6.06.2008

Aneluz -4

Amaneció un día extraño
El miércoles seis de abril, amaneció un día extraño. Hacía mucho frío, el aire se presentaba húmedo, por el cielo las nubes se abrían en grandes claros, el valle de los olivos, por donde baja el río color chocolate y se extienden los pueblos serranos, cubierto de nieblas frías y los campos chorreando humedad por todos los rincones. Como había llovido mucho en los días anteriores las sementeras estaban verdes y por entre las espigas ya abiertas de la cebada, el trigo y el centeno, salían las amapolas teñidas con su rojo sangre y brillantes. La humedad de la tierra, de la niebla y del aire se había condensado en las hojas de la hierba, en las matas de trigo y de avena y por eso chorreaban agua por todos sus poros. Era como un rocío primaveral que regalaba a la mañana y a la estación del año un encanto especial, pero tirando más a invierno que a primavera.

Cuando la niña se levantó para ir a su colegio la gente del pueblo ya caminaba por las calles, comprando en la pequeña plaza muy cerca de la vega del río, yendo por los caminos que conducen a los olivares y trabajando en las huertas que casi todo el mundo tiene junto a las aguas del río color chocolate. Se lavó ella su cara, la peinó la abuela y aquella mañana, con su brillante pelo azul, le hizo dos preciosas coletas. Después de estos cuidados la niña estaba tan guapa que daban ganas de comérsela. Pero ella ni lo sabía ni tampoco su sueño le dejaba enterarse del hermoso y extraño día que el cielo le regalaba. Desayunó ella su zumo de naranja y tostada de pan con aceite de oliva que la abuela le había preparado, cogió su mochila color violeta con algunos dibujos de payasos, besó a la madre y a la abuela, se lió su bufanda y salió a la calle.
- Que en cuanto salgas del colegio te vengas para la casa. Y ya sabe, hija mía: pon siempre en las cosas el corazón entero. De este modo gozarás cuando lo estés viviendo y dejas sembrado lo mejor para el futuro. Todo aquello que se hace dándole riendas sueltas al corazón es de ámbito universal, conecta con lo demás seres humanos y eso es señal clara de que Dios está ahí.
Le dijo la abuela y la niña respondió afirmativamente.

Comenzó a descender por su calle, la estrecha y bonita calle de su pueblo y que baja casi en picado para el rincón de la iglesia. Y al poco el sol la besó en la cara. Desde el cerro de enfrente y por entre los olivos, por los rotos de las nubes se escapó un rayo de sol y besó a la niña con un brillo y resplandor especial. Por esto, la calle y Aneluz bajando por ella, se llenó de una extraña y misteriosa belleza. Como si fuera un juego que pertenecía más a la región del misterio y la fantasía que a las cosas sencillas de la tierra. Por la torre de la iglesia y por los tejados de las casas revoloteaban las nieblas y por entre ellas, surcaban, iban y venían los gorriones. A pesar de todo era primavera y tanto la naturaleza como los pájaros lo sabían. Pero arriba, sobre las cumbres del Yelmo y algunos de los olivos que por sus laderas chorrean, la niebla relucía blanca como si se tratara de otra fantasía más que entraba por los ojos y alegraba al corazón dejando las manos y la cara helada como en los mejores días de invierno.

Al cruzar por delante de la iglesia la niña dijo:
- Me siento a tu lado y quiero que Tú estés junto a mí. Sabes lo que sueño y quiero y sabes que a mi modo te quiero. Gracias por este día y la gran belleza que pones antes mis ojos.
Y siguió bajando. Los rayos del sol la besaban en la cara y jugaban con sus coletas de pelo rubio como el oro. El frío le mordía en sus manitas de nata. ¡Qué guapa y qué dulce iba y estaba la niña esta mañana!

Al cruzar el puente que da paso a su río color chocolate ella se dio cuenta que estaban florecidos los cilindros, las lilas que a un lado y otro hay sembradas y por entre las ramas de las palmeras vio que revoloteaban y piaban más gorriones. Las golondrinas surcaban el aire frío de la mañana y a pesar de la niebla y el rocío sobre las hojas de la hierba, la primavera estaba allí. Latiendo con su misterio y llenando el aire de color y esencia. Antes de llegar a su escuela la niña se encontró con tres de sus amigas.
- Pues mi padre me ha dicho que si apruebo me va a comprar un caballo.
Dijo una de sus amigas. A lo que Aneluz contestó:
- Te llamaremos la niña del caballo y ya verás qué divertido será.
Otra de las amigas añade:
- Pues a mí me van a traer un gato de esos que parecen bolas de nieve.
Ahora la niña guardó silencio. Habla la tercera amiga y expresa que:
- Yo le he dicho a mi padre que lo que quiero es un perro. Lo voy a sacar todos los días a pasear y luego jugaré con él cuando esté viendo la tele.

Antes de llegar al colegio la calle atraviesa la hermosa rivera del río donde los álamos crecen esbeltos, ya vestidos con sus nuevas hojas y junto a las mismas aguas se apiñan las zarzas. Por aquí esta mañana cantaban los ruiseñores y con tanta belleza y perfección que ni la mejor orquesta del mundo podrá nunca igualar el concierto que mana del río.
- Y también me ha dicho mi padre que un día de estos va a comprarme un canario. ¿Os imagináis un canario metido en su jaula y cantando todo el día en la ventana de mi casa?
Ninguna de las compañeras contestan.


La escuela
El colegio de la niña, en su pueblo blanco de olivos y montañas, se encuentra a la derecha del río según éste ya se despide de la sierra. En el centro de un barrio de casas nuevas y muy pegado a la ladera que mira al sol de la tarde. En otros tiempos, las tierras que ahora ocupa el colegio, fueron eras donde se trillaba el trigo, la cebada y el centeno. También fueron huertas donde se sembraban tomates, pimientos, manzanos y granados. Más tarde fueron caminos que llevaban a los olivares de las laderas y incluso a otros pueblos. En otros tiempos, las tierras que ahora ocupa el colegio, fueron también acequias por donde corría el agua y crecían berros. Fueron estas tierras también rincones misteriosos donde los niños del pueblo jugaban al pilla, pilla, al esconder y otros muchos juegos.

Ahora, es un colegio con su valla para que los niños no puedan salir del terreno y así parezca que están encerrados como los rebaños de corderos. Y los niños, como los corderos, retozan dentro, bebe, comen y van y vienen a sus pupitres sin salir para nada del colegio. A primera hora de la mañana, desde que sale el sol hasta que comienzan las clases, al colegio se le ve solo, algo triste y frío. Pero luego, según el reloj se va acercando a las nueve, los niños van llegando. Primero llega un niño con cara de sueño, con la mochila en las espaldas y su bocadillo en la mano. Espanta a los gorriones que saltan por la explanada buscando migajas de pan, toma el sol en un rincón y mira a ver si llega pronto otro niño. Y llega. Al poco asoma otro niño también con su mochila, la bufanda liada y con la misma cara de sueño. Detrás de este niño llegan dos niñas, amigas ellas, una tirando de su carrito de ruedas donde trae los libros y los cuadernos y la otra con su mochila negra y roja.

Enseguida asoma una madre que trae de su mano a un niño más pequeño y a continuación, llega un padre que más bien parece el abuelo que viene acompañando a la nieta para que no se pierda o le pase algo. Ahora llegan más niños, algún maestro de los más madrugones y ya un grupo de tres niñas más. Y así poco a poco van llegando los niños al colegio cada mañana hasta que la explanada de asfalto negro se va llenando. Como las hormigas en un hormiguero. La puerta de este colegio, como tantos en el mundo entero, a primera hora de la mañana parece una fiesta donde los maestros se mezclan con los padres, abuelos y niños. Hasta que se abren las puertas y entonces, todos en fila, entran. Como las abejas en su colmena o también como los borregos en sus corrales. Al poco, la explanada del colegio se queda desierta y así estará hasta la hora del recreo.

Aneluz está entre todos estos niños. Como una más y que mirada así desde lejos, parece que ni siquiera tuviera nombre. Como un puro número en forma de persona humana, niña pequeña, con su traje azul vaquero y mochila color violeta. Una más en el montón de niños que vienen y entran al colegio para aprender cosas y que cuando sean grandes, se comporten como personas civilizadas y encuentren trabajos en sitios importantes para ganar bastante dinero. Ella es una más que viene, entra al colegio, saca los libros, presta atención a lo que dice el maestro, toma apuntes, pregunta cosas y de vez en cuando dice a las compañeras:
- Yo ya me sé la tabla del cinco.
Y la compañera le contesta:
- Pues yo voy a dibujar un payaso.
Cuando dice el maestro:
- Os voy a contar un cuento ¿queréis?
Y toda la clase responde a coro:
-¿Síííííí!
- Será de pájaros y cazadores ¿os gusta?
Y otra vez todos responden:
- Sí que nos gusta que sea de pájaros y cazadores. ¿Cómo se llama la protagonista?
- Pues preparados y prestar atención que luego voy a preguntar y pondré nota. ¿Cómo se llaman esos pajaritos pequeños y de colores que en primavera revolotean por entre los olivares?

