¡¡Qué bonito era mi pueblo!! Hornos de Segura-1
No satisface el saber mucho sino el sentir y gustar las cosas
Este librico se empezó a escribir el 18- 12- 98 y se terminó el día2- 1- 99.
En Úbeda y Jaén
José Gómez Muñoz
AGRADECIMIENTO A:
Familia Toribio López por su interés en leer los primeros originales y seguir, con cariño, todo el proceso de este libro. Víctor López por su acogida calurosa desde el primer momento. Domingo García del Río, José Adán Martínez, Ángel Marín Fuentes, Encarnación Cumbreras, Antonio Escalera, Tomás, el joven guardia municipal e Isabel Peña Román.
ESTE LIBRO ES:
Un paseo literario y relajado por las calles y rincones del bonito pueblo del Hornos de Segura donde ocurren encuentros con sus habitantes, sus casas, historias, vivencias y recuerdos. La ladera del castillo, recinto del castillo, Puerta de la Villa, plaza San Vicente, calle Real, la Rueda, Aguilón, Barrio Castillo, fuente de la Pelota, Puerta Nueva, calle del Horno, calle las Parras, calle San Bartolomé, vieja ermita, vieja fábrica de aceite, calle Real, la Rueda, camino de la Puerta de la Villa, iglesia y final.
Quiero escribir un librico sencillo con no más cien páginas donde, para mi gozo personal, se me quede recogido lo que siento por este pueblo blanco. Quiero escribirlo y un día de estos lo voy a intentar, de la manera en que yo sé, para ver si de este modo, con tres renglones y este surtidor de cariño que desde mi pecho brota, recojo un puñado de las cosas bonitas y sinceras que tanto he visto por estas casas sobre la roca y en las personas que las habitan. Y si lo escribo, lo voy a titular: “Un paseo soñado”, por aquello de haberlo deseado y soñado, de verdad, durante tanto tiempo.
Así empiezo las páginas de este librico porque es así como de verdad se fraguó, no sé cuándo ni por qué pero se fraguó y desde aquel feliz momento, no se me ha ido de la mente ni tampoco ha dejado de latir en las fibras de mi alma. Hoy por fin, después de tantos días, me pongo y doy comienzo a la redacción del librico soñado. ¿Qué cómo lo deseo? Tengo claro que no será ni una guía para turistas ni un manual de historia ni tampoco un folleto didáctico ni cualquier otra cosa parecida. Ya hay muchos artista y científicos buenos que se dedican y laboran en estas obras. Lo de mi librico, quiero que sea como una página muy personal donde recoja para mí lo que he visto y veo con mis ojos, he gustado con el alma, palpita en la sangre de mi pecho y, estando tan olvidado de tantos, es tan sencillo y bello.
Porque no sé qué me pasa pero como tantas veces he visto nítidamente el reflejo de Dios por entre las calles y las personas de este pueblo y tanto o más aún, en los paisajes que le rodean y los tonos azules que le cubren, necesito reflexionarlo conmigo mismo y, al tiempo que lo recojo y gusto, doy gracias al cielo por tan gran regalo.
Por las estrellas, el agua, los bosques y el sol,
reflejo puro de lo que Tú eres
y sencillo espejo de esta alma mía,
gracias, Padre Bueno.
Y por la primavera, la lluvia, la nieve y la flor,
y por regalo tan bello,
que no merezco, y me das,
gracias Dios, desde mi yo sincero.
DÍA PRIMERO 18-12-98
Ladera del castillo, recinto del castillo, Puerta de la Villa, plaza San
Vicente, calle Real, la Rueda, Aguilón, Barrio Castillo, fuente de la Pelota.
Este pueblo y el rincón que lo contiene
es exacto un trozo de la vida que vivo en sueño.
Según me acerco y todavía antes de cruzar el río Hornos, cayendo la tarde, se le ve blanco en lo alto de su roca y reluciendo al beso que le presta el sol. Por las paredes rocosas que lo tienen levantado como de la tierra y ofrecido al cielo, como en un presente, pues se estampan los rayos del sol color oro caramelo.
Ya en el cruce que divide la carretera para Cortijos Nuevos, le entro casi recto, desde la cañada ancha. Y como me acerco por la parte de atrás, por donde la sombra de la tarde se alarga, queda en penumbra. Lo tapan un poco primero los olivos del puntal que hay antes del arroyo del Aceitunas. Sube la carretera unos metros y al frente, por el centro del collado que aprovecha el asfalto, majestuosa y llena de encanto, aparece la enorme roca de Peña Rubia. A sus pies se alza la blanca aldea de Capellanía y más abajo, corre el arroyo de la Garganta que es donde, algo más abajo aún, se remansa la piscina natural de este pueblo mío llamado Hornos.
Varias curvas más y la carretera se acerca al cauce del arroyo. El surco de este casi río aparece sembrado de álamos que salpicados emergen rectos como si quisieran busca la última luz de la tarde. La carretera es escoltada por algunos robles jóvenes que muestran sus hojas pintadas de tonos naranjas. Los fríos del otoño y las heladas del invierno, este es el traje que les ha dejado.
Las huertas que por la derecha me quedan entre la carretera y el arroyo, pues también con las tierras aradas y esperando a que llegue la primavera. Los álamos están sin hojas, quietos y como si no se cansaran de mirar al pueblo que les saluda desde lo alto de su roca.
Y por la ladera que hay frente, según me acerco al arroyo, los olivares se muestran verdes y, por entre ellos y salpicados, algunos árboles con las hojas color oro. Queda coronado el cerro por el bosque de pinos bañado de un verde intenso y a la mitad, la sombra del rincón donde se recoge el misterioso nido de la Alcoba Vieja.
Los días del otoño o del invierno, como es el caso de hoy, son hermosísimos en estas sierras. Más incluso que en la primavera o el verano y, un poco ayuda a ello, la soledad de los campos porque la naturaleza parece que estuviera como esperando no se sabe qué momento importante. Los tonos que presenta la vegetación son muy variados y la presencia humana, los que por aquí y en los otros meses del año, aparecen devorando tierras y caminos en forma de turistas, ahora se les nota ausentes y esto ayuda a realza la belleza de las tierras que tanto amo desde lo más hondo de mi ser.
Otra pincelada positiva la ponen las personas del lugar, los que tienen aquí sus raíces e identidad, trajinando en sus olivares o con sus manadas de ovejas que como siempre, son humildes y por eso, de sus almas y corazones y hasta de sus palabras, brota tanta o más belleza que la misma tierra por la que andan. ¡Qué grandes son ellos y cómo me gustaría quedarme entre sus cosas y casas para siempre! Y lo digo, porque a ellos sí los considero con suerte o más bien, expresamente amado de Dios. Son los humildes de la tierra y por eso, los verdaderos ricos antes Dios, que es el único que concede la vida en la región de la eternidad.
Remonto la cuesta y en la primera curva me encuentro escarcha. Han bajado las temperaturas y aunque son las tres de la tarde, por estas alturas y en la umbría, hace frío. Voy ascendiendo hacia la primera gran curva y al mirar, no veo con claridad las casas del pueblo. Tengo el sol de frente y por eso me lo deja en sombra por completo. Pero es bonito cuando por aquí se sube y se le descubre en todo lo alto, señorial, dominando y en su silencio, tan cuajado de verdad divina.
Trazo la curva donde hay una gran roca y por la derecha ahora y, mirando hacia Peña Rubia, me quedan algunos álamos sin hojas. Zarzas también ya muy apagadas en su verde, algunos endrinos con sus ramas desnudas y los majuelos repletos de bolitas rojas. Los rosales silvestres se mezclan con las zarzas y los robles destacan por sus tonos dorados al fundirse con los olivos que sí tienen sus hojas cuajadas de verdes relucientes.
En esta segunda curva que es donde, por la izquierda, se aparta el camino que lleva a la piscina natural del arroyo de la Garganta y al rincón de la Alcoba Vieja, a la izquierda y al frente, se ve Cortijos Nuevos muy hermosamente extendido en la gran llanura repleta de olivares y más a lo lejos, las colinas de las preciosas sierras de Beas. Placenteramente recorridas tengo todas esas sierras y hondamente guardadas en mi corazón por la cantidad de emociones dulces que me han transmitido. ¡Dios mío, cuánto es lo que yo quiero cada metro y cada planta, junto con los arroyos y las fuentes, de estas preciosas sierras tuyas! Y ahora ya sé que ese amor me nace de dentro, precisamente, porque Tú los has puesto ahí y, al mismo tiempo, me das la sensibilidad para que te reconozca en el espejo de la naturaleza que me regalas.
1- Cuánto me hieren dentro
estos rincones bonitos,
gritándome siempre de Ti
y dándome siempre tu beso.
Y también en esta curva y al frente, se me aparece el pico del Yelmo, sobresaliendo gigante como si quisiera irse al mar azul oscuro que le arropa. Giro en la curva y ya voy de frente al pueblo que esta tarde, una vez más, me reclama amorosamente. Se me cuela el sol de la tarde frontalmente y casi me deja ciego como si pretendiera ocultarme la belleza del rincón que vengo buscando. Aguanto unos segundos con el corazón impaciente y me digo que enseguida voy a pisar tierra y a tocar con mis manos lo que tan amable sueño.
Por entre los rayos blancos e intensos del sol que desde el horizonte cae, observo la robusta figura del castillo clavado en todo lo alto. Es como una silueta recortada y por eso no tiene color, visto desde aquí y a estas horas de la tarde. Las casas que cuelgan y se asientan sobre las rocas, también se me presentan todas recortadas en una silueta incolora por el sol que le da desde el lado del poniente y la sombra que les cubre por el lado que llevo.
A un lado y otro de la carretera, según se entra al pueblo, árboles sin hojas. Por la derecha, la figura de una nave grande y recuerdo que aquí estuvo aquella fabrica de aceite que María Muñoz me contó y quedó recogida en el Libro del Soto de Arriba. Leo un rótulo pintado en las paredes reconstruidas no hace mucho y descubro que ahora este recinto es un almacén de bebidas modernas. Qué paradoja.
Algo más adelante, ya las primeras casas del pueblo: panadería Chispas por la izquierda y ahora recuerdo que hace algunos años, al pasar por aquí, le hice una foto a la niña que jugaba con la abuela. Se la mandé unos días más tarde y cuando otras veces volví, al pasar, siempre llegué a comprar pan. Ocurre en la vida que a veces uno quiere ser reconocido al menos por la satisfacción de sentirse más cercano. No me sucedió a mí esto y ahora lo recuerdo.
Por la derecha me queda la casa de un amigo mío y que también María menciona en el libro. Ya aparece la ladera que cae desde el castillo y se le ve toda vestida de verde a pesar de lo poco que ha llovido este otoño-invierno.
En la misma curva, donde la carretera se divide para irse hacia Pontones y para meterse en el pueblo, dejo el coche. Es este el collado que tanto y desde tanto tiempo, me tiene fascinado. Cuando en otros tiempos lejanos, por aquí ni existían casas ni carretera, la espesa hierba chorreaba desde este collado para un lado y otro y aquello sí que era un cuadro dulcemente bonito. Un paisaje que se mostraba como el broche que cerraba o abría la puerta hacia el gran valle del edén real.
Son las tres y veinte de la tarde. Me vengo por el paseo de escalones y rellanos empedrados con bolos del río. Es una subida nueva, en forma de paseo moderno, que por este lado, lleva a las ruinas del castillo.
El pórtico de entrada son dos pilares en forma de paredes solitarias, una de piedra y la otra de ladrillos. Se arranca desde la misma carretera y luego empieza a subir como en un camino de unos tres metros de ancho. Lo forman escalones de piedra de granito tallada y luego rellanos largos con piedras muy bien puestas en el suelo. No hace mucho que construyeron este paseo camino. Le pusieron luces y quedó muy bonito. Pero como las luces las trabaron en la misma pared de piedra que va limitando el camino y, que no tiene más de medio metro de alta, ya están todas rotas y hasta con las bombillas arrancadas. Y para mí me digo que la pretensión fue buena aunque no haya resultado lo que se esperaba. ¡Una pena porque el pueblo se merece vestirlo de oro!
Me tropiezo como en una plaza que no lo es porque parece que fue construida para que sirviera de mirador. Tiene sus farolas y son bonitas. La recorro brevemente y lo que más me gusta en la vista que desde este punto se abre. Queda colgado frente a la ladera por donde sube la carretera y surcaba el camino que venía a la Puerta de la Villa.
Por las rocas que sobresalen en lo más alto de este cerro, las que sirvieron de cimientos al viejo castillo, por el lado este, forman algunas covachas. Un perro ladra amarrado a su soga y refugiado en una de estas covachas. Remonto despacio para irme empapando de la belleza que tanto ansío y el camino que piso, se me refleja en lo más hondo del alma. Me lo voy encontrando solitario, reluciente en su construcción moderna pero además de con las farolas todas rotas, como desusado.
Y claro que pienso en aquello viejos y ásperos caminos que los serranos hacían a ir de un lado para otro con sus burros y mulos cargados de leña, trigo, aceitunas o piedras para construirse sus casas. Se han roto, se están rompiendo casi todos y no es porque resulten falsos o extraños a estos lugares, sino porque ya no hay quien los use. Pero aquellos caminos sí nacieron desde dentro, desde la necesidad de seguir en la tierra porque se era de ella y no por capricho ni para presumir de nada y menos de modernos. El valor real de aquellos caminos, los serranos y la sierra entera, estaba y está en ser lo que son sin complejos. Porque lo que distingue y hace único frente a la masa y lo impersonal, arrancan desde dentro y es incompatible con la imitación de las cosas de fuera.
A unos metros en mi recorrido, el paseo se divide en dos. Uno que se echa para abajo y va buscando como la entrada a la Puerta de la Villa y el otro ramal que se viene por la parte más alta, agarrándose a la ladera para remontar hasta el castillo. No dejo de ver, en todo momento, las pantallas de luces que por aquí pusieron. Todas rotas. Ni una sola sana. A lo mejor si se hubiera ideado otro estilo habría dando mejor resultado.
Traza una curva y sube ahora hacia el rellano más alto como dirección a la carretera que lleva a Pontones. Al llegar, no a lo alto total, tiene como un descanso. Por unos segundos me paro y observo. La tarde es limpia y el viento duerme sereno. Brilla el azul del cielo y el silencio parece como si tuviera su cuna en las casas del pueblo que voy a recorrer. Y más que cerrarme puertas, lo que hace es gritar amorosamente para que me convenza que lo mejor es lo que los dos sabemos.
Continuo y ahora cuento los escalones que hay entre rellano y rellano. Uno, dos, tres, cuatro cinco y seis y luego otro rellano o escalón más largo. Los siguientes trancos construidos de piedra de granito, son más y los siguientes menos. Dependiendo de la inclinación de la ladera, ha sido necesario construir más o menos escalones entre rellano y rellano.
Recuerdo yo ahora que cuando otras veces subí por aquí mismo al castillo, lo hice pisando una estrecha senda de tierra. Y si era en primavera, tapizada de hierba con sus flores silvestres. En algunos de estos descanso naturales que ofrece la ladera, casi siempre había un burro amarrado a su soga que al verme se quedaba fijo en mi y hasta rebuznaba. Tenía su montón de paja y toda la tierra repleta de hierba. Recuerdo yo esto tanto que no se me olvido porque además resulta entrañable y bonito.
Mi camino ahora tuerce para atrás y parece que ya quiere entrar por las puertas del castillo. Sigo contando escalones mientras avanzo y descubro belleza en la tarde dorada. Antes de remontar por completo, se pega a una pista de tierra que le entra por el lado izquierdo y viene acompañada de una acera que también han construido no hace mucho. Arriba y al frente, resalta la valla de un pequeño campo de deportes. Desde lo alto lo veré mejor.
No ha coronado y ya se termina la calle, paseo ancho en forma de camino recogido entre dos paredes de piedra y con las luces todas rotas. Continua la senda casi pista pero ya en pura tierra aunque sí están clavados en la tierra los adoquines de granito que sirven de escalón entre rellano y rellano. Pero deja de estar empedrado.
Antes de entrar por la pequeña puerta que la muralla del castillo me ofrece y todavía se conserva casi perfecta, echo una mirada. Lo que me ha quedado atrás abajo, pegado a la carretera de alquitrán que llega al pueblo, es un bloque de construcciones entre las que se encuentra la panadería, la casa de mi amigo, otras dos o tres casas más por donde está la discoteca, el edificio donde estuvo la Guardia Civil que ya no, otro edificio pequeño que sirve de escuela y antes, durante un tiempo, fue el ayuntamiento.
Por el lado de la ladera que sostiene la carretera que llega, se ve el edificio del reciente almacén de bebidas, un camino que desde ahí viene hacia la Puerta de la Villa por donde avanza una muchacha con su haz de leña acuestas, algunos árboles sin hojas porque el invierno se las ha arrancado y por debajo de las rocas que caen desde el castillo hacia este lado del pueblo, adivino los antiguos lavaderos recogidos a la sombra de la tarde, tapizados de hojas ocre que los árboles han soltado y la hierba colgando desde las rocas y cubriendo la tierra.
Sigue ladrando el perro que se guarece en la covacha de las rocas. Me acerco a la puerta abierta en la muralla y antes de pasar, me detengo frente a la rechoncha roca que por el lado de la derecha, sobresale cayendo un poco, de la misma muralla. Es un peñón tremendo y entre las grietas clavan sus raíces muchas matas de hierba. Una de ellas es típicamente rupícola y hasta tiene florecillas color rosa blanca. Cuelga en forma de maceta y claro que de una forma natural, adornan la dureza de las rocas y joya de esta pequeña cumbre.
Siento los cencerros de una manada de ovejas y esto me despierta el interés.
Si tengo tiempo, esta tarde me saldré del pueblo y me iré con algún pastor para que me cuente cosas. Creo, para mí, que ellos tienen los mejores tesoros de estas tierras aunque no sean conscientes ni lo sepan.
Arranco y entro por la puerta de la muralla y nada más pasar al otro lado, el camino de tierra, queda encajonado entre dos paredes naturales de piedra y roca dando lugar a una especie de trinchera. Sólo unos metros tiene este tramo del camino y enseguida sale al frente el depósito del agua. Claro que está bien que lo
construyeran en lo más alto de este cerro por aquello del nivel para que las aguas, por su propio peso, vayan a todas las casas.
Lo rozo por el lado izquierdo y mientras me distraigo oyendo caer un chorro de agua a la piscina del depósito, me acerco al burro blanco que por este lado me encuentro amarrado a su soga. ¿Cómo se llamará este burro? Su dueño seguro que vive en el pueblo, cosa que no dudo pero ¿un burro en estos tiempos?
Por el lado derecho del depósito, remonto a lo más alto de la roca que me venía quedando también por la derecha según entraba al recinto del castillo. La tierra tiene mucha hierba. Es donde se encuentra el burro amarrado que me mira como si esperara algo. Lo llamo, le hago una foto y me asomo a todo lo alto para observar algo más.
