con el arroyo y luego se tornó llana con la curva de nivel que recorría los mil cien metros de altura. Por la derecha subía la umbría tupida de bosque. Al frente se abría el collado por entre las dos rocas y por la izquierda, además del arroyo en lo hondo, subía la solana y se abría el otro collado. La solana estaba repleta de encinas y por las crestas, rebosaban los robles y las peñas. Y el barranco, el hermosísimo y largo barranco para donde se hundía la senda, gigante, nebuloso, lleno de misterio y como rebosando desde el alma. Era parte del alma, de la paz que da el gozo total y del paraíso que es redondo en sí.
- He vuelto a estos campos porque, allá en el mundo, me han dejado tan roto que ya ni tengo ilusión ni espero nada. Sólo quisiera que la hierba me diera su abrazo y me fundiera con su creador para siempre. Busco al que da la vida, ama, perdona y anima en la seguridad de la verdad limpia. Necesito sentir el apoyo sincero sin que tenga que renunciar a nada de lo que soy y siento. He vuelto a estos campos buscando la libertad y la afirmación del sueño que llevo por dentro. Ya no podía vivir, tan rechazado, siempre tan juzgado y siempre tan condenado.
Comentó el solitario. A sus palabras el que había llegado dijo:
- Ten confianza. Te conozco desde lo hondo y desde el principio y fin.
Cuando habían andando doscientos metros la senda remontó un collado. Se torció luego para la derecha y tras la espesura de unas encinas, salió a un rellano. Era el recodo de los dos arroyos. El que baja del puntal de las jaras y el que entra por el barranco oscuro. Todavía llegando a las tierras llanas, el que daba confianza, dijo:
- ¿Conoces el rincón?
Y el del alma triste respondió:
- ¡No lo voy a conocer! Es donde tuvieron sus casas los últimos pastores de estas sierras. Donde lucharon, sudaron, amaron y no pudieron morir.
Y guardó silencio.
No habían andado cien metros más cuando ante ellos aparecieron las ruinas. Las cinco casas de piedra y tierra que los pastores, en aquellos lejanos tiempos, habían levantado a un lado de la llanura. Y ahora, justo donde mana el venero, se las encontraban machacadas. Sin techo, con las paredes rotas, sin puertas ni ventanas y por entre sus ruinas, creciendo las zarzas. El que estaba triste se encontró perdido. Por eso el que le acompañaba le volvió a preguntar:
- ¿Y tiene algo que opinar?
Se produjo un silencio hondo que sólo era manchado por el crujir de la hierba bajo los pies que avanzaban. El del alma triste quiso decir: “Quisiera hablar con las palabras que fueran capaces de expresar lo que el corazón siente. Cada pared de estas, gritan pérdida y hasta me refleja las caras de los que aquí vivieron. Los que fueron grandes entre los humildes y me dieron el mejor calor que recibí en esta tierra. Miro y los estoy viendo vivos en cada brizna de hierba que por aquí crece, pero no están ¿Qué hicieron ellos para que desaparecieran del rincón del modo que desaparecieron y por qué hasta sus casas borran de la faz del suelo?”
El que daba compañía dijo:
- Sé cómo te siente y lo que piensas y para tu consuelo te digo que ellos no están ignorados en el corazón del que de verdad los ama.
- ¿Y por qué me traes por aquí?
- Tenías que vivir y ver lo que estás viviendo. Es necesario.
Cruzan por entre las ruinas de las casas, rodean un poco las tapias y a cincuenta metros se encuentran con el camino. Una pista de tierra que por aquí y ahora están construyendo. Continúan andando y por donde el camino se estrecha en una cerrada rocosa, penetran recorriendo la pista forestal.
No han llegado todavía y ya se oye el rumor del agua. El gran río, el que nace en la profunda sierra y después de atravesarla se hunde en los montes y salta de cascada en cascada y de charco en charco, lo tienen a dos pasos. Pero la pista hoy tiene su final justo al borde de este río. Construyen un puente con su túnel correspondiente y como todavía no está hecho, por donde corre el río, se abre el precipicio. Hondo y en forma de surco oscuro.
El del alma triste, empujado por el chorro de vida que por el rincón tiene desparramada, se aproxima. Quiere ver qué han hecho con las tierras que, en la rivera de las aguas, fueron huertos. El más fértil y frondoso de los huertos que nunca se dio bajo el sol. Al borde mismo de la corriente se alzaba el cortijo y junto a él, crecían las nogueras, los granados y las higueras. Y se aproxima tanto que al agacharse para observar mejor, resbala. Siente como su cuerpo se precipita al vacío y sin remedio ni control cae a para donde la cascada horada al gran charco azul.
- ¡Sálvame que me hundo!
Grita pidiendo auxilio. Y en este momento siente como si fuera la fuerza de una mano recia que lo agarra por las espaldas. Lo sujeta en el aire y tira de él para arriba. Lo rescata del vacío y con la suavidad del viento lo deja sobre la desnuda tierra de la pista forestal. Sentado y con los ojos clavados en la cara del que salva. Respira intentando recobrar la serenidad y acurrucado en el miedo y el polvo de la tierra, dice:
- ¡Me has salvado!
Y el que da compañía responde:
- Te he salvado y ahora quisieras saber por qué.
Durante unos segundos el silencio se espesa. El que ha sido salvado mira como absorto. Ante sus ojos, mente y alma, el verde de los bosques, el azul del cielo, la sombra gris de las nubes y las figuras esbeltas de las casas, se le representan con un tono nuevo. Como si fueran vaporosos o de fino hielo con reflejos de plata tirando a terciopelo. Un tono hermoso y misterioso que nunca antes en su vida ha visto y menos por estos paisajes que llevan tan dentro. Hace un esfuerzo queriendo comprender, pero no lo consigue.
Frente a sus ojos y en la ladera que le mira desde el otro lado del río, en hilera, las ruinas de tres cortijos más. Desmoronados por entre las rocas y como gritando al horizonte que alargado le corona. Por esa misma ladera y en la dirección del sol de la tarde, la escena que vivió años atrás, cuando aun era libre y guardaba ovejas por estos montes. Y se la encuentra o la revive justo en el momento en que ella sucedía, a media altura entre el centro día y el amanecer.
Sus ovejas pastaban repartidas por la hierba verde del cerro, solana y hoyas de las cumbres. Al lado izquierdo se apretaba el gran bosque de las encinas y por el lado de la mañana, corría el río. El de las aguas cristalinas, olor a algas y música misteriosa. Él se encontraba en lo más alto. Justo en la Atalaya del Pastor. Y estando allí frente a la gran sierra y al cuidado de su rebaño descubrió que las ovejas se venían para el río. Siguiendo las sendillas bajaban por la ladera, se metían por entre los bujes, saltaban por las peñas y al llegar a la corriente, se tiraban a ella. Algunas se paraban en la orilla y bebían del agua fresca, pero otras, al saltar desde la torrentera, salían rodando y se rompían la cabeza, las patas y las costillas. Muchas nadaban por las aguas y alcanzaban la otra orilla, pero un buen número, se hundían en la corriente, desaparecían durante un rato y cuando salían a flote estaban ahogadas. Y mientras esto sucedía el resto del rebaño no dejaba de chorrear por la ladera en busca de las aguas del río. Como si la sed se las comiera por dentro o como si un extraño fenómeno las atrajera hacia las aguas puras.
Estas imágenes y la anchura de los campos, pasaron por su mente y alma en los breves segundos que estuvo sentado sobre el polvo del camino. Respiraba intenso queriendo alcanzar la paz que había perdido. Pasados estos segundos, que fueron extensos como una eternidad, habló otra vez al que le había salvado y dijo:
- Te he llamado porque en el fondo tenía confianza en ti.
- Eso ya lo sé. Y ahora te voy ha decir que te he salvado para que comprendas algunas cosas.
- ¿Qué debo comprender?
- ¿En qué pensabas cuando te ibas hundiendo en el vacío?
- Pues que ya era el fin. Que me hundía sin remedio en el abismo total y para siempre. Que ya nadie podía salvarme sino Dios.
- Y acudiste a Dios y te ha salvado.
- Así lo siento y lo creo. Una vez más Dios me ha salvado del hundimiento total. Lo que ya no tenía solución para mí y donde los humanos tampoco pueden hacer nada, ha sido reflotado y salvado otra vez por el Dios en el que creo. Pero ¿por qué y para qué ha sucedido esto?
- En este tramo de tu existencia, ahora mismo, estás triste, hundido y perdido. Sientes como si tu vida entera, con tu cuerpo y los años que él ya tiene, se estuviera precipitando al vacío total sin remedio y sin que nadie te dé una mano. Eso es lo que tú sientes y crees y es lo mismo que le sucede a otros muchos seres humanos como tú. Pero has acudido a Dios y lo que para ti era imposible y el fin, Él lo ha traído al gozo y al camino de la luz. ¿Comprendes?
- Comprendo algo. Pero quisiera saber más.
El que ha llegado para salva, dar compañía y consuelo, tiende su mano al que sufre la confusión en la desolación del alma. Lo levanta del suelo y polvo del camino y le invita a seguir.
- ¿Hacia el Balcón del Pastor, es para donde me llevas?
- Sé que es tu rincón preferido entre todos los espacios que amas por estas sierras.
- ¿Y también sabes por qué es mi rincón preferido, mi rincón pequeño, mi refugio, mi nido?
- Tú estás ahí en la totalidad de lo que eres. Y él es para ti como una columna que da sostén a lo que apeteces y consuela. Tú estás ahí y hacia él tiendes.
- Es así, pero ese rincón...
Y el que ama el verde de la hierba, la bruma que revolotea por los barrancos, la caricia del viento cuando pasa y tiene el dolor quemándole en las carnes, pone freno a sus palabras. Pero al instante exclama:
- ¡Ay, Dios!
En un tono melodioso y traspasado de una tan fina melancolía que casi se palpa la herida y se siente hervir la sangre que chorrea desde la vida. El que da compañía, sabiendo lo que significa y contiene tal expresión, guarda silencio.
La vereda ahora, la que es tan vieja como las montañas que recorre y guarda en su polvo el eco de millones de pisadas hoy ausentes, se inclina con el terreno. La vaguada de un arroyo la va meciendo y según desciende, más se pierde en la espesura de los bujes. La umbría permanece en su sombra y en las hojas de la hierba, tiembla el rocío. Se sigue oyendo el rumor del río, pero ahora algo más lejos al tiempo que el chapoteo del arroyo comienza a ser cada vez más claro.
- Esta es la fuente del madroñal.
Dice el solitario justo cuando la senda roza las aguas limpias que brotan del venero. La fuente del madroñal mana por el agujero redondo que bajo una peña gris, se abre. Y el agua corre por entre el musgo, salta por las piedras y unos metros más abajo se entrega al arroyo grande.
- Y ahí está el roble viejo. El de la mitad del tronco podrido y las tres ramas verdes.
Vuelve a comentar el que ha sido salvado. Y a continuación añade:
- Cuando era niño, cogí panales repletos de miel del enjambre de abejas que en este tronco tenían su nido.
El que acompaña tampoco da respuesta a estas palabras.
La senda traza su curva para poder seguir bajando y justo por aquí atraviesa el chorrillo que fluye de la fuente. Y al verlo, el solitario exclama:
- ¡Mira, se ha arrugado!
El que da compañía responde:
- La corriente que fluye del manantial se ha arrugado como, en muchas ocasiones, se arrugan las vidas de las personas. ¿Es eso lo que quieres decir?
Y al oír estas palabras recordó al padre.
- Eso es lo que el padre me decía por aquellos días en que todavía yo era juego puro. Que la vida, como les pasa a las corrientes de los arroyos, en ocasiones se frena, se atasca y se arruga. Deja de fluir como debiera.
Las hojas secas que caen del bosque, las ramas que se pudren, la juncia que pierde su lozanía, el barro y las piedras, han atascado el surco por donde corre el hilillo que mana de la fuente y el agua se ha arrugado porque encuentra dificultad en su camino.
- ¿Y te acuerdas de aquel día?
Pregunta el que da ánimo.
- ¿Te refieres al día en que el padre paseaba por la tierra llana de la ladera cuando el sol salía?
- A ese mismo día y momento.