Tres niños de la clase levantan sus manos. El maestro los mira y a uno detrás de otro le va preguntando:
- ¿Tú?
Y el niño dice:
- Pues yo creo que son canarios que se han escapado de sus jaulas y se van por los olivos para buscarse la vida.
El resto de la clase exclama:
- ¡Si, canarios van a ser!
Y el maestro avanza:
- El siguiente.
Y el siguiente dice:
- Pueden que sean patos que se escapan del río y van por los campos buscando un pantano para bañarse y pescar peces para comer.
Al oír esto los demás niños de la clase se ríen y entonces para poner orden y enseñar algo, el maestro propone:
- Os lo digo para que lo aprendáis y luego cuando vosotros vayáis por los campos, los reconozcáis. Son unos pajaritos muy pequeños que se pasan el día saltando y cantando por las ramas de los olivos. Sus plumas son de colores, cantan parecido a los ruiseñores y se llaman jilgueros. También hay verderones, carboneros y chamarines. Pero los que yo digo son jilgueros. Y ahora que ya sabéis qué clase de pájaros saltan por las ramas de los olivos, vamos a lo que ocurrió aquel día.

Era un día de primavera y tan bonito como el que ahora tenemos, pero que no hacía tanto frío ni había nieve en la cumbre del Yelmo como todos hemos visto esta mañana. Aquel día estaban todos los campos llenos de amapolas, los jaramagos habían nacido por entre los olivares y estaban florecidos y también ya los olivos tenían su trama. Esa florecilla menuda que dan los olivos y de la que luego salen las aceitunas y de las aceitunas el aceite que todos conocemos. A las flores que dan los olivos también se llama cañamón. Cantaban los ruiseñores por las riveras del río y las zarzas de los arroyos y también, al amanecer, cantaban las perdices. Hay un refrán que dice que “en abril saca el pollo la perdiz” y como era el mes de abril, pues cantaban las perdices.

En el pueblo dos hombres se preparaban para salir al campo de caza. Mientras se preparaban ellos con sus escopetas y sus zurrones, en la casa vecina doraban una sartén de migas en la lumbre y por eso el aire olía a migas recién hechas. También olía a torreznos, que son trozos de tocino frito, a pimientos y a chorizo. Ya sabéis: todas esas cosas que se preparan y se comen con una buena sartén de migas. Estas que yo digo eran de harina de trigo y maíz que son las mejores migas del mundo porque además las estaban haciendo con aceite de oliva. Así que llegan ellos, se ponen alrededor de la sartén y en un abrir y cerrar de ojos dan cuanta de aquellas apetitosas migas. Cargan luego con sus escopetas, salen del pueblo y por el carril de tierra se van derechos a los olivares que es donde hay muchos de esos primorosos pajarillos que antes decíamos.
- En cuanto veamos el primero disparo yo.
Decía el más joven de aquellos dos cazadores.
- Te dejaré que dispares tú y así veré qué puntería tienes.
Dijo el segundo cazador que era mucho más viejo y llevaba una escopeta con dos cañones.

Al dar una curva con el camino, parado entre la hierba y junto a un manantial de agua, vieron uno de los pajarillos. Los dos cazadores se pararon, hicieron varios movimientos con mucho sigilo para que los pajarillos no se espantaran y el cazador mayor dijo al joven:
- Apunta bien y dispara sin nervios.
El joven apuntó lo mejor que pudo, poniendo el cañón de la escopeta justo tapando al pajarillo que saltaba por entre la hierba y disparó. El estampido se oyó por todo el barranco y por eso, de todos aquellos árboles y otros más lejanos, levantó vuelo una gran bandada de pajarillos. Revolotearon asustados y luego se fueron posando en los olivos, los álamos y las zarzas. Cuando el humo del disparo y la emoción del momento se evaporó en el ambiente los cazadores se acercaron a la hierba donde habían visto al pajarillo picoteando. ¿Y sabéis lo que vieron?
Preguntó el profesor. A esta pregunta todos los niños de la clase responden:
- Vieron el pajarillo muerto por el suelo.
A lo que el maestro aclara:
- No fue esto lo que vieron.
Y los niños preguntan:
- ¿Pues qué vieron entonces, maestro?

Sigue hablando el maestro y dice:
- Donde, hasta antes de disparar el pajarillo picoteaba en la hierba, los cazadores se encontraron la tierra removida, la hierba rota a trozos pequeños y por entre ellos, un montón de plumas, muchas manchas de sangre, trozos pequeños de carne, el agua de la fuentecilla turbia y llena de barro y nada más.
- ¿Y el pajarillo dónde estaba?
Preguntan los niños intrigados.
- Del precioso pajarillo que alegra la vida cantando por las ramas de los olivos ya he dicho que sólo encontraron plumas, sangre y carne, en trozos menudos y mezclados con la tierra, la hierba y el agua de la fuente.
- ¿Qué había pasado, maestro?
Y el maestro dijo:
- Dejemos que nos lo digan los propios cazadores. Porque cuando se acercaron y vieron lo que vieron el mayor dijo:

- Ha sido mala suerte. Le hemos disparado desde tan cerca que los plomos del cartucho lo han hecho papilla.
El joven cazador preguntó:
- ¿Y cómo ha sido esto?
A lo que respondió el mayor:
- Porque a ti todavía te queda mucho que aprender. A los siguientes pajarillos que veamos les voy a disparar yo. Te voy a enseñar cómo se cazan y dispara a los pájaros que vuelan por estos olivos.
Y los cazadores siguieron su ruta por el camino de tierra que va recorriendo el olivar. Al remontar un morrete, donde hay una linde y crecen los lentiscos y las carrascas, parados en unas ramas secas, vieron a tres de estos bonitos pajarillos que buscaban. El cazador mayor dijo al joven:
- Tú aquí quieto ahora y mira cómo hago yo las cosas.
El joven se quedó quieto mientras el mayor se puso la escopeta en el hombro. Su escopeta ya dijimos que era de dos cañones. Pues apuntó bien y como aquellos tres pajarillos, parados en las ramas, formaban como un triángulo, apuntó no al primero ni al segundo ni al tercero sino al centro del triángulo.
- Así la fuerza del tiro pasa por el centro de los tres y como los plomos se abren según se alejan de la escopeta, al llegar a donde están los pajarillos, los cogerá a los tres, pero no de lleno. Sólo les alcanzará un par de plomos a cada uno muriendo los tres a la vez pero sin hacerlos papilla como te ha pasado a ti.
Fue lo que dijo el cazador mayor al joven.

Apuntó a su objetivo y disparó dos veces seguidas. Lo mismo que la primara vez el estruendo se oyó por media sierra y el humo de la pólvora nubló el panorama por unos instantes. Esperaron ellos unos minutos y cuando se aclaró el aire se acercaron a las ramas donde estaban parados los pajarillos. ¿Y sabéis lo que vieron?
Preguntó otra vez el maestro. Y rápidamente tres niños respondieron:
- Vieron lo que la primara vez.
Otros dos niños aclararon:
- No, porque a estos pajarillos sí los habían matado bien.
Y una niña intervino para decir:
- Yo creo que no vieron nada porque los pajarillos se habían ido.

Habló el maestro y dijo:
- Cuando los dos cazadores se acercaron a donde estaban los pajarillos parados no vieron ni ramas ni plumas ni sangre ni nada.
- ¿Pues qué había pasado, maestro?
Preguntaron los niños intrigados. A lo que el maestro respondió:
- Lo que había pasado no lo supieron ellos en ese momento sino que como vosotros ahora, allí estaban mirando e intentando descubrir lo sucedido cuando de pronto, se les acercó un hombre.
- ¿Era el guarda de los olivares?
Preguntó otra de las niñas que estaba sentada al lado de Aneluz. Continúo el maestro diciendo que:
- Tenía aspecto de persona mayor. Con larga y blanca barba, pelo moreno y presencia llena de dignidad. Saludó a los dos cazadores y luego les dijo:
- ¿Qué buscáis?
A lo que ellos respondieron:
- Había aquí tres pajarillos. Les hemos disparado y ahora no los vemos ¿qué ha pasado?
A lo que el hombre de la figura hermosa dijo:
- Venid conmigo.