Estoy situado justo frente al Adarve, la parte superior del muro de una muralla por donde se levantan las almenas. Y en este caso, es el lado de la muralla que desde lo alto cae hacia la Puerta de la Villa. Y ahora recuerdo que la niña Mary, por aquí tiene muchos juegos desparramados. Ella todavía los sueña y con emoción los cuentas para ver si de este modo no se quedan tan perdidos en el tiempo.
Entre tantas cosas, este pueblo sí que es un gran mirador hacia todas las direcciones. Si me pongo dirección norte, a lo lejos y frente, me quedan las llanuras por donde se extiende el pueblo de Cortijos Nuevos y más allá, las sierras de Beas y si ahora giro para la derecha, me tropiezo con el barranco del arroyo de las Aceitunas que es por donde sube la carretera y coronando, la gran porción de sierra, casi todas laderas cubiertas de olivos en las partes bajas y de pinares en las más altas. Son estas laderas las que chorrean desde el Pico Yelmo que corona grandioso, vestido de blanco en la cara de las partes más elevadas de sus cumbres y teñido de ocre y verde oscuro, en sus laderas según caen hacia Hornos o las aldeas del Ojuelo y el Robledo.
Y si me vuelvo hacia la izquierda, sin que todavía haya dejado completa la visión por la derecha, me tropiezo con las casas del pueblo, aquí casi a mis pies y durmiendo en su dulce silencio. La visión es más rica pero la voy a ir dejando para sus momentos concretos, porque ahora lo que me interesa es lo que tengo justo a mis pies y cae en picado. Veo con claridad la ladera que acabo de recorrer y ahora desde la distancia próxima y la experiencia inmediata, me vuelvo a decir que es bonita la construcción que por esta ladera han pretendido pero...
Por una pequeñas pista que viene desde el almacén de bebidas hacia la Puerta de la Villa, sigo viendo a la muchacha con su haz de leña. Tampoco es como lo de aquellos tiempos pero se parece y hasta resulta nostálgico en estos momentos y pueblo.
Como estoy en lo más alto, si miro hacia el rincón de la Puerta de la Villa, queda por completo en picado bajo mí y desde ese punto para abajo y hasta la carretera que sube, toda la extensa ladera se cubre de hierba. De entre ella surgen algunos almendros sin hojas ni fruto y algunos olivos que les dan compañía. En la tarde y el momento, cualquier detalle o rincón, llenan el alma de paz y de gozo. Es excepcionalmente bello este pueblo blanco. Y me digo ahora que no hay que buscar ni días concretos ni horas puntuales. Cualquier día del año y a cualquier hora del día, este Hornos pueblo querido, revienta de belleza natural.
Por la ladera esta que tengo antes mis ojos, chorrea la sombra de la tarde y por esto parece todavía más umbrosa y húmeda y de verdad lo es. Aúlla ahora el perro que mientras venía subiendo, me ladraba. Por la pista de tierra que viene desde el almacén de bebidas, en un cruce, se ve a otro burro también color ceniza que come hierba tranquilo.
2- Tú Platero, mi burro blanco,
Cuando yo me muera,
¿Quién te dará el cariño
que yo te he dado
y quién te llevará a la hierba
de los frescos prados
o recorrerá sentado
sobre tu lomo de plata,
los caminos de nieve y barro?
Platero, mi buen amigo,
¡Qué solos, unos y otros
nos vamos, sin querer, quedando!
La tarde sí que es bonita y con tantos olivares chorreando desde las laderas. De entre ellos sale algún chorro de humo de las lumbres que los aceituneros tienen encendidas para quitarse el frío de las manos y pies. Por eso, y ya lo vengo notando desde el primer momento, las casas y calles del pueblo, parecen solitarias. Ni se ve a nadie ni se oye la voz de ninguna persona. Y la tarde es bonita como pocas tardes se puedan soñar. Desde este punto atalaya del pueblo recogido, la tarde es más bonita de lo que se puede decir. La tarde, como tantas por estos paraísos de la sierra, es bonita y transparenta la luz de lo eterno.
3- La tarde me chorrea silenciosa,
oculta a los ojos de los humanos
y me empapa en lo más hondo
con el beso del Dios amado
y la esencia de este pueblo,
¡qué dulce me da su abrazo!
Quizá por esto ando por aquí y estoy buscando aunque casi nadie tampoco lo sepa y ni yo tenga certeza de encontrar lo que de verdad deseo. Mirando desde lo alto de este espigón, que es el más elevado del cerro donde se alza el castillo, a las casas y las calles acurrucadas en su rincón de ensueño, se les notan silenciosas o como esperando y por eso sé que no están sin vida.
Por lo alto de las casas que, por este lado del cerro y desde los peñascos del castillo, se recogen en la plataforma que la gran roca tenía, a lo lejos, descubro la blancura de las aldeas de Guabrás, el Tóvar y el Majal. Pero si me vengo más cerca sin perder esta dirección, aquí mismo me queda la pared de rocas naturales que por este lado presentaba la peña y ahí, a sólo unos metros de donde estoy, adivino la Puerta de la Villa. No la veo porque me la tapan las casas pero por ese estrecho tallaron la entrada y ahora queda recogida entre las paredes de las reconstruidas viviendas.
Los tejados de las casas brillan al sol de la tarde, unos con sus tejas color caramelo, otros con ellas más negras y alguno fabricados de uralita. Recorro el cuerpo del pueblo y me digo que un poco en el centro me quedan las cuatro calles más importantes o al menos más largas dentro del núcleo soberano de este ensueño: calle Real, calle de Enmedio, calle Alta y calle de las Parras.
En la calle de Enmedio, vivió un señor que fue el primer médico que yo conocí, don Francisco. Luego después, el médico se trasladó de casa y en esta misma vivienda, tuvo el comercio Paco Lozano. Que anteriormente lo había tenido aquí: en al calle Real, en la misma esquina de esta otra calle.
Más a la izquierda, sobresale el macizo de la iglesia con su torre que remonta por entre todas las casas y por eso se aprecia bien, lo vieja que es. En su parte más alta, tiene muchos trozos rotos. Por un hueco se ve el reloj del Ayuntamiento y de los tejados, pues las chimeneas sobresaliendo y el humo manando de ellas.
4- ¡Qué cuadro, Dios mío
y qué regalo
y que yo,
no tenga palabras
para expresarlo!
Durante un rato más, me empapo de la visión dulce que desde este punto me ofrece el pueblo y su entorno y ahora me muevo para seguir con mis paseos en esta vivencia profunda y personal. De nuevo rozo al burro blanco que me ha dado compañía durante unos segundos como si alguien no me quisiera dejar tan solo y ahora que lo despido, advierto que este animal es muy bonito y además reluce de tan gordo.
Bajando por la ladera del cerro que sostiene al castillo, el Adarve queda a la derecha. Aquello era otro corte de rocas que había allí. La continuación de la muralla que venía por la Puerta de la Villa. Desde la muralla hacia dentro, allí había un terreno que entonces no tenía casas. Un descampaillo no muy grande y era donde jugábamos los chiquillos también, siempre teniendo cuidado de no acercarnos al Adarve, porque aquello era peligroso. Allí se mató un chiquillo. Se cayó por aquel despeñadero. Y ya te digo, lo único importante que había por aquí, era el Adarve. Por la ladera y más para el lado de la Puerta Nueva, eran casillas a manta, de gente modesta pero todas buenísimas y ya, el desfiladero del Adarve.
dejo al burro amarrado a su soga, comiendo la hierba que le ofrecen los puñados de tierra que se retienen entre las repisas de las rocas de este cerro y busco el camino que me ha dado entrada al recinto del castillo. Rozo otra vez el depósito de agua con su rumor de chorrilo limpio cayendo dentro y avanzo pretendiendo entrar a las partes más reales de esta fortaleza. Se me presenta de frente la recia muralla pero tiene un roto no natural sino que en alguna época alguien debió abrir y por él me cuelo porque es por aquí por donde discurre la estrecha vereda.
Antes de entrar, según subo un poco, descubro la tierra que se presenta como esponjosa y con pequeñas grietas. Es la escarcha que por la noche fragua sus cristales en esta humedad y, al derretirse durante el día porque el sol la calienta, deja sus huellas talladas en la tierra. La humedad es tanta que hasta se forma un poco de barro pero se puede subir sin problemas. Entro por el portillo de la muralla y miro como si deseara encontrar no sé que misterio.
Ya conozco un poco el recinto y las ruinas de este castillo. En otros tiempos, hace muchos años, los recorrí en un distraído juego que, pasado los años, tampoco he podido olvidar. A la izquierda me saluda, alta y robusta, la que dicen es torre del homenaje. Por la derecha me escolta un trozo grande de muralla todavía con las misma piedras de aquellos primeros tiempos porque este panel no fue reconstruido y entre el caminillo que recorro y este cuerpo de muralla, la construcción como de unas piscinas que seguro serían deposito de agua o algo parecido.
Ya enseguida aquí, las rocas peladas que por supuesto, todas caían dentro del recinto del castillo. Por este lado, que es por donde se pone el sol, me asomo al otro rincón del pueblo. Es esta la parte más moderna y por donde ahora discurre y entra, hasta su corazón, la carretera.
A mis pies queda un bloque de casas ya levantadas fuera del recinto de la muralla natural que forman las rocas sobre la que se asienta el pueblo. También se salen de la muralla que ofrece el viejo castillo. En los tiempos que fueron construidas ya no se necesitaba protección contra los enemigos, como pasaba en los momentos del primer pueblo.
Miro casi en vertical porque estoy en el filo de la roca y descubro las paredes de lo que ahora es un hotel, El Mirador. Por su puerta avanza la carretera y algo más adelante, se abre la roca en forma de arco que fue tallado a base de barrenos para que por aquí entrara esta carretera al viejo y noble recinto del blanco pueblo. Justo ahí mismo descubro el que yo llamo mirador de la espera. Un precioso balcón frente a mágico valle que ahora cubren las aguas del Pantano del Tranco. Y justo ahí es donde hubo una gran roca, cuando todavía no habían construido las casas que hay ahora. El Calvario es como se llamaba ese rincón. Tampoco esta tarde, ahí encuentro a los mayores sentados, paseando o simplemente mirando a los que entra o salen.
Por este lado, se escapa un trozo de muralla de donde sobresale una torre hacia las aguas del pantano, perfectamente recortada contra ellas y desde ese lado, iluminada por el sol que cae sobre la Sierra de las Lagunillas, mucho más allá del pantano y ya en los términos de Santiago de la Espada. De ensueño el cuadro pero triste por no sé que razón. Así lo siento y así lo digo.
5- La tarde que rueda
y el sol que la baña,
eres Tú que llegas
y desde las montañas
cubres con tu esencia,
las tierras amadas
que son lejanías
y trozos del alma.
Ovejas que se sienten balar por este lado del pueblo y sobre las tierras de la ladera por donde se escapa la carretera que, desde este rincón, lleva a las aldeas de Hornos el Viejo, La Platera y el Carrascal. Justo por donde esta carretera sale de las nuevas casas del pueblo, se ven las ruinas de aquella vieja fábrica de aceite, según me dijo María, propiedad de don Francisco Blanco. Desde la distancia adivino las zarzas comiéndose sus paredes derruidas y la hierba creciendo por entre las piedras. Por ahí mismo y algo en la ladera que sube hacia el mirador de las Celadillas, veo a un pequeño rebaño de ovejas pastando. Se oyen sus cencerrillas y el balar de los corderos. ¡Qué no guardará en su silencio este pequeño rincón que es justo por donde el viejo camino que subía de la Vega de Hornos, entraba al pueblo!
Justo debajo de mí, tengo un techado de uralita. Cubre a una humilde construcción que metieron casi a presión, en el hueco de las rocas que sujeta a la muralla del castillo y la misma muralla. La economía del espacio encima y alrededor de esta gran roca, cimiento del pueblo, obliga construir en cualquier resquicio si es que no se quiere salir por las tierras en que van las casas que ahora llaman “Nuevas”.
Desde el collado, justo por donde pasa la carretera que llega y se va, rebosando para un lado y otro. Me enteraré yo más tarde, que en ese delicioso collado, estuvieron todas las eras en aquellos lejanos tiempos. Dentro de un rato tocará hablar de eso.
Bajo las uralitas de esta construcción contra las rocas y muralla del castillo, se mueven unas cabras. Al verme en lo alto, me miran y balan. ¿Qué quieren o qué me anuncian? Tres perros también refugiados ahí mismo pero en su casucha particular, me ladran sin saber a dónde mirar. Me notan pero como estoy totalmente en todo lo alto, no me ven porque tendrían que volver su cabeza hacia las estrellas y por ahora no lo hacen.
En el centro de estas sencillas pero curiosas construcciones, crece una noguera. Es grande y su tronco se presenta grueso pero como estamos en invierno, no tiene hojas. Seguro que en primavera y verano, la sombra que esta noguera da, cubre y llena de fresco a los animales que en el corral se refugian. Así son las cosas de este pueblo y mira qué bonitas aunque sean humildes y tengan su pincelada de escasez. Esto último me duele porque lo sufren las personas más buenas de la tierra sin culpa ninguna pero lo primero, me gusta y hasta me consuela porque anda entre lo que es más real y auténtico.
6 - La noguera verde
que adornó mi huerto,
solitaria se mece
al pasar el viento
y pálida se le ve
frente al invierno,
en las tardes brillantes
de mi recuerdo!
Siguiendo por esta ladera hacia la cuesta por donde he subido, me tropiezo con lo que ahora son los campos de deporte. En aquellos tiempos, ahí estuvo el cementerio. Por ahí cerca construyeron una tiná para el ganado y ahora, pues ya se ve. Sólo el cementerio y, lo demás, hierba y abajo, el collado de las eras, es lo que en aquellos tiempos había por aquí.
7- En el cementerio viejo
los niños jugaban
a saltar por la tapia
y en la tumba del abuelo,
los niños ponían
amapolas blancas
con trozos de cielo
y estrellas de plata.
Sigo mirando, como si no tuviera prisa y sí la tengo porque la tarde, en estas fechas, no se alarga mucho y mi sueño es ambicioso, y lo que ahora reclama mi atención es la carretera que desde las casas nuevas, sale para el pueblo de Hornos el Viejo. Y caigo en la cuenta que María José, estudiante en la Safa de Úbeda y vecina de este delicioso pueblo, me decía hace unos días:
- Pues esa carretera que en tu librico de las ocho rutas literarias, describes como pista de tierra con muchos baches, ya está asfaltada.
Me sorprende la noticia y por esto pregunto:
- ¿Cuándo ha sido, porque no hace tanto que estuve por allí?
Y ella:
- Poco tiempo hace.
Por eso ahora quiero yo aquí dejar claro que la ruta que en ese librico se describe como pista de tierra, ya no lo es. Se escribió unos meses antes y resulta normal que las cosas cambien y en este caso, me alegro. Las personas que viven en las aldeas antes mencionadas, tienen derecho a tener una carretera buena para entrar o salir de su rincón. Aunque también digo que algo bueno se pierde detrás de cada paso hacia el progreso y ello, se debería retener en algún sitio o lugar para que nunca se quiebren los eslabones de la gran cadena. Cada granito de arena tiene su importancia aunque pertenezca a siglos pasados y parezcan que ya no hace falta porque son otros tiempos. Quizá por esto, el cambio que se ha producido en mi librico de las ocho rutas, siga así para siempre. Lo que era tenía su valor y lo nuevo, pues ya veremos.
Sigo mirando a esa carretera por donde me tendré que ir algún día de estos para saborearla con su nuevo firme y salir desde el pueblo e ir por ella, veo a varios jóvenes. Y lo que enseguida me digo es que no todos, esta tarde sábado, están en el campo recogiendo aceitunas. Claro que también sé que de este pueblo al menos tres personas son estudiantes en el colegió y pueblo que atrás mencioné. Ellos tienen que preparar sus trabajos y por esto, puede que sacrifiquen la recogida de las aceitunas, al menos algunos días.
Se ve, al fondo el pantano. Precioso por lo lleno que se muestra y lo que al caer la tarde, reluce por el sol que lo besa desde el horizonte. Pero como es contra luz, se le ve más bien en un tono gris apagado. No tiene colores como otras veces e igual le sucede a la sierra que le corona por el lado del poniente y a los valles que, desde las aldeas de Hornos el Viejo, La Platera, el Carrascal, la Canalica y Fuente de la Higuera, caen para donde se remansan las aguas, valle perdido para siempre.
8 - ¡Qué bonito era mi valle
y las flores blancas
de los almendros, al aire,
bailan que bailan!
¡Qué bonito era mi valle
por las mañanas
y por las tardes,
siempre arrullado de fuentes
y verde su traje
como las hojas claras
del cerezo grande.
Continúan con sus ladridos los perros porque me siguen sintiendo en lo alto de ellos, sobre la roca de los cimientos del castillo y sólo enturbia el silencio de la tarde, el balido de las ovejas y al ruido de algún tractor que va regresando del campo. Por entre la carretera que va a Hornos el Viejo y la que sube a Pontones, las dos en la ladera que cae desde el Mirador de las Celadillas, descubro como un trozo de carril nuevo. Arranca desde las casas y se le ve con un acabado bueno pero no va a ninguna parte. Me extraña y por eso me pregunto que qué será. Lo consultaré haber si lo descubro.
Prescindo de los ladridos de los perros que de verdad se han puesto nerviosos y me muevo hacia la torre grande saltando por lo alto de las rocas redondeadas. Son unos pedruscos tremendos y ahora caído en la cuenta que este cerro, es casi exclusivamente una pura roca. El cerro Hornos por mi derecha y muy elevado y lleno de monte y cayendo hacia el pueblo, el collado por donde pasa la carretera, luego esta mole rocosa donde levantaron el castillo y como a esta repisa le quedaba un rellano por el lado que da al río, ahí construyeron el pueblo y a continuación, viene el precipicio de las rocas que quedan perfectamente clavadas sobre la ladera y alzadas del valles por donde corre el río cuando el pantano no estaba o, en todo caso, cuando no se encuentra muy lleno.
Y claro que lo entiendo: algo así como si la naturaleza, y en ella Dios siempre presente, primero hubiera preparado los cimientos reales, mágicos y duros y además, caprichosamente y luego dejara que los hombres llegaran y levantaran sus casas. En la mejor y más linda plataforma que nunca se ha dado en el mundo entero. Y por eso yo decía antes y digo y seguiré diciendo que todo surgió como de la fantasía de un sueño y ahora lo sigue siendo, aunque tenga su matiz humano por el dolor que a veces en la vida existe y la dureza que la lucha diaria, tiene.
Pongo mis pies sobre las rocas que sobresalen en lo más alto del cerro y sin saber todavía hacia dónde irme ni qué buscar, me acerco a la gran torre del homenaje. Voy ahora saltando dirección al pico Yelmo que lo veo allá a lo lejos, coronado en estos momentos por el mismo cielo azul de hace un rato pero más bonito porque está enjoyado por varias nubes blancas. ¡Qué majestuoso rincón donde este pueblo se alza y rodeado de tan lujoso escenario!
En los rellanos que dejan las rocas de la cumbre del cerro que piso, fue donde levantaron la robusta torre del homenaje, lo más singular de este castillo misterioso y bello, no importa que roto. En los tiempos estos, los castillos son como adornos y no como antes. Aunque sí representan eslabones en la cadena de la historia y del tiempo pero una cosa es lo que la naturaleza transforma en su ciclo natural y otra, lo que los humanos emprendemos.