- Pues me acuerdo que yo bajaba por esta misma senda. Era otoño y la umbría permanecía arropada por la espesa sombra fría. La fuente manaba con la luz que mana hoy y el agua del arroyo cantaba la misma dulce música...”
Y la niña dejó de leer. La fiebre se la comía y como se encontraba sin fuerzas ya no quiso leer más. También porque algunas de las cosas escritas en el libro que le había regalado el viejo pastor, ella no las entendía bien. Luego, aquella noche se quedó dormida y no despertó hasta el día siguiente. Para desayunar la abuela le hizo un zumo de naranja y una tostada de pan con aceite. Con estos cuidados y la fuerza de su salud en unos días ella recuperó otra vez su alegría y vitalidad. Así por las tardes, la niña volvió a salir a la puerta de su casa y ahí, con sus amigas, jugó otra vez los juegos que tanto les divertía a la pandilla.
El río llorón
Era el mes de abril y como este año casi se estaba cumpliendo lo de “Abril, aguas mil” una de aquellas tardes, el cielo se puso negro total. Se cubrió con espesas nubes negras, al poco tronó y media hora después empezó a llover a cántaros. Las cumbres que, desde las cristaleras en la ventana de la casa de Aneluz, se ven al fondo del valle, se cubrieron de negrura. Luego se vistieron con espesas cortinas de nieblas blancas, después salió el sol y sobre ellas brilló la hierba y hasta quedaron cubiertas por una fina capa de nieve blanca. Así el tiempo de borrascoso, una de aquellas tardes, el cielo se puso color ocre.
- Hoy lloverá tierra del desierto de África.
Decían los más viejos del pueblo y así fue: por la noche crujieron varios truenos, comenzó a llover y toda la noche estuvo sin parar. Aquella noche, sobre el pueblo blanco a la orilla del río color chocolate y sobre los montes de la Sierra de Segura, llovió barro. Cuando amaneció las ramas de los pinos, los peñascos, los juncos del río y la hierba, aparecieron teñidos de ocre.
- ¡Qué cosa más rara!
Dijo Aneluz y algo después se fue con sus amigos hasta el río color chocolate.
- Vayamos a la curva de los chopos.
Decía, pero en la curva de los chopos el carril de tierra estaba embarrado. Los coches no podían pasar y andando, con mucho cuidado.
- Pues dejemos el coche aquí y bajemos hasta la corriente.
Seguía proponiendo la niña.
Así lo hicieron. Cuando ya están junto a la corriente del río color chocolate, el muchacho mayor, propone cruzarla e ir a una isla que queda en el centro.
- Es que desde ese punto vamos a gozar más de la gran riada que, desde las altas montañas, hoy trae este río color chocolate.
Decía.
- ¿Y si nos caemos?
Preguntó el muchacho regordete de pelos rubios.
- ¡Hay que ser valientes! Vamos allá.
Y sin más se ponen a atravesar la fuerte corriente del hoy, ancho río color chocolate. Justo en el momento en que Aneluz se dispone a salta, a sus espaldas y de entre los álamos, oye una voz.
- ¡Socorro! Por favor, que alguien me ayude.
- ¿quién será?
Pregunta enseguida Aneluz al tiempo que ya se mueve para los troncos de los álamos.
- Me ahogo, por favor ayúdame.
- ¿Dónde estás?
Pregunta Aneluz.
- Cerca de ti. Soy un pobre taray viejo atrapado por la corriente. Me estoy ahogando con esta agua tan sucia.
Aneluz valiente se acerca al taray y ahora oye otra voz que allí mismo grita pidiendo ayuda.
- Por favor, niña, sálvanos.
- ¿Pero qué puedo hacer yo?
- Habla con el río y dile que afloje su corriente.
Y la niña:
- Río, gran río de mi sierra, ya lo oyes.
Y el río le contesta:
- Sí que lo estoy oyendo, pero yo no puedo hacer nada. La tormenta se ha deshecho sobre las altas cumbres de la sierra y las laderas han escurrido su agua. Ahora me han colmado tanto que no doy abastos de echar agua de los barrancos y los arroyos que me llegan desde todos los rincones.
Y la niña le contestó:
- Tu corriente es sólo tuya ¿Cómo no puedes detener su ímpetu? Si continúas inflándote vas a llevarte por delante no sólo estos tarayes amigos sino también la playa artificial de mi pueblo, vas a inundar las casas que hay en tu orilla y vas a exterminar todas las huertas de los campesinos.
Y dijo el río:
- Habla con los arroyos. Ellos son los que vierten todo este torrencial de agua sobre mí.
- Nosotros, las laderas, somos inocentes. Son las nubes las que no paran de soltar agua.
Y las nubes dijeron:
- Pues nosotras también somos inocentes. Es el viento que no para de empujar y como no podemos con tanto peso, tenemos que soltar carga. Ya estamos hinchaitas como un globo.
A lo que dijo el viento:
- Al viento no le echéis la culpa. Es el mar.
Y como el mar o la mar está muy lejos Aneluz se quedaba sin saber cual era la opinión de este. Así que habla y dice:
- ¡Queridos juncos y tarayes de mi río color chocolate! Parece que para vuestro problema no hay una solución sencilla.
Y los juncos preguntaron:
- Entonces ¿tendremos que morir?
La niña les dijo:
- Es casi seguro.
- Pero al menos darnos un motivo noble para que sintamos que nuestra muerte no es absurda.
- Absurda no lo es. Con vuestras hojas y ramas mezcladas con el barro vais a formar abono para la tierra. Sobre vosotros crecerán los trigales que los campesinos siembran en las amplísimas tierras de Andalucía. ¿Qué os parece?
Y los juncos y tarayes, después de guardar silencio un rato mientras reflexionaban, dijeron:
- Vamos a morir para dar vida a muchas plantas y estas plantas a su vez darán vida a muchos niños. Nos gusta el motivo por el que morimos.
Y poco después la oscura corriente con tonos de chocolate recién echo, arrancó de raíz a los juncos, los tarayes y a otras mil pequeñas matas que crecen junto a los cauces de los ríos. Las aguas las arrastraron y mientras se alejaban empujadas por las olas que la corriente iba tejiendo, la niña las oyó quejarse doloridas. También se oyeron por el pueblo y en las casas que se levantan pegado a la corriente del río.
- Desde ahora te voy a llamar río llorón. Por todos los rincones de estas sierras mías se oyen los lamentos de las plantas que con tu corriente arrancas de la tierra.
Dijo Aneluz. Y el río le contestó:
- Pero ya vez que no soy culpable.
Pasado un rato los niños se vuelve para el pueblo blanco en la orilla del río llorón. Al llegar la primavera Aneluz una tarde vuelve al río.
- Mirad que limpia baja hoy el agua de la corriente.
Dijo a sus amigos. Y efectivamente: esta tarde el río color chocolate recién echo sigue bajando de las cumbres que coronan a la gran sierra, pero suave y trayendo aguas limpias casi como el cristal. Como el río la reconoció le dijo:
- Ahora llenaré la playa de tu pueblo para que este verano puedas bañarte y los turistas que a él venga, lo encuentre bonito. Y además, fíjate cuántas plantas y flores crecen en mi orilla.
Como la niña se ha dado cuanta de estas cosas y de otras le dice al río:
- ¿Y las que arrastraste y destruiste el invierno pasado?
- Ya sabes tú que es la ley de la vida. Las plantas más viejas tienen que morir para que nazcan nuevas plantas y den flores más bellas.
Durante un rato más la niña sigue observando la blancura de las aguas que hoy corrían por el río. Vio que se metían por entre las piedras, los juncos, los tarayes y los fresnos. Y al rato dijo:
- Creo en ti, río mío. Creo en la vida que llevas en tus aguas y creo en tu belleza. Aunque seas un río llorón eres bueno. Te quiero.
Y el río, sintiéndose importante y con personalidad propia dentro de esta grandiosa Sierra de Segura, respondió:
- Gracias niña buena.
Cuando llegó la noche, antes de acostarse, poniéndose al lado de la abuela y todavía sentadas en la mesita de camilla, dijo:
- Bajando desde el collado, por el lado del sol de la tarde, es donde quedan las montañas. Tres o cuatro montañas muy altas cuyas figuras son puntiagudas y un par de ellas, achatadas por arriba. Sus laderas están cubiertas de un monte espeso y por entre esos bosques nacen y corren los arroyos que van llevando agua al gran río. ¿Sabes tú lo que les pasó la otra tarde a estas montañas?
- ¿Qué les pasó?
Pregunta la abuela.
- Pues la otra tarde, se cubrió el cielo de espesas nubes negras. Mucho más espesas y negras que las que hemos visto por aquí estos días. Llovió un poco y luego se abrió el cielo. Empezó a ponerse el sol y en ese momento una gran nube negra se paró sobre las crestas de las montañas. Según se iba poniendo el sol comenzó a llover sobre las siluetas de esas montañas y aquello, abuela, qué bonito. El sol de la tarde se tornó oro sangre y por el roto de una nube se escapaba en un abanico de rayos. Caían por detrás de las montañas y al quebrarse con los mares de gotas que la nube derramaba aquello parecía una fantasía. Como si al otro lado de esas montañas hubieran encendido una gran lumbre y por eso, los montes, parecían arder desde atrás mientras que por delante, sus siluetas negras, quedaban perfectamente enmarcadas y destacadas sobre el misterioso horizonte.
Ya te digo, abuela, aquello era una fantasía, mientras se ponía el sol, la tarde se apagaba, la nube derramaba su agua y los tonos de la luz se teñían de oro. Daba gusto mirar el original conjunto de montañas, al fondo del collado y por donde brotan los veneros que dan agua al gran río. ¿Tú has visto alguna vez esta belleza?
- Ya te he dicho muchas veces que en estas sierras nuestras se encuentran todas las bellezas del mundo y todas aquellas que la mente humana sea capaz de imaginar.
- Pero aquellas montañas, al fondo de aquel collado...
La casa abandonada
Está en la curva de la carretera que sube desde el pueblo blanco a la orilla del río. Casi si mira en las aguas de este cauce y al frente, se la alza imponente el gran monte Yelmo. Es toda de piedra y sus paredes ya se encuentran desmoronadas, cubiertas por la hiedra, las zarzas pinchosas y por dentro, tiene muchos agujeros de ratones. Y además, la pintara de sus paredes y techos, ya han perdido el color. Como cuando al final de la primavera el sol del verano, deja sin color a las flores y a los tallos de hierba. El río color chocolate recién echo corre por la derecha si nos ponemos mirando al Yelmo. Las nubes que desde estas cumbres las que quedan por más a la derecha, las Buitreras, derraman sus aguas sobre ella un año detrás de otro.
Aquella tarde, de un invierno ya algo pálido y espeso de niebla aunque era primavera, al pasar por allí la niña en compañía de sus amigos, el muchacho alto de pelos rubios, se asomó por el hueco de la pared caída.
- Aquí se esconde algún misterio. Vamos a meternos por ahí y exploramos a ver qué encontramos.
Los otros muchachos estuvieron de acuerdo. Salieron corriendo y se plantaron frente al derruido caserón.
- No hay nadie.
Exclama el muchacho regordete.
- Entremos dentro.
Sigue pidiendo el muchacho alto.
Aneluz, como siempre, se queda la última y mientras camina hacia las ruinas de la que en otros tiempos fue una bonita casa, la mira despacio como si quisiera preguntarle algo. Entre las piedras que ruedan por el suelo, en la entrada, se queda parada. Los dos muchachos ya regresan y al acercarse a ella anuncian:
- Ya está explorada. No hay nadie ni nada que sea interesante.
- ¿Qué hacemos ahora?
Pregunta el muchacho regordete.
- Nos quedamos y jugamos.
Dice el otro muchacho alto.
- ¿A qué vamos a jugar?
Y la niña empieza a dirigir el juego diciendo:
- Tú te sientas en esta piedra, tú allí en esta otra y yo aquí junto a vosotros, pero antes de dar comienzo al juego os voy a explicar.
- Sí, habla y dinos qué hacemos.
- Cada uno va a buscar despacio y va a escuchar atento hasta que ver qué encuentra u oye. Siempre en todas las casas viejas del mundo y más en las que hay por estas sierras nuestras, se esconden tesoros y otros secretos.
- Pero si aquí no hay nada ni nadie ¿qué quieres que oigamos?
Dice algo disgustado el muchacho regordete, que era el más inconformista de todos.