Se puso en movimiento siguiendo una veredilla que ahora se metía para el monte y los dos cazadores lo siguieron. Se miraban entre sí como diciendo: “¿Quién será éste y qué querrá enseñarnos?”. Y al mismo tiempo también se decían: “No parece mala persona ni que tenga intención de denunciarnos”. Y así fue. Cuando el hombre de larga barba llegó a lo alto del cerrillo, buscó una roca, se subió a ella e invitó a los cazadores a que hicieran lo mismo. Cuando ya estaban en lo alto del peñasco y junto al hombre de la barba blanca los invitó a que se sentaran y miraran para la alta sierra y dirección levante. Los dos cazadores le hicieron caso y ¿qué creéis que vieron?
Pregunta otra vez el maestro interrumpiendo por un momento el hilo de su relato. A esta pregunta los niños dijeron:
- Vieron a los pájaros volando por el aire del valle hacia las cumbres.
Otro niño también muy listo aclaró:
- Nada de esos. Lo que vieron fue a la Guardia Civil que subía por el camino en busca de ellos para meterlos en la cárcel.
A lo que un niño más, añadió:
- Yo creo que sólo vieron lo que nosotros tantas veces cuando vamos por esos cerros tan poblados de olivos: olivares por todas partes y algún tractor arando la tierra por entre los árboles.

Aneluz, la niña pequeña del pueblo blanco junto al río que corre chocolate, estaba intrigada. Cuando oyó de la boca del maestro lo del hombre de la barba blanca y con apariencia de majestad, su menudo corazón se llenó de una especial emoción. Quiso ella hablar y decir lo que estaba sintiendo, pero sin saber por qué, se encontraba mejor callando y oyendo lo que unos y otros decían. Era como si tuviera necesidad de descubrir algo que en el fondo le interesaba mucho. Así que el maestro tomó la hebra del relato y siguió diciendo:
- Lo que ante los ojos de aquellos dos cazadores se presentaba era como una fantasía. Como algo que por un momento los sacó de sí mismos dejándolos desconcertados.
- ¿Pero qué vieron, maestro?
Preguntó un niño ya algo nervioso. Dijo el maestro:
- Ya el sol se había alzado un poco sobre la raya del horizonte. Por encima del pueblo del castillo solitario, a lo largo de todo el horizonte, se estiraban las nubes y por entre ellas se escapaban muchos rayos de este sol. Por eso los bordes de estas nubes estaban como ardiendo. Como si alguien les hubiera pegado fuego y ardieran con llamas de oro y sangre y al derretirse, caían sobre los campos en forma de los rayos plateados que ya he dicho antes.
- ¿Y esto era todo?
Volvió a preguntar otro niño.

Siguió el maestro con su relato y dijo ahora:
- Esto era parte del todo porque aquellas nubes que se estiraban de un lado a otro a lo largo del gran horizonte, presentaban dibujos hermosísimos. Sólo algunas eran alargadas, otras un poco más redondas con núcleos negros y bordes con ribete de fuego y nieve y otras, las más bonitas y misteriosas, parecían ríos que se despeñaban de las altas sierras o lagos que se remansaban en las cumbres de los montes más lejanos. Justo por el lado de donde sale el sol cuando empieza a levantarse por la mañana, las nubes dibujaban como una gran montaña, con laderas repletas de bosques y olivares y en una llanura de esta montaña, había unas figuras muy originales. Era como tres pequeños pajaritos de colores que revoloteaban de una rama a otra sin dejar de cantar y llenar con sus trinos la mágica mañana. Al verlos los dos cazadores se quedaron como pasmados y por eso preguntaron al hombre de la barba blanca:
- ¿Eso qué es?
Y el hombre de la nobleza dijo:
- Algo que teníais que ver para que sepáis que el mundo llega y se prolonga mucho más allá de los cuatro olivos que veis por estas tierras vuestras.
- Pero esto es tan bonito que sólo mirándolo uno se puede quedar aquí toda una vida entera sin cansarse.
- Así es y vosotros lo estáis viendo.
- ¿Hay algún modo de cortar por arriba, cortar por abajo y traerse a esta tierra ese cuadro que ante nuestros ojos tenemos y se alza por encima de los montes de nuestra sierra?
- Sí que lo hay.

Aclara ahora el maestro diciendo que:
- Aquello lo decían porque la imagen que con sus ojos estaban viendo les parecía tan bonita que ellos querían cogerla y traérsela a la tierra que por aquí todos pisamos para tenerla con ellos para siempre y que también la vieran otras personas.
- ¿Y se podía hacer esto, maestro?
Pregunta una niña. A lo que el maestro añade:
- Según el hombre de la barba blanca se podía hacer.
- ¿Se hizo?
- A eso quería llegar. Porque sucedió lo siguiente: estando, aquellos hombres de las escopetas, mirando el espectáculo que les ofrecía el cielo en aquel avanzado amanecer, a ellos se les quitó las ganas de seguir cazando pajarillos. Ahora lo que más querían eran cortar aquel trozo de cielo, con sus nubes, sus rayos de sol, los colores de oro que tenían estas nubes y el azul del cielo que brillaba por detrás y traérselo a este pueblo nuestro o algún rincón del valle que sube para el Yelmo. Quería traérselo por aquí para tenerlo con ellos para siempre y que otras personas también lo pudieran gozar y estaban entusiasmados en ello cuando de pronto, estalló un trueno. De inmediato se puso a llover y con tanta fuerza que los dos hombres salieron corriendo en busca de una cueva que por allí mismo había y ellos conocían de siempre. Doblaron sus escopetas para que no se les mojaran mucho y cuando ya estuvieron refugiados en la cueva cayeron en la cuenta que el hombre de la barba blanca se había quedado sobre la roca.

Lo llamaron para que se viniera allí con ellos y así no se mojara, pero el hombre ni contestó ni apareció por ningún sitio.
- Tenemos que subir a por él no sea que se empape tanto que resbale por esas rocas y se despeñe. Si luego aparece por aquí muerto nos culparan a nosotros.
Dijo el más joven. A lo que añadió el mayor:
- Sí, tenemos que ir a por él, pero con esta lluvia ¿cómo vamos a salir de esta cueva tan calentica y confortable?
- Pues sigamos llamando hasta que nos oiga y se venga aquí con nosotros.
Y aquellos hombres siguieron dando voces: “Forastero de las montañas, que estamos aquí esperándote. Vente con nosotros y te resguarda de esta lluvia torrencial porque sino te morirás de frío y empapado”. Pero el forastero de las montañas ni daba señales de vida ni contestaba ni se le veía por ningún lado.

Y al llegar a este punto del relato el maestro dice:
- ¿Quién de vosotros se atreve a describirme cómo era la cueva donde se refugiaron los dos cazadores?
Casi todos los niños de la clase levantaron las manos a la vez pidiendo turno para empezar a decir cómo era esa cueva. El maestro los fue ordenando y uno detrás de otro, los alumnos fueron diciendo:
- Yo creo que era una cueva alargada con muchas galerías.
El siguiente aclara:
- Era una cueva en forma de cenajo que es como una pared muy grande y curvada.
El del alado afirmó:
- También podría ser una cueva pequeñica donde sólo podían meterse ellos dos.
Otro niño más aclara:
- Como cuevas hay tantas en estas sierras de Segura, pues habría que ir allí y verla, pero yo digo que era algo así como la cueva del Agua en el pueblo de Poyotello. ¿Conocéis todos esa bonita cueva?
Muchos niños dijeron que sí y otros guardaron silencio. En estos momentos Aneluz estuvo a punto de hablar y decir que la cueva donde se habían refugiado los dos cazadores tenía forma de chozo, pero sintió algo de corte y por eso no dijo nada.

Notando el maestro que a los niños se les había agotado la fantasía para imaginar formas de cuevas siguió diciendo:
- ¿Queréis saber cómo era aquella cueva?
Dijeron los niños que sí y a continuación aclaró el maestro:
- Pues aquella cueva era redondica, como un chozo en pequeño, con su puerta principal mirando al río y una entrada más pequeña que salía por la parte de atrás. Era una cueva muy bonita que casi todas las personas de este pueblo conocían y por eso la habían bautizado con el nombre de Cueva Buena. Mira al sol de la tarde, se abre en una ladera sobre la hierba verde de un collado y por el lado de arriba, por donde sale la puerta más chica, le coronaba un espigón rocoso. Y digo esto porque estando allí refugiados aquellos hombres, volvió a tronar otra vez. Un rayo cayó cerca y al chocar contra los peñascos que había por el lado de arriba de la cueva, la parte más alta de la sierra, las piedras se partieron en mil pedazos. Estallaron por los aires y en ese mismo momento media montaña se vino abajo.