Me paro en la parte más alta y durante un rato miro de frente y a pocos metros, a la gran torre. ¿Qué busco? ¿Qué me gustaría que me dijera ella? ¿Qué oculta en su mudez de piedra fría y sus carnes color caramelo? Me acuerdo de aquel juego de la niña rubia de otro pueblo cercano, en aquellos tiempos mágicos y de aquel otro juego de la otra niña que subía desde la Vega de Hornos y con sus primos, corrían y jugaban con aviones de papel y al miedo, por entre las paredes de este gigante durmiendo. Pero ¿y antes de estos juegos?
9 - La niña risueña
juega y sonríe,
el viento la besa
y el cielo le dice:
¡qué niña esta
que tanto juega
olvidada del mundo
que a su lado brega!
Sigo moviendo mis pies y por el lado del pueblo, rozo la pared de la gran torre descubriendo que hay otra más hacia el Yelmo y justo en el mismo paño de muralla que de esta grande sale. En este trozo de muralla es donde se abre la primera puerta que atravesé hace un rato cuando entraba al recinto de este rincón pétreo.
Por unos segundos me paro y al ver el cuadro que forman las dos torres con su trozo de muralla, el telón del cielo azul al fondo y la figura bonita del Monte Yelmo, me decido y hago una foto. Esta para el recuerdo de la tarde y el blanco momento y que así mi alma se quede por aquí para siempre aunque sólo sea en el deseo, es lo que me digo.
Y ahora se abren más mis ojos y descubro que mirando hacia esta dirección y sumando a estas torres, todo el entorno de lo que hacia el horizonte se pierde, se le ve mucho más grande de lo que a dos pasos parece. Es muy alta esta torre y la muralla que la protegía. El trozo de muralla que hay por el lado de las casas del pueblo, no fue reconstruida. En cambio, el trozo que desde la torre grande se va hacia la torre chica y sigue avanzando hasta la puerta que me ha dado entrada, sí fue reconstruida pero tampoco terminada.
Lo del castillo, todo es lo que ha sido siempre. Esto era una fortaleza que antes, se encontraba más deteriorado porque llevaba ya mucho tiempo sin que lo hubieran restaurado. Y claro, pues las cosas, si no se arreglan, se van hundiendo pero después parece ser que se han preocupado un poquito y eso es bueno. Si no lo ponen conforme estaba, por lo menos procurar que no se rompa más. De alguna manera, lo han cuidado.
A los otros chiquillos les gustaba, con los tirachinas, tirar chinas y piedras a ver quién llegaba más lejos. Pero por debajo del castillo, pues no había nada más que las eras y el cementerio.
Avanzo ahora hacia la torre para volverme para atrás ya que por ahí no puedo seguir y salto por las rocas. Rozo otra vez la pared de la enorme columna y al ver el lado de la sombra, me digo que podría entrar por aquí y subir los escalones que llevan al trozo de muralla antes mencionado. Me digo esto y justo enseguida decido que voy a entrar y ver, para recordar también aquellos días de los juegos de las niñas encantadas.
Es un rincón que se recoge entre la torre grande, el trozo de muralla que fue reconstruido y la segunda torre que es punto y final en el tramo de muralla que da al collado donde ahora nace este pueblo. Por el lado de la sombra de la tarde, se pegan los escalones, en pura roca tobácea y todavía tal como los pusieron en aquellos tiempos primeros, voy dejando caer mis pies. Tres o cuatro escalones remonto dirección al cerro Hornos, giro para el Yelmo, remonto otros tantos y ya estoy como en una repisa que la muralla tiene por el lado de dentro. Por el lado que mira al collado del pueblo, todavía se alza la construcción de la muralla casi más de un metro.
Era esto un mirador para asomarse a ver lo que por el collado ocurría. A lo largo del muro completo del recinto va este pasillo y muere justo al llegar a la torre menor. Mientras avanzo voy viendo los campos de deporte que hace un rato me dejé junto al paseo que subía. Por la carretera que va a Pontones dos mujeres suben paseando a un niño. Y por lo demás, todavía en su profundo silencio, el pueblo a un lado y otro.
Me asomo al hueco que es como una ventana frente a las tierras de Cortijos Nuevos. La visión se presenta ahora más grandiosa, con todo el pueblo en primer plano y las extensiones que ya antes mencioné. Por un momento me paro a escuchar la tarde. Es hermosísima. Ahora sólo se oye el ruido del motor de una fábrica que hay por el lado que va para Pontones y como el viento ni se mueve, el humo de las chimeneas, se eleva lento como si no tuviera prisa o como si no supiera a dónde ir o no quisiera irse del rincón donde ha nacido. Algo como me pasa a mí y a tantos que conozco, aunque con dolor distinto.
10 - La tarde en su silencio
corriendo por la tierra
y yo soñando y quieto
en esta eterna espera,
del abrazo sincero
que da la vida y quema.
La tarde en su silencio
y Tú, Dios mío,
¿cuándo llegas?
Decido regresar porque la tarde no para en su lento caminar para dar paso a las sombras de la noche y bajo las escaleras de piedra. Desciendo por las rocas que sirvieron como de pavimento al castillo por dentro y busco el portillo por donde he entrado hace un rato. Ya me voy a despedir de este castillo. Ahora ya me voy a meter por el pueblo pero al azar, sin buscar ningún camino concreto ni ordenar nada. Puedo decir que no lo conozco a fondo, aunque sí lo conozco en la región de mis sentimientos pero me digo que me da igual por el sitio que entre.
Rozo por tercera vez los depósitos del agua y, al irme por la pendiente que del viejo castillo chorrea hacia las casas del blanco pueblo, lo primero que me complica la vida es el puñado de veredas que desde aquí parten abriéndose para las distintas casas que desde el corazón del pueblo, han subido por esta ladera. ¿Por cual de ellas me voy? Es lo que me digo mientras no dejo de bajar pisando rocas, paja del burro Platero que ya no recorre caminos pero sí come hierba del prado y tierra con mucho hierba fresca.
Y ya se bajaban todas estas calles, cuesta abajo, que entonces, pues tenían muchas rocas, no estaban alisadas y no como ahora que sí están pavimentadas. Entonces estaban más como a lo antiguo.
- ¿Cómo se llamaban algunas de las calles estas?
- De eso no me acuerdo. Donde más iba siempre era a la calle de Las Parras.
Cuando se llegaba abajo, descansaba la tierra en esta plazoleta y ya La Puerta de la Villa. Tampoco me acuerdo como se llamaba esta plazoleta. Nosotros le decíamos la Plaza de la Puerta de la Villa pero para abreviar más le decíamos la Plaza la Villa pero el nombre oficial que tuviera, yo no lo recuerdo.
Una pequeñas senda se viene para el lado de la iglesia y otra le entra más pegado al corte de rocas que acogen la Puerta de la Villa. Dudo un poco mientras de nuevo un perro me empieza a ladrar. Me detengo y miro. En primer plano lo que tengo son algunos tendederos de alambres donde hay mucha ropa colgada y varias casas. Algunas tienen su techo de uralita. Son las más humildes sin que ello indique que sean las más feas o menos hermosas por dentro.
11 - Aquel bello palacio
de nuestra cueva en las rocas
y junto al río hermano,
¡cómo también se desmorona
en un grito sesgado
de vida que se ahoga!
Sigo sin ver a nadie. Sigo sin oír ni siquiera el rumor de voces humanas. Me da el sol de frente y ahora comienza a tornarse oro. Arranco y decido venirme lo más pegado posible al lado de la derecha. Y en cuanto bajo un poco, también me encuentro con más divisiones. Pero ahora ya lo tengo claro: me voy a ir aproximando todo lo posible para el lado de la Puerta de la Villa. No sé el camino pero con esta estrategia, seguro que me la encontraré casi antes que ninguna otra cosa.
Siguen con sus ladridos los perros. Una de las sendas que viene avanzando por la pura roca y tierra, se vuelve a ir por el lado de la izquierda. La dejo y me pego a la derecha. En la puerta de una de estas casas un par de jaulas con jilgueros. Rozo estas entradas, giro un poco hacia la izquierda y más ropa tendida pero ahora en una cuerda que han amarrado de un árbol a otro. Son árboles frutales, almendros, ciruelos o cerezos y por eso no tienen hojas. Casi cada puerta de estas casas tiene, además de sus preciosas macetas, su arbolito, su montón de leña para la lumbre, restos de paja que es el pienso de este burro peludo y quizá de algún otro y por supuesto, algunas cajoneras que, al pasar y como regalo, va dejando platero sin nombre. ¿Por qué no?
El camino que recorro y yo, incierto y sin límites, vamos como podemos bajando. Es cómodo pero ni hay llanura ni es camino de verdad porque salta por las rocas de la ladera y sólo de vez en cuando mejora porque le han hecho algún escalón de cemento para que la entrada a la casa sea más cómoda. Un pajar a la derecha con dos escaleras para remontar y entrar a él donde se amontona el alimento para el peludo blanco. Ya lo adivinaba y aquí está. Se parece este pajar a los que en los cortijos de la sierra profunda, construían los serranos junto a las tinadas o las casas donde vivían.
12- Después de la trilla
se recoge la paja
y el oro que brilla,
no son las granzas,
sino las semillas
del trigo candeal
anunciando la harina.
Varias puertas más y ahora siento a un niño dentro. Por fin un sonido humano. Otro rellano, porque ahora según voy bajando, las calles empiezan a tomar nuevo aspecto y aquí dudo pero sigo con el mismo plan: me voy para la derecha. Otra puerta más con su montón de leña y la calle ya pavimentada con losas que parecen chinicas del río. Ahora esto sí se torna en comodidad. Descubro que el objetivo prefijado, se hace realidad. La Puerta de la Villa no me queda lejos.
Hierbabuena sembrada junto a una pared en la puerta de una casa. Una pequeña plaza donde, al mirar, descubro desembocan dos calles cuyos nombres me suenan. Vienen del lado del pueblo que da al pantano y de cerca de las paredes de la iglesia y tienen por nombre calla de las Parras y calle Alta. Miro porque sigo dudando pero al ver la muralla por el lado de la derecha, me voy para ella, recorro una estrecha y corta callejuela y me doy de bruces con unas escaleras. La construcción es de ladrillo y veo una entrada.
Sigo las escaleras y subo a la pequeña azotea que la muralla, por este punto de la Puerta de la Villa, sostiene. Me asomo y ya descubro el conjunto. Estoy remontado en la misma Puerta de la Villa y lo que ahora hago es estudiar cada uno de los rincones que desde aquí se me ofrecen. Por el lado que da a donde estuvo el antiguo lavadero, descubro la recia pared de rocas que desde lo alto del castillo cae hace este punto. Se abre un recinto entre el camino que entra a la Villa y las rocas, oscuro por completo porque queda a la sombra de la tarde. Por ahí se amontona la hierba, las hojas secas de los árboles, las raíces de estos mismos por entre las grietas de las rocas y el frío de la tarde mezclado con el profundo silencio.
Aquí mismo, casi al alcance de mi mano, me queda la chimenea de una casa por donde sale una hebra de humo. Es muy reducido este espacio pero tiene la suficiente belleza como para no irse de él en un buen rato. Por donde se va la muralla siguiendo el borde del acantilado y como tantas otras veces, me asombran las casas casi por completo colgadas en el vacío. Se aprovecha todo lo que se puede y de la manera que se puede para construir un poco más puesto que espacio no hay para todo lo que se quiere.
Desde aquí hasta el castillo, por el Adarve, toda esta muralla, era continuada. No se cortaba por ningún sitio. Las casas que había por aquí edificadas, eran encima mismo de la muralla, al borde y las paredes de atrás de las casas, entonces se levantaban hacia arriba y lo que hacían eran continuar la muralla. Y las ventanas, pues daban al exterior del pueblo, por la muralla.
Y ahora me digo, mirando desde este balcón hacia el barranco del arroyo del Aceite, que a este pueblo si algo le sobra, son buenas panorámicas desde todos los puntos además de su silencio donde no hay espacio sino para tocar el cielo y empaparse, por las noches, de las frías heladas y el ladrido de los perros. A este pueblo pequeño, tan bonitamente engalanado en este pedestal rocoso, lo que más le sobra también es el azote del viento cuando sopla del lado del pantano, el crujir de las tormentas cuando se ponen sobre las cumbres del Yelmo y las nieblas que por las mañanas otoñales se amontonan por encima de las aguas del pantano que se tragó lo mejor de él.
13- Este pueblo mío
siendo tan pequeño,
hay que ver cuantos ríos
de incienso y sueños
tiene escondidos
y cuantas tormentas negras
de rotundos crujidos
y de noches tenebrosas,
tiene él vivido.
En este pueblo mío
¡cuántas mañanas temblando,
los hermanos en sus casas,
tiritan y mueren de frío!
Y claro que ahora lo recuerdo: desde este balcón casi de juguete, la nevada de aquella mañana, la más grande que se ha conocido en estas sierras desde hace mucho tiempo, era como de fantasía. Todas las laderas que caen desde el Yelmo, los barrancos de los arroyos, las llanuras hacia el valle de la Puerta de Segura y las cumbres de Beas, vistas desde este punto, eran un puro manto blanco sin mancha ni arrugas. Y más cerca, desde aquí mismo con el rincón de los antiguos lavaderos y la ladera entera hacia la Alcoba Vieja, era como una azucena plenamente abierta, sin tacha ninguna en su blancura y mudamente esperando, parecía, la presencia de un gran rey.
Y para el lado del pueblo, todas las casas igualadas en sus techos y con las chimeneas echando humo y de las canales de las tejas, cayendo los chuzos o carámbanos, gruesos como ramas de árboles y transparentes como el mismo viento. Y a los lados de este pueblo de portal de belén, la sierra entera con todos sus valles, bosques y fuentes, convertida en un espejo inmaculado por donde sólo la luz podía deslizarse y el viento acariciar.
Aquella mañana, todo fue como esto que he dicho de sencillo, profundo y bello y luego al atardecer, se puso oscuro. Nevó mucho más y por la noche se helaron hasta los arroyos y los caños de agua que, al derretirse la nieve, caían por las rocas de la muralla y los tejados. ¡Qué bonito fue aquello, dejando a un lado el frío que los habitantes del pueblo pasaron y lo duro que era moverse por el campo para dar de comer a los animales o trajinar en las tierras! Por eso decía que a este pueblo mío, le sobra tanto que lo único que necesita es quizá un poco más de cariño para las personas que en él viven, casi olvidadas.
Según estoy parado en esta plataforma, de pronto, otro perro comienza sus ladridos. Se asoma por la ventana de una de las casas que cuelgan en la roca y al verme, ladra. Sus ecos se funden con el ruido de un tractor pequeño que ahora sube por la carretera hacia el pueblo. Viene de la aceituna y subido en él, varias personas. Puede que en cuanto pase un rato y la tarde termine de caer, se vean muchas más personas por las calles y casas.
¡Qué bonito es esto, junto con la tarde y lo que por la tierra crece, se mueve y palpita! El rincón donde se recogen los antiguos lavaderos también es muy bonito.
También desde aquí se oyen los ladrillos del primer perro que me encontré refugiado en una de las covachas de las rocas que sostienen al castillo.
Me vuelvo para atrás y me bajo de la azotea. Descubro un letrero en la pared donde leo el nombre de calle Alta. Me voy hacia la derecha que es por donde se entra a la Villa. Unos rellanos y ya salgo a las rocas que sirven de cimiento a la gran muralla que rodeaba al pueblo. La puerta que vengo buscando me la tropiezo en dos pasos. Se abre sencilla, llena de musgo del tiempo y un poco oscura y por ella entro.
14- Como por la puerta del tiempo
en busca del amanecer
y si acaso me lo encuentro,
de la mano lo he de coger
y que venga conmigo al huerto
y me ayude a recoger
los tomates y pimientos.
Y aquí ya la Puerta de la Villa. Que entonces estaba un poquito deteriorada también, que después la han restaurado. Al llegar aquí, se va al barrio Perché, que ya lo tenemos descrito en el libro de las Aguas del Pantano del Tranco. Aquí dicen que está correos ahora pero antes no era así. Antes correos estaba aquí y al lado, las escuelas también.
Descubro lo que ya sé. Que la puerta de la Villa tiene como dos partes y por eso en su mitad, gira en un recodo ya que de otro modo no podía ser por las rocas y la ladera donde se apoya. Todavía está construida con el material de aquellos tiempos y son bonitos los arcos de la puerta, de dos en dos, el recodo y otros dos para salir ya a la luz del rincón oscuro donde se recogen los antiguos lavaderos. Sólo unos metros avanzo y en cuanto descubro la silueta pelada de las ramas de los árboles y las viejas paredes de los lavaderos, me vuelvo.
La recorro para atrás y ahora me digo que si esta entrada hablara, cuántas cosas no podría contarnos de cada una de las personas que por ella han pasado desde aquellos primeros tiempos. Cuántas cosas que bien podrían servirnos para encajar bien los eslabones que amarran a este pueblo con el presente y aquel punto primero del pasado.
Salgo a una pequeña plaza. El otro día buscábamos su nombre y María José y Estrella, no acertaban con él. Plaza de la Fuente y Plaza de la Pepita, decían que se llamaba o al menos así habían oído ellas nombrarla. Pero ahora lo descubro escrito en la pared. Se llama Plaza de San Vicente y no sé si es un nombre de estos tiempos o lo tiene de mucho antes.
Lo de plaza de la fuente, tiene su sentido porque justo en la esquina de esta plaza hacia la Puerta de la Villa y en la calle que baja de la Rueda, en otros tiempos corría una de las tres fuentes que surtían de agua al pueblo. La segunda echaba sus chorros de agua precisamente al final de esta calle, en la misma plaza de la Rueda. Y la tercera, de las tres únicas fuentes que entonces había en el pueblo, se encontraba al comienzo de la calle de las Parras y calle Alta. Hay varios coches aparcados y esto me indica que a este punto ya sí llega la civilización de ahora.
Por la derecha se me ha quedado una pequeña calle que creo va a unos apartamentos que por ahí han construido. Recuerdo el rincón de hace un año o dos, que era cuando trabajaba en la elaboración de un gran mapa topográfico de este Parque Natural. Barrio Parché lleva por nombre este rincón. Un día vinieron por aquí los de la Editorial Alpina, que es la empresa que ha editado este mapa y quedé con ellos en este punto para vernos y organizar el proyecto que teníamos entre manos.
Sentados en esta plaza y esperando, me los encontré y aquello me llenó de alegría. No me duró mucho y lo que sigue, no quiero recordarlo. Pero el mapa salió y ahora se vende por todos los rincones de este espacio protegido y el resto del país. Recuerdo este rincón especialmente por aquel encuentro y lo que supe un poco más tarde. ¡Cómo son las cosas y las vueltas que da la vida!
15- Y Tú, Dios mío,
como esperando
y sin prisa sosteniendo
al mundo y a los personas,
de tu firme mano
y desde tu silencio
y amor recio y sano,
escribiendo recto
con renglones tronchados.