- Ahora mismo no se ve a nadie, pero en otros tiempos sí hubo gente. Estas piedras guardan sus secretos y sus huellas. ¿Quién de los tres los va a descubrir el primero?
- ¡Pues seré yo!
Se apresuró a anunciar el muchacho alto de pelos rubios.
- Nada de eso, el primero en descubrirlo seré yo.
Dice el otro muchacho, el regordete.
Enseguida los niños se ponen a buscar por entre las ruinas. Pasa media hora y vuelven a juntarse en la plazoleta de la entrada. Se sientan de nuevo en las piedras y comienzan a contar lo que cada uno ha visto.
- Por mi parte, nada tengo que anunciar. Lo único que he visto son piedras rodando por el suelo, trozos de maderas de las puertas y ventanas que se pudren y algunas ramas de higueras creciendo donde estuvo el horno de leña.
Aclara el muchacho regordete.
- Lo mismo digo yo. No he descubierto ni el más pequeño misterio.
Siguió exponiendo el segundo muchacho. Y Aneluz dijo:
- Pues por mi parte sí he descubierto muchas cosas interesantes.
- ¿Qué has encontrado?
Se apresuran a preguntar los dos muchachos.
- Estas viejas paredes me han contando una gran historia.
- ¿De qué te han hablado?
- De las personas que vivieron aquí en otros tiempos. Era un matrimonio con tres hijos que cuando se hicieron mayores uno se fue a Valencia, el otro a Murcia y el tercero a Barcelona. Los padres se hicieron viejos y durante mucho tiempo los dos ancianos caminaron por estas sendas aguantando la lluvia, el frío, la soledad y los trabajos en la huertecica. Todas las tardes miraban al camino esperando ver volver a sus hijos, pero ninguno de ellos asomaban. Ninguno volvió aunque pasó mucho tiempo. Una mañana de primavera los dos ancianos murieron. Primero el padre y luego la madre. Después de este incidente la casa se quedó sola. Poco a poco la lluvia, el viento y las heladas la fueron desmoronando. Han pasado los años y ya nadie viene a vivir aquí. Cualquier día de estos una tormenta descargará por el valle y lo poco que queda de sus paredes desaparecerá para siempre.
Un poco pensativos se habían quedado los muchachos. Pasó un minuto y el primero en hablar fue el muchacho alto que dijo:
- Pues a mí no me gustaría que eso sucediera. Una casa vieja junto a un camino siempre es bonita y transmite como una aroma de misterio.
- Lo mismo digo yo.
- Creo que podemos hacer una cosa.
Propone de nuevo la niña.
- ¿Qué se te ocurre ahora?
- Mi plan es el siguiente: podemos juntar dinero y luego, cuando llegue el verano, nos venimos a vivir a este caserón solitario. Compramos alimentos, materiales y así, mientras lo pasamos bien, disfrutamos del campo, del río y el aire puro, trabajamos y reconstruimos la casa.
- ¿Y eso para qué?
Pregunta el muchacho más bajo.
- Ahora no lo sé, pero para algo servirá. Puede ser que de este modo, el recuerdo de aquellas personas que de aquí tuvieron que irse y murieron de viejos, no se olvide tanto. Si la casa sigue en pie, aquella persona que por la carretera pasen y la vean, pensarán en los que hace mucho tiempo por aquí vivieron. ¿Qué os parece?
Y los amigos dijeron:
- ¡Vale!
Y dieron por aprobado el proyecto porque les parecía interesante.
Un poco después, regresan al pueblo blanco y venían más contentos que nunca. Han gozado del campo y además, se les ha ocurrido poner en marcha una aventura que les ilusiona mucho. Los amigos esta noche se quedan con ella en la casa y cuando están cenando, mirando a la abuela, la niña dice:
- El pastor estaba aquella tarde por el collado de la senda y al frente, quedaba la loma que baja desde la cabecera del gran río. Estaba el pastor observando complacido como su rebaño bajaba por lo más alto de la loma de enfrente y también se daba cuenta que la tarde comenzaba a cerrarse. Dio voces a sus ovejas y les dijo: “Antes de llegar a la Morra veniros por la ladera de los majuelos, cruzar el arroyo por donde crecen los avellanos y subid hasta estas tierras llanas que es donde crece la hierba y os esperan los borregos”.
Y antes de llegar a la Morra, la cocota de un puntal rocoso, se dejaron caer por la ladera y en tropel se hundían para el barranco. Pero aquello fue un espectáculo. Según el rebaño descendía la ladera se convertía en polvo detrás de ellas y por eso la tierra se deslizaba como una avalancha de nieve. Y en esta tierra convertida en polvo las ovejas se iban hundiendo y al llegar al arroyo, muchas de ellas ya estaban enterradas. Algunas luchaban y salían a flote, cruzaban el arroyo, subían por la ladera opuesta y por la hierba de la pradera se iban en busca de los borregos. Pero otras, la mayoría, se quedaban hundidas para siempre en la tierra polvo de la solana.
- ¿Qué les pasa a mis ovejas?
Se decía el pobre pastor, atónito allí frente a ellas sin poder hacer nada para salvarlas.
La tarde se llenó como de una tensión misteriosa y hasta el color verde de la hierba se tornó pálida. Sin embargo, el arroyo seguía corriendo y su agua, hasta parecía más cristalina que nunca. ¿Por qué pasaba esto, abuela?
Y la abuela le pregunta:
- ¿Dónde ocurría tal cosa?
- Fue por donde el collado de la senda.
Y va Aneluz a preguntarle a su abuela para que le aclare aquello que acababa de leer cuando en estos momentos, a su casa, llegan el grupo de amigos. La saludan y después de estar allí un ratico juntos dicen:
- Hoy es nuestra cuarta excursión por las montañas de estas grandes sierras ¿Adónde iremos?
La pregunta el muchacho alto y rubio.
- Al castillo solitario.
Responde Aneluz enseguida.
- Sí, vamos al castillo.
Afirma el muchacho regordete de pelo moreno.
Y sin más, a las tres de la tarde suben al coche blanco, enfilan por el río carretera arriba, atraviesan el pueblo blanco que se duerme entre los olivos de la ladera y hora y media más tarde llegan al castillo.
¡Qué bonito está hoy el castillo con su niebla de algodón y las matas de hierba nacidas en la tierra de la puerta! ¡Qué bonitas están las pequeñas gotas de agua trabadas en las rocas y qué bonito todo el amplio paisaje del valle de los olivos! A los pueblos se les ven aplastados tras los cerros y el río corre valiente rajando la tierra. Al frente, se alza grandioso el gigante pico del Yelmo y por sus laderas, chorrean los espesos bosques de pinos. ¡Qué bonito se le ve hoy desde aquí y coronado por tres nube blancas de algodón mullido que juegan con el viento y el azul del cielo.
- Mirad, esta abierta la puerta. Entremos y lo exploramos.
Propone la niña.
- Si, qué bien que lo haya dejado abierto. Entremos y descubramos los misterios que encierra.
Gritan los dos muchachos al tiempo que ya corren saltando por las rocas que hay por la puerta del castillo.
La niña va la última. Al pasar por el gran portón de madera, la entrada principal del viejo castillo, oye una voz que le saluda:
- ¡Hola niña!
- ¿Quién me habla?
Pregunta ella algo sorprendida.
- Soy yo, el alma del castillo solitario.
- ¿De qué me conoces tú?
- Todos los que por aquí llegan a verme, desde hace mucho tiempo me hablan de ti. También me cuentan cosas las nubes, el viento, la lluvia, las ardillas que saltan por los pinos. Todos te conoces y todos te quieren por estos cerros. Yo te estaba esperando.
- ¿Para qué me esperabas?
- Tenía muchas ganas de conocerte y además, también quería contarte un secreto. Pero ahora, pasa. Pasa y ve mi patio, mis columnas, mis escaleras todas de piedra y mis fuertotes torreones. Yo también soy tan importante y bello como los paisajes de la sierra que tanto recorres. ¿Qué te parecen mis muros, mis arcos, mis galerías?
- Son bonico, ricos y además muy robustos, pero me da miedo tanta oscuridad.
- Yo te quiero. No te dañaré porque no hay ningún fantasma escondido por aquí.
Y Aneluz, valiente avanza, cruza el patio, recorre las galerías, observa los paisajes que desde el cerro se abre hacia el valle, se recrea en las casas blancas del pueblo de la cumbre aplastado contra las rocas y todo lo encuentra tan bonito que exclama:
- Eres un afortunado.
- No tanto como tú crees.
- ¿Es que tienes miedo de estar aquí tan lejos y tan solo?
- Miedo no porque me paso los días jugando con el viento que no para de rozar mis paredes, las nubes que me cubren cuando menos lo espero y las estrellas que en el cielo brillan por las noches. Tengo muchos amigos y además, la luna que me ilumina con sus rayos de luz naranja cuando por las noches aparece por lo alto de las cumbres. Tengo muchos amigos. Fíjate que vista tan grandiosa se ve desde mi pedestal rocoso. Se ve todo el valle y se oyen todos los ríos. Pero desde luego, sí es verdad que estoy algo triste.
- ¿Por qué?
- Tú no vienes nunca a jugar conmigo y esto me duele.
- No seas tonto. Yo a ti te quiero como quiero a todas las cosas bellas que hay en esta sierra mía. Si te pones alegre te prometo que esta noche voy a pensar en ti.
- ¿De verdad?
- Te doy mi palabra. Y además, para que compruebes que no te miento, ahora mismo te voy a cantar una canción que me enseñó mi abuela ¿quieres?
Y el alma del castillo, llena de alegría:
- Sí, por favor. Cántame una canción dedicada sólo a mí para que así te recuerde siempre. Luego yo te contaré algo que desde hace mucho tiempo me preocupa.
Y la niña le dice:
- Pues allá va, verás que bonica.
Castillo de rocas duras
que tienes tu pedestal
donde la lluvia es más pura
y el rocío es más cristal,
suerte grande es la tuya
porque el viento al pasar
te abraza por la cintura
y te besa sin parar
como te besa la luna,
el sol y la niebla al rodar,
tras las tormentas oscuras,
desde el valle del olivar.
Castillo de rocas duras
¡qué noble es tu majestad!
Y en estos momentos, el castillo solitario que se alza donde las nubes tienen su nido, río con una carcajada tan grande que retumbó por todo el valle.
- Ahora te toca a ti contarme esa preocupación que tienes.
Le dijo la niña. Y el castillo habló diciendo:
- No debería contarlo porque yo sé que otras veces me criticaron, pero como tú ya eres mi amiga, te lo voy a decir. Y el problema que no es tal, es que desde hace un tiempo oigo decir que dentro de mis paredes van a montar no sé qué exposición o muestrario y eso me tiene preocupado.
- ¿Por qué?
- Es que con tanto como he oído, me han herido y tengo sufrido, nunca se sabe qué cosa será o pasará con esto o aquello. Todos dicen, proponen y hasta prometen y luego... pero en fin, mejor me cayo porque como dice el refrán: luego to se sabe y yo, tengo experiencia. Pero tenía que contárselo a alguien y ya te lo he contado a ti.
- Pues tú tranquilo, castillo bonito que aquí estoy yo para echarte una mano en lo que sea necesario.
Al poco la niña lo despide y cuando ya bajaba por las frías escaleras de piedra oyó otra vez a la voz del alma del castillo que le dice:
- No olvides que has prometido ser mi amiga.
- No lo olvidaré.
- Pues entonces, vuelve. Tengo que contarte un gran secreto y cuando estemos jugando con las nieblas que me ciñen por la cintura, como tú dices, también te hablaré de las historias que tengo escondidas por los rincones de mis habitaciones. Entre las piedras que forman mis muros hay muchos tesoros durmiendo que a ti y a nadie más, quiero mostrar.
- Te prometo que volveré.
Algo más tarde, el coche que los había llevado a la cumbre de solitario castillo, descendía del cerro. Los tres reían contentos y comentaban entre sí:
- En cuanto podamos tenemos que volver y oír las historias que este castillo tiene escondidas entres las piedras de sus muros.
Y ella dijo:
- Si que tenemos que volver. Creo que sus historias serán las más fabulosas y bellas que nunca nadie haya oído.