Primero los peñones rodaron por la pendiente y como eran tantos y tan gordos rompían todo lo que encontraban a su paso. Un par de encinas, lentiscos, cornicabras, enebros y aulagas. Todo lo que crecían en aquella ladera quedó machacado y arrastrado por la avalancha de rocas que se desprendió de la montaña. Y como la cueva estaba en la misma ladera de la montaña, mirando al sol de la tarde, pero sobre un collado de hierba verde y junto a una fuente con agua clara y muchos juncos, los peñascos que rodaban no rompieron nada de tan bonita cueva, pero sí taparon las dos entradas. La principal que ya dije mira al barranco del río y la otra más pequeña que es como una galería que servía para dar salida por la parte de atrás. Los dos hombres allí se quedaron atrapados. Asustados hasta los mismos tétanos porque mientras aquello se hundía y rodaba ellos creían que la cueva también se iba a desmoronar. Pero no: la cueva ni se hundió ni se desmoronó sino que quedó intacta, pero con sus dos puertas tapadas. Cuando por fin terminó el terremoto de las rocas rodando, los truenos rigiendo y los rayos estallando, los hombres respiraron.
- ¿Estás vivo?
Preguntó el más joven al mayor.
- ¿Estoy vivo, pero muerto de miedo?
- ¿Tienes algunas heridas?
- Creo que no, pero me tiemblan los pies, las manos y la cabeza me da vueltas.
- Tranquilo hombre que por esta parece que nos hemos salvado.
- ¿Crees tú que nos hemos salvado?

Y claro, esto lo decía porque el hombre de más edad ya se había percatado que se habían quedado encerrados en la cueva y que no tenían posibilidad ninguna de salir de allí. Había comprobado que en la puerta principal se había atravesado uno de los peñascos más grandes que rodó de la montaña. Por la otra puerta era media montaña con su bosque y todo lo que atascaba y cerraba tanto la salida como la entrada. Pero por el lado de la puerta principal, como las rocas habían sido grandes, entre unas y otras había quedado una rendija por donde no se podía ni salir ni entrar, pero sí se colaba un chorrillo de luz. Con esta luz ellos veían algo dentro de la cueva y adivinaban por qué lado podrían encontrar la salida. Pero los peñascos eran tan grandes que aquello ni con la grúa más grande del mundo se podían mover.
- Ahora moriremos aquí dentro sin remedio.
Dijo el hombre más joven.
- Tranquilo hombre que ya vendrán a salvarnos.
Dijo el hombre mayor.
- ¿Y cómo vana venir a salvarnos? Nadie en el pueblo sabe dónde estamos ni qué hacíamos por estos campos.
- Eso es verdad, pero no te olvides que hasta hace un rato hemos estado con un hombre de barba blanca sentado en lo alto de este monte. Él sí sabe que estamos aquí.
- ¿Y quién era él y por qué creer tú que va a venir a salvarnos?
- Sólo te lo decía para que confirmarte que alguien sí sabe que estamos encerrados en esta cueva. Lo que pueda pasar luego ya no lo sé, pero hay que tener fe.

En estos momentos, en el colegio de Aneluz, suena el timbre anunciado que ha llegado la hora del recreo. Se ha pasado el tiempo y durante todo él en su clase han estado pendientes de la historia de los dos cazadores y ahora, cuando ocurren percances y hay que saber en qué queda el final, llega la hora del recreo. Por eso el maestro dice:
- Nos vamos a recreo, pero no preocuparos. Mañana seguimos porque tengo que preguntaros algunas cosas para que las resolváis. Y también es necesario que conozcáis esta historia hasta su final. Así que al recreo
Y los niños se levantan, salen de la clase y por la explanada de asfalto negro se ponen a jugar olvidándose, enseguida, de la historia de los dos cazadores. Aneluz no se olvida tanto, pero también se pone a jugar con sus amigas mientras ya se come el bocadillo que la abuela le ha metido en la mochila.


El día ocho de abril
Este día fue sábado y amaneció lloviendo. Al oscurecer la tarde anterior se nubló el cielo y de madrugada se puso a llover. No fue la niña la que sintió la lluvia caer cuando ya estaba amaneciendo, porque ella siempre dormía como un lirón, sino la abuela. Por eso ella se levantó temprano. Se fue a su casa de más arriba, le echó de comer a las gallinas y luego se vino a la casa donde vivía con su hija y su nieta. Amaneció lloviendo y hasta hacía mucho frío. La abuela sabía que a su nieta, su niña del alma, uno de los alimentos que más le gustaban eran las migas de harina echa por ella. Por eso se metió en la cocina. Cogió harina, un poco de aceite de oliva, ajos, sal y agua y se puso a dorarle una buena sartén de migas. Cuando pasado un rato Aneluz se levantara ya tendría preparadas sus migas calenticas, con su un vaso de zumo de naranja y un puñado de nueces de las que en otoño habían cogido del nogal de huerto. Este era el desayuno que la abuela le preparaba a su nieta mientras en la calle y el campo llovía, soplaba el viento y hacía frío.

Pasadas las ocho y media de la mañana la niña se despertó. Durante un rato se quedó en su cama liada en las sábanas blancas que olían a primavera y soñando en sus sueños. ¿Cuales eran los sueños de la niña al despertarse este día? Sólo Dios lo sabía y algo, quizá, ella y nadie más. ¿Quién puede penetrar en el corazón, alma y mente de una criatura como Aneluz? Pero cuando ya llevaba un rato despierta en su cama llamó a la abuela. Vino ésta enseguida y al preguntarle la niña:
- ¿Qué día hace hoy?
Ella le dijo:
- Está lloviendo, las nieblas cubren gran parte de los olivares del valle que sube hasta el Yelmo, hace frío y el cielo está tan cerrado que parece un día de pleno invierno. Para los campos hoy hace un día estupendo. Será esta una primavera como no se ha visto nunca por estas sierras.
Y la niña le dijo:
- Abuela, corre las cortinas de la ventana para que vea lo que ocurre en el campo.
La habitación de la niña daba al río. Como su casa estaba construida sobre la ladera del cerro, por debajo de su ventana había algunas casas, la carretera que atraviesa el pueblo y lleva a los otros pueblos blancos de la honda sierra, unas cuantas calles sobre lo que en otros tiempos fueron vegas del río y luego el río. La ventana de la habitación de Aneluz daba al río aunque entre el río y su casa había unas cuantas calles más. Pero desde su habitación y desde su cama, se veía el río con toda claridad, los álamos que crecen en sus riveras, los olivos que hay por las laderas de enfrente al otro lado del río, gran parte del valle que sube río arriba hacia las cumbres del Yelmo, todos los olivares que se aprietan por ese magnífico valle, varios pueblos blancos recostados sobre las laderas de la honda sierra, el pueblo del castillo solitario en lo más alto de un puntiagudo cerro, la cumbres del Yelmo y muchas más sierra. Hasta los bosques de pinos laricios que crecen por las lomas de la Cumbre y vuelcan luego para el río Madera y el río Segura.

Así que la abuela se acercó a la ventana, corrió las cortinas blancas con tonos de seda y al instante entró a la habitación un chorro de luz. Toda la estancia quedó llena de claridad y por eso la carita de la niña, en su cama casi de ángel y entre las sábanas limpia, relució con la belleza de lo tierno y delicado. Su carita algo redonda con los mofletes sonrosados, los labios humedecidos, el tono de sus ojos morenos y su pelo dorado como hebra de oro, parecían un sueño recién abierto. El más bello de cuantos espectáculos puedan ver y gozar ojos humanos bajo el so. Ella no lo sabía porque no podía verse a sí misma, pero el cuadro era todavía mucho más hermoso de lo que yo he dicho. La abuela sí era capaz de captar o gozar esta imagen y por eso, durante unos minutos se quedó a su lado mirándola y sin decir palabra. Aneluz también guardó silencio durante un ratico mientras se iba adaptando a la luz que por la gran ventana entraba y recorría los paisajes olivares arriba hasta las cumbres y las nubes. Sólo preguntó:
- ¿Ha llovido mucho?
A lo que la abuela respondió:
- Creo que unos doce litros desde que empezó esta madrugada.
- ¿Y eso es bueno, abuela?
- Este agua viene en su mejor momento. Los olivos ya la estaban necesitando y como los olivos, las demás plantas del campo. Para las sementeras de trigo, cebada, centeno y otros cereales, la lluvia que está cayendo ha venido en su momento oportuno. Habrá buena cosecha este año y eso es bueno para las pobres personas que tienen sus esperanzas puestas en los frutos que les da la tierra.
- ¿Y lloverá más?
- El temporal parece que se presenta con buena cara. Lo que pasa es que el viento y las nubes vienen del lado del castillo solitario y eso es raro. Pocas veces llueve en estas sierras nuestras con el viento de ese lado. El mejor viento siempre es el que llega del poniente. Pero hoy está lloviendo con viento del levante y además mucho.