En esta calle estrecha que sube para los apartamentos, creo que se encuentra el edificio de correos. Comienzo a recorrerla y enseguida descubro que por la izquierda salen dos más, estrechicas y cortas porque el filo del voladero que recoge al pueblo, está a sólo unos metros. Gira un poco para el lado del pantano y al notar que por aquí no voy para donde deseo, me vuelvo para atrás. Unos niños gitanos juega con su pelota y la hermana los llama. Un gato salta de una puerta y corre delante de mí.
Esto es el barrio Perché. Yo no me acuerdo haber oído decir que allí hubiera habido una ermita. No digo que no la hubiera, sólo que eso sería muy antiguo y yo no lo oír decir nunca. Aquí lo que había, en este cuadraico, era otro trozo descubierto con otra pared de protección para que no cayeran los niños pero se podía una asomar y mirar todo aquello hacia el cruce de la carretera de Cortijos Nuevos. Todo aquel paisaje se veía desde aquí muy bien, donde entonces no había casas.
Y aquí lo que había era un molino de aceite, propiedad de don Genaro Ojeda. Pero yo no me acuerdo de ver aquello funcionar después. No sé ya lo que habrá allí. Ten en cuenta que hace muchos años que falto de mi pueblo.
Un poco más adelante, me llama la atención las plantas que cuelgan de una ventana. Son como cactus pero de hojas reducidas y quizá porque sea invierno, su tono es algo naranja. Pero lo bonito de estas plantas, y que con tanta fuerza se me cuelan por los ojos, es que cuelgan por completo y quedan resaltadas o esmaltado por el blanco de la pared.
Las personas de este bonito pueblo, siempre fueron muy primorosas y esta pequeña pincelada de las plantas bien cuidadas y la limpieza de la casa, me lo recuerda con toda rotundidad. Y sin embargo, el pueblo sigue en su silencio expectante y con la soledad parada en cada rincón de las calles y hasta en las mismas casas. Pero el corazón me dice que la vida palpita también en cada rincón y con la fuerza más sana y limpia.
Salgo de nuevo a la plaza que ahora tiene tres nombres y recto sigo. Desde aquí ya veo la torre de la iglesia al fondo por el lado del pantano. Una perdiz canta en su jaula puesta en la ventana. Huele a mistela. Leo un letrero que dice: “Apartamentos”. A la derecha una callejuela donde se encuentra la casa parroquial. Suenan las campanas del reloj de la plaza de la Rueda, ubicado en el Ayuntamiento y son las cuatro de la tarde. Luego seguía esta calle por aquí y en este punto vivía Carlota la Panadera. Por aquí era por donde sacaban la procesión. En la que se llama ahora calle Real pero el nombre que tenía antes, no me acuerdo tampoco.
Seguimos subiendo y esta calle, a la izquierda, viene a este sitio que le decían las cuatro esquinas. Es la primera a la derecha subiendo la que ahora se llama calle Real. ¿Que no ves que hace un cruce? Estas son las cuatro esquinas. Subiendo por aquí, en esta callejuela, cuando yo estaba, era donde se encontraba la casa del cura.
- Y ahí sigue estando.
- Sigue estando ¿verdad? Pues era donde estaba también en aquellos tiempos.
De esta casa parroquial, en su rincón sin salida y como escondida para dar ejemplo de humildad entre los humildes de la tierra, tengo un bonito recuerdo de aquella lejana Navidad. Me llamaron los amigos y vine sólo por estar con ellos y al mismo tiempo, acercarme más al pueblo que ya venía haciéndome tilín en el corazón. Estuve dentro, miré por las ventanas, entré y salí y aunque en aquel momento no era consciente ni de lo que me rozaba o respiraba, algo muy esencial, se me enredó en el alma y ahora lo recuerdo:
16- Aquella Navidad chiquita
por entre las casas del pueblo,
sin buscar nada,
pero sí queriendo,
qué huellas más profundas
me dejó dentro.
Luego sigue por aquí y en esta plazoleta que tan poco sé cómo se llamaba, vivían los Ríos. Era aquí mismo donde había unos almacenes que daban los racionamientos de los comestibles durante la guerra. En la segunda calle subiendo para la Rueda, que tampoco sé cómo se llama, vivía Eusebio el correo. Que ya te he dicho, el correo lo traían antes andando y entraba por la Puerta de la Villa.
Antes de llegar a la plaza que se abre en la misma puerta de la iglesia, por la derecha, otra plazoleta. Sigue en su silencio y solitaria como hasta ahora casi todo el pueblo. Piso el espacio que lleva por nombre la Rueda. Es casi cuadrada, con algunos árboles a los lados y muchos coches de las personas que por aquí viven.
Y ya, esta es la calle que sube para arriba a la Rueda. Al entrar a la derecha, vivía don Francisco Blanco y aquí tenía una tiendecilla, Carlota la de Naranjo. Si seguimos por este lado, es donde vivían más familias: Angelica Blanco hermana de don Francisco Blanco. La plaza esta es cuadrada y sí, queda bien dibujada. En este rincón estaba el Ayuntamiento, el Juzgado y el mirador que se llama el Aguilón. Ya otra casa que hay aquí, pegando a la iglesia y a continuación, la casa del dueño del mundo. ¡Mi iglesia de mi alma
Un hombre llega desde la entrada principal. Me mira y en unos segundos se mete en su vivienda y cierra la puerta. Sigo solo. A la derecha me queda el edificio del reloj con un letrero que dice: Ayuntamiento. Al frente la puerta de la iglesia donde también puedo leer: “Parroquia de la Asunción. Hornos de segura año MCMLI”. Tiene tres escalones que se abren en semicírculo para coger toda la entrada. La puerta es de madera pintada en marrón y sujeta con algunos clavos metálicos y de aquellos tiempos.
Si entras a la iglesia, aunque la verás muy bonita, porque el pueblo ha luchado mucho, sigue siendo preciosa pero no llega, ni por aproximación, a como estaba antes de la guerra. Fue por aquellas fechas cuando se destruyeron las imágenes. Aquella iglesia es una verdadera joya. El retablo, yo he oído a personas entendidas, que era uno de los pocos que existían. Quedó destrozado, han hecho lo que han podido y lo han restaurado pero no ha quedado como estaba. ¡La iglesia de mi pueblo de Hornos!
Parece que no pero sí tengo claro lo que ahora quiero. Voy a entrar por la puerta que da paso al balcón del mirador frente al gran valle del pantano. Algo en el corazón me dice que en este punto, además de imbuirme de lleno en el núcleo de la hermana tarde que se va durmiendo por las sierras lejanas, voy a encontrarme con un buen trozo del alma que ando buscando. Lo presiento y como además lo quiero por el deseo que me crece dentro, me preparo y dirijo mis pasos para situarme en el mirador del Aguilón.
Pero en estos momentos, unos que han llegado y al parecer vienen de fuera, se me adelantan. Me paro porque, como en tantos otros sitio de este planeta tierra, ahora esta tarde y en este rincón, también quería encontrarme solo frente a lo que me da tanta vida desde su silencio. “Me espero un poco y cuando salgan, aprovecho y como la tarde se viste con traje tan especial, me asomo al balcón y la gozo al tiempo que me baño por los rincones que desde este pueblo se derraman hacia el valle”. Es lo que me digo y mientras tanto, miro como si no buscara nada por la plaza grande en la que ahora me encuentro.
Y recuerdo que hace un tiempo, no mucho, se celebró aquí la exposición de aquel novedoso zoco. Vine atraído, no sé exactamente por qué, y cuando acordé, me encontraba entre las personas que aquel día por aquí se concentraban. Música de banda, muchos puestecicos de las personas que habían venido a vender algo, personalidades, gente de fuera de estas tierras, más música y algunos que exponían cosas que rescataban de los tiempos pasados.
Recuerdo que me acerqué a un grupo de mujeres que hilaba al tiempo que explicaban, con un telar de los de aquellos tiempos. Pregunté y sí que me dijeron muchas cosas. Luego seguí dando alguna vuelta y al poco, me fui. Al retirarme descubrí que las calles del pueblo, las plazas, los miradores y hasta la carretera que llega, estaban atestadas de coches y personas. ¡Cuánta gente vino por aquí aquel día y qué satisfechos se les veía a los responsables y autoridades!
Pero yo me fui y tampoco ahora podría decir por qué. El pueblo aquel día parecía otro y con una gala que nunca había vestido. Después, este zoco se ha expuesto en otros puntos de la ancha sierra. Y ha pasado el tiempo. Varios años y ahora que, cuando esta tarde estoy solo en esta bonica plaza de la Rueda, tan venerable ella por lo que tiene sobre sus espaldas y el amor que le han dado los hijos del pueblo, lo recuerdo.
17- En la tarde silenciosa
del gran murmullo y la espera,
mi alma, cual mariposa,
pasa y revolotea
de un narciso a una rosa
y liba la pura esencia,
no de las flores del montón,
sino de la inmortal primavera.
Miro y veo que los que han llegado, salen. Me muevo y entro. Me los cruzo todavía unos metros antes de abandonar el balcón y justo ahora, despidiéndose de un muchacho que, sentando en el suelo frente al pantano y la tarde, tiene unos papeles con él y estudia. “Pues que tengas suerte y apruebes pero saldrás perdiendo porque si te vas de este pueblo al grande que sueñas, perderás el paraíso”. Oigo que le dicen los que se van. Y él les contesta: “Pero el paraíso, cuando se vive de continuo en él, deja de serlo por lo que machaca tanta soledad, tanta escasez de lo que abunda en las grandes ciudades y lo que abruma el silencio”.
Ellos ya no responden. Salen y por la plaza grande que tiene dignidad a raudales, se pierden buscando no sé qué. Y como ya estoy frente al joven, también lo saludo y por decir algo, digo y pregunto:
- ¿Qué estudias?
- Soy el guardia municipal de este pueblo desde hace unos años y, como hay oposiciones en Úbeda, me preparo a ver si tengo suerte. Vivo aquí pero soy de Baeza?
- No será tan fácil, ¿verdad?
- Estamos treinta y tantos pero claro, este pueblo...
Me asomo al balcón y aunque me siento bien, no me encuentro agusto del todo. Pretendía lo que ya dije atrás porque lo soñaba bonito y ahora... pues me digo que no es lo mismo. Miro mientras seguimos hablando y por la ladera que desde la recia pared de roca cae desde el pueblo, pasta un pequeño rebaño de ovejas. Caen ladera bajo los almendros clavados en la tierra acompañados de algunos olivos. La hierba tapiza el suelo que no es barbecho sino erial. Se ven las últimas colas del pantano por donde el río Hornos se funde con éste, reluce el sol sobre la extensa masa de las aguas del gigante y la bruma, cubre los barrancos lejanos.
18- La tarde, qué bonita
arropando mudamente
al mundo que palpita
en esta tierra mía
de ausencias y buena gente.
- ¿Y qué busca usted por aquí?
Pregunta el joven porque seguimos charlando. Le digo que intento algo parecido a un trabajo y sin saber cómo, sale el libro que ya tantos han leído.
- ¡Claro! Si lo tengo en mi casa. Lo he leído y es curioso. ¿Usted lo ha escrito?
También le digo que sí y ahora él me aclara que le gusta mucho la fotografía y que pretende hacer un bonito reportaje de las matanzas serranas. Lo animo diciendo:
- Eso se puede y además con seguridad que será interesante.
Pero lo que ahora más me gustaría y, es algo de lo que también hace un rato y, al comenzar la tarde venía soñando, aparece por la puerta escasa que da entrada al original balcón del Aguilón. Un hombre mayor, de los que ya están jubilados y siempre veo llenos de sabiduría y secretos serranos de los auténticos. Nos saluda también por romper el silencio y decir algo y antes de que lo advierta, ya estoy a su lado. Le pregunto por el nombre y me dice que:
- Me llamo Domingo García del Río, vivo en la calle de Las Parras y yo nací en la Aldea de la Garganta. Por suerte o por desgracia, se me murió mi padre dos meses antes de nacer yo. Y luego mi madre se casó con otro viudo de la Garganta. Que es encima del cerro ese.
Le digo que yo también sé dónde se encuentra la Garganta y que es, además de una aldea ya casi rota por completo porque también la destruyeron cuando aquello del Coto Nacional, el arroyo largo que nace justo en la Cumbre, donde se cruzan las carreteras que llevan a Pontones, río Madera y Segura de la Sierra. Sé
que luego ese arroyo de la Garganta, algo más abajo, roza la aldea de Capellanía
y por allí más o menos o más bien más adelante, ya se llama arroyo de las Aceitunas.
Subiendo por la carretera que lleva a la Cumbre, ya frente a la aldea de la Capellanía, se encuentra el Control. Ahora, las paredes rotas de lo que en otros tiempos fue una bonita casa junto a la carretera y una barrera que servía para cerrar o abrir el paso. En este precioso rincón, junto a un arroyo menor, corre una fuente clara, hay muchas sombras de pinos, un buen bosque de romeros y como tiene una explanada ahí mismo, por en el mes de junio, se celebra una entrañable fiesta. Es en honor de la Virgen de Fátima y hasta hay vaquillas para que los jóvenes se diviertan y también pequeños puestos donde se vende artesanía y otros productos.
Algo más arriba, por la derecha de la carretera, se alza todavía una bonita construcción serrana. Creo que se llama Cortijo de Barranco Cano y lo recuerdo con gusto porque en más de una ocasión, al pasar por esta ruta hacia las otras partes de la sierra, me he parado.
Por las tierras que le rodean, crecen higueras, ciruelos, granados y nogueras. Están abandonados desde hace tiempo y por eso se los come el sol y las zarzas además de la soledad y las cabras monteses.
De estos árboles yo he cogido muchos puñados de higos y otras frutas. Siempre con algo de miedo por si, el posible dueño de ahora, se molestaba y también con gran respeto por lo que ellos representan y conectan con el pasado y aquellos serranos primeros.
19- Te decía yo
que nuestro cortijo blanco,
el que con tanto amor
y tanto sudor callado,
en las noches estrelladas,
fuimos levantando,
ahora se desmorona,
sobre el cerro, solitario.
Así que al saber que el hombre que ha llegado al mirador, es de es zona de la sierra, me alegro y con gusto le pregunto:
- ¿Y cómo era la Garganta en aquellos tiempos?
- Pues allí me he criado yo. Luego me casé y me fui a un cortijo y desde ahí me vine al pueblo donde llevo muchos años. Y pa vivir allí, pues uno tenía ovejas, el otro tenía vacas, el otro na porque vivía de su jornal y muchos, como yo, echábamos hornazos de alquitrán, que esto tú no lo habrás visto.
Y le digo que no lo he visto pero que sí tengo noticias porque me lo han contado muchos a lo largo de esta amplísima sierra.
- ¿Pegueras se llama eso?
- Sí, las pegueras esas. De eso he echado yo muchas también. Echábamos veinte o veinticinco cargas de teas y unas veces salía una arroba por carga y otras veces menos o un poco más, según era el material, así te salía. ¿Seguimos hablando del tema?
- ¿Y por qué no?
- Pues cuando ya teníamos el alquitrán, venían unos arrieros de Segura y se lo llevaban. Pero primero ponían una contrata por to este término y hasta dos términos. Nosotros hacíamos la tea, la quemábamos y luego este señor se la llevaba.
- ¿Y os la pagaba?
- Lo que no me acuerdo es si nos la pagan a tres o cuatro pesetas la arroba.
Y aunque no te lo creas esto en aquellos tiempos era y no era dinero. Y te digo esto porque por lo menos tardábamos veinte días pa hacer la tea. Pa buscarla por tos los montes. Luego otros tres días para encañarla y que escurriera y despacharla al hombre aquel que te había puesto la subasta. El era el amo. Nosotros, enseguida que la teníamos, venía el arriero y si había veinte arrobas, se la echábamos y cobrábamos. Y seguíamos con otra ruta y luego otra.
- ¿En qué época del año se hacía eso?
- En to el tiempo pero en verano es muy malo y te digo por qué. Es que como la tea tiene tanta resina en cuanto se calienta, a partir del mes de mayo o así, te cuesta mucho trabajo. Te encuentras una tocona y como está caliente, que la calienta la atmósfera de la “vida”, pues eso pa rajarlo, es muy malo. Hachazos y hachazos y por aquí y por allí y unos cachos de tea así como la mano, otros como media mano, como una vara, según podías.
- Es que con el frío esas maderas crujen más ¿verdad?
- ¡Claro! El frío a to hace que cruja.
- ¿Y cómo acarreabais las teas?
- Pues el que tenía bestia, la cargaba y ale pa´ lante y el que no, acuestas. Ya te decía que nos echábamos al monte y si encontrábamos una tocona, hacíamos lo que podíamos. Luego otro día íbamos por otro lado y a esperar que la suerte se pusiera de nuestro lado. Corríamos to el mundo. Había menos olivos pero esto no importa por aquí no había tea. Estaba arriba, por los montes de esas cumbres. La tea era de arriba.
20- Los caminos viejos
que de niños recorrimos,
qué bellos ellos
en aquellos pasos chiquitos
y ahora, qué tristes y lejos
desde que nos fuimos.
Mientras este serrano, curtido por el sol, me va contando algunos trozos de su vida, se me viene al recuerdo cuando aquella tarde, aquel otro amigo mío me decía:
- Así que ya podemos pasar a otra cosa.
- Vamos a lo que tú quieras.
- Yo quisiera que me hablaras de las pegueras.
- Pues mira salimos por la mañana con el hacha, el azadón y las cuerdas y hacemos la carga de tea que ese menester se llama: “hacemos la tea” y que ¿cómo se hace la tea? Pues si está la tocona envuelta, se le escarba y la tocona tiene que ser de pino y da igual que sean pinos blancos o negros pero lo más corriente es el pino blanco que cuando daban una corta salían a subastas las toconas para hacer alquitrán y te decía que “traívamos” las teas y la poníamos hecha una acina en la puerta y la peguera era así un hoyo redondo en la tierra y por dentro se iba poniendo piedras y barro y se parte la tea, se hace un agujero por abajo y una cañería tapada por ahí y aquí hay un pozo que es un pozuelo en el suelo tallado.
Y cuando ya está llena de teas así partidas, se van poniendo así, un poco de tendío al tiempo que se le da la vuelta como si fuera una orza porque la peguera es igual que una orza: estrecha de abajo, ancha de arriba y luego junta la boca un poquito y cuando ya se llena de teas, se le hace así un poquillo como unas piedras para que tenga la boca un poco más estrecha y se le pega fuego y lentamente va ardiendo y por abajo sale el alquitrán aquí al pozuelo donde se le pone un tanto.
Y un tanto es un palo que se pone así y se le hacen las rayas para veinticinco arrobas, treinta arrobas, cuarentas arrobas y hasta sesenta arrobas y de ahí para arriba que daban algunas, según fuera la tea y según tenga cabida la peguera y fueran los palos.