La fuente de los caños blancos
Pasaron algunos días. El invierno había tocado su fin y aunque la primavera estaba ya acampada por los campos que rodea al bello pueblo blanco del gran valle del río color chocolate, no era una primavera seria. Hacía frío por las noches, se nublaba mucho durante el día, nevaba de cuando en cuando sobre las cumbres del Yelmo y por el valle, llovía. Las golondrinas ya habían vuelto, los cernícalos revoloteaban por entre los tejados de las viejas casas y la torre de la iglesia buscando lugar para hacer su nido, los almendros ya tenían sus nuevas hojas y hasta las nuevas almendras y los cerezos, los que había florecido más temprano, tenían algunas cerezas en sus ramas. Los otros, los más tardíos, los fríos de la primavera rara, les estaba helando tanto las flores como las cerezas recién brotadas y las nuevas hojas. En los olivos todavía no habían brotado las florecillas diminuta que luego se convierten en aceitunas. Por las mañanas, todas las mañanas y al atardecer, al cruzar el aire por encima de los tejados del pueblo, los cernícalos emitían sus característicos graznidos y ellos creaba en el ambiente una cierta explosión de vida a pesar de los fríos primaverales. Aneluz acudía todos los días a su colegio, al final del pueblo, junto al río y en la parte llana y cuando regresaba al medio día, la abuela le tenía preparada la comida.
Aquella noche Aneluz se acostó un poco más temprano que de costumbre.
- Buenas noches.
Dijo a su madre. La madre le dio un beso en la frente, arropó su cuerpo con la manta para que no tuviera frío porque era invierno y después apagó la luz.
- Hasta mañana hija.
Le dijo y allí la dejó en su cama.
La niña no se durmió enseguida a diferencia de otras noches que sí se quedaba dormida en cuanto caía en la cama. ¿Que le pasaba esta noche? Ella no lo sabía, pero sí en su corazón algo le inquietaba. Era la fuente de los caños blancos. La que hay un poco más arriba de su casa, en la esquina de la calle y al comienzo de la otra calle. La fuente de la Luz es como la llamaban todos los que vivían en estas sierras.
Cuando ya oscureció y terminó de jugar con sus amigas se pasó por la fuente. Todos los días pasaba por allí y hasta le gustaba pisar el agua que desde el caño se derramaba y corría por la ladera. Todos los días en su chorro bebía ella muchas veces y todos los días, desde que sabía andar, cerca de la fuente jugaba hasta caer rendida. Así que la fuente de la Luz era para ella como una de sus mejores amigas. Como si desde siempre hubiera estado al lado de su cuna cantándole la hermosa canción del agua.
Canción del agua:
vestida de azul
vengo de las nubes
y de la pura luz
del sol, por las cumbres,
me hago diamante
que brilla y reluce
en los manantiales
que en los bosques surgen
y en los charcos claro
que de mí presumen.
Vestida de blanco
y en copos de dulce,
vengo desde el viento
y las blancas nubes
y soy el agua pura
que da vida y perfume.
Esta canción se la cantaba su abuelita en las tardes en que el cielo se ponía oscuro y caía la lluvia sin parar. Y como la canción es tan bonita y a la niña le gustaba tanto, su abuela también se la cantaba por las mañanas cuando iban al huerto de los tomates y la hierba estaba empapada de rocío. Cuando hacía mucho frío y el rocío se convertía en escarcha que en forma de cristales relucía bajo los olivos, la abuela le cantaba otra canción, también bonita, que más adelante pondré para que ni se pierda ni se olvide.
Ella conocía bien la música clara del agua limpia. Conocía la frescura suave del líquido cristal y conocía todos los secretos, las alegrías, las penas y las ilusiones del chorrillo que bajaba desde las más altas sierras y venía a morir cerca de su casa. Pero ¿qué le pasaba hoy a la fuente? Al terminar la tarde Aneluz sorbió de su líquido blanco y bebió antes de irse a su casa. Justo en este momento ella notó que a la fuente le pasaba algo. Y por eso le preguntó:
- ¿Por qué estás triste?
Y la fuente le respondió:
- Me siento vieja y sola.
- Yo vengo todos los días a beber a tu caño y a jugar por aquí cerca. Todos los días me ves y te doy mi cariño. ¿Cómo puedes sentirte tan sola?
- Eres la única que me acompaña. Los demás, poco a poco cada día me abandonan.
- Eso no es verdad. Yo veo que también la vecina de enfrente y la otra, vienen a coger agua de tu caño.
- Sin embargo, estoy sola y sé que puedo morir cualquier día de estos.
- No entiendo lo que me dices ¿Me lo puedes explicar?
Y la fuente de la Luz, le dijo:
- Tú sabes que hoy ya todos los vecinos tienen grifos en sus casas. Ya no es como antes que todos tenían que venir a mí para coger agua. Cada día me visita menos personas. Cada día me desangro horas y horas aquí, en silencio y sola y nadie viene a mí. Sé que esto puede acabar con mi vida. Hasta he oído decir que como ya no sirvo para nada pueden derribarme cualquier día de estos. “¿Para qué la queremos estorbando ahí en la calle y sin utilidad ninguna?” Dicen unos y otros. ¿Comprendes lo que te digo?
Y Aneluz le respondió:
- Ahora sí lo entiendo mejor. Pero de todos modos pienso que esto se puede arreglar.
- ¿Cómo?
- No lo sé, pero si hablo con las personas del ayuntamiento, con los vecinos, con los más viejos, quizá lo entienda y te ayuden.
- Sí, quizá tú puedas, pero yo no estoy segura.
- Déjalo en mis manos ya verás como hay arreglo.
Y después de estas palabras Aneluz se despidió de la fuente de la Luz. Se va a su casa, cena y luego se mete en la cama. Está preocupada y piensa en el problema. ¿Habrá solución? ¿Lo entenderá la gente? ¿Le ayudará el alcalde? Y se dice que en cuanto se levante al día siguiente va a ir a verlo y después comenzará a hablar con los vecinos.
“Mi fuente, mi bonita fuente con su caño blanco de rocío de las montañas, no debe morir ni estar triste”. Se dice y pasado un rato se queda dormida. Al amanecer la abuela se vino, como tantas veces, con ella y sentándose en la cama se puso a contarle historias a la vez que respondía a las preguntas que la niña le hacía. A las que podía, porque en unos de aquellos momentos en que la abuela le escuchaba, la niña dijo:
- Por la derecha del collado, según se sigue la senda hacia donde el sol sale, se alza la ladera que mira a la llanura de este collado y a la gran curva del río. Y por la ladera esa, todavía un poco antes de la cumbre, va otra vereda estrecha. También lleva dirección al sol de la mañana y mientras avanza es como un balcón al hondo barranco del río, a la gran curva, al collado y al charco azul. Más a lo lejos y en horizontes que se borran con tonos blancos, se pierden grandes cerros repletos de olivos. Entre ellos y la gran curva del río, pasa el Guadalquivir, hundido en un valle neblinoso, verde y tupido de olivos.
Pues por la senda que es balcón y queda remontada y paralela a la del collado, yo lo vi avanzar. La nieve cubría a la tierra y a la hierba. Pero no estaba nublado sino que lucía el sol. Iba descalzo pisando la nieve y lo que más me llamaba la atención es que no sentía frío. Caminaba pisando la nieve y no sentía frío ni le dolían los pies. Un poco más arriba había un rebaño de cabras blancas comiendo por entre el monte y un poco más abajo, donde en la llanura brota la fuente, había otras pocas cabras también comiendo monte.
Se asomó al precipicio que hay donde la senda se presenta al barranco del río y ante sí tenía la gran panorámica. Un grandioso barranco que es por donde nace el río, con sus espesos bosques, sus tremendos acantilados, las fuentes manando bajo las peñas y los arroyuelos saltando por las piedras y la tierra. Y para sí se dijo: “Ahora saltaré desde esta roca, me agarraré a las ramas de aquel árbol y cuando por fin esté ya sobre el llano donde mana la fuente, beberé agua en ella y luego recogeré las cabras y me las traeré con estas de la cumbre”. Y al decir esto se presintió como si en lo alto de la cumbre, todo lo estuvieran preparando para celebrar un banquete o algo así. ¿Reconoces el rincón, abuela y el que andaba por él?
Le pregunta Aneluz al terminar de contar su relato. A lo que la abuela dice:
- Ya te dije, mi niña querida, que la sierra es muy grande.
Y se levanta de la cama donde está sentada. Se acerca a su mesita de noche, coge la carpeta azul, saca una hoja y le lee a la niña:
Pisando la nieve y descalzo
se le vio ir por la vereda
que es balcón sobre el barranco
y no sentía frío ninguno
aunque todo estaba blanco
de nieve blanca y de agua
que era hielo y puro barro.
- Pastor de la gran montaña
que ni sientes el cansancio
ni el hambre ni el dolor
mientras vives y vas llegando
¿adónde vas por los paisajes
agrestes y congelados?
- Voy a donde vosotros
prohibido tenéis el paso
y por más que transcurra el tiempo
jamás viereis ese palacio
y menos entrareis a él
porque estáis en el otro bando.
Pisando la nieve y su frío
se le ve caminando despacio
con el alma puesta en la fuente
que mana por el barranco
y el corazón puesto en el banquete
que entre las nubes y en lo alto
parece que en estos momentos
un rey le está preparando
El pez de orejas grandes
Se presenta la madre en la habitación y dice que es la hora del desayuno.
- Café con leche y tostadas con aceite de oliva, es lo que hay.
- Pues es un desayuno que a mí me gusta mucho, mamá.
Le responde al tiempo que se agarra a su cuello y la besa. Las tres desayunan juntas mientras, por los cristales de la ventana que mira al río, contemplan a la mañana. El cielo está azul, con sólo unas nubes blancas en forma de rebaños de borregos y por el aire, revolotean las golondrinas. En unas de las casas, en la esquina del tejado, ya han construido un nido de barro. De vez en cuando las golondrinas se paran en el nido y en él depositan otro poquito más de barro o una raíz seca recogida en las riveras del río. A pesar de todo, ya es primavera.
Al caer la tarde aquel día, Aneluz se reúne con sus amigos en el puente que hay sobre el río de aguas chocolate. Es el que sirve de unión con las otras partes del pueblo. La Piedra, la parte nueva y el Pedrusco, la parte vieja. Ella vive en el centro de la parte vieja.
Hoy todos ellos y también el del coche blanco, habían quedado para bajar al otro pueblo. El pequeño y que también se levanta pegado a las aguas chocolate del río tortuoso. A la hora fijada todos se juntaron, subieron al coche y en diez minutos ya estaban entrando por las primeras casas del otro pueblo. Hoy el día era espléndido. El cielo aparecía limpio de nubes, los montes verdes y transparentes y el sol lucía calentando los campos y llenando de luz todos los bosques.
- ¡Mirad que pez!
Exclama la niña al ver el gran pez que hay a la entrada del puente. Es un pez de ladrillos con una gran cola y orejas largas, largas.
- ¡Qué grande y qué bonito!
Afirma el muchacho regordete de pelo moreno.
- Parece de verdad. Fíjate qué orejas tan grandes, qué cola tan larga y qué boca tan enorme.
Sigue expresando Aneluz.
- Es el pez más grande que he visto en mi vida.
Confirma ahora el muchacho de pelo rubio.
Aneluz se pone frente a él, mete su mano en la boca del pez, lo mira despacio, lo acaricia rozando con sus dedos todo el lomo y luego se vuelve para el grupo de sus amigos y les confiesa:
- Me ha dicho que nos subamos sobre sus espaldas. Es un pez volador. Si le cantamos una canción que yo sé arrancará a vuelo y nos paseará por encima de toda la gran Sierra de Segura y Cazorla.
- ¿De verdad te ha dicho eso?
Pregunta el muchacho regordete de pelo moreno lleno de curiosidad e inquieto ya por la ilusión de volar atravesando el viento hasta subir a lo más alto de los montes de Segura. El autor quiere aquí decir que las cosas que más deseaban los niños hacer realidad, era volar por encima de las fabulosas sierras de Segura y Cazorla. Entre ellos se decían que si hubieran nacido pájaros en lugar de niños, lo primero que en su vida habrían hecho, hubiera sido trazar un largo vuelo por encima de estas sierras y a lo largo y ancho de todas ellas. Pensaban que de este modo podrían ver los arroyos, montañas y llanuras que hay en la sierra y lo que más les iba a gustar era precisamente las crestas de las grandes cumbres. Creían ellos que de ningún otro modo nadie podría nunca conocer los misterios y bellezas de estas montañas gigantescas.