No preguntó la niña nada más. Dejó que la abuela se fuera a la cocina y continuara con su tarea de hacer unas ricas migas mientras ella seguía allí: liada en el calorcico de sus sábanas, acurrucada en el rincón amable de su habitación mágica y con las miradas escapándosele a través de los cristales de la ventana. A lo lejos, las cumbres del Yelmo y sus laderas, junto con las lomas que le rodean, aparecían por completo cubiertas por las nubes, las nieblas y las gotas de lluvia que no paraban d caer. Más cerca de ella y de su pueblo, el gran valle de los olivos por donde viene bajando el río color chocolate, también las nubes cubrían las ondulaciones de las lomas pobladas de olivos, los cortijos blancos, los caminos de tierra hoy convertidos en barro y los pueblos. Ella miraba quieta en su cama mientras pensaba o soñaba, nadie sabe qué y le divertía mucho la blancura sedosa de las nieblas arropando a los campos y la transparencia diamantina de las gotas de lluvia cayendo sin parar. Vio ella como en algunos momentos la lluvia cesaba y entonces se abrían las nubes. Al otro lado aparecía el azul del cielo o los rayos del sol y al fondo se dibujaba la gran silueta del monte Yelmo. Los bosques de pinos, robles, sabinas y enebros que se tupen por las laderas del Yelmo, al levantarse las nubes y quedar lavados por la lluvia que había caído, se les notaban con un brillo especial. Como si de la noche a la mañana la primavera los hubiera transformado llenándolos de más juventud, más verdor, más frescura y luz.

Pero lo que más le llamaba la atención a la niña era el cerro que quedaba justo al frente de su ventana, al otro lado del río y más acá de los olivares. Era un cerro que caía con mucha suavidad para el río y por eso la tierra de la ladera era de buena calidad. Todos los años, desde que ella lo había visto por primera vez, el dueño de esta ladera siempre la sembraba de trigo. Lo que más le gustaba a ella, cuando llegaba la primavera, era precisamente observar con atención el tono verde fuerte que estos trigales reflejaban cuando ya estaban crecidos. Todos los años recordaba ella este precioso y original espectáculo y este año no había sido menos. Pero hoy, esta mañana de lluvia, frío y niebla, los trigales de la ladera se despertaban con un encanto mucho más intenso y bello. Nunca antes los había visto tan bonitos. Brillaban con la lluvia que los estaba regando y como a ratos salía el sol, al quedar iluminados con esa luz tan clara, el verde del trigal parecía que se convertía en un mar a punto de desbordarse y chorrear por las otras laderas. Por entre este intenso verde ya resaltaban las amapolas con su rojo también intenso y ello hacía que el paisaje fuera mucho más misterioso y bonito. Contemplando este delicado cuadro campestre estaba la niña sin moverse en su cama y tanto le gustaba que ni siquiera advertía que la mañana iba corriendo. Pasaba el rato y el rato y desde su cama seguía jugando con las nubes cada vez que se abrían y dejaban al descubierto el cielo azul.

Se acercó otra vez la abuela y le dijo:
- Levántale porque tienes el desayuno preparado desde hace mucho rato.
- Pero abuela...
Algo zalamera la niña. La miró la abuela y le preguntó:
- ¿Qué quieres saber?
A lo que Aneluz añadió:
- Quería preguntarte por esa luz clara que tienen las nubes y ese verde intenso que hoy visten los campos.
- ¿Por qué quieres preguntarme eso?
- Es que hoy los veo más bonitos que nunca. ¿Todas las primaveras son así de hermosas?
Y la abuela respondió:
- Las primaveras por estos campos siempre han sido muy hermosas, pero este año parece que tiene un toque especial. Nunca ha llovido en el mes de abril de la manera que lo está haciendo este año ni el tiempo se ha comportado del modo que este mes de abril se está comportando.
- ¿Y es bueno esto, abuela?
- Es muy bueno para los trigales de los campos, para los olivos y para la hierba de las praderas que es donde pastan los rebaños de ovejas. Los pastores de Santiago de las Espada y de Pontones, los que dan careo a sus rebaños por los Campos de Hernán Pelea, este año van a tener mucha hierba para que coman sus ganados.
- ¿En todos los pueblos de la tierra son las cosas como en este nuestro?
- En muchos pueblos de la tierra son las cosas como estás viendo ahora en este nuestro, pero en este pueblo nuestro, la primavera, los campos y los ríos, son mucho más hermosas que en ningún otro pueblo del mundo. Tú y yo hemos tenido mucha suerte naciendo en lugar tan bonito y eso es gracia sólo del cielo.

Después de estas palabras la niña se levantó. Se puso sus pantalones vaquero con tonos azules y también su jersey azul y junto con la abuela y la madre, se sentó a en la mesa donde ya estaban las migas esperando. Delante de ella la abuela le puso un buen plato de migas calenticas, acompañadas de algunos trozos del chorizo de la matanza el invierno pasado, unas uvas que todavía la abuela guardaba en la cámara, pimientos y granos de las granadas que también guardaba ella colgadas en la cámara de la casa. Mientras daban cuenta de tan apetitoso manjar, como la cortina de la ventana estaba corrida, se veía lo que pasaba fuera. Y fuera lo que iba pasando era que las nubes se abrían cada vez más y el sol iluminaba los campos.
- ¿Se quedará raso hoy, abuela?
Y la abuela le dijo que sí.
- Seguro que se quedará raso hoy porque el aire viene del levante y eso hace que las nubes se vayan y no llueva más. Así que en cuanto termines de comer, vamos a irnos al huerto. Con el agua que ha caído esta noche los ajos, las fresas y otras plantas se habrán puesto muy bonitos y quiero verlos. Si no llueve más nos quedaremos por allí porque hay que hacer muchas labores en la tierra.
- Pero por la tarde puede haber tormentas.
- Cuando el tiempo evoluciona como lo está haciendo hoy casi siempre hay tormentas por las tardes, pero si viene alguna ya nos las arreglaremos.

Y en cuanto la niña se hubo comido su planto de miga con el zumo de naranjas y las otras viandas, abuela y nieta salieron a la calle. La abuela llevaba una barja de esparto donde dentro había puesto algunos trozos de lomo de orza, pan y unas manzanas para comer al medio día, si el tiempo seguía bueno y le permitía trabajar en las tierras de la huerta. La niña se echó sobre sus espaldas una mochila de tela especial que la madre le había preparado para estas faenas. Subieron las dos por la calle, llegaron al rellanete donde mana la fuente, saludó Aneluz a dos o tres niñas amigas suya que ya jugaban por la puerta de sus casas y cuando estas le dijeron:
- ¿Juegas con nosotras?
Ella les contestó:
- Tengo que irme con mi abuela al huerto.
- Pues luego esta tarde te esperamos.
- Si no llueve más y regresamos temprano esta tarde me vengo a jugar con vosotras. Pero ahora no puedo.

Torcieron para la izquierda, bajaron un poco y en unos metros ya estaban caminando por el trozo de carretera que lleva la huerta. En estos momentos las nubes casi se habían retirado del cielo y por eso lucía el sol con un brillo especia y el azul del cielo cubría a todo el valle, las cumbres altas y al pueblo de la niña.
- ¿Traerá hoy el río agua chocolate?
Pregunta la nieta.
- Seguro que sí porque las lluvias han sido fuertes.
- Es que a mí me gusta ver la corriente del río teñida de ese color. También es bonita cuando baja limpia y cuando salta en cascadas, pero cuando corre teñida de chocolate, el río es otra cosa.
La abuela guardó silencio. La tierra que iban pisando estaba casi chorreando y por los lados de la carretera, entre los olivos y la rivera del río, a la hierba se le veía espesas, alta, muy verde y con sus goticas de agua colgando de las ramas. Como los jaramagos estaban todos bien florecidos, sus diminutas flores amarillas formaban un tapiz tan alegre que daban ganas de comerse el paisaje por donde éstas brillaban. De pronto, la niña dijo:
- ¿Abuela y cuando pase el tiempo y tú ya no estés?
Como a la abuela le cogió de sorpresa tan original pregunta de seguida no supo qué decir. Transcurrieron unos segundos y respondió:
- Cuándo pase el tiempo y yo ya no esté ¿qué?
- Quiero decir que yo me haré mayor. Puede que hasta me vaya de este pueblo nuestro. Mi madre se morirá como se mueren todas las madres del mundo. Tú también te morirás. Mis amigas se harán grandes y muchas de las personas que ahora conocemos, se habrá ido de este pueblo y las que no, pues eso, serán mayores, tendrán hijos, casa, trabajo. ¿Cuándo pase todo esto y tú ya no estés?