Por el tanto, ese palo que está señalado, sabes las arrobas que tienes y es como si se metiera una rama y va marcando y se le hace decir: “Aquí están las veinticinco arrobas, al palo”. Ya como se sabe de antes, cuando llega el alquitrán del pozuelo allí, veinticinco arrobas y luego venían los arrieros y cogían aquello en las pieles con un cazo así parecido al de sacar la broza de los peces y con un cazo y un embudo llenando las pieles y alzaban las pieles y las liaban y las echaban a las bestias y te la pagaban a quince pesetas, a dieciocho pesetas, hasta siete pesetas la arroba he hecho yo el alquitrán y sé de otros que lo han hecho hasta por tres pesetas y un bocado.
Y los pegueros iban a recogerlo al monte y lo que podía dar una peguera era de cincuenta a sesenta o setenta arrobas y según era la peguera y la tea porque si iba limpia, que no chupaba luego fuego, daba más alquitrán porque el alquitrán, si la tea llevaba cáscara, se perdía mucho pero si la tea no llevaba cáscara, todo escurría y aquello daba mucho alquitrán y si tocaba mucho a la madera, ya salía menos cantidad pero normalmente dos cargas de tea, bien hechas, daba dos arrobas de alquitrán por carga y así que de treintas cargas de tea, sesenta arrobas de alquitrán y eso no era siempre exacto pero por ahí andaban las medidas y los cazos.
Y luego, los días que se tardaba en hacer una peguera, ahí se podía tardar... ya dependía de según al tío le cundiera la tea pero se podía tardar unos quince o veinte días que la primera peguera que yo hice fue por la cumbre de las sierras que miran al sol de la tarde y luego me fui más allá a una peguerilla que hay ahí y donde me salía muy bien y me hice tres hornos de tea porque la calidad del terreno también influye y eso no puedes ignorarlo.
21- La solana que mira al sol de la tarde
con su arroyo de agua clara
y su madroñera grande,
Dios me la tiene regalada
y aunque muchos siglos pasen
y caigan muchas nevadas,
nada habrá que de mí la arranque.
Donde hay mucha solana los pinos tienen mejor tea y como ahí había mucha solana a mí me fue muy bien en esa zona y yo me hacía la tea y como no tenía bestias, me la acarreaba a cuestas, me metía en la peguera y yo los iba apañando y luego le pegaba fuego. ¡Madre mí qué lucha! Al final de la temporada me quedaron quinientas pesetas y yo, me pacía que tenía un capitalazo.
Y decía yo: “¡Madre mía, quinientas pesetas encima de todo lo que me he llevado! Lo que he gastado y lo que me han llevado los arrieros”. Que me parecía que era un dineral lo que yo tenía ahorrado.
Es que casi siempre quedábamos en ras o debiendo y el que decía me ha quedado tanto, no te lo podías creer. “¡Hombre como te ha quedado tanto si yo he quedado a deber!” Pero a mí me quedaron quinientas pesetas y aquello me parecía imposible y no podía callarlo.
Pues la tea que me hacía, siempre la acarreaba a cuestas que hasta “Matauras” tengo, como se decía antes a las heridas que le salían a los burros y ¿por qué? Porque tenían mal aparejo los burros y eso me pasaba a mí. Que ya te digo, de todas las alturas de las cumbres que mira al sol de la tarde, de todos esos cerros y toda esa solana, llevábamos la tea y un día más cerca y otro día más lejos y claro que se cansaba uno de acarrear tea a la peguera porque te cargaba con un has de tea y aunque te parabas a descansar, te agotabas y era la vida dura pero se iba tirando.
Que allí mismo levantábamos un chozo y en él teníamos cuatro cosuchas para hacer de comer y una mala sartén, una talega de harina, un puñado de garbanzos y algo de tocino, si se podía y esa era la comida y una vida dura de verdad y cuando nos íbamos por el monte a montar las pegueras, hasta que no llegaba el mes señalado para el peligro de fuego en el monte, solía ser tres meses o cuatro y en tiempo de invierno no dejaban porque las teas y las pegueras no pueden ser lloviendo y menos, nevando.
Luego estuve ahí por los poyos en este lado del río también y eso no se me ha olvidado que cuando voy por ahí de excursión voy a ver la peguera y frente a donde ellas estuvieron ardiendo en aquellos tiempos, me paro y en silencio me digo: “¿Hay que ver aquellos tiempos con aquellas luchas tan llenos de necesidades y tan descalzos!”
22- Pero estuvieron granados
de la mejor cosecha
que dan los humanos
y ahora que llega
el invierno callado,
¡Cómo me alegra
tanto trigo en las manos!
Porque había muchas personas que trabajaban en estos oficios y mucha gente y lo que no he conocido yo ni lo he visto hacer, es la miera porque ahí más para acá de donde estuvo la aldea hay un sitio donde hubo una merera y según me decían, metían las cepas y el fuego estaba por fuera y eso le hacía sudar y a mí el olor de la miera me gusta mucho porque dicen que no es malo para la salud de las personas que el otro día, por ahí así me encontré yo una cepilla de enebro y la vine oliendo y me gustaba. ¡Qué bien huele eso y qué perfumado!
A estas alturas de la tarde, desde el balcón hermoso de este pueblo mío, sigo buscando y como ya sé que la vida de la sierra no se agota en un serrano aunque sí tenga dentro todo un mundo lleno de belleza, debo seguir adelante para completar lo que hoy necesito. Dejo que Domingo hable y miro cuando en estos momentos, se acerca otro serrano. Es uno de los pastores que algo conozco de otros días. Y al verlo y preguntar si alguno de los dos sabe qué es esa especie de alberca que, por la parte de abajo de la pared rocosa que cae desde el pueblo, se ve, responde diciendo:
- ¡No lo voy a saber si yo fui el que la hice! Como el dueño tenía la mitad de la tierra de esta ladera que, desde el pueblo cae hacia el valle, pues necesitó hacer esta alberca para regar. Y estuvo funcionando por lo menos quince años.
- ¿Y las ruinas esas que se ven pegadas a la carretera que sube desde Hornos el viejo?
- Ese fue el primer molino de aceite que hubo en este pueblo y era de don Francisco Blanco. Luego se puso en funcionamiento el que había por donde ahora sube la carretera y ya después, la cooperativa que hoy tenemos.
- Siguiendo por el puntal que cae desde las ruinas del viejo molino, por entre los olivos, se ven las piscinas del alpechín ¿Pero y la obra nueva que están haciendo al lado?
- Eso serán las depuradoras de este pueblo. Y la nave que se ve cerca, es una granja de ovejas.
- ¿Y los nombres de esta tierra que tan en silencio se deja besar por el sol de la tarde?
23- Los nombres serranos,
los que son como banderas
por laderas y barrancos
y por donde las veredas,
¿cómo van a morir
sin son la esencia
y el sudor blanco
de los que amaron la tierra?
- Pues lo que estábamos diciendo: si arrancamos desde lo alto, primero tenemos el Cerro de Hornos, lo que no se ve pa´ ya, las Cuevas y más pa´ ya de las Cuevas, Camarillas, Hontanares es lo último que se ve de monte, que está oculto y donde había dos cortijos, el de los Avileses que era este primero y el otro de Bañón. Por el collado ese que vuelca la carretera hacia el barranco de la Garganta, se llama el collado de los Praillos, las Calderetillas, que nos quedan por debajo del mirador de las Celadillas, el Collado de las Olivas, el Olivar que es justo donde construyen la depuradora, lo de más acá, se llamaba La Tierra Colorá.
- Y el camino que venía antes de la Vega a Hornos ¿por dónde llegaba?
- Por aquí por la izquierda ¿no ve allí un saco colorao? Ese camino era el que bajaba al Pantano. El que va por la Manguera le decíamos el camino de.... y este, Camino de Cañahunguilla y es porque más para allá hay una cañada que tiene ese nombre.
Y al oír nombre, para mí, con sonido tan bonito, la alegría se me espavila dentro. No sé qué puede significar tal palabra pero sí es cierto que una vez la oí a un amigo mío por el Cantalar, valle del Guadalquivir:
_ Mire que le diga, pues hombre, el gobierno sí puede coger un poco de aquí y otro poco de allí y tal. Pues algo es algo. ¿No? Los pinos que están malos se llaman “hunguillaos”, se puede decir “hunguillados”, es igual. Hombre, según como uno hable. ¡Ea! Pues tos esas cosas, se pueden ir entresacando los que estén más malos y los buenos se van dejando; los demás árboles van creciendo.
Quizá no tenga nada que ver una palabra con la otra pero lo cierto es que la expresión está metido en el lenguaje serrano. Puede que “hungullado” signifique eso, hundido o algo quebrado. En cuanto se me presente la oportunidad, preguntaré haber qué descubro. Por ahora, lo que sí tengo claro es que con este nombre, por la zona que recorremos desde el mirador del Aguilón, en otros tiempos, hubo unas construcciones. Al preguntar a mi amigo, me dice:
- Eran unas tinadas para el ganado que, como las cubría el pantano, las “despropiaron” y luego las derribaron. Que por cierto, en más de una ocasión, cuando venían las nubes, nosotros nos hemos refugiado en esas tinadas para protegernos de las lluvias.
Recuerdo yo ahora que los planos de esas construcciones, los que levantó la Confederación Hidrográfica del Guadalquivir cuando expropió las tierras que cubrían las aguas del pantano, los vi un día en el archivo de la aldea del Tranco. Pedí permiso y obtuve una copia, así como de otros muchos cortijos y construcciones que también se quedaron para siempre bajo las aguas del Pantano del Tranco.
- ¿Y ya no hay más nombres?
- Pues ahí donde está dando la sombra, la Haza Blanca y Umbría de Haza Blanca, de ahí para abajo la Solana de los Vallejos, por donde se ve el camino que lleva a Fuente de la Higuera, el Llano Bojal, esto que se ve todo de olivas, los Corralejos, al otro lado de las olivas, le decían la Cuesta de los Bartolos, toda esa loma que hay más para acá de las olivas, la Loma de los Adanes y frente, que da la sombra, aquello se llama la Pariera, más para la carretera que desde Cañá Morales viene a este pueblo, se ve una construcción que parece una tiná y es una casa con una piscina dentro para bañarse.
24- Los caminos serranos,
hay qué ver qué tesoros
por las tierras callados
y cuántos chorros de oro,
y de sudor y sangre,
por ellos derramados.
Lo que coge el pantano, toda esa llanura, se llamaba la Huerta del Pavo pero como ahora lo pilla las aguas, se está perdiendo, la Loma Alcanta está, desde aquí se ve ahí una rasa que blanquea, pues ahí tenemos esa loma. A la izquierda se ve relucir un poco y eso se llama el Cortijo del tío Señorito, por donde nos da el sol, más para abajo, estaba el cortijo del Chorreón. Le pusieron este nombre porque de Cañada Morales baja un chorro de agua recio y luego tiene una “catarata” muy grande. Que aquí, el pariente de aquella familia, era Ramón Robles y la Pepa, hermana de él, que era de Cañada Morales y Rufino, que es del Ojuelo, ha sido guarda forestal que ya está retirado.
Más para abajo, tú ya lo conoces, el Cortijo Gaspar, las aldeas de Hornos el Viejo, El Carrascal, la Canalica y Fuente de la Higuera con las ruinas de otros muchos cortijos que se quedaron bajo las aguas del pantano. En el arroyo este grande que se funde con el pantano entre aquellas aldeas y este pueblo, había dos molinos y dos salinas, que también las conoces. El nombre del arroyo es Cuesta de la Escalera.
Así empiezo las páginas de este librico porque es así como de verdad se fraguó, no sé cuándo ni por qué pero se fraguó y desde aquel feliz momento, no se me ha ido de la mente ni tampoco ha dejado de latir en las fibras de mi alma. Hoy por fin, después de tantos días, me pongo y doy comienzo a la redacción del librico soñado. ¿Qué cómo lo deseo? Tengo claro que no será ni una guía para turistas ni un manual de historia ni tampoco un folleto didáctico ni cualquier otra cosa parecida. Ya hay muchos artista y científicos buenos que se dedican y laboran en estas obras. Lo de mi librico, quiero que sea como una página muy personal donde recoja para mí lo que he visto y veo con mis ojos, he gustado con el alma, palpita en la sangre de mi pecho y, estando tan olvidado de tantos, es tan sencillo y bello.
Porque no sé qué me pasa pero como tantas veces he visto nítidamente el reflejo de Dios por entre las calles y las personas de este pueblo y tanto o más aún, en los paisajes que le rodean y los tonos azules que le cubren, necesito reflexionarlo conmigo mismo y, al tiempo que lo recojo y gusto, doy gracias al cielo por tan gran regalo.
Por las estrellas, el agua, los bosques y el sol,
reflejo puro de lo que Tú eres
y sencillo espejo de esta alma mía,
gracias, Padre Bueno.
Y por la primavera, la lluvia, la nieve y la flor,
y por regalo tan bello,
que no merezco, y me das,
gracias Dios, desde mi yo sincero.
DÍA PRIMERO 18-12-98
Ladera del castillo, recinto del castillo, Puerta de la Villa, plaza San
Vicente, calle Real, la Rueda, Aguilón, Barrio Castillo, fuente de la Pelota.
Este pueblo y el rincón que lo contiene
es exacto un trozo de la vida que vivo en sueño.
Según me acerco y todavía antes de cruzar el río Hornos, cayendo la tarde, se le ve blanco en lo alto de su roca y reluciendo al beso que le presta el sol. Por las paredes rocosas que lo tienen levantado como de la tierra y ofrecido al cielo, como en un presente, pues se estampan los rayos del sol color oro caramelo.
Ya en el cruce que divide la carretera para Cortijos Nuevos, le entro casi recto, desde la cañada ancha. Y como me acerco por la parte de atrás, por donde la sombra de la tarde se alarga, queda en penumbra. Lo tapan un poco primero los olivos del puntal que hay antes del arroyo del Aceitunas. Sube la carretera unos metros y al frente, por el centro del collado que aprovecha el asfalto, majestuosa y llena de encanto, aparece la enorme roca de Peña Rubia. A sus pies se alza la blanca aldea de Capellanía y más abajo, corre el arroyo de la Garganta que es donde, algo más abajo aún, se remansa la piscina natural de este pueblo mío llamado Hornos.
Varias curvas más y la carretera se acerca al cauce del arroyo. El surco de este casi río aparece sembrado de álamos que salpicados emergen rectos como si quisieran busca la última luz de la tarde. La carretera es escoltada por algunos robles jóvenes que muestran sus hojas pintadas de tonos naranjas. Los fríos del otoño y las heladas del invierno, este es el traje que les ha dejado.
Las huertas que por la derecha me quedan entre la carretera y el arroyo, pues también con las tierras aradas y esperando a que llegue la primavera. Los álamos están sin hojas, quietos y como si no se cansaran de mirar al pueblo que les saluda desde lo alto de su roca.
Y por la ladera que hay frente, según me acerco al arroyo, los olivares se muestran verdes y, por entre ellos y salpicados, algunos árboles con las hojas color oro. Queda coronado el cerro por el bosque de pinos bañado de un verde intenso y a la mitad, la sombra del rincón donde se recoge el misterioso nido de la Alcoba Vieja.
Los días del otoño o del invierno, como es el caso de hoy, son hermosísimos en estas sierras. Más incluso que en la primavera o el verano y, un poco ayuda a ello, la soledad de los campos porque la naturaleza parece que estuviera como esperando no se sabe qué momento importante. Los tonos que presenta la vegetación son muy variados y la presencia humana, los que por aquí y en los otros meses del año, aparecen devorando tierras y caminos en forma de turistas, ahora se les nota ausentes y esto ayuda a realza la belleza de las tierras que tanto amo desde lo más hondo de mi ser.
Otra pincelada positiva la ponen las personas del lugar, los que tienen aquí sus raíces e identidad, trajinando en sus olivares o con sus manadas de ovejas que como siempre, son humildes y por eso, de sus almas y corazones y hasta de sus palabras, brota tanta o más belleza que la misma tierra por la que andan. ¡Qué grandes son ellos y cómo me gustaría quedarme entre sus cosas y casas para siempre! Y lo digo, porque a ellos sí los considero con suerte o más bien, expresamente amado de Dios. Son los humildes de la tierra y por eso, los verdaderos ricos antes Dios, que es el único que concede la vida en la región de la eternidad.
Remonto la cuesta y en la primera curva me encuentro escarcha. Han bajado las temperaturas y aunque son las tres de la tarde, por estas alturas y en la umbría, hace frío. Voy ascendiendo hacia la primera gran curva y al mirar, no veo con claridad las casas del pueblo. Tengo el sol de frente y por eso me lo deja en sombra por completo. Pero es bonito cuando por aquí se sube y se le descubre en todo lo alto, señorial, dominando y en su silencio, tan cuajado de verdad divina.
Trazo la curva donde hay una gran roca y por la derecha ahora y, mirando hacia Peña Rubia, me quedan algunos álamos sin hojas. Zarzas también ya muy apagadas en su verde, algunos endrinos con sus ramas desnudas y los majuelos repletos de bolitas rojas. Los rosales silvestres se mezclan con las zarzas y los robles destacan por sus tonos dorados al fundirse con los olivos que sí tienen sus hojas cuajadas de verdes relucientes.
En esta segunda curva que es donde, por la izquierda, se aparta el camino que lleva a la piscina natural del arroyo de la Garganta y al rincón de la Alcoba Vieja, a la izquierda y al frente, se ve Cortijos Nuevos muy hermosamente extendido en la gran llanura repleta de olivares y más a lo lejos, las colinas de las preciosas sierras de Beas. Placenteramente recorridas tengo todas esas sierras y hondamente guardadas en mi corazón por la cantidad de emociones dulces que me han transmitido. ¡Dios mío, cuánto es lo que yo quiero cada metro y cada planta, junto con los arroyos y las fuentes, de estas preciosas sierras tuyas! Y ahora ya sé que ese amor me nace de dentro, precisamente, porque Tú los has puesto ahí y, al mismo tiempo, me das la sensibilidad para que te reconozca en el espejo de la naturaleza que me regalas.
1- Cuánto me hieren dentro
estos rincones bonitos,
gritándome siempre de Ti
y dándome siempre tu beso.
Y también en esta curva y al frente, se me aparece el pico del Yelmo, sobresaliendo gigante como si quisiera irse al mar azul oscuro que le arropa. Giro en la curva y ya voy de frente al pueblo que esta tarde, una vez más, me reclama amorosamente. Se me cuela el sol de la tarde frontalmente y casi me deja ciego como si pretendiera ocultarme la belleza del rincón que vengo buscando. Aguanto unos segundos con el corazón impaciente y me digo que enseguida voy a pisar tierra y a tocar con mis manos lo que tan amable sueño.
Por entre los rayos blancos e intensos del sol que desde el horizonte cae, observo la robusta figura del castillo clavado en todo lo alto. Es como una silueta recortada y por eso no tiene color, visto desde aquí y a estas horas de la tarde. Las casas que cuelgan y se asientan sobre las rocas, también se me presentan todas recortadas en una silueta incolora por el sol que le da desde el lado del poniente y la sombra que les cubre por el lado que llevo.
A un lado y otro de la carretera, según se entra al pueblo, árboles sin hojas. Por la derecha, la figura de una nave grande y recuerdo que aquí estuvo aquella fabrica de aceite que María Muñoz me contó y quedó recogida en el Libro del Soto de Arriba. Leo un rótulo pintado en las paredes reconstruidas no hace mucho y descubro que ahora este recinto es un almacén de bebidas modernas. Qué paradoja.