- ¿No te lo crees?
Pregunta la niña desafiando a los compañeros.
- Yo sí, vamos a intentarlo.
Les responden ellos.
- Pero sólo volará si cantamos una canción que yo sé.
- ¿La canción que te enseñó la abuela la tarde que jugaba contigo cuando estuviste mala?
- Esa misma. Como es una canción de notas brillantes y de letra bonita, le va a gustar mucho.
Y los amigos dijeron:
- Pues de acuerdo. Nosotros nos sentamos delante sobre su lomo. Te agarras a las aletas y cantas.
Y dicho y hecho. Se suben sobre el lomo del gran pez y la niña, la última, canta la siguiente canción:
Pececico de los montes
de larguruchas orejas
vuela, vuela por los bosques
y crucemos las praderas.
Tú no pares pececico
hasta que yo diga “tierra”.
Ahora arranca ya con tu vuelo,
no prolongues más la espera.
Y todos cierran los ojos. Se agarran fuertes unos a otros y aprietan sus pies contra la barriga del pez para no caerse.
- ¿Volamos ya?
Pregunta el muchacho regordete de pelo moreno.
- Si, ya volamos.
Responde el muchacho alto de pelo rubio que era el piloto oficial.
- Pues yo no siento ni el viento ni la caricia de los árboles.
- Es porque vamos muy altos y aquí ni hay viento ni árboles. Sólo sol y estrellas.
Aclara el muchacho alto de pelo rubio.
- ¿Podemos abrir los ojos?
Pregunta el muchacho regordete de pelo moreno.
- No se pueden abrir los ojos. Está prohibido. Hay que tenerlos cerrados. Si los abres se deshace el vuelo, nos caeremos en los bosques y nos perderemos.
Contesta Aneluz.
- Bueno, tú mandas. Los abriremos cuando nos lo digas.
Y pasa un rato. Se aprietan entre sí. Gozan del viento que ahora ya sí les hace cosquillas en la cara hasta que de pronto la niña dice:
- ¡Atención! Vamos a aterrizar. Agarraros fuerte, entramos en picado, tomamos tierra, ya aterrizamos, podéis abrir los ojos.
Y en estos momentos todos respiran, abren los ojos y exclaman:
- ¡Qué viaje más espléndido!
- ¡Qué agustico y qué bello era todo!
- Yo se lo voy a contar a mis amigos y al maestro. En el pueblo nadie sabe que este pez de ladrillos y cemento, vuela.
Aneluz escucha y al final dice:
- Es verdad todo lo que estáis diciendo, pero mientras íbamos volando, el pez de las orejas grandes, me ha contado un secreto.
- ¿Qué ha sido?
- Me ha dicho que se encuentra triste y está enfadado con las personas de este pueblo.
- ¿Y por qué?
Y Aneluz dijo a los amigos:
- Según él, hace mucho tiempo, en la corriente de este río color chocolate había muchos peces que atravesando las aguas subían y bajaban por los charcos y corrientes. Ahora todo el mundo echa porquerías al cauce, todo el mundo tira líquidos y basura y esto hace que hasta el río huela mal, que los peces se mueran y que los árboles se sequen. Este pez volador está triste porque los hombres han sido malos hasta en esto: después de matar a todos los peces del río cogen y aquí, construyen un pez de ladrillos y cemento y les ponen unas orejas que parecen las de un payaso de circo. Ya está cansado de tanta burla y tanto desprecio. ¡Pobre pez este con lo bonito que es!
- Pero no debemos preocuparnos porque nosotros lo podemos arreglar.
Expone el muchacho regordete de pelo moreno.
- Sí, podemos hablar con todos los habitantes de estos pueblos y pedirles que limpien el río y cuiden de sus plantas y peces.
Sigue aclarando el muchacho alto de pelo rubio a lo que los otros responde:
- Pues eso es una buena idea.
Poco después, el grupo de niños, suben en el coche de su amigo y regresan a su pueblo blanco en la orilla del río color chocolate. Cayó la noche enseguida y como tantas veces, cantó el cárabo. Cantó un autillo por los álamos del río, varios mochuelos por entre los olivos de las laderas que suben desde el pueblo hacia los cerros que le rodean y también se oyó el graznido de alguna lechuza. Antes de que la niña se durmiera se oyó también el aullido de un perro y como ella nunca había oído los aullidos de los lobos preguntó a su abuela:
- ¿Es que algún lobo se ha perdido, abuela?
- Todos los lobos de estas sierras se perdieron hace mucho tiempo.
- ¿Viste tú alguno cuando eras pequeña?
- Yo no llegué a conocerlos. Los lobos ya hace mucho que dejaron de vivir en estas montañas. Pero hubo una época en que sí pateaban mucho todos los montes de estas sierras nuestras. Mis abuelos me contaron a mí muchas historias de aquellos tiempos.
- ¿Pero ellos llegaron a conocerlos?
- Tampoco ellos los vieron porque ya te decía que los lobos hace mucho que desaparecieron de estas sierras.
- ¿Entonces?
- Lo que quería decirte es que, según me dijeron, el último lobo en estas sierras se vio por unos poyos muy lejanos que tú aun no conoces. Fue al final de una primavera y cuando muchos pastores creían que ya estaban extinguidos.
- ¿Te contaron cómo ocurrió aquel momento?
- Pues me dijeron que a uno de aquellos pastores un día se le perdieron unas cuantas ovejas. Se fue por las montañas a buscarlas, ya que creía que por allí se le habían perdido y se tropezó con lo que no esperaba. Al remontar un puntal por donde los bujes crecían espesos, sintió unos graznidos extraños. Se paró, buscó una roca alta, subió por ella procurando no meter mucho ruido y cuando estuvo en lo más elevado descubrió algo muy curioso.
- ¿Qué fue?
- Pues una loba con sus cachorros. Los sacaba de una cueva al borde de un despeñadero y se los llevaba. Por una veredilla llena de hierba se los iba llevando al otro lado de la cumbre. De uno en uno y en la boca, se los iba llevando dando viajes sin parar. Y claro, mientras transportaba un lobezno los otros se quedaban solos y chillaban con unos graznidos muy peculiares.
- ¡Qué curioso fue aquello!
- Sí que lo fue
- ¿Y qué hizo aquel pastor?
- Allí en la peña estuvo un buen rato observando el fenómeno aquel y cuando ya la loba había transportado a todos sus cachorros al otro lado de la montaña, se vino para el valle donde tenía su casa. Encontró a las ovejas que buscaba y cuando llegó a su cortijo contó lo que había visto. Aquella misma tarde salieron en busca de aquella manada de lobos. No lo encontraron, pero a mí me dijeron que desde aquel día nadie más ha visto un lobo por estas sierras.
- ¿Fue entonces el último lobo de estas montañas?
- Si no fue el último al menos yo no tengo noticia de otros más. Así que aquello de la mamá loba recogiendo a sus cachorros hacia las cumbres altas, quedó por aquí, como una imagen curiosa. La estampa de los últimos lobos de estas sierras.
El lago redondo
Aunque ya había llegado la primavera todavía parecía invierno, durante algunos días nevó mucho y también hizo mucho frío. Ya hacía bastantes semanas que los amigos de Aneluz no venían a jugar con ella. Por eso, cuando se pasó un poco el invierno que estaba fuera de su tiempo, se prepararon para acercarse hasta el pueblo blanco del río color chocolate. Todos tenían ganas de ir al pueblo blanco de la orilla del río. Querían ver a la niña y jugar con ella. Estaba enferma y aunque sabían que ya había mejorado pensaban ellos que la visita les iba a gustar mucho. Por eso todos los días al salir el sol miraban al cielo para ver qué tiempo hacía. Y la verdad es que el tiempo no mejoraba mucho. Casi todos los días amanecía nublado, lluvioso, con frío. Este año, decían los entendidos, era el más frío del siglo.
Sin embargo, por fin el sábado veintiséis de abril amaneció casi raso.
- Hoy será el día. No hace frío y parece seguro que luego más tarde las nubes se vayan y salga el sol. Hoy nos vamos al pueblo blanco de la orilla del río chocolate.
Dijo el muchacho regordete de pelos morenos. Le hicieron caso y a la siete de la mañana salieron del pueblo que se esconde entre los olivos. Cuando pasaban por el pueblo más alto del mundo, el que siempre anda perdido por entre las nubes y más en los días de invierno, la niebla cubría toda la carretera. Es este un lugar donde siempre hay mucha niebla.
- Será sólo por este cerro. Ya veréis luego como se acaba la niebla y el día se abre.
Dijo el muchacho regordete de pelo moreno.
Y a continuación preguntó:
- Creéis vosotros que hoy podremos encontrar la cueva oscura del hombre misterioso?
- Buscarla la vamos a buscar. Por dónde hoy vamos a ir no hemos ido nunca. A lo mejor tenemos la suerte y la vemos. ¿Os imagináis la sorpresa que le daríamos a la niña?
Pero cuando pasaron la fuente que mana mucha agua y comenzaron subir, de pronto, por la cuenca arriba del río color chocolate, ven que avanza una inmensa nube negra.
- Hasta da miedo verla. Viene derecha a la sierra de Segura y lo primero que se va a llevar por delante es al pueblo blanco de la orilla del río.
Dijo el muchacho regordete de pelos morenos.
- Párate un poco para que veamos su avance
Pidió el otro muchacho, el mayor de todos los amigos de Aneluz.
Y se pararon junto al carril de tierra. En tres minutos, la nube negra que subía por la cuenca del río chocolate, se les puso encima. Se llenó de oscuridad todo el campo y comenzó a llover casi torrencialmente. Sobre los cristales del coche y sobre el asfalto negro de la carretera las gruesas gotas crujían empujadas por el viento fuerte y frío.
- Se pasará. Yo creo que esto es una tormenta pequeña que se ha escapado por el río, pero que no durará más de media hora.
Seguía diciendo el muchacho mayor.
En el otro pueblo que se recoge por el barranco de los montes altos, se pararon a comprar pan y luego acordaron irse por el carril forestal que va atravesando las cumbres por las partes más altas.
- Tardaremos un poco más, pero este rincón de la sierra aun no lo conocemos. He oído decir que por ahí se esconde un lago redondo que tiene las aguas color de los bosques.
Volvió a decir el muchacho mayor. Y esto lo decía porque cada vez que ellos organizaban una excursión por la sierra, tenían que hacer algún nuevo descubrimiento. Un arroyo, un árbol, una roca, una flor o un lago redondo como el que hoy soñaban.
El muchacho regordete de pelos morenos dijo:
- ¡Vale!
Y salieron del pueblo, a tres o cuatro kilómetros se desvían por la pista de tierra que atraviesa la sierra por las cumbres más altas.
- Quizá pasemos por ese campamento de los chorros en las rocas. Pasaremos por la cumbre que tiene más de mil trescientos metros y luego por aquella vieja casa forestal que se hunde entre los fresnos del arroyo
Volvió a decir el muchacho regordete mientras ya ascienden por la complicada pista de tierra que recorre las partes más alta de las cumbres oscuras. Aparecen los bosques de pinos, pinos tronchados por la lluvia y el viento, aparecen pequeños arroyos de aguas turbias, algunas cascadas y varios cortijos de los muchos que por estas sierras se van hundiendo en la soledad de los campos.
- Yo sigo diciendo que detrás de ese cerro se encuentra el lago redondo.
Repite cada dos por tres el muchacho mayor esperando lo que en su mente sueña. Pero el lago redondo no aparece. Sí de nuevo les alcanza la nube negra que unas horas antes les había sorprendido por el valle. Como ahora ya van por la cumbre la nube en lugar de agua lo que descarga es nieve y granizos.
- Parece de fantasía.
Dijo el muchacho regordete.
- ¿Por qué dices eso?
Le pregunta el muchacho mayor.
- Es que en plena primavera no es normal que caiga tanta nieve ni haga tanto frío.
Digo que si no lo estuviera viendo no me lo creía.
Al bajar por una cañada se paran y los dos muchachos, entusiasmado por la blancura de la nieve y los cristales de los granizos, se ponen a correr como si pretendieran coger entre sus dedos alguna especie de fantasma de los bosques. Era como una manera infantil de gozar la blancura de la nieve que poco a poco se iba trabando en las ciento diez florecillas que por las praderas ya estaban abiertas.