No sabiendo qué responder a tan curiosa pregunta la abuela guarda silencio. Siguen andando y como ya están asomando al barranco por donde se ve la huerta, dejan a la carretera y por el lado de la izquierda se apartan siguiendo un carril de tierra. Y ahora la abuela dice:
- Estamos en las manos de Dios, hija mía. Así que cuando pase el tiempo será lo que él quiera. Pero es verdad que tú te harás mayor, yo seré mucho más vieja y por eso cualquier día me moriré. Lo mismo le sucederá a tu madre y otras muchas personas, pero la lluvia seguirá cayendo, las flores que ahora mismo ves en la hierba y los árboles, también seguirán brotando, los días seguirán amaneciendo, el río correrá como corre hoy y los ruiseñores también llenarán con sus trinos las riveras de este río nuestro.
- Pero para mí será muy triste seguir por aquí viviendo sin ti y las demás personas que ahora conozco y quiero.
- La vida sobre esta tierra es así, pero mientras ese tiempo pasa y ocurren algunas de las cosas que hemos dicho ¿por qué vamos a preocuparnos? Lo que Dios tenga mandando que pase pasará y contra eso y el tiempo nada podemos hacer los humanos.

Le dijo la abuela, pero en realidad quiso decirle que: “Hija mía, el tiempo de Dios no es el que nosotros conocemos y usamos cono nuestro”. A lo que la nieta le pregunta: “¿Cómo es el tiempo de Dios?” Y la abuela responde: “Está dentro de lo que nosotros llamamos eternidad y lleva otro ritmo porque se mueve y avanza de otra manera”. Pregunta la niña: “¿Me lo puedes explicar?” “Te lo explico con un pequeño cuento para que lo entiendas un poco”. Y entonces la abuela se pone y explica a la nieta: “Hay un cortijo junto al arroyo. En el cortijo tienen un corral con cerdos que se encargan de cuidar tres muchachos. Al llegar el día dan suelta a los cerdos y dos de los muchachos se van con la piara, pero un tercero, el más pequeño, aunque quiere y debe irse también, no puede. Se pone a buscar su látigo y su zurrón y no lo encuentra. Lo busca por el cortijo, por el corral, por los alrededores del cortijo, pero no lo encuentra. Como pasa el tiempo se siente agobiado y también como algo inútil ya que no puede irse con los hermanos y estar a su lado cuando estos lo necesiten. Sigue buscando su látigo y su zurrón y llega la noche, cuando los dos hermanos vuelven con los cerdos otra vez al corral y el hermano menor aún no ha encontrado lo que necesitaba para ser útil y realizar su tarea.

¿Qué ha pasado? Pues que el hermano pequeño está dentro del tiempo de Dios, en la eternidad, porque esta imagen la está viviendo en sueños y aunque quiere ajustarse al ritmo y realidad de los otros dos hermanos no puede”. Al oír esto la nieta le pregunta: “¿Y pasa algo porque el hermano pequeño no pueda ajustarse e irse con el ritmo de los otros dos hermanos?” “No pasa nada porque son dos tiempos distintos. Este muchacho estaba en esa dimensión que llamamos eternidad y desde allí quería meterse en la realidad presente que ahora vivimos y por eso le era imposible encajarse y hacer con el tiempo que nosotros conocemos. El tiempo de Dios, el de la eternidad, es otra cosa”. Este cuento y esta verdad podía ahora ella exponérselo a la nieta, pero cae en la cuenta que con diez años ¿cómo va a comprender estas cosas?.

Así que guarda silencio. Llegan a la rivera del río. El huerto de la huela, herencia de cuando muriendo sus padres, queda al lado derecho del río si se sube por él en dirección contraria a como corren las aguas. Casi en la hondonada de un arroyuelo que por este lado le entra al río y baja desde el pico buitreras. Entre olivos, algunos álamos, zarzas del arroyo y la torrentera. Mientras van recorriendo el trozo de tierra llana que hay antes de llegar a las tierras del huerto, la niña se entretiene en coger todas las florecillas que encuentra al borde mismo del camino. Amapolas, margaritas, jaramagos, violetas y otras más. Como la primavera está en pleno apogeo y las lluvias han regado el campo tan generosamente casi todas las florecillas han abierto al mismo tiempo y por eso el campo es una pura alfombra multicolor. Y la niña, sin saberlo, mientras va cogiendo una y otra florecilla de entre la hierba y los troncos de los olivos, parece que quisiera recoger a toda esta primavera entre sus manos para que así, tal como ahora mismo la está viendo, se queda para siempre frente a sus ojos y por estos campos. Sin saberlo ella esto es lo que le gustaría porque un sentimiento dentro de su alma así se lo hace saber y gustar.

Y van llegando a los primeros olivos de la huerta, rozando los membrillos que crecen en la acequia cuando de pronto la niña dice:
- ¡Mira abuela!
Detiene sus pasos la abuela y mira. Por encima de unas hojas ancha de malva y cargado de goticas de agua y polen de las flores, avanza un caracol. Al verlo la abuela aclara a la nieta:
- Ahora es cuando ellos salen a tomar el sol. Después de la lluvia, si sale el sol y se queda buen tiempo, los caracoles salen a comer hierba fresca y a pasearse por todas estas paratas.


Domingo nueve de abril
Este día también amaneció nublado. Cubierto de nubes por completo el cielo y lloviendo. Una lluvia menuda que apenas se notaba, pero que empapaba el suelo, mojaba la hierba y cerraba la mañana en un mundo mágico, por el gris de las nubes, la humedad del viento, las nieblas apiñadas por los valles y la primavera surgiendo de la tierra con toda su fuerza. Antes de amanecer ya se oían a las perdices de la vecina cantando en sus jaulas. Se oían a los gorriones con su característica escandalera por entre las palmeras, las acacias y los álamos del río. Como tantos otros días los ruiseñores no dejaban de cantar y el pueblo, pues sumido en su ritmo casi imperceptible, pero latiendo con las personas que también latían con la tarea de todos los días.


El pueblo de la niña
En su pueblo blanco junto al río llorón hubo una boda. Aquella mañana, dos de mayo, la niña fue invitada a esta boda. Se casaba un primo suyo y a ella ¿por qué no la iban a invitar? Aquel día su madre la puso muy guapa. Pantalones vaqueros recién estrenaditos, jersey azul con cuadros blancos y su pelo fino limpio y extendido sobre las espaldas.

- ¿Adónde vas tan guapa?
Le pregunta la fuente de los caños blancos.
- Eso es ¿adónde vas tan guapa?
Le preguntas las vecinas.
- A una boda porque estoy invitada.
Respondía ella feliz y llena de gracia.

En la casa de la novia, una cortijo a las afueras del pueblo y muy pegado a las aguas del río llorón, todos se afanan en preparar a la que hoy se casaba y en recibir a los invitados. Por la explanada verde van aparcando los coches que llegan y como hace frío, en la lumbre se van calentando los más debiluchos.
- ¡Hola!
Saluda la niña a un niño así como ella que ha venido de la ciudad. Este ni la mira ni le contesta. Luego, ella se va por detrás de las casas y donde la hierba crece brillante, deja que le hagan una foto. En las aguas del río, mientras los invitados espera a que el momento se acerca, ella se pone a jugar. Al poco, se le acerca el niño que ha venido de la ciudad. Y sin que nadie le pregunte habla y dice:
- Una novia nunca se viste en un cortijo ni va a la iglesia en un coche tan feo. En la ciudad donde yo vivo, las cosas son mucho más elegantes.
Aneluz lo mira, sigue con sus juegos en la corriente del río y ahora es ella la que no contesta. Después, los coches se ponen en marcha y enfila, rápidos descienden por la carretera. En un precioso coche azul, el primero, viaja el niño de la ciudad.

- ¡Vaya iglesia fea!
Exclama el muchacho al bajarse del coche en la pequeña plaza que hay a la entrada del templo.
- Además, a esta boda vienen cuatro gatos y medio. Nunca vi una cosa tan destartalada ni un pueblo tan feo.
Aneluz va en el centro del cortejo y aunque oye los comentarios del muchacho no dice nada. Cuando termina la ceremonia, la novia al frente y todos los invitados detrás, bajan por la calle, atraviesan el puente que divide al pueblo en dos mitades iguales y siguen carretera adelante.
- ¿Ves? Tampoco en una ciudad se hace esto. La novia no va andando sino en un hermoso coche con flores y cintas blancas. La cola del vestido siempre la recogen niños que también visten de blanco y el fotógrafo lleva un elegante traje azul. Ya te digo que todo aquí es de lo más raro y feo.
- Pero sin embargo, a mí me gusta. Esto es de lo más bonito que nunca vi.
Le dice la niña.
- ¿Sí? Pues ya verás ahora en qué sitio se va a celebrar el banquete. En el rincón más destartalado del pueblo y en una sala sin lámparas de cristal, sin grandes espejos ni papeles ni papeles de colores y sin orquesta ni nada. Tú deberías ver cómo se hace estas cosas en la ciudad.