Algo más adelante, ya las primeras casas del pueblo: panadería Chispas por la izquierda y ahora recuerdo que hace algunos años, al pasar por aquí, le hice una foto a la niña que jugaba con la abuela. Se la mandé unos días más tarde y cuando otras veces volví, al pasar, siempre llegué a comprar pan. Ocurre en la vida que a veces uno quiere ser reconocido al menos por la satisfacción de sentirse más cercano. No me sucedió a mí esto y ahora lo recuerdo.
Por la derecha me queda la casa de un amigo mío y que también María menciona en el libro. Ya aparece la ladera que cae desde el castillo y se le ve toda vestida de verde a pesar de lo poco que ha llovido este otoño-invierno.
En la misma curva, donde la carretera se divide para irse hacia Pontones y para meterse en el pueblo, dejo el coche. Es este el collado que tanto y desde tanto tiempo, me tiene fascinado. Cuando en otros tiempos lejanos, por aquí ni existían casas ni carretera, la espesa hierba chorreaba desde este collado para un lado y otro y aquello sí que era un cuadro dulcemente bonito. Un paisaje que se mostraba como el broche que cerraba o abría la puerta hacia el gran valle del edén real.
Son las tres y veinte de la tarde. Me vengo por el paseo de escalones y rellanos empedrados con bolos del río. Es una subida nueva, en forma de paseo moderno, que por este lado, lleva a las ruinas del castillo.
El pórtico de entrada son dos pilares en forma de paredes solitarias, una de piedra y la otra de ladrillos. Se arranca desde la misma carretera y luego empieza a subir como en un camino de unos tres metros de ancho. Lo forman escalones de piedra de granito tallada y luego rellanos largos con piedras muy bien puestas en el suelo. No hace mucho que construyeron este paseo camino. Le pusieron luces y quedó muy bonito. Pero como las luces las trabaron en la misma pared de piedra que va limitando el camino y, que no tiene más de medio metro de alta, ya están todas rotas y hasta con las bombillas arrancadas. Y para mí me digo que la pretensión fue buena aunque no haya resultado lo que se esperaba. ¡Una pena porque el pueblo se merece vestirlo de oro!
Me tropiezo como en una plaza que no lo es porque parece que fue construida para que sirviera de mirador. Tiene sus farolas y son bonitas. La recorro brevemente y lo que más me gusta en la vista que desde este punto se abre. Queda colgado frente a la ladera por donde sube la carretera y surcaba el camino que venía a la Puerta de la Villa.
Por las rocas que sobresalen en lo más alto de este cerro, las que sirvieron de cimientos al viejo castillo, por el lado este, forman algunas covachas. Un perro ladra amarrado a su soga y refugiado en una de estas covachas. Remonto despacio para irme empapando de la belleza que tanto ansío y el camino que piso, se me refleja en lo más hondo del alma. Me lo voy encontrando solitario, reluciente en su construcción moderna pero además de con las farolas todas rotas, como desusado.
Y claro que pienso en aquello viejos y ásperos caminos que los serranos hacían a ir de un lado para otro con sus burros y mulos cargados de leña, trigo, aceitunas o piedras para construirse sus casas. Se han roto, se están rompiendo casi todos y no es porque resulten falsos o extraños a estos lugares, sino porque ya no hay quien los use. Pero aquellos caminos sí nacieron desde dentro, desde la necesidad de seguir en la tierra porque se era de ella y no por capricho ni para presumir de nada y menos de modernos. El valor real de aquellos caminos, los serranos y la sierra entera, estaba y está en ser lo que son sin complejos. Porque lo que distingue y hace único frente a la masa y lo impersonal, arrancan desde dentro y es incompatible con la imitación de las cosas de fuera.
A unos metros en mi recorrido, el paseo se divide en dos. Uno que se echa para abajo y va buscando como la entrada a la Puerta de la Villa y el otro ramal que se viene por la parte más alta, agarrándose a la ladera para remontar hasta el castillo. No dejo de ver, en todo momento, las pantallas de luces que por aquí pusieron. Todas rotas. Ni una sola sana. A lo mejor si se hubiera ideado otro estilo habría dando mejor resultado.
Traza una curva y sube ahora hacia el rellano más alto como dirección a la carretera que lleva a Pontones. Al llegar, no a lo alto total, tiene como un descanso. Por unos segundos me paro y observo. La tarde es limpia y el viento duerme sereno. Brilla el azul del cielo y el silencio parece como si tuviera su cuna en las casas del pueblo que voy a recorrer. Y más que cerrarme puertas, lo que hace es gritar amorosamente para que me convenza que lo mejor es lo que los dos sabemos.
Continuo y ahora cuento los escalones que hay entre rellano y rellano. Uno, dos, tres, cuatro cinco y seis y luego otro rellano o escalón más largo. Los siguientes trancos construidos de piedra de granito, son más y los siguientes menos. Dependiendo de la inclinación de la ladera, ha sido necesario construir más o menos escalones entre rellano y rellano.
Recuerdo yo ahora que cuando otras veces subí por aquí mismo al castillo, lo hice pisando una estrecha senda de tierra. Y si era en primavera, tapizada de hierba con sus flores silvestres. En algunos de estos descanso naturales que ofrece la ladera, casi siempre había un burro amarrado a su soga que al verme se quedaba fijo en mi y hasta rebuznaba. Tenía su montón de paja y toda la tierra repleta de hierba. Recuerdo yo esto tanto que no se me olvido porque además resulta entrañable y bonito.
Mi camino ahora tuerce para atrás y parece que ya quiere entrar por las puertas del castillo. Sigo contando escalones mientras avanzo y descubro belleza en la tarde dorada. Antes de remontar por completo, se pega a una pista de tierra que le entra por el lado izquierdo y viene acompañada de una acera que también han construido no hace mucho. Arriba y al frente, resalta la valla de un pequeño campo de deportes. Desde lo alto lo veré mejor.
No ha coronado y ya se termina la calle, paseo ancho en forma de camino recogido entre dos paredes de piedra y con las luces todas rotas. Continua la senda casi pista pero ya en pura tierra aunque sí están clavados en la tierra los adoquines de granito que sirven de escalón entre rellano y rellano. Pero deja de estar empedrado.
Antes de entrar por la pequeña puerta que la muralla del castillo me ofrece y todavía se conserva casi perfecta, echo una mirada. Lo que me ha quedado atrás abajo, pegado a la carretera de alquitrán que llega al pueblo, es un bloque de construcciones entre las que se encuentra la panadería, la casa de mi amigo, otras dos o tres casas más por donde está la discoteca, el edificio donde estuvo la Guardia Civil que ya no, otro edificio pequeño que sirve de escuela y antes, durante un tiempo, fue el ayuntamiento.
Por el lado de la ladera que sostiene la carretera que llega, se ve el edificio del reciente almacén de bebidas, un camino que desde ahí viene hacia la Puerta de la Villa por donde avanza una muchacha con su haz de leña acuestas, algunos árboles sin hojas porque el invierno se las ha arrancado y por debajo de las rocas que caen desde el castillo hacia este lado del pueblo, adivino los antiguos lavaderos recogidos a la sombra de la tarde, tapizados de hojas ocre que los árboles han soltado y la hierba colgando desde las rocas y cubriendo la tierra.
Sigue ladrando el perro que se guarece en la covacha de las rocas. Me acerco a la puerta abierta en la muralla y antes de pasar, me detengo frente a la rechoncha roca que por el lado de la derecha, sobresale cayendo un poco, de la misma muralla. Es un peñón tremendo y entre las grietas clavan sus raíces muchas matas de hierba. Una de ellas es típicamente rupícola y hasta tiene florecillas color rosa blanca. Cuelga en forma de maceta y claro que de una forma natural, adornan la dureza de las rocas y joya de esta pequeña cumbre.
Siento los cencerros de una manada de ovejas y esto me despierta el interés.
Si tengo tiempo, esta tarde me saldré del pueblo y me iré con algún pastor para que me cuente cosas. Creo, para mí, que ellos tienen los mejores tesoros de estas tierras aunque no sean conscientes ni lo sepan.
Arranco y entro por la puerta de la muralla y nada más pasar al otro lado, el camino de tierra, queda encajonado entre dos paredes naturales de piedra y roca dando lugar a una especie de trinchera. Sólo unos metros tiene este tramo del camino y enseguida sale al frente el depósito del agua. Claro que está bien que lo
construyeran en lo más alto de este cerro por aquello del nivel para que las aguas, por su propio peso, vayan a todas las casas.
Lo rozo por el lado izquierdo y mientras me distraigo oyendo caer un chorro de agua a la piscina del depósito, me acerco al burro blanco que por este lado me encuentro amarrado a su soga. ¿Cómo se llamará este burro? Su dueño seguro que vive en el pueblo, cosa que no dudo pero ¿un burro en estos tiempos?
Por el lado derecho del depósito, remonto a lo más alto de la roca que me venía quedando también por la derecha según entraba al recinto del castillo. La tierra tiene mucha hierba. Es donde se encuentra el burro amarrado que me mira como si esperara algo. Lo llamo, le hago una foto y me asomo a todo lo alto para observar algo más.
Estoy situado justo frente al Adarve, la parte superior del muro de una muralla por donde se levantan las almenas. Y en este caso, es el lado de la muralla que desde lo alto cae hacia la Puerta de la Villa. Y ahora recuerdo que la niña Mary, por aquí tiene muchos juegos desparramados. Ella todavía los sueña y con emoción los cuentas para ver si de este modo no se quedan tan perdidos en el tiempo.
Entre tantas cosas, este pueblo sí que es un gran mirador hacia todas las direcciones. Si me pongo dirección norte, a lo lejos y frente, me quedan las llanuras por donde se extiende el pueblo de Cortijos Nuevos y más allá, las sierras de Beas y si ahora giro para la derecha, me tropiezo con el barranco del arroyo de las Aceitunas que es por donde sube la carretera y coronando, la gran porción de sierra, casi todas laderas cubiertas de olivos en las partes bajas y de pinares en las más altas. Son estas laderas las que chorrean desde el Pico Yelmo que corona grandioso, vestido de blanco en la cara de las partes más elevadas de sus cumbres y teñido de ocre y verde oscuro, en sus laderas según caen hacia Hornos o las aldeas del Ojuelo y el Robledo.
Y si me vuelvo hacia la izquierda, sin que todavía haya dejado completa la visión por la derecha, me tropiezo con las casas del pueblo, aquí casi a mis pies y durmiendo en su dulce silencio. La visión es más rica pero la voy a ir dejando para sus momentos concretos, porque ahora lo que me interesa es lo que tengo justo a mis pies y cae en picado. Veo con claridad la ladera que acabo de recorrer y ahora desde la distancia próxima y la experiencia inmediata, me vuelvo a decir que es bonita la construcción que por esta ladera han pretendido pero...
Por una pequeñas pista que viene desde el almacén de bebidas hacia la Puerta de la Villa, sigo viendo a la muchacha con su haz de leña. Tampoco es como lo de aquellos tiempos pero se parece y hasta resulta nostálgico en estos momentos y pueblo.
Como estoy en lo más alto, si miro hacia el rincón de la Puerta de la Villa, queda por completo en picado bajo mí y desde ese punto para abajo y hasta la carretera que sube, toda la extensa ladera se cubre de hierba. De entre ella surgen algunos almendros sin hojas ni fruto y algunos olivos que les dan compañía. En la tarde y el momento, cualquier detalle o rincón, llenan el alma de paz y de gozo. Es excepcionalmente bello este pueblo blanco. Y me digo ahora que no hay que buscar ni días concretos ni horas puntuales. Cualquier día del año y a cualquier hora del día, este Hornos pueblo querido, revienta de belleza natural.
Por la ladera esta que tengo antes mis ojos, chorrea la sombra de la tarde y por esto parece todavía más umbrosa y húmeda y de verdad lo es. Aúlla ahora el perro que mientras venía subiendo, me ladraba. Por la pista de tierra que viene desde el almacén de bebidas, en un cruce, se ve a otro burro también color ceniza que come hierba tranquilo.
2- Tú Platero, mi burro blanco,
Cuando yo me muera,
¿Quién te dará el cariño
que yo te he dado
y quién te llevará a la hierba
de los frescos prados
o recorrerá sentado
sobre tu lomo de plata,
los caminos de nieve y barro?
Platero, mi buen amigo,
¡Qué solos, unos y otros
nos vamos, sin querer, quedando!
La tarde sí que es bonita y con tantos olivares chorreando desde las laderas. De entre ellos sale algún chorro de humo de las lumbres que los aceituneros tienen encendidas para quitarse el frío de las manos y pies. Por eso, y ya lo vengo notando desde el primer momento, las casas y calles del pueblo, parecen solitarias. Ni se ve a nadie ni se oye la voz de ninguna persona. Y la tarde es bonita como pocas tardes se puedan soñar. Desde este punto atalaya del pueblo recogido, la tarde es más bonita de lo que se puede decir. La tarde, como tantas por estos paraísos de la sierra, es bonita y transparenta la luz de lo eterno.
3- La tarde me chorrea silenciosa,
oculta a los ojos de los humanos
y me empapa en lo más hondo
con el beso del Dios amado
y la esencia de este pueblo,
¡qué dulce me da su abrazo!
Quizá por esto ando por aquí y estoy buscando aunque casi nadie tampoco lo sepa y ni yo tenga certeza de encontrar lo que de verdad deseo. Mirando desde lo alto de este espigón, que es el más elevado del cerro donde se alza el castillo, a las casas y las calles acurrucadas en su rincón de ensueño, se les notan silenciosas o como esperando y por eso sé que no están sin vida.
Por lo alto de las casas que, por este lado del cerro y desde los peñascos del castillo, se recogen en la plataforma que la gran roca tenía, a lo lejos, descubro la blancura de las aldeas de Guabrás, el Tóvar y el Majal. Pero si me vengo más cerca sin perder esta dirección, aquí mismo me queda la pared de rocas naturales que por este lado presentaba la peña y ahí, a sólo unos metros de donde estoy, adivino la Puerta de la Villa. No la veo porque me la tapan las casas pero por ese estrecho tallaron la entrada y ahora queda recogida entre las paredes de las reconstruidas viviendas.
Los tejados de las casas brillan al sol de la tarde, unos con sus tejas color caramelo, otros con ellas más negras y alguno fabricados de uralita. Recorro el cuerpo del pueblo y me digo que un poco en el centro me quedan las cuatro calles más importantes o al menos más largas dentro del núcleo soberano de este ensueño: calle Real, calle de Enmedio, calle Alta y calle de las Parras.
En la calle de Enmedio, vivió un señor que fue el primer médico que yo conocí, don Francisco. Luego después, el médico se trasladó de casa y en esta misma vivienda, tuvo el comercio Paco Lozano. Que anteriormente lo había tenido aquí: en al calle Real, en la misma esquina de esta otra calle.
Más a la izquierda, sobresale el macizo de la iglesia con su torre que remonta por entre todas las casas y por eso se aprecia bien, lo vieja que es. En su parte más alta, tiene muchos trozos rotos. Por un hueco se ve el reloj del Ayuntamiento y de los tejados, pues las chimeneas sobresaliendo y el humo manando de ellas.
4- ¡Qué cuadro, Dios mío
y qué regalo
y que yo,
no tenga palabras
para expresarlo!
Durante un rato más, me empapo de la visión dulce que desde este punto me ofrece el pueblo y su entorno y ahora me muevo para seguir con mis paseos en esta vivencia profunda y personal. De nuevo rozo al burro blanco que me ha dado compañía durante unos segundos como si alguien no me quisiera dejar tan solo y ahora que lo despido, advierto que este animal es muy bonito y además reluce de tan gordo.
Bajando por la ladera del cerro que sostiene al castillo, el Adarve queda a la derecha. Aquello era otro corte de rocas que había allí. La continuación de la muralla que venía por la Puerta de la Villa. Desde la muralla hacia dentro, allí había un terreno que entonces no tenía casas. Un descampaillo no muy grande y era donde jugábamos los chiquillos también, siempre teniendo cuidado de no acercarnos al Adarve, porque aquello era peligroso. Allí se mató un chiquillo. Se cayó por aquel despeñadero. Y ya te digo, lo único importante que había por aquí, era el Adarve. Por la ladera y más para el lado de la Puerta Nueva, eran casillas a manta, de gente modesta pero todas buenísimas y ya, el desfiladero del Adarve.
dejo al burro amarrado a su soga, comiendo la hierba que le ofrecen los puñados de tierra que se retienen entre las repisas de las rocas de este cerro y busco el camino que me ha dado entrada al recinto del castillo. Rozo otra vez el depósito de agua con su rumor de chorrilo limpio cayendo dentro y avanzo pretendiendo entrar a las partes más reales de esta fortaleza. Se me presenta de frente la recia muralla pero tiene un roto no natural sino que en alguna época alguien debió abrir y por él me cuelo porque es por aquí por donde discurre la estrecha vereda.
Antes de entrar, según subo un poco, descubro la tierra que se presenta como esponjosa y con pequeñas grietas. Es la escarcha que por la noche fragua sus cristales en esta humedad y, al derretirse durante el día porque el sol la calienta, deja sus huellas talladas en la tierra. La humedad es tanta que hasta se forma un poco de barro pero se puede subir sin problemas. Entro por el portillo de la muralla y miro como si deseara encontrar no sé que misterio.
Ya conozco un poco el recinto y las ruinas de este castillo. En otros tiempos, hace muchos años, los recorrí en un distraído juego que, pasado los años, tampoco he podido olvidar. A la izquierda me saluda, alta y robusta, la que dicen es torre del homenaje. Por la derecha me escolta un trozo grande de muralla todavía con las misma piedras de aquellos primeros tiempos porque este panel no fue reconstruido y entre el caminillo que recorro y este cuerpo de muralla, la construcción como de unas piscinas que seguro serían deposito de agua o algo parecido.
Ya enseguida aquí, las rocas peladas que por supuesto, todas caían dentro del recinto del castillo. Por este lado, que es por donde se pone el sol, me asomo al otro rincón del pueblo. Es esta la parte más moderna y por donde ahora discurre y entra, hasta su corazón, la carretera.
A mis pies queda un bloque de casas ya levantadas fuera del recinto de la muralla natural que forman las rocas sobre la que se asienta el pueblo. También se salen de la muralla que ofrece el viejo castillo. En los tiempos que fueron construidas ya no se necesitaba protección contra los enemigos, como pasaba en los momentos del primer pueblo.
Miro casi en vertical porque estoy en el filo de la roca y descubro las paredes de lo que ahora es un hotel, El Mirador. Por su puerta avanza la carretera y algo más adelante, se abre la roca en forma de arco que fue tallado a base de barrenos para que por aquí entrara esta carretera al viejo y noble recinto del blanco pueblo. Justo ahí mismo descubro el que yo llamo mirador de la espera. Un precioso balcón frente a mágico valle que ahora cubren las aguas del Pantano del Tranco. Y justo ahí es donde hubo una gran roca, cuando todavía no habían construido las casas que hay ahora. El Calvario es como se llamaba ese rincón. Tampoco esta tarde, ahí encuentro a los mayores sentados, paseando o simplemente mirando a los que entra o salen.