- Pero tu lago soñado no aparece.
Le dice el muchacho regordete al muchacho mayor.
- ¿Que no? Ya verás como nos lo encontramos cuando menos lo esperemos.
- Pues no sé dónde. Y lo digo porque ya tenemos casi atravesadas todas las cumbres de esta larga sierra y el lago no se ve.
- Tú espera un poco y verás.
Y al dar una curva el camino, después de pasar la casa forestal que se esconde entre los fresnos, el muchacho regordete grita:
- ¡El lago!
Señala con su mano y efectivamente. Ahí mismo está el lago soñado. Entre pinos y olivos, rodeado de torrentera de tierra roja, pero teñido de azul limpio y sereno.
- ¡Parece mentira! Jamás lo hubiera creído.
Exclama el muchacho mayor.
Se paran y junto a sus aguas comienzan a anotar en el cuaderno de campos.
- Se lo tengo que contar a la niña en cuanto lleguemos. Le gustará saber cosas de este lago. Seguro que luego dirá que quiere venir a verlo.
Un regalo original
Pero en el pueblo blanco que mira al valle y tiene un río que corre agua color chocolate la niña aquel día no se levantó de la cama. Tenía fiebre y como la abuela se preocupó mucho la llevó al médico. Este le mandó pastillas, algún jarabe y reposo absoluto.
- Que en tres días no se levante ni salga a la calle.
Le dijo a la abuela y luego se la llevó a su casa. La metió en la cama. Le hizo una infusión de las hierbas secas que ella tenía recogidas por los campos de sus montañas y la arropó.
- ¿Me voy a morir, abuela?
Le preguntó ella un poco triste.
- No te vas a morir, hija mía. Te pondrás buena pronto. Los niños como tú, todos los niños del mundo se ponen malos algunas veces en su vida y eso no es grave. Los niños tenéis mucha salud y por eso pronto os ponéis buenos y otra vez jugáis por las calles y reís con vuestros amigos.
Pero aquel día la niña no tenía ganas ni de reír ni de jugar. Se puso enferma de verdad y por eso, cuando las vecinas lo supieron, muchas vinieron a verla y estar un buen rato junto a ella. Vino también el pastor amigo de la abuela y éste, como la quería mucho, se le ocurrió una gran idea para animarla un poco. Antes de salir de su casa, de un armario de madera, cogió un objeto que apreciaba mucho, lo envolvió en un papel de regalo y cuando llegó a la casa de la niña, cuando ya estaba junto a su cama preocupándose por su salud, le dijo:
- Te traigo un regalo.
Y de una bolsa de plástico sacó el regalo. Se lo alargó a la niña que enseguida lo cogió llena de curiosidad y rompió el papel para ver lo que venia dentro. Al descubrirlo se quedó algo en silencio y luego, con más calma, se lo puso delante de sus ojos y leyó despacio: “El misterio de la Montaña”. Y a continuación preguntó:
- ¿Qué es este libro tan gordo?
- Es algo que guardo desde hace mucho tiempo y por eso le tengo mucho cariño. Hoy he pensado que a ti te va a gustar mucho conocer las cosas tan bonitas y curiosas que en sus páginas hay escritas.
- ¿Y qué cosas son esas?
- Quiero que leas el libro para que las descubras por ti misma.
El viejo pastor de las montañas, guardaba consigo este libro desde hacía mucho tiempo. De qué modo había llegado a sus manos, eso no lo sabía nadie nada más que él. Tampoco quería publicarlo mucho. Lo que sí sabían algunos es que el libro, primero habían sido páginas sueltas escritas a mano. Cuando pasó un tiempo, el mismo pastor se tomó mucho interés en que aquellas páginas no se perdieran ni se estropearan. Por eso, un día, se las dejó a una persona que conocía para que todos aquellos escritos se los pasaran a máquina. Tardó mucho tiempo, pero por fin un día, aquellas páginas escritas a mano, estuvieron puestas sobre el papel con letras de máquina. Luego cogió todos aquellos folios y se los dio a otra persona para que le hiciera un bonito libro. Unos días más tarde ya lo tenía. Y salió un libro gordo de verdad, encuadernado en tela verde y con unas letras negras en la portada donde se podía leer el título de aquella obra. Como el pastor le tenía mucho cariño a Aneluz, en cuanto se enteró que se había puesto enferma, lo primero que se le ocurrió fue coger este inédito libro, que tanto quería, y llevárselo para que ella lo leyera y así conociera algunas cosas hermosas que nunca se habían contado nada más que en este libro.
- ¿Pero me lo regalas?
Preguntó la niña.
- Te lo regalo. Para ti y para siempre.
Y al instante exclamó:
- ¡Abuela, mira lo que me regala tu amigo!
La abuela que estaba allí dijo que le parecía muy bien y que ahora que tenía tiempo, mientras se curaba la enfermedad que había cogido, que leyera aquellas cosas que a ella le gustara más.
- ¿Pero son cuentos que conoce todo el mundo?
- “El Misterio de la Montaña” no es un cuanto y por supuesto hasta hoy nadie lo conoce excepto tres personas y media. Nunca se publicó y por eso es inédito.
- ¡Pues qué suerte tengo!
- Sí que tienes suerte.
Dijo el viejo pastor y luego se fue.
Aquella misma tarde la niña se puso a leer algunas cosas del original libro. Su primera página empezaba de la siguiente manera:
“¡Ay, Dios!
Se oye salir de entre el verde bosque y el rumor de la corriente. Estaba sentado donde los arroyos se juntan. En las rocas que bañan las aguas y arropan las adelfas y estaba triste. Meditaba en su alma el nuevo disgusto que había tenido con los que le rodeaban y se sentía solo. Lloraba en el silencio de la gris mañana, cuando por la senda del lado derecho, vio que se acercaba. Cruzó la corriente y al llegar a su lado se paró. Lo miró despacio y al momento le dijo:
- Vente conmigo.
Se levantó de la roca, se acercó al que llegaba y por la senda que entra a la umbría, los dos se fueron.
Vistos desde atrás, desde la roca donde había estado sentado y seguía arropada por las adelfas, eran hermosos. Dos figuras humanas que en la soledad del camino, el esplendor de los bosques y la luz hermosa de la mañana, se presentaban llenas de misterio. Como reyes y dueños de un mundo desconocido por completo de todos los seres humanos que pueblan el Planeta Tierra. Como un cálido sueño que se fraguara en la real mansión y paz más honda del alma. Por eso él sintió el alivio. Y así fue que cuando todavía no habían andando veinte pasos, el que minutos antes lloraba perdido, preguntó:
- ¿Adónde me llevas?
Y la respuesta que obtuvo fue:
- Andaremos el camino y te enseñaré. Abre tus ojos, mira y deja que tu corazón se llena de la belleza que ante ti y para ti se desplegará.
La senda subía un poco. Siguiendo siempre una línea paralela con el arroyo y luego se tornó llana con la curva de nivel que recorría los mil cien metros de altura. Por la derecha subía la umbría tupida de bosque. Al frente se abría el collado por entre las dos rocas y por la izquierda, además del arroyo en lo hondo, subía la solana y se abría el otro collado. La solana estaba repleta de encinas y por las crestas, rebosaban los robles y las peñas. Y el barranco, el hermosísimo y largo barranco para donde se hundía la senda, gigante, nebuloso, lleno de misterio y como rebosando desde el alma. Era parte del alma, de la paz que da el gozo total y del paraíso que es redondo en sí.
- He vuelto a estos campos porque, allá en el mundo, me han dejado tan roto que ya ni tengo ilusión ni espero nada. Sólo quisiera que la hierba me diera su abrazo y me fundiera con su creador para siempre. Busco al que da la vida, ama, perdona y anima en la seguridad de la verdad limpia. Necesito sentir el apoyo sincero sin que tenga que renunciar a nada de lo que soy y siento. He vuelto a estos campos buscando la libertad y la afirmación del sueño que llevo por dentro. Ya no podía vivir, tan rechazado, siempre tan juzgado y siempre tan condenado.
Comentó el solitario. A sus palabras el que había llegado dijo:
- Ten confianza. Te conozco desde lo hondo y desde el principio y fin.
Cuando habían andando doscientos metros la senda remontó un collado. Se torció luego para la derecha y tras la espesura de unas encinas, salió a un rellano. Era el recodo de los dos arroyos. El que baja del puntal de las jaras y el que entra por el barranco oscuro. Todavía llegando a las tierras llanas, el que daba confianza, dijo:
- ¿Conoces el rincón?
Y el del alma triste respondió:
- ¡No lo voy a conocer! Es donde tuvieron sus casas los últimos pastores de estas sierras. Donde lucharon, sudaron, amaron y no pudieron morir.
Y guardó silencio.
No habían andado cien metros más cuando ante ellos aparecieron las ruinas. Las cinco casas de piedra y tierra que los pastores, en aquellos lejanos tiempos, habían levantado a un lado de la llanura. Y ahora, justo donde mana el venero, se las encontraban machacadas. Sin techo, con las paredes rotas, sin puertas ni ventanas y por entre sus ruinas, creciendo las zarzas. El que estaba triste se encontró perdido. Por eso el que le acompañaba le volvió a preguntar:
- ¿Y tiene algo que opinar?
Se produjo un silencio hondo que sólo era manchado por el crujir de la hierba bajo los pies que avanzaban. El del alma triste quiso decir: “Quisiera hablar con las palabras que fueran capaces de expresar lo que el corazón siente. Cada pared de estas, gritan pérdida y hasta me refleja las caras de los que aquí vivieron. Los que fueron grandes entre los humildes y me dieron el mejor calor que recibí en esta tierra. Miro y los estoy viendo vivos en cada brizna de hierba que por aquí crece, pero no están ¿Qué hicieron ellos para que desaparecieran del rincón del modo que desaparecieron y por qué hasta sus casas borran de la faz del suelo?”
El que daba compañía dijo:
- Sé cómo te siente y lo que piensas y para tu consuelo te digo que ellos no están ignorados en el corazón del que de verdad los ama.
- ¿Y por qué me traes por aquí?
- Tenías que vivir y ver lo que estás viviendo. Es necesario.
Cruzan por entre las ruinas de las casas, rodean un poco las tapias y a cincuenta metros se encuentran con el camino. Una pista de tierra que por aquí y ahora están construyendo. Continúan andando y por donde el camino se estrecha en una cerrada rocosa, penetran recorriendo la pista forestal.
No han llegado todavía y ya se oye el rumor del agua. El gran río, el que nace en la profunda sierra y después de atravesarla se hunde en los montes y salta de cascada en cascada y de charco en charco, lo tienen a dos pasos. Pero la pista hoy tiene su final justo al borde de este río. Construyen un puente con su túnel correspondiente y como todavía no está hecho, por donde corre el río, se abre el precipicio. Hondo y en forma de surco oscuro.
El del alma triste, empujado por el chorro de vida que por el rincón tiene desparramada, se aproxima. Quiere ver qué han hecho con las tierras que, en la rivera de las aguas, fueron huertos. El más fértil y frondoso de los huertos que nunca se dio bajo el sol. Al borde mismo de la corriente se alzaba el cortijo y junto a él, crecían las nogueras, los granados y las higueras. Y se aproxima tanto que al agacharse para observar mejor, resbala. Siente como su cuerpo se precipita al vacío y sin remedio ni control cae a para donde la cascada horada al gran charco azul.
- ¡Sálvame que me hundo!
Grita pidiendo auxilio. Y en este momento siente como si fuera la fuerza de una mano recia que lo agarra por las espaldas. Lo sujeta en el aire y tira de él para arriba. Lo rescata del vacío y con la suavidad del viento lo deja sobre la desnuda tierra de la pista forestal. Sentado y con los ojos clavados en la cara del que salva. Respira intentando recobrar la serenidad y acurrucado en el miedo y el polvo de la tierra, dice:
- ¡Me has salvado!
Y el que da compañía responde:
- Te he salvado y ahora quisieras saber por qué.