Y así todo el día, el muchacho de la ciudad estuvo quejándose del pueblo, de la boda, de la gente y hasta de la comida que se puso en la fiesta de la boda. Cuando ya la noche cae sube al hermoso coche de sus padres y se aleja rumbo a la ciudad que, para él, resulta tan bonita. La niña ni lo despide porque ya está enfadada con él. Pero cuando ella regresa de la fiesta de la boda y sube por la calle camino de su casa porque ya el día se va acabando, va llorando.
- ¿Que te pasa?
Le pregunta la vieja farola del puente sobre el río llorón.
- No quiero vivir más en este pueblo ni con las personas que hay aquí. Este pueblo es feo, pobre, inculto, pequeño y no sé cuántas cosas más.
Dijo Aneluz toda decidida a tomar una resolución.
- ¿Quién te ha dicho eso?
- Ha sido el niño de la ciudad.
Y la farola guardó silencio al tiempo que miró a la niña con una mirada un poco bizca. Para sí se dijo:”¡Qué enfado trae esta encima!”.

La niña siguió subiendo por la calle, triste y apenada. Al pasar junto al campanario de la iglesia lo mira pensativa y le pregunta:
- ¿Tú crees que ese niño tiene razón?
Y el campanario le dice:
- Claro que no tiene razón. Tú no te entristezcas por lo que te ha dicho ese niño. Tú pueblo, este blanco pueblo tuyo, es el más bello de la tierra. Ese muchacho habla así porque no sabe de la belleza de la nieve cuando cae en silencio sobre los bosques. No sabe de las noches oscuras llenas de lluvias derramándose sobre los tejados de las casas. No sabe del viento transparente ni de arroyuelos cristalinos atravesando y regando prados ni de primaveras ni de charcos claros en las curvas de los ríos junto al puente donde en verano te bañas.
Y Aneluz preguntó:
- ¿Entonces mi pueblo es bello?
- Tan bello, tan lleno de vida, de luz y perfume a flores frescas que nunca lo debes cambiar por la ciudad más grande y rica del mundo.
- ¿No nos engañas?
- No puedo engañarte. Los campanarios de las iglesias no podemos engañar a los niños y menos los campanarios humildes de los pueblos de tu sierra. Tú sencillez y la sencillez que en mí ves, es lo mejor que tenemos. Ese niño habla así porque el mundo donde vive, ciudad grande, con muchas torres, mucho asfalto en sus calles y muchos coches que no paran ni de día ni de noche, le ha engañado y le ha enseñado cosas incorrectas. No se siente poca cosa como nosotros y de ahí que sea orgulloso y desprecie a los otros.

Aneluz continua subiendo por la calle camino de su casa. Llega, saluda a su madre y como tiene frío se sienta en la mesa al calor del brasero donde calientan las ascuas que se han formado en la lumbre. Emocionada le cuanta a la madre todo lo que a lo largo del día ha vivido. Igual que lo hacen todos los niños del mundo y también a sus abuelitos. Cuando pasó un rato le pregunta la madre:
- ¿Y aún sigues triste?
- No, mamá, ya no estoy triste. He descubierto que tener y vivir en un pueblo como el nuestro, rodeado de bosques, atravesado por un río que trae agua de las cumbres donde se derrite la nieve y todo ello en pleno corazón de la Sierra de Segura, es la suerte más grande del mundo. No estoy triste mamá porque ahora sé que ese niño de la ciudad está bastante equivocado.

Y la madre la besa. Mientras va cayendo la noche, esta le dice:
- Cuando tú ya seas un poco mayor irás descubriendo que tanto ese niño como otros muchos que ahora viven en la ciudad, querrá venirse a vivir a este pueblo. Tú recuerda lo que te digo y verás como será así.
- ¿Y por qué será eso, madre?
- Porque ellos descubrirán que lo más bello del mundo no es una ciudad grande con muchos coches y tiendas sino un pueblo pequeño, con las casas blancas como las tiene el nuestro y con un río que tenga aguas color chocolate de la tierra que arrastra al bajar de las montañas. ¿No sientes los grillos como canta?
Y la niña dijo:
- Sí que los siento.
- Pues eso es una música tan deliciosa que a muchos les gustaría oír por las noches cuando están en la cama. Pero en la ciudad lo único que siente, ya te lo hemos dicho, es el ruido de los coches y cosas así parecidas.
Después de oír estas palabras de boca de su madre la niña se durmió enseguida.


El sueño de la niña
Un día la niña del pueblo blanco de la Sierra preguntó a sus amigos:
- ¿Cuándo iremos al pantano del Tranco?
Y ellos preguntaron a su vez:
- ¿Es que aún no lo conoces?
- Nunca nadie me llevó por esos rincones de la sierra. Dicen que son muy hermosos y que por sus tierras y laderas hay pueblos encantados, cortijos que parecen palacios y arroyos con cascadas de espuma de nieve. ¿Cuándo iremos al Pantano del Tranco?

Y pasaron los días, las semanas, los meses y aunque hicieron muchas excursiones por lo más profundo y bonito de la Sierra de Segura, nunca iban al pantano. Cuando por las tardes, en los días de sol, salía a jugar por el campo en compañía de su abuela, siempre ella construía pequeños pantanos en la arena. Luego preguntaba a su abuela:
- ¿Así como este es el gran Pantano del Tranco?
Y ella le contestaba diciéndole la verdad como todas las abuelas del mundo:
- Quizá sea algo más grande. Yo nunca lo vi.
Y la abuela seguía con su tarea de regar las tierras del huerto donde crecían los tomates, los pimientos y las calabazas. Sin dejar este trabajo suyo que tanto le gustaba porque lo había hecho desde que era muy pequeña, oía que Aneluz murmuraba:
- Seguro que será más grande, más largo y estará rodeado de enormes cerros repletos de pinares y cataratas gigantescas ¿Verdad abuela?
La abuela le respondía que quizá y la niña seguía en su juego mientras ella continuaba con la tarea del verde huerto. Se entretenía con la corriente del arroyo, la arena y cuando pasaba un rato, otra vez se acercaba a la abuela y le preguntaba:
- ¿Es verdad que el gran pantano es muy largo?
- Sí que es muy largo. Cuando en invierno se llena, la cola mayor que la tiene por donde el río Guadalquivir le llega, tiene más de ocho kilómetros. Pero no me hagas mucho caso porque esto de lo digo de oídas.
- Lo que más me gustaría a mí es explorar ese castillo que se alza sobre el cerro. Me han dicho mis amigas que cuando construyeron este pantano el agua rodeó al cerro y el castillo se quedó en el centro. Como una isla solitaria donde quizá vivan hadas encantadas y sirenas que cantan por las noches cuando sale la luna.
Y la abuela le seguía diciendo:
- Me han hablado mucho de él, pero tampoco lo he visto. Sólo sé su nombre: se llama Bujaraiza y esto parece que es un nombre moro en honor de alguna princesa o algo así parecido. También sé que cuando cerraron el muro del pantano, las aguas cubrieron todas las casas de un pequeño pueblo que había en aquel valle. Algo después, construyeron ese otro pueblo de las casas blancas que hay al final de la cola mayor del pantano y que le pusieron por nombre Coto Ríos. El coto del río será, porque allí había un coto y como por allí mismo pasa el río, pues será por esto.
- Abuela ¿por qué no me llevas tú un día y me enseñas todas las cosas que hay por este rincón de la gran Sierra de Segura?
- He oído decir que tus amigos vendrán y pronto te llevarán para que conozca el pantano. No tardará mucho.

Y Aneluz del pueblo blanco junto al río color chocolate seguía jugando con su pantano de arena y la corriente, hoy clara, del río que baja desde la cumbre más alta. Mientras así estaba entretenida la música del agua le cantaba su canción y el viento de la sierra, que siempre es el más suave del mundo, acariciaba su cara. Junto a su pequeño pantano de arena ponía muchas ramicas de romero.
- Estos son todos los bosques que rodean al gran pantano.
Le decía a su abuela. Por entre las ramas de romero ponía piñas y piedras bonitas escogidas en la graba de la curva del río llorón.
- Y estos son las manadas de ciervos y cabras monteses que viven en los bosques.
Las florecillas de los prados, como espliegos, peonías, lirios azules y amarillos, violetas y muchas más. Los verdes bosques que rodean al gran pantano están llenos de las flores más bonitas, de los arroyos más limpios de los pinos más verdes y perfumados de la tierra.