Por este lado, se escapa un trozo de muralla de donde sobresale una torre hacia las aguas del pantano, perfectamente recortada contra ellas y desde ese lado, iluminada por el sol que cae sobre la Sierra de las Lagunillas, mucho más allá del pantano y ya en los términos de Santiago de la Espada. De ensueño el cuadro pero triste por no sé que razón. Así lo siento y así lo digo.
5- La tarde que rueda
y el sol que la baña,
eres Tú que llegas
y desde las montañas
cubres con tu esencia,
las tierras amadas
que son lejanías
y trozos del alma.
Ovejas que se sienten balar por este lado del pueblo y sobre las tierras de la ladera por donde se escapa la carretera que, desde este rincón, lleva a las aldeas de Hornos el Viejo, La Platera y el Carrascal. Justo por donde esta carretera sale de las nuevas casas del pueblo, se ven las ruinas de aquella vieja fábrica de aceite, según me dijo María, propiedad de don Francisco Blanco. Desde la distancia adivino las zarzas comiéndose sus paredes derruidas y la hierba creciendo por entre las piedras. Por ahí mismo y algo en la ladera que sube hacia el mirador de las Celadillas, veo a un pequeño rebaño de ovejas pastando. Se oyen sus cencerrillas y el balar de los corderos. ¡Qué no guardará en su silencio este pequeño rincón que es justo por donde el viejo camino que subía de la Vega de Hornos, entraba al pueblo!
Justo debajo de mí, tengo un techado de uralita. Cubre a una humilde construcción que metieron casi a presión, en el hueco de las rocas que sujeta a la muralla del castillo y la misma muralla. La economía del espacio encima y alrededor de esta gran roca, cimiento del pueblo, obliga construir en cualquier resquicio si es que no se quiere salir por las tierras en que van las casas que ahora llaman “Nuevas”.
Desde el collado, justo por donde pasa la carretera que llega y se va, rebosando para un lado y otro. Me enteraré yo más tarde, que en ese delicioso collado, estuvieron todas las eras en aquellos lejanos tiempos. Dentro de un rato tocará hablar de eso.
Bajo las uralitas de esta construcción contra las rocas y muralla del castillo, se mueven unas cabras. Al verme en lo alto, me miran y balan. ¿Qué quieren o qué me anuncian? Tres perros también refugiados ahí mismo pero en su casucha particular, me ladran sin saber a dónde mirar. Me notan pero como estoy totalmente en todo lo alto, no me ven porque tendrían que volver su cabeza hacia las estrellas y por ahora no lo hacen.
En el centro de estas sencillas pero curiosas construcciones, crece una noguera. Es grande y su tronco se presenta grueso pero como estamos en invierno, no tiene hojas. Seguro que en primavera y verano, la sombra que esta noguera da, cubre y llena de fresco a los animales que en el corral se refugian. Así son las cosas de este pueblo y mira qué bonitas aunque sean humildes y tengan su pincelada de escasez. Esto último me duele porque lo sufren las personas más buenas de la tierra sin culpa ninguna pero lo primero, me gusta y hasta me consuela porque anda entre lo que es más real y auténtico.
6 - La noguera verde
que adornó mi huerto,
solitaria se mece
al pasar el viento
y pálida se le ve
frente al invierno,
en las tardes brillantes
de mi recuerdo!
Siguiendo por esta ladera hacia la cuesta por donde he subido, me tropiezo con lo que ahora son los campos de deporte. En aquellos tiempos, ahí estuvo el cementerio. Por ahí cerca construyeron una tiná para el ganado y ahora, pues ya se ve. Sólo el cementerio y, lo demás, hierba y abajo, el collado de las eras, es lo que en aquellos tiempos había por aquí.
7- En el cementerio viejo
los niños jugaban
a saltar por la tapia
y en la tumba del abuelo,
los niños ponían
amapolas blancas
con trozos de cielo
y estrellas de plata.
Sigo mirando, como si no tuviera prisa y sí la tengo porque la tarde, en estas fechas, no se alarga mucho y mi sueño es ambicioso, y lo que ahora reclama mi atención es la carretera que desde las casas nuevas, sale para el pueblo de Hornos el Viejo. Y caigo en la cuenta que María José, estudiante en la Safa de Úbeda y vecina de este delicioso pueblo, me decía hace unos días:
- Pues esa carretera que en tu librico de las ocho rutas literarias, describes como pista de tierra con muchos baches, ya está asfaltada.
Me sorprende la noticia y por esto pregunto:
- ¿Cuándo ha sido, porque no hace tanto que estuve por allí?
Y ella:
- Poco tiempo hace.
Por eso ahora quiero yo aquí dejar claro que la ruta que en ese librico se describe como pista de tierra, ya no lo es. Se escribió unos meses antes y resulta normal que las cosas cambien y en este caso, me alegro. Las personas que viven en las aldeas antes mencionadas, tienen derecho a tener una carretera buena para entrar o salir de su rincón. Aunque también digo que algo bueno se pierde detrás de cada paso hacia el progreso y ello, se debería retener en algún sitio o lugar para que nunca se quiebren los eslabones de la gran cadena. Cada granito de arena tiene su importancia aunque pertenezca a siglos pasados y parezcan que ya no hace falta porque son otros tiempos. Quizá por esto, el cambio que se ha producido en mi librico de las ocho rutas, siga así para siempre. Lo que era tenía su valor y lo nuevo, pues ya veremos.
Sigo mirando a esa carretera por donde me tendré que ir algún día de estos para saborearla con su nuevo firme y salir desde el pueblo e ir por ella, veo a varios jóvenes. Y lo que enseguida me digo es que no todos, esta tarde sábado, están en el campo recogiendo aceitunas. Claro que también sé que de este pueblo al menos tres personas son estudiantes en el colegió y pueblo que atrás mencioné. Ellos tienen que preparar sus trabajos y por esto, puede que sacrifiquen la recogida de las aceitunas, al menos algunos días.
Se ve, al fondo el pantano. Precioso por lo lleno que se muestra y lo que al caer la tarde, reluce por el sol que lo besa desde el horizonte. Pero como es contra luz, se le ve más bien en un tono gris apagado. No tiene colores como otras veces e igual le sucede a la sierra que le corona por el lado del poniente y a los valles que, desde las aldeas de Hornos el Viejo, La Platera, el Carrascal, la Canalica y Fuente de la Higuera, caen para donde se remansan las aguas, valle perdido para siempre.
8 - ¡Qué bonito era mi valle
y las flores blancas
de los almendros, al aire,
bailan que bailan!
¡Qué bonito era mi valle
por las mañanas
y por las tardes,
siempre arrullado de fuentes
y verde su traje
como las hojas claras
del cerezo grande.
Continúan con sus ladridos los perros porque me siguen sintiendo en lo alto de ellos, sobre la roca de los cimientos del castillo y sólo enturbia el silencio de la tarde, el balido de las ovejas y al ruido de algún tractor que va regresando del campo. Por entre la carretera que va a Hornos el Viejo y la que sube a Pontones, las dos en la ladera que cae desde el Mirador de las Celadillas, descubro como un trozo de carril nuevo. Arranca desde las casas y se le ve con un acabado bueno pero no va a ninguna parte. Me extraña y por eso me pregunto que qué será. Lo consultaré haber si lo descubro.
Prescindo de los ladridos de los perros que de verdad se han puesto nerviosos y me muevo hacia la torre grande saltando por lo alto de las rocas redondeadas. Son unos pedruscos tremendos y ahora caído en la cuenta que este cerro, es casi exclusivamente una pura roca. El cerro Hornos por mi derecha y muy elevado y lleno de monte y cayendo hacia el pueblo, el collado por donde pasa la carretera, luego esta mole rocosa donde levantaron el castillo y como a esta repisa le quedaba un rellano por el lado que da al río, ahí construyeron el pueblo y a continuación, viene el precipicio de las rocas que quedan perfectamente clavadas sobre la ladera y alzadas del valles por donde corre el río cuando el pantano no estaba o, en todo caso, cuando no se encuentra muy lleno.
Y claro que lo entiendo: algo así como si la naturaleza, y en ella Dios siempre presente, primero hubiera preparado los cimientos reales, mágicos y duros y además, caprichosamente y luego dejara que los hombres llegaran y levantaran sus casas. En la mejor y más linda plataforma que nunca se ha dado en el mundo entero. Y por eso yo decía antes y digo y seguiré diciendo que todo surgió como de la fantasía de un sueño y ahora lo sigue siendo, aunque tenga su matiz humano por el dolor que a veces en la vida existe y la dureza que la lucha diaria, tiene.
Pongo mis pies sobre las rocas que sobresalen en lo más alto del cerro y sin saber todavía hacia dónde irme ni qué buscar, me acerco a la gran torre del homenaje. Voy ahora saltando dirección al pico Yelmo que lo veo allá a lo lejos, coronado en estos momentos por el mismo cielo azul de hace un rato pero más bonito porque está enjoyado por varias nubes blancas. ¡Qué majestuoso rincón donde este pueblo se alza y rodeado de tan lujoso escenario!
En los rellanos que dejan las rocas de la cumbre del cerro que piso, fue donde levantaron la robusta torre del homenaje, lo más singular de este castillo misterioso y bello, no importa que roto. En los tiempos estos, los castillos son como adornos y no como antes. Aunque sí representan eslabones en la cadena de la historia y del tiempo pero una cosa es lo que la naturaleza transforma en su ciclo natural y otra, lo que los humanos emprendemos.
Me paro en la parte más alta y durante un rato miro de frente y a pocos metros, a la gran torre. ¿Qué busco? ¿Qué me gustaría que me dijera ella? ¿Qué oculta en su mudez de piedra fría y sus carnes color caramelo? Me acuerdo de aquel juego de la niña rubia de otro pueblo cercano, en aquellos tiempos mágicos y de aquel otro juego de la otra niña que subía desde la Vega de Hornos y con sus primos, corrían y jugaban con aviones de papel y al miedo, por entre las paredes de este gigante durmiendo. Pero ¿y antes de estos juegos?
9 - La niña risueña
juega y sonríe,
el viento la besa
y el cielo le dice:
¡qué niña esta
que tanto juega
olvidada del mundo
que a su lado brega!
Sigo moviendo mis pies y por el lado del pueblo, rozo la pared de la gran torre descubriendo que hay otra más hacia el Yelmo y justo en el mismo paño de muralla que de esta grande sale. En este trozo de muralla es donde se abre la primera puerta que atravesé hace un rato cuando entraba al recinto de este rincón pétreo.
Por unos segundos me paro y al ver el cuadro que forman las dos torres con su trozo de muralla, el telón del cielo azul al fondo y la figura bonita del Monte Yelmo, me decido y hago una foto. Esta para el recuerdo de la tarde y el blanco momento y que así mi alma se quede por aquí para siempre aunque sólo sea en el deseo, es lo que me digo.
Y ahora se abren más mis ojos y descubro que mirando hacia esta dirección y sumando a estas torres, todo el entorno de lo que hacia el horizonte se pierde, se le ve mucho más grande de lo que a dos pasos parece. Es muy alta esta torre y la muralla que la protegía. El trozo de muralla que hay por el lado de las casas del pueblo, no fue reconstruida. En cambio, el trozo que desde la torre grande se va hacia la torre chica y sigue avanzando hasta la puerta que me ha dado entrada, sí fue reconstruida pero tampoco terminada.
Lo del castillo, todo es lo que ha sido siempre. Esto era una fortaleza que antes, se encontraba más deteriorado porque llevaba ya mucho tiempo sin que lo hubieran restaurado. Y claro, pues las cosas, si no se arreglan, se van hundiendo pero después parece ser que se han preocupado un poquito y eso es bueno. Si no lo ponen conforme estaba, por lo menos procurar que no se rompa más. De alguna manera, lo han cuidado.
A los otros chiquillos les gustaba, con los tirachinas, tirar chinas y piedras a ver quién llegaba más lejos. Pero por debajo del castillo, pues no había nada más que las eras y el cementerio.
Avanzo ahora hacia la torre para volverme para atrás ya que por ahí no puedo seguir y salto por las rocas. Rozo otra vez la pared de la enorme columna y al ver el lado de la sombra, me digo que podría entrar por aquí y subir los escalones que llevan al trozo de muralla antes mencionado. Me digo esto y justo enseguida decido que voy a entrar y ver, para recordar también aquellos días de los juegos de las niñas encantadas.
Es un rincón que se recoge entre la torre grande, el trozo de muralla que fue reconstruido y la segunda torre que es punto y final en el tramo de muralla que da al collado donde ahora nace este pueblo. Por el lado de la sombra de la tarde, se pegan los escalones, en pura roca tobácea y todavía tal como los pusieron en aquellos tiempos primeros, voy dejando caer mis pies. Tres o cuatro escalones remonto dirección al cerro Hornos, giro para el Yelmo, remonto otros tantos y ya estoy como en una repisa que la muralla tiene por el lado de dentro. Por el lado que mira al collado del pueblo, todavía se alza la construcción de la muralla casi más de un metro.
Era esto un mirador para asomarse a ver lo que por el collado ocurría. A lo largo del muro completo del recinto va este pasillo y muere justo al llegar a la torre menor. Mientras avanzo voy viendo los campos de deporte que hace un rato me dejé junto al paseo que subía. Por la carretera que va a Pontones dos mujeres suben paseando a un niño. Y por lo demás, todavía en su profundo silencio, el pueblo a un lado y otro.
Me asomo al hueco que es como una ventana frente a las tierras de Cortijos Nuevos. La visión se presenta ahora más grandiosa, con todo el pueblo en primer plano y las extensiones que ya antes mencioné. Por un momento me paro a escuchar la tarde. Es hermosísima. Ahora sólo se oye el ruido del motor de una fábrica que hay por el lado que va para Pontones y como el viento ni se mueve, el humo de las chimeneas, se eleva lento como si no tuviera prisa o como si no supiera a dónde ir o no quisiera irse del rincón donde ha nacido. Algo como me pasa a mí y a tantos que conozco, aunque con dolor distinto.
10 - La tarde en su silencio
corriendo por la tierra
y yo soñando y quieto
en esta eterna espera,
del abrazo sincero
que da la vida y quema.
La tarde en su silencio
y Tú, Dios mío,
¿cuándo llegas?
Decido regresar porque la tarde no para en su lento caminar para dar paso a las sombras de la noche y bajo las escaleras de piedra. Desciendo por las rocas que sirvieron como de pavimento al castillo por dentro y busco el portillo por donde he entrado hace un rato. Ya me voy a despedir de este castillo. Ahora ya me voy a meter por el pueblo pero al azar, sin buscar ningún camino concreto ni ordenar nada. Puedo decir que no lo conozco a fondo, aunque sí lo conozco en la región de mis sentimientos pero me digo que me da igual por el sitio que entre.
Rozo por tercera vez los depósitos del agua y, al irme por la pendiente que del viejo castillo chorrea hacia las casas del blanco pueblo, lo primero que me complica la vida es el puñado de veredas que desde aquí parten abriéndose para las distintas casas que desde el corazón del pueblo, han subido por esta ladera. ¿Por cual de ellas me voy? Es lo que me digo mientras no dejo de bajar pisando rocas, paja del burro Platero que ya no recorre caminos pero sí come hierba del prado y tierra con mucho hierba fresca.
Y ya se bajaban todas estas calles, cuesta abajo, que entonces, pues tenían muchas rocas, no estaban alisadas y no como ahora que sí están pavimentadas. Entonces estaban más como a lo antiguo.
- ¿Cómo se llamaban algunas de las calles estas?
- De eso no me acuerdo. Donde más iba siempre era a la calle de Las Parras.
Cuando se llegaba abajo, descansaba la tierra en esta plazoleta y ya La Puerta de la Villa. Tampoco me acuerdo como se llamaba esta plazoleta. Nosotros le decíamos la Plaza de la Puerta de la Villa pero para abreviar más le decíamos la Plaza la Villa pero el nombre oficial que tuviera, yo no lo recuerdo.
Una pequeñas senda se viene para el lado de la iglesia y otra le entra más pegado al corte de rocas que acogen la Puerta de la Villa. Dudo un poco mientras de nuevo un perro me empieza a ladrar. Me detengo y miro. En primer plano lo que tengo son algunos tendederos de alambres donde hay mucha ropa colgada y varias casas. Algunas tienen su techo de uralita. Son las más humildes sin que ello indique que sean las más feas o menos hermosas por dentro.
11 - Aquel bello palacio
de nuestra cueva en las rocas
y junto al río hermano,
¡cómo también se desmorona
en un grito sesgado
de vida que se ahoga!
Sigo sin ver a nadie. Sigo sin oír ni siquiera el rumor de voces humanas. Me da el sol de frente y ahora comienza a tornarse oro. Arranco y decido venirme lo más pegado posible al lado de la derecha. Y en cuanto bajo un poco, también me encuentro con más divisiones. Pero ahora ya lo tengo claro: me voy a ir aproximando todo lo posible para el lado de la Puerta de la Villa. No sé el camino pero con esta estrategia, seguro que me la encontraré casi antes que ninguna otra cosa.
Siguen con sus ladridos los perros. Una de las sendas que viene avanzando por la pura roca y tierra, se vuelve a ir por el lado de la izquierda. La dejo y me pego a la derecha. En la puerta de una de estas casas un par de jaulas con jilgueros. Rozo estas entradas, giro un poco hacia la izquierda y más ropa tendida pero ahora en una cuerda que han amarrado de un árbol a otro. Son árboles frutales, almendros, ciruelos o cerezos y por eso no tienen hojas. Casi cada puerta de estas casas tiene, además de sus preciosas macetas, su arbolito, su montón de leña para la lumbre, restos de paja que es el pienso de este burro peludo y quizá de algún otro y por supuesto, algunas cajoneras que, al pasar y como regalo, va dejando platero sin nombre. ¿Por qué no?
El camino que recorro y yo, incierto y sin límites, vamos como podemos bajando. Es cómodo pero ni hay llanura ni es camino de verdad porque salta por las rocas de la ladera y sólo de vez en cuando mejora porque le han hecho algún escalón de cemento para que la entrada a la casa sea más cómoda. Un pajar a la derecha con dos escaleras para remontar y entrar a él donde se amontona el alimento para el peludo blanco. Ya lo adivinaba y aquí está. Se parece este pajar a los que en los cortijos de la sierra profunda, construían los serranos junto a las tinadas o las casas donde vivían.
12- Después de la trilla
se recoge la paja
y el oro que brilla,
no son las granzas,
sino las semillas
del trigo candeal
anunciando la harina.
Varias puertas más y ahora siento a un niño dentro. Por fin un sonido humano. Otro rellano, porque ahora según voy bajando, las calles empiezan a tomar nuevo aspecto y aquí dudo pero sigo con el mismo plan: me voy para la derecha. Otra puerta más con su montón de leña y la calle ya pavimentada con losas que parecen chinicas del río. Ahora esto sí se torna en comodidad. Descubro que el objetivo prefijado, se hace realidad. La Puerta de la Villa no me queda lejos.