Durante unos segundos el silencio se espesa. El que ha sido salvado mira como absorto. Ante sus ojos, mente y alma, el verde de los bosques, el azul del cielo, la sombra gris de las nubes y las figuras esbeltas de las casas, se le representan con un tono nuevo. Como si fueran vaporosos o de fino hielo con reflejos de plata tirando a terciopelo. Un tono hermoso y misterioso que nunca antes en su vida ha visto y menos por estos paisajes que llevan tan dentro. Hace un esfuerzo queriendo comprender, pero no lo consigue.
Frente a sus ojos y en la ladera que le mira desde el otro lado del río, en hilera, las ruinas de tres cortijos más. Desmoronados por entre las rocas y como gritando al horizonte que alargado le corona. Por esa misma ladera y en la dirección del sol de la tarde, la escena que vivió años atrás, cuando aun era libre y guardaba ovejas por estos montes. Y se la encuentra o la revive justo en el momento en que ella sucedía, a media altura entre el centro día y el amanecer.
Sus ovejas pastaban repartidas por la hierba verde del cerro, solana y hoyas de las cumbres. Al lado izquierdo se apretaba el gran bosque de las encinas y por el lado de la mañana, corría el río. El de las aguas cristalinas, olor a algas y música misteriosa. Él se encontraba en lo más alto. Justo en la Atalaya del Pastor. Y estando allí frente a la gran sierra y al cuidado de su rebaño descubrió que las ovejas se venían para el río. Siguiendo las sendillas bajaban por la ladera, se metían por entre los bujes, saltaban por las peñas y al llegar a la corriente, se tiraban a ella. Algunas se paraban en la orilla y bebían del agua fresca, pero otras, al saltar desde la torrentera, salían rodando y se rompían la cabeza, las patas y las costillas. Muchas nadaban por las aguas y alcanzaban la otra orilla, pero un buen número, se hundían en la corriente, desaparecían durante un rato y cuando salían a flote estaban ahogadas. Y mientras esto sucedía el resto del rebaño no dejaba de chorrear por la ladera en busca de las aguas del río. Como si la sed se las comiera por dentro o como si un extraño fenómeno las atrajera hacia las aguas puras.
Estas imágenes y la anchura de los campos, pasaron por su mente y alma en los breves segundos que estuvo sentado sobre el polvo del camino. Respiraba intenso queriendo alcanzar la paz que había perdido. Pasados estos segundos, que fueron extensos como una eternidad, habló otra vez al que le había salvado y dijo:
- Te he llamado porque en el fondo tenía confianza en ti.
- Eso ya lo sé. Y ahora te voy ha decir que te he salvado para que comprendas algunas cosas.
- ¿Qué debo comprender?
- ¿En qué pensabas cuando te ibas hundiendo en el vacío?
- Pues que ya era el fin. Que me hundía sin remedio en el abismo total y para siempre. Que ya nadie podía salvarme sino Dios.
- Y acudiste a Dios y te ha salvado.
- Así lo siento y lo creo. Una vez más Dios me ha salvado del hundimiento total. Lo que ya no tenía solución para mí y donde los humanos tampoco pueden hacer nada, ha sido reflotado y salvado otra vez por el Dios en el que creo. Pero ¿por qué y para qué ha sucedido esto?
- En este tramo de tu existencia, ahora mismo, estás triste, hundido y perdido. Sientes como si tu vida entera, con tu cuerpo y los años que él ya tiene, se estuviera precipitando al vacío total sin remedio y sin que nadie te dé una mano. Eso es lo que tú sientes y crees y es lo mismo que le sucede a otros muchos seres humanos como tú. Pero has acudido a Dios y lo que para ti era imposible y el fin, Él lo ha traído al gozo y al camino de la luz. ¿Comprendes?
- Comprendo algo. Pero quisiera saber más.
El que ha llegado para salva, dar compañía y consuelo, tiende su mano al que sufre la confusión en la desolación del alma. Lo levanta del suelo y polvo del camino y le invita a seguir.
- ¿Hacia el Balcón del Pastor, es para donde me llevas?
- Sé que es tu rincón preferido entre todos los espacios que amas por estas sierras.
- ¿Y también sabes por qué es mi rincón preferido, mi rincón pequeño, mi refugio, mi nido?
- Tú estás ahí en la totalidad de lo que eres. Y él es para ti como una columna que da sostén a lo que apeteces y consuela. Tú estás ahí y hacia él tiendes.
- Es así, pero ese rincón...
Y el que ama el verde de la hierba, la bruma que revolotea por los barrancos, la caricia del viento cuando pasa y tiene el dolor quemándole en las carnes, pone freno a sus palabras. Pero al instante exclama:
- ¡Ay, Dios!
En un tono melodioso y traspasado de una tan fina melancolía que casi se palpa la herida y se siente hervir la sangre que chorrea desde la vida. El que da compañía, sabiendo lo que significa y contiene tal expresión, guarda silencio.
La vereda ahora, la que es tan vieja como las montañas que recorre y guarda en su polvo el eco de millones de pisadas hoy ausentes, se inclina con el terreno. La vaguada de un arroyo la va meciendo y según desciende, más se pierde en la espesura de los bujes. La umbría permanece en su sombra y en las hojas de la hierba, tiembla el rocío. Se sigue oyendo el rumor del río, pero ahora algo más lejos al tiempo que el chapoteo del arroyo comienza a ser cada vez más claro.
- Esta es la fuente del madroñal.
Dice el solitario justo cuando la senda roza las aguas limpias que brotan del venero. La fuente del madroñal mana por el agujero redondo que bajo una peña gris, se abre. Y el agua corre por entre el musgo, salta por las piedras y unos metros más abajo se entrega al arroyo grande.
- Y ahí está el roble viejo. El de la mitad del tronco podrido y las tres ramas verdes.
Vuelve a comentar el que ha sido salvado. Y a continuación añade:
- Cuando era niño, cogí panales repletos de miel del enjambre de abejas que en este tronco tenían su nido.
El que acompaña tampoco da respuesta a estas palabras.
La senda traza su curva para poder seguir bajando y justo por aquí atraviesa el chorrillo que fluye de la fuente. Y al verlo, el solitario exclama:
- ¡Mira, se ha arrugado!
El que da compañía responde:
- La corriente que fluye del manantial se ha arrugado como, en muchas ocasiones, se arrugan las vidas de las personas. ¿Es eso lo que quieres decir?
Y al oír estas palabras recordó al padre.
- Eso es lo que el padre me decía por aquellos días en que todavía yo era juego puro. Que la vida, como les pasa a las corrientes de los arroyos, en ocasiones se frena, se atasca y se arruga. Deja de fluir como debiera.
Las hojas secas que caen del bosque, las ramas que se pudren, la juncia que pierde su lozanía, el barro y las piedras, han atascado el surco por donde corre el hilillo que mana de la fuente y el agua se ha arrugado porque encuentra dificultad en su camino.
- ¿Y te acuerdas de aquel día?
Pregunta el que da ánimo.
- ¿Te refieres al día en que el padre paseaba por la tierra llana de la ladera cuando el sol salía?
- A ese mismo día y momento.
- Pues me acuerdo que yo bajaba por esta misma senda. Era otoño y la umbría permanecía arropada por la espesa sombra fría. La fuente manaba con la luz que mana hoy y el agua del arroyo cantaba la misma dulce música...”
Y la niña dejó de leer. La fiebre se la comía y como se encontraba sin fuerzas ya no quiso leer más. También porque algunas de las cosas escritas en el libro que le había regalado el viejo pastor, ella no las entendía bien. Luego, aquella noche se quedó dormida y no despertó hasta el día siguiente. Para desayunar la abuela le hizo un zumo de naranja y una tostada de pan con aceite. Con estos cuidados y la fuerza de su salud en unos días ella recuperó otra vez su alegría y vitalidad. Así por las tardes, la niña volvió a salir a la puerta de su casa y ahí, con sus amigas, jugó otra vez los juegos que tanto les divertía a la pandilla.
El río llorón
Era el mes de abril y como este año casi se estaba cumpliendo lo de “Abril, aguas mil” una de aquellas tardes, el cielo se puso negro total. Se cubrió con espesas nubes negras, al poco tronó y media hora después empezó a llover a cántaros. Las cumbres que, desde las cristaleras en la ventana de la casa de Aneluz, se ven al fondo del valle, se cubrieron de negrura. Luego se vistieron con espesas cortinas de nieblas blancas, después salió el sol y sobre ellas brilló la hierba y hasta quedaron cubiertas por una fina capa de nieve blanca. Así el tiempo de borrascoso, una de aquellas tardes, el cielo se puso color ocre.
- Hoy lloverá tierra del desierto de África.
Decían los más viejos del pueblo y así fue: por la noche crujieron varios truenos, comenzó a llover y toda la noche estuvo sin parar. Aquella noche, sobre el pueblo blanco a la orilla del río color chocolate y sobre los montes de la Sierra de Segura, llovió barro. Cuando amaneció las ramas de los pinos, los peñascos, los juncos del río y la hierba, aparecieron teñidos de ocre.
- ¡Qué cosa más rara!
Dijo Aneluz y algo después se fue con sus amigos hasta el río color chocolate.
- Vayamos a la curva de los chopos.
Decía, pero en la curva de los chopos el carril de tierra estaba embarrado. Los coches no podían pasar y andando, con mucho cuidado.
- Pues dejemos el coche aquí y bajemos hasta la corriente.
Seguía proponiendo la niña.
Así lo hicieron. Cuando ya están junto a la corriente del río color chocolate, el muchacho mayor, propone cruzarla e ir a una isla que queda en el centro.
- Es que desde ese punto vamos a gozar más de la gran riada que, desde las altas montañas, hoy trae este río color chocolate.
Decía.
- ¿Y si nos caemos?
Preguntó el muchacho regordete de pelos rubios.
- ¡Hay que ser valientes! Vamos allá.
Y sin más se ponen a atravesar la fuerte corriente del hoy, ancho río color chocolate. Justo en el momento en que Aneluz se dispone a salta, a sus espaldas y de entre los álamos, oye una voz.
- ¡Socorro! Por favor, que alguien me ayude.
- ¿quién será?
Pregunta enseguida Aneluz al tiempo que ya se mueve para los troncos de los álamos.
- Me ahogo, por favor ayúdame.
- ¿Dónde estás?
Pregunta Aneluz.
- Cerca de ti. Soy un pobre taray viejo atrapado por la corriente. Me estoy ahogando con esta agua tan sucia.
Aneluz valiente se acerca al taray y ahora oye otra voz que allí mismo grita pidiendo ayuda.
- Por favor, niña, sálvanos.
- ¿Pero qué puedo hacer yo?
- Habla con el río y dile que afloje su corriente.
Y la niña:
- Río, gran río de mi sierra, ya lo oyes.
Y el río le contesta:
- Sí que lo estoy oyendo, pero yo no puedo hacer nada. La tormenta se ha deshecho sobre las altas cumbres de la sierra y las laderas han escurrido su agua. Ahora me han colmado tanto que no doy abastos de echar agua de los barrancos y los arroyos que me llegan desde todos los rincones.
Y la niña le contestó:
- Tu corriente es sólo tuya ¿Cómo no puedes detener su ímpetu? Si continúas inflándote vas a llevarte por delante no sólo estos tarayes amigos sino también la playa artificial de mi pueblo, vas a inundar las casas que hay en tu orilla y vas a exterminar todas las huertas de los campesinos.
Y dijo el río:
- Habla con los arroyos. Ellos son los que vierten todo este torrencial de agua sobre mí.
- Nosotros, las laderas, somos inocentes. Son las nubes las que no paran de soltar agua.
Y las nubes dijeron:
- Pues nosotras también somos inocentes. Es el viento que no para de empujar y como no podemos con tanto peso, tenemos que soltar carga. Ya estamos hinchaitas como un globo.
A lo que dijo el viento:
- Al viento no le echéis la culpa. Es el mar.
Y como el mar o la mar está muy lejos Aneluz se quedaba sin saber cual era la opinión de este. Así que habla y dice:
- ¡Queridos juncos y tarayes de mi río color chocolate! Parece que para vuestro problema no hay una solución sencilla.
Y los juncos preguntaron:
- Entonces ¿tendremos que morir?
La niña les dijo:
- Es casi seguro.
- Pero al menos darnos un motivo noble para que sintamos que nuestra muerte no es absurda.
- Absurda no lo es. Con vuestras hojas y ramas mezcladas con el barro vais a formar abono para la tierra. Sobre vosotros crecerán los trigales que los campesinos siembran en las amplísimas tierras de Andalucía. ¿Qué os parece?