Y entonces su abuela se unía a ella diciendo:
- También debes poner ahí el parque cinegético con todos sus animales, las llanuras que hay en la cola mayor donde los ciervos se reúnen para luchar y berral en las tardes de los primeros días del otoño y luego, los cerros de rocas blancas que se alzan entre el pueblo de Hornos y Coto Ríos.
Aneluz le decía que sí:
- Te haré caso porque tú nunca me engañas. En este pantano mío de juguete pondré todo lo que me estás diciendo. Pero tengo una dificultad.
- ¿De qué dificultad se trata?
- Los pueblos misteriosos con hadas y tesoros fantásticos que hay por las laderas y cumbres que rodean al pantano de verdad no los podré poner porque no sé como son.
Y la abuela, para animarla y hacerla algo más feliz de lo que ya era, se sentaba junto a ella y le decía:
- Te cantaré una canción para que te la aprendas y tú se la cantes al ese pantano azul que sueñas el día que vayas por allí. Escucha y apréndela que dice así:


Mi pantano grande
de la serranía,
señor del gran río
de mi Andalucía,
azul espejo limpio
como el alma mía
donde se miran los bosques
y la luz del día.
Mi pantano grande
de la serranía.

Y así, la risueña niña del pueblo blanco junto al río llorón, se quedaba sentada en la arena del río contemplando el juego del agua yéndose cauce adelante hacia el valle de los olivos milenarios. Sobre el agua jugaba el sol y las ramas de los romeros de verdad iban y venían salpicadas de gotitas blancas. Ella dejaba volar su imaginación y soñaba en el día que por fin viera el gran pantano que recoge casi todas las aguas de los manantiales que brotan en su sierra. Tanto, tanto lo soñaba que cuando se ponía el sol, por entre los olivares allá a lo lejos, aun ella seguía con el juego del agua y soñando su sueño.


El nogal pelón de nueces secas
Se celebró la procesión de la virgen que es patrona del pueblo blanco, donde la niña salió vestida de mora y seguía avanzando la primavera. Los campos ya estaban verdes, los romeros florecidos y las nieves de las cumbres del Yelmo, ya se habían derretido una vez más. Y esta hacía ya cinco millones seiscientos desde que el monte Yelmo fue por primera vez. Pues eso, que loas nieves se habían derretido y ahora bajaban por las laderas convertidos en pequeños arroyos que chorreaban por las peñas, caían hasta los barrancos más hondos y ya se hacían río. Era así como el río llorón crecía y menguaba todos los años cuando no había tormentas.

A las nueve de la mañana, aquel día, Aneluz se subió en el coche en compañía de sus amigos y se fueron a recorrer la sierra. Como si tuviera una misión muy importante que realizar en no se sabía qué lugar concreto dentro de los amplísimos paisajes de la Sierra de Segura.
- Hoy nos toca descubrir todo el barranco que hay por detrás del Charco del Aceite y las laderas del pico Almagreros.
Decía el muchacho mayor.
- Pero según me ha dicho la abuela esas sierras ya no son las de Segura.
- Tampoco importa mucho porque nosotros, porque lo que hoy vamos a realizar nosotros es sólo una exploración de paisajes y cascadas de agua. Lo mismo nos da que se encuentren estas sierras o en aquellas. ¿No os parece?
Y los demás dijeron que sí, que daba igual.
El muchacho mayor se había traído consigo un gran machete para en caso de necesidad, un rollo de cuerda y una soga larga por si acaso la necesitaban para algo. Pero él dijo:
- Estos instrumentos nos servirán para hacer una cabaña. Ya veréis qué artista soy yo construyendo cabañas.
Y Aneluz dijo:
- Claro, por si acaso nos perdemos por esas montañas y tenemos que hacer noche hasta que nos rescaten.

Sin embargo, antes de llegar a la curva del arroyo de aguas diamante donde, en la hierba verde y junto a la arena de la corriente, se pararían y plantarían en campamento, la niña se acuerda del nogal.
- Vamos a verlo.
- Pero si ahora todavía no tiene nueces.
Aclara el muchacho de pelos rubios.
- Yo sé que este nogal siempre guarda entre sus cosas alguna nuez para mí. Vamos a verlo.
- Yo no me creo tal cosa. En todo caso, si aun hay alguna nuez, será para el que la encuentre. Eso de que este nogal guarda las nueces para ti no me lo creo.
- Pues yo sí me lo creo y para que te convenzas, vamos a probarlo.
- Sí, vamos a comprobarlo.

Y así fue como comenzó el juego de la búsqueda de nueces en el nogal pelón amigo de la niña, según decía ella. El muchacho alto se subió tronco arriba. El muchacho de pelos morenos, removió las hojas y el muchacho de pelos rubios, tira de las ramas que el muchacho alto dobla. Todo buscan, pero ninguno encuentra nada. De pronto Aneluz grita anunciando:
- ¡Me la encontré!
Todos la miran y tiempo que todos advierten:
- Esa nuez está podrida.
Y ella enfadada:
- ¿Por qué lo sabes?
- Porque tiene su cáscara negra y además, estaba entre las hojas que la humedad ha podrido por el suelo.
Pero la niña dijo:
- Yo sé que no está podrida. Es que este color que tiene la nuez es un truco que el nogal tiene para guardarme a mí las nueces que me gustan.

Y Aneluz con sus dedos blancos, parte la nuez. Antes el asombro de sus incrédulos amigos la nuez aparece por dentro sana, blanca y fresca.
- ¡Si no lo veo no lo creo!
Exclama el muchacho de pelos rubios.
- ¡Qué suerte tienes tú!
Expresa el muchacho de pelos morenos.
- Pero eso ha sido una casualidad.
Afirme el muchacho alto.
- Pensad lo que queráis, pero yo sé que no es casualidad.
Conforma la niña y sigue buscando. Enseguida se encuentra otra nuez más y luego otra y otra. Sus tres amigos también se encuentran varias, pero todas salen podridas. Pasado un rato junto al tronco del nogal se reúnen. Charla de cosas y por fin le preguntan a la niña:
- ¿Cuál es el misterio?
- No hay misterio ninguno.
- Entonces ¿por qué tú sí te has encontrado varias nueces buenas y ahora en este tiempo, con el nogal pelón y nosotros ninguna?
- Pues no hay misterio. Lo único que os puedo decir es que yo sé, porque me lo ha dicho la abuela muchas veces, que por la sierra hay muchos nogales. Los sembraron los hombres que vivían en los cortijos y aldeas, hace muchos años, porque estos árboles dan buenas sombras y mucho verdor a la tierra. Sus frutos sirven para alimentar a las ardillas y a los pájaros, ahora que no están ellos, porque cuando ellos estaban, los recogían para comérselos en las noches sentados junto al fuego de sus cortijos. Yo sé que estos frutos se caen y por entre las hojas secas quedan todo el invierno. Muchas veces me los he encontrado y en este nogal, siempre que viene, hallé varias.
- ¡Claro, así estabas tan segura!
Se queja el muchacho de pelos rubios.
- Pues desde ahora a este árbol lo vamos a llamar el nogal de la niña Aneluz.
Propone el muchacho alto.
- ¡Vale!
Aprueban los otros dos.

Poco después, siguen subiendo por el arroyo que se pierde en las profundidades más grandes de la gran sierra. Hacia la aldea del altísimo pico del Almagreros. Pero sólo unos trescientos metros más arriba buscan una llanura junto a la corriente de las aguas limpias se paran a comer. Hoy el cielo estaba azul limpio, sólo con algunas nubes grandes y blancas que parecían clavadas sobre las cumbres rocosas. El viento de estas sierras, que no se parece a ningún viento del planeta tierra, pasaba suave y del arroyo brotaba una música que sembraba de paz y armonía a todo el campo.


La cueva oscura
Fue el muchacho alto el que se alejó del grupo. Subió por detrás de las rocas y se perdió por entre el monte del barranco. Nadie se dio cuenta. La niña jugaba con la arena del arroyo. El muchacho mayor fabricaba un columpio en la rama de un fresno y el muchacho de pelos morenos, saltaba de un lado a otro por encima de la corriente del agua.

Cuando ya el sol brillaba casi en lo más alto del monte y por entre los pinos de las cumbres, la niña se dio cuenta que faltaba y enseguida advirtió:
- ¿Quién lo ha visto?
- Conmigo estuvo hace un rato, pero luego se alejó sin decirme nada.
Aclara el muchacho mayor.
- Yo lo vi la última vez junto a la roca blanca de la corriente.
- El no conoce estos cerros. Se puede perder o puede perderse por algún barranco. Tenemos que buscarlo.
Sigue aclarando la niña.
Y así fueron las cosas. En dos minutos todos se ponen a buscarlo. Ella comienza a dar voces al tiempo que camina siguiendo el curso del arroyo en la dirección contraria a como corre la corriente. Al fondo se abre el profundo barranco de las montañas gigantes y las sombras espesas. Algo le dice en su corazón que la cueva, la misteriosa cueva que tanto necesita encontrar, puede esconderse por estas profundidades misteriosas, tenebrosas y al mismo tiempo, hermosísimas. Detrás de la niña van los otros compañeros.

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