Y los juncos y tarayes, después de guardar silencio un rato mientras reflexionaban, dijeron:
- Vamos a morir para dar vida a muchas plantas y estas plantas a su vez darán vida a muchos niños. Nos gusta el motivo por el que morimos.
Y poco después la oscura corriente con tonos de chocolate recién echo, arrancó de raíz a los juncos, los tarayes y a otras mil pequeñas matas que crecen junto a los cauces de los ríos. Las aguas las arrastraron y mientras se alejaban empujadas por las olas que la corriente iba tejiendo, la niña las oyó quejarse doloridas. También se oyeron por el pueblo y en las casas que se levantan pegado a la corriente del río.
- Desde ahora te voy a llamar río llorón. Por todos los rincones de estas sierras mías se oyen los lamentos de las plantas que con tu corriente arrancas de la tierra.
Dijo Aneluz. Y el río le contestó:
- Pero ya vez que no soy culpable.
Pasado un rato los niños se vuelve para el pueblo blanco en la orilla del río llorón. Al llegar la primavera Aneluz una tarde vuelve al río.
- Mirad que limpia baja hoy el agua de la corriente.
Dijo a sus amigos. Y efectivamente: esta tarde el río color chocolate recién echo sigue bajando de las cumbres que coronan a la gran sierra, pero suave y trayendo aguas limpias casi como el cristal. Como el río la reconoció le dijo:
- Ahora llenaré la playa de tu pueblo para que este verano puedas bañarte y los turistas que a él venga, lo encuentre bonito. Y además, fíjate cuántas plantas y flores crecen en mi orilla.
Como la niña se ha dado cuanta de estas cosas y de otras le dice al río:
- ¿Y las que arrastraste y destruiste el invierno pasado?
- Ya sabes tú que es la ley de la vida. Las plantas más viejas tienen que morir para que nazcan nuevas plantas y den flores más bellas.
Durante un rato más la niña sigue observando la blancura de las aguas que hoy corrían por el río. Vio que se metían por entre las piedras, los juncos, los tarayes y los fresnos. Y al rato dijo:
- Creo en ti, río mío. Creo en la vida que llevas en tus aguas y creo en tu belleza. Aunque seas un río llorón eres bueno. Te quiero.
Y el río, sintiéndose importante y con personalidad propia dentro de esta grandiosa Sierra de Segura, respondió:
- Gracias niña buena.
Cuando llegó la noche, antes de acostarse, poniéndose al lado de la abuela y todavía sentadas en la mesita de camilla, dijo:
- Bajando desde el collado, por el lado del sol de la tarde, es donde quedan las montañas. Tres o cuatro montañas muy altas cuyas figuras son puntiagudas y un par de ellas, achatadas por arriba. Sus laderas están cubiertas de un monte espeso y por entre esos bosques nacen y corren los arroyos que van llevando agua al gran río. ¿Sabes tú lo que les pasó la otra tarde a estas montañas?
- ¿Qué les pasó?
Pregunta la abuela.
- Pues la otra tarde, se cubrió el cielo de espesas nubes negras. Mucho más espesas y negras que las que hemos visto por aquí estos días. Llovió un poco y luego se abrió el cielo. Empezó a ponerse el sol y en ese momento una gran nube negra se paró sobre las crestas de las montañas. Según se iba poniendo el sol comenzó a llover sobre las siluetas de esas montañas y aquello, abuela, qué bonito. El sol de la tarde se tornó oro sangre y por el roto de una nube se escapaba en un abanico de rayos. Caían por detrás de las montañas y al quebrarse con los mares de gotas que la nube derramaba aquello parecía una fantasía. Como si al otro lado de esas montañas hubieran encendido una gran lumbre y por eso, los montes, parecían arder desde atrás mientras que por delante, sus siluetas negras, quedaban perfectamente enmarcadas y destacadas sobre el misterioso horizonte.
Ya te digo, abuela, aquello era una fantasía, mientras se ponía el sol, la tarde se apagaba, la nube derramaba su agua y los tonos de la luz se teñían de oro. Daba gusto mirar el original conjunto de montañas, al fondo del collado y por donde brotan los veneros que dan agua al gran río. ¿Tú has visto alguna vez esta belleza?
- Ya te he dicho muchas veces que en estas sierras nuestras se encuentran todas las bellezas del mundo y todas aquellas que la mente humana sea capaz de imaginar.
- Pero aquellas montañas, al fondo de aquel collado...
La casa abandonada
Está en la curva de la carretera que sube desde el pueblo blanco a la orilla del río. Casi si mira en las aguas de este cauce y al frente, se la alza imponente el gran monte Yelmo. Es toda de piedra y sus paredes ya se encuentran desmoronadas, cubiertas por la hiedra, las zarzas pinchosas y por dentro, tiene muchos agujeros de ratones. Y además, la pintara de sus paredes y techos, ya han perdido el color. Como cuando al final de la primavera el sol del verano, deja sin color a las flores y a los tallos de hierba. El río color chocolate recién echo corre por la derecha si nos ponemos mirando al Yelmo. Las nubes que desde estas cumbres las que quedan por más a la derecha, las Buitreras, derraman sus aguas sobre ella un año detrás de otro.
Aquella tarde, de un invierno ya algo pálido y espeso de niebla aunque era primavera, al pasar por allí la niña en compañía de sus amigos, el muchacho alto de pelos rubios, se asomó por el hueco de la pared caída.
- Aquí se esconde algún misterio. Vamos a meternos por ahí y exploramos a ver qué encontramos.
Los otros muchachos estuvieron de acuerdo. Salieron corriendo y se plantaron frente al derruido caserón.
- No hay nadie.
Exclama el muchacho regordete.
- Entremos dentro.
Sigue pidiendo el muchacho alto.
Aneluz, como siempre, se queda la última y mientras camina hacia las ruinas de la que en otros tiempos fue una bonita casa, la mira despacio como si quisiera preguntarle algo. Entre las piedras que ruedan por el suelo, en la entrada, se queda parada. Los dos muchachos ya regresan y al acercarse a ella anuncian:
- Ya está explorada. No hay nadie ni nada que sea interesante.
- ¿Qué hacemos ahora?
Pregunta el muchacho regordete.
- Nos quedamos y jugamos.
Dice el otro muchacho alto.
- ¿A qué vamos a jugar?
Y la niña empieza a dirigir el juego diciendo:
- Tú te sientas en esta piedra, tú allí en esta otra y yo aquí junto a vosotros, pero antes de dar comienzo al juego os voy a explicar.
- Sí, habla y dinos qué hacemos.
- Cada uno va a buscar despacio y va a escuchar atento hasta que ver qué encuentra u oye. Siempre en todas las casas viejas del mundo y más en las que hay por estas sierras nuestras, se esconden tesoros y otros secretos.
- Pero si aquí no hay nada ni nadie ¿qué quieres que oigamos?
Dice algo disgustado el muchacho regordete, que era el más inconformista de todos.
- Ahora mismo no se ve a nadie, pero en otros tiempos sí hubo gente. Estas piedras guardan sus secretos y sus huellas. ¿Quién de los tres los va a descubrir el primero?
- ¡Pues seré yo!
Se apresuró a anunciar el muchacho alto de pelos rubios.
- Nada de eso, el primero en descubrirlo seré yo.
Dice el otro muchacho, el regordete.
Enseguida los niños se ponen a buscar por entre las ruinas. Pasa media hora y vuelven a juntarse en la plazoleta de la entrada. Se sientan de nuevo en las piedras y comienzan a contar lo que cada uno ha visto.
- Por mi parte, nada tengo que anunciar. Lo único que he visto son piedras rodando por el suelo, trozos de maderas de las puertas y ventanas que se pudren y algunas ramas de higueras creciendo donde estuvo el horno de leña.
Aclara el muchacho regordete.
- Lo mismo digo yo. No he descubierto ni el más pequeño misterio.
Siguió exponiendo el segundo muchacho. Y Aneluz dijo:
- Pues por mi parte sí he descubierto muchas cosas interesantes.
- ¿Qué has encontrado?
Se apresuran a preguntar los dos muchachos.
- Estas viejas paredes me han contando una gran historia.
- ¿De qué te han hablado?
- De las personas que vivieron aquí en otros tiempos. Era un matrimonio con tres hijos que cuando se hicieron mayores uno se fue a Valencia, el otro a Murcia y el tercero a Barcelona. Los padres se hicieron viejos y durante mucho tiempo los dos ancianos caminaron por estas sendas aguantando la lluvia, el frío, la soledad y los trabajos en la huertecica. Todas las tardes miraban al camino esperando ver volver a sus hijos, pero ninguno de ellos asomaban. Ninguno volvió aunque pasó mucho tiempo. Una mañana de primavera los dos ancianos murieron. Primero el padre y luego la madre. Después de este incidente la casa se quedó sola. Poco a poco la lluvia, el viento y las heladas la fueron desmoronando. Han pasado los años y ya nadie viene a vivir aquí. Cualquier día de estos una tormenta descargará por el valle y lo poco que queda de sus paredes desaparecerá para siempre.
Un poco pensativos se habían quedado los muchachos. Pasó un minuto y el primero en hablar fue el muchacho alto que dijo:
- Pues a mí no me gustaría que eso sucediera. Una casa vieja junto a un camino siempre es bonita y transmite como una aroma de misterio.
- Lo mismo digo yo.
- Creo que podemos hacer una cosa.
Propone de nuevo la niña.
- ¿Qué se te ocurre ahora?
- Mi plan es el siguiente: podemos juntar dinero y luego, cuando llegue el verano, nos venimos a vivir a este caserón solitario. Compramos alimentos, materiales y así, mientras lo pasamos bien, disfrutamos del campo, del río y el aire puro, trabajamos y reconstruimos la casa.
- ¿Y eso para qué?
Pregunta el muchacho más bajo.
- Ahora no lo sé, pero para algo servirá. Puede ser que de este modo, el recuerdo de aquellas personas que de aquí tuvieron que irse y murieron de viejos, no se olvide tanto. Si la casa sigue en pie, aquella persona que por la carretera pasen y la vean, pensarán en los que hace mucho tiempo por aquí vivieron. ¿Qué os parece?
Y los amigos dijeron:
- ¡Vale!
Y dieron por aprobado el proyecto porque les parecía interesante.
Un poco después, regresan al pueblo blanco y venían más contentos que nunca. Han gozado del campo y además, se les ha ocurrido poner en marcha una aventura que les ilusiona mucho. Los amigos esta noche se quedan con ella en la casa y cuando están cenando, mirando a la abuela, la niña dice:
- El pastor estaba aquella tarde por el collado de la senda y al frente, quedaba la loma que baja desde la cabecera del gran río. Estaba el pastor observando complacido como su rebaño bajaba por lo más alto de la loma de enfrente y también se daba cuenta que la tarde comenzaba a cerrarse. Dio voces a sus ovejas y les dijo: “Antes de llegar a la Morra veniros por la ladera de los majuelos, cruzar el arroyo por donde crecen los avellanos y subid hasta estas tierras llanas que es donde crece la hierba y os esperan los borregos”.
Y antes de llegar a la Morra, la cocota de un puntal rocoso, se dejaron caer por la ladera y en tropel se hundían para el barranco. Pero aquello fue un espectáculo. Según el rebaño descendía la ladera se convertía en polvo detrás de ellas y por eso la tierra se deslizaba como una avalancha de nieve. Y en esta tierra convertida en polvo las ovejas se iban hundiendo y al llegar al arroyo, muchas de ellas ya estaban enterradas. Algunas luchaban y salían a flote, cruzaban el arroyo, subían por la ladera opuesta y por la hierba de la pradera se iban en busca de los borregos. Pero otras, la mayoría, se quedaban hundidas para siempre en la tierra polvo de la solana.
- ¿Qué les pasa a mis ovejas?
Se decía el pobre pastor, atónito allí frente a ellas sin poder hacer nada para salvarlas.
La tarde se llenó como de una tensión misteriosa y hasta el color verde de la hierba se tornó pálida. Sin embargo, el arroyo seguía corriendo y su agua, hasta parecía más cristalina que nunca. ¿Por qué pasaba esto, abuela?
Y la abuela le pregunta:
- ¿Dónde ocurría tal cosa?
- Fue por donde el collado de la senda.
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