Hierbabuena sembrada junto a una pared en la puerta de una casa. Una pequeña plaza donde, al mirar, descubro desembocan dos calles cuyos nombres me suenan. Vienen del lado del pueblo que da al pantano y de cerca de las paredes de la iglesia y tienen por nombre calla de las Parras y calle Alta. Miro porque sigo dudando pero al ver la muralla por el lado de la derecha, me voy para ella, recorro una estrecha y corta callejuela y me doy de bruces con unas escaleras. La construcción es de ladrillo y veo una entrada.
Sigo las escaleras y subo a la pequeña azotea que la muralla, por este punto de la Puerta de la Villa, sostiene. Me asomo y ya descubro el conjunto. Estoy remontado en la misma Puerta de la Villa y lo que ahora hago es estudiar cada uno de los rincones que desde aquí se me ofrecen. Por el lado que da a donde estuvo el antiguo lavadero, descubro la recia pared de rocas que desde lo alto del castillo cae hace este punto. Se abre un recinto entre el camino que entra a la Villa y las rocas, oscuro por completo porque queda a la sombra de la tarde. Por ahí se amontona la hierba, las hojas secas de los árboles, las raíces de estos mismos por entre las grietas de las rocas y el frío de la tarde mezclado con el profundo silencio.
Aquí mismo, casi al alcance de mi mano, me queda la chimenea de una casa por donde sale una hebra de humo. Es muy reducido este espacio pero tiene la suficiente belleza como para no irse de él en un buen rato. Por donde se va la muralla siguiendo el borde del acantilado y como tantas otras veces, me asombran las casas casi por completo colgadas en el vacío. Se aprovecha todo lo que se puede y de la manera que se puede para construir un poco más puesto que espacio no hay para todo lo que se quiere.
Desde aquí hasta el castillo, por el Adarve, toda esta muralla, era continuada. No se cortaba por ningún sitio. Las casas que había por aquí edificadas, eran encima mismo de la muralla, al borde y las paredes de atrás de las casas, entonces se levantaban hacia arriba y lo que hacían eran continuar la muralla. Y las ventanas, pues daban al exterior del pueblo, por la muralla.
Y ahora me digo, mirando desde este balcón hacia el barranco del arroyo del Aceite, que a este pueblo si algo le sobra, son buenas panorámicas desde todos los puntos además de su silencio donde no hay espacio sino para tocar el cielo y empaparse, por las noches, de las frías heladas y el ladrido de los perros. A este pueblo pequeño, tan bonitamente engalanado en este pedestal rocoso, lo que más le sobra también es el azote del viento cuando sopla del lado del pantano, el crujir de las tormentas cuando se ponen sobre las cumbres del Yelmo y las nieblas que por las mañanas otoñales se amontonan por encima de las aguas del pantano que se tragó lo mejor de él.
13- Este pueblo mío
siendo tan pequeño,
hay que ver cuantos ríos
de incienso y sueños
tiene escondidos
y cuantas tormentas negras
de rotundos crujidos
y de noches tenebrosas,
tiene él vivido.
En este pueblo mío
¡cuántas mañanas temblando,
los hermanos en sus casas,
tiritan y mueren de frío!
Y claro que ahora lo recuerdo: desde este balcón casi de juguete, la nevada de aquella mañana, la más grande que se ha conocido en estas sierras desde hace mucho tiempo, era como de fantasía. Todas las laderas que caen desde el Yelmo, los barrancos de los arroyos, las llanuras hacia el valle de la Puerta de Segura y las cumbres de Beas, vistas desde este punto, eran un puro manto blanco sin mancha ni arrugas. Y más cerca, desde aquí mismo con el rincón de los antiguos lavaderos y la ladera entera hacia la Alcoba Vieja, era como una azucena plenamente abierta, sin tacha ninguna en su blancura y mudamente esperando, parecía, la presencia de un gran rey.
Y para el lado del pueblo, todas las casas igualadas en sus techos y con las chimeneas echando humo y de las canales de las tejas, cayendo los chuzos o carámbanos, gruesos como ramas de árboles y transparentes como el mismo viento. Y a los lados de este pueblo de portal de belén, la sierra entera con todos sus valles, bosques y fuentes, convertida en un espejo inmaculado por donde sólo la luz podía deslizarse y el viento acariciar.
Aquella mañana, todo fue como esto que he dicho de sencillo, profundo y bello y luego al atardecer, se puso oscuro. Nevó mucho más y por la noche se helaron hasta los arroyos y los caños de agua que, al derretirse la nieve, caían por las rocas de la muralla y los tejados. ¡Qué bonito fue aquello, dejando a un lado el frío que los habitantes del pueblo pasaron y lo duro que era moverse por el campo para dar de comer a los animales o trajinar en las tierras! Por eso decía que a este pueblo mío, le sobra tanto que lo único que necesita es quizá un poco más de cariño para las personas que en él viven, casi olvidadas.
Según estoy parado en esta plataforma, de pronto, otro perro comienza sus ladridos. Se asoma por la ventana de una de las casas que cuelgan en la roca y al verme, ladra. Sus ecos se funden con el ruido de un tractor pequeño que ahora sube por la carretera hacia el pueblo. Viene de la aceituna y subido en él, varias personas. Puede que en cuanto pase un rato y la tarde termine de caer, se vean muchas más personas por las calles y casas.
¡Qué bonito es esto, junto con la tarde y lo que por la tierra crece, se mueve y palpita! El rincón donde se recogen los antiguos lavaderos también es muy bonito.
También desde aquí se oyen los ladrillos del primer perro que me encontré refugiado en una de las covachas de las rocas que sostienen al castillo.
Me vuelvo para atrás y me bajo de la azotea. Descubro un letrero en la pared donde leo el nombre de calle Alta. Me voy hacia la derecha que es por donde se entra a la Villa. Unos rellanos y ya salgo a las rocas que sirven de cimiento a la gran muralla que rodeaba al pueblo. La puerta que vengo buscando me la tropiezo en dos pasos. Se abre sencilla, llena de musgo del tiempo y un poco oscura y por ella entro.
14- Como por la puerta del tiempo
en busca del amanecer
y si acaso me lo encuentro,
de la mano lo he de coger
y que venga conmigo al huerto
y me ayude a recoger
los tomates y pimientos.
Y aquí ya la Puerta de la Villa. Que entonces estaba un poquito deteriorada también, que después la han restaurado. Al llegar aquí, se va al barrio Perché, que ya lo tenemos descrito en el libro de las Aguas del Pantano del Tranco. Aquí dicen que está correos ahora pero antes no era así. Antes correos estaba aquí y al lado, las escuelas también.
Descubro lo que ya sé. Que la puerta de la Villa tiene como dos partes y por eso en su mitad, gira en un recodo ya que de otro modo no podía ser por las rocas y la ladera donde se apoya. Todavía está construida con el material de aquellos tiempos y son bonitos los arcos de la puerta, de dos en dos, el recodo y otros dos para salir ya a la luz del rincón oscuro donde se recogen los antiguos lavaderos. Sólo unos metros avanzo y en cuanto descubro la silueta pelada de las ramas de los árboles y las viejas paredes de los lavaderos, me vuelvo.
La recorro para atrás y ahora me digo que si esta entrada hablara, cuántas cosas no podría contarnos de cada una de las personas que por ella han pasado desde aquellos primeros tiempos. Cuántas cosas que bien podrían servirnos para encajar bien los eslabones que amarran a este pueblo con el presente y aquel punto primero del pasado.
Salgo a una pequeña plaza. El otro día buscábamos su nombre y María José y Estrella, no acertaban con él. Plaza de la Fuente y Plaza de la Pepita, decían que se llamaba o al menos así habían oído ellas nombrarla. Pero ahora lo descubro escrito en la pared. Se llama Plaza de San Vicente y no sé si es un nombre de estos tiempos o lo tiene de mucho antes.
Lo de plaza de la fuente, tiene su sentido porque justo en la esquina de esta plaza hacia la Puerta de la Villa y en la calle que baja de la Rueda, en otros tiempos corría una de las tres fuentes que surtían de agua al pueblo. La segunda echaba sus chorros de agua precisamente al final de esta calle, en la misma plaza de la Rueda. Y la tercera, de las tres únicas fuentes que entonces había en el pueblo, se encontraba al comienzo de la calle de las Parras y calle Alta. Hay varios coches aparcados y esto me indica que a este punto ya sí llega la civilización de ahora.
Por la derecha se me ha quedado una pequeña calle que creo va a unos apartamentos que por ahí han construido. Recuerdo el rincón de hace un año o dos, que era cuando trabajaba en la elaboración de un gran mapa topográfico de este Parque Natural. Barrio Parché lleva por nombre este rincón. Un día vinieron por aquí los de la Editorial Alpina, que es la empresa que ha editado este mapa y quedé con ellos en este punto para vernos y organizar el proyecto que teníamos entre manos.
Sentados en esta plaza y esperando, me los encontré y aquello me llenó de alegría. No me duró mucho y lo que sigue, no quiero recordarlo. Pero el mapa salió y ahora se vende por todos los rincones de este espacio protegido y el resto del país. Recuerdo este rincón especialmente por aquel encuentro y lo que supe un poco más tarde. ¡Cómo son las cosas y las vueltas que da la vida!
15- Y Tú, Dios mío,
como esperando
y sin prisa sosteniendo
al mundo y a los personas,
de tu firme mano
y desde tu silencio
y amor recio y sano,
escribiendo recto
con renglones tronchados.
En esta calle estrecha que sube para los apartamentos, creo que se encuentra el edificio de correos. Comienzo a recorrerla y enseguida descubro que por la izquierda salen dos más, estrechicas y cortas porque el filo del voladero que recoge al pueblo, está a sólo unos metros. Gira un poco para el lado del pantano y al notar que por aquí no voy para donde deseo, me vuelvo para atrás. Unos niños gitanos juega con su pelota y la hermana los llama. Un gato salta de una puerta y corre delante de mí.
Esto es el barrio Perché. Yo no me acuerdo haber oído decir que allí hubiera habido una ermita. No digo que no la hubiera, sólo que eso sería muy antiguo y yo no lo oír decir nunca. Aquí lo que había, en este cuadraico, era otro trozo descubierto con otra pared de protección para que no cayeran los niños pero se podía una asomar y mirar todo aquello hacia el cruce de la carretera de Cortijos Nuevos. Todo aquel paisaje se veía desde aquí muy bien, donde entonces no había casas.
Y aquí lo que había era un molino de aceite, propiedad de don Genaro Ojeda. Pero yo no me acuerdo de ver aquello funcionar después. No sé ya lo que habrá allí. Ten en cuenta que hace muchos años que falto de mi pueblo.
Un poco más adelante, me llama la atención las plantas que cuelgan de una ventana. Son como cactus pero de hojas reducidas y quizá porque sea invierno, su tono es algo naranja. Pero lo bonito de estas plantas, y que con tanta fuerza se me cuelan por los ojos, es que cuelgan por completo y quedan resaltadas o esmaltado por el blanco de la pared.
Las personas de este bonito pueblo, siempre fueron muy primorosas y esta pequeña pincelada de las plantas bien cuidadas y la limpieza de la casa, me lo recuerda con toda rotundidad. Y sin embargo, el pueblo sigue en su silencio expectante y con la soledad parada en cada rincón de las calles y hasta en las mismas casas. Pero el corazón me dice que la vida palpita también en cada rincón y con la fuerza más sana y limpia.
Salgo de nuevo a la plaza que ahora tiene tres nombres y recto sigo. Desde aquí ya veo la torre de la iglesia al fondo por el lado del pantano. Una perdiz canta en su jaula puesta en la ventana. Huele a mistela. Leo un letrero que dice: “Apartamentos”. A la derecha una callejuela donde se encuentra la casa parroquial. Suenan las campanas del reloj de la plaza de la Rueda, ubicado en el Ayuntamiento y son las cuatro de la tarde. Luego seguía esta calle por aquí y en este punto vivía Carlota la Panadera. Por aquí era por donde sacaban la procesión. En la que se llama ahora calle Real pero el nombre que tenía antes, no me acuerdo tampoco.
Seguimos subiendo y esta calle, a la izquierda, viene a este sitio que le decían las cuatro esquinas. Es la primera a la derecha subiendo la que ahora se llama calle Real. ¿Que no ves que hace un cruce? Estas son las cuatro esquinas. Subiendo por aquí, en esta callejuela, cuando yo estaba, era donde se encontraba la casa del cura.
- Y ahí sigue estando.
- Sigue estando ¿verdad? Pues era donde estaba también en aquellos tiempos.
De esta casa parroquial, en su rincón sin salida y como escondida para dar ejemplo de humildad entre los humildes de la tierra, tengo un bonito recuerdo de aquella lejana Navidad. Me llamaron los amigos y vine sólo por estar con ellos y al mismo tiempo, acercarme más al pueblo que ya venía haciéndome tilín en el corazón. Estuve dentro, miré por las ventanas, entré y salí y aunque en aquel momento no era consciente ni de lo que me rozaba o respiraba, algo muy esencial, se me enredó en el alma y ahora lo recuerdo:
16- Aquella Navidad chiquita
por entre las casas del pueblo,
sin buscar nada,
pero sí queriendo,
qué huellas más profundas
me dejó dentro.
Luego sigue por aquí y en esta plazoleta que tan poco sé cómo se llamaba, vivían los Ríos. Era aquí mismo donde había unos almacenes que daban los racionamientos de los comestibles durante la guerra. En la segunda calle subiendo para la Rueda, que tampoco sé cómo se llama, vivía Eusebio el correo. Que ya te he dicho, el correo lo traían antes andando y entraba por la Puerta de la Villa.
Antes de llegar a la plaza que se abre en la misma puerta de la iglesia, por la derecha, otra plazoleta. Sigue en su silencio y solitaria como hasta ahora casi todo el pueblo. Piso el espacio que lleva por nombre la Rueda. Es casi cuadrada, con algunos árboles a los lados y muchos coches de las personas que por aquí viven.
Y ya, esta es la calle que sube para arriba a la Rueda. Al entrar a la derecha, vivía don Francisco Blanco y aquí tenía una tiendecilla, Carlota la de Naranjo. Si seguimos por este lado, es donde vivían más familias: Angelica Blanco hermana de don Francisco Blanco. La plaza esta es cuadrada y sí, queda bien dibujada. En este rincón estaba el Ayuntamiento, el Juzgado y el mirador que se llama el Aguilón. Ya otra casa que hay aquí, pegando a la iglesia y a continuación, la casa del dueño del mundo. ¡Mi iglesia de mi alma
Un hombre llega desde la entrada principal. Me mira y en unos segundos se mete en su vivienda y cierra la puerta. Sigo solo. A la derecha me queda el edificio del reloj con un letrero que dice: Ayuntamiento. Al frente la puerta de la iglesia donde también puedo leer: “Parroquia de la Asunción. Hornos de segura año MCMLI”. Tiene tres escalones que se abren en semicírculo para coger toda la entrada. La puerta es de madera pintada en marrón y sujeta con algunos clavos metálicos y de aquellos tiempos.
Si entras a la iglesia, aunque la verás muy bonita, porque el pueblo ha luchado mucho, sigue siendo preciosa pero no llega, ni por aproximación, a como estaba antes de la guerra. Fue por aquellas fechas cuando se destruyeron las imágenes. Aquella iglesia es una verdadera joya. El retablo, yo he oído a personas entendidas, que era uno de los pocos que existían. Quedó destrozado, han hecho lo que han podido y lo han restaurado pero no ha quedado como estaba. ¡La iglesia de mi pueblo de Hornos!
Parece que no pero sí tengo claro lo que ahora quiero. Voy a entrar por la puerta que da paso al balcón del mirador frente al gran valle del pantano. Algo en el corazón me dice que en este punto, además de imbuirme de lleno en el núcleo de la hermana tarde que se va durmiendo por las sierras lejanas, voy a encontrarme con un buen trozo del alma que ando buscando. Lo presiento y como además lo quiero por el deseo que me crece dentro, me preparo y dirijo mis pasos para situarme en el mirador del Aguilón.
Pero en estos momentos, unos que han llegado y al parecer vienen de fuera, se me adelantan. Me paro porque, como en tantos otros sitio de este planeta tierra, ahora esta tarde y en este rincón, también quería encontrarme solo frente a lo que me da tanta vida desde su silencio. “Me espero un poco y cuando salgan, aprovecho y como la tarde se viste con traje tan especial, me asomo al balcón y la gozo al tiempo que me baño por los rincones que desde este pueblo se derraman hacia el valle”. Es lo que me digo y mientras tanto, miro como si no buscara nada por la plaza grande en la que ahora me encuentro.
Y recuerdo que hace un tiempo, no mucho, se celebró aquí la exposición de aquel novedoso zoco. Vine atraído, no sé exactamente por qué, y cuando acordé, me encontraba entre las personas que aquel día por aquí se concentraban. Música de banda, muchos puestecicos de las personas que habían venido a vender algo, personalidades, gente de fuera de estas tierras, más música y algunos que exponían cosas que rescataban de los tiempos pasados.
Recuerdo que me acerqué a un grupo de mujeres que hilaba al tiempo que explicaban, con un telar de los de aquellos tiempos. Pregunté y sí que me dijeron muchas cosas. Luego seguí dando alguna vuelta y al poco, me fui. Al retirarme descubrí que las calles del pueblo, las plazas, los miradores y hasta la carretera que llega, estaban atestadas de coches y personas. ¡Cuánta gente vino por aquí aquel día y qué satisfechos se les veía a los responsables y autoridades!
Pero yo me fui y tampoco ahora podría decir por qué. El pueblo aquel día parecía otro y con una gala que nunca había vestido. Después, este zoco se ha expuesto en otros puntos de la ancha sierra. Y ha pasado el tiempo. Varios años y ahora que, cuando esta tarde estoy solo en esta bonica plaza de la Rueda, tan venerable ella por lo que tiene sobre sus espaldas y el amor que le han dado los hijos del pueblo, lo recuerdo.
17- En la tarde silenciosa
del gran murmullo y la espera,
mi alma, cual mariposa,
pasa y revolotea
de un narciso a una rosa
y liba la pura esencia,
no de las flores del montón,
sino de la inmortal primavera.
Miro y veo que los que han llegado, salen. Me muevo y entro. Me los cruzo todavía unos metros antes de abandonar el balcón y justo ahora, despidiéndose de un muchacho que, sentando en el suelo frente al pantano y la tarde, tiene unos papeles con él y estudia. “Pues que tengas suerte y apruebes pero saldrás perdiendo porque si te vas de este pueblo al grande que sueñas, perderás el paraíso”. Oigo que le dicen los que se van. Y él les contesta: “Pero el paraíso, cuando se vive de continuo en él, deja de serlo por lo que machaca tanta soledad, tanta escasez de lo que abunda en las grandes ciudades y lo que abruma el silencio”.
Ellos ya no responden. Salen y por la plaza grande que tiene dignidad a raudales, se pierden buscando no sé qué. Y como ya estoy frente al joven, también lo saludo y por decir algo, digo y pregunto:
- ¿Qué estudias?
- Soy el guardia municipal de este pueblo desde hace unos años y, como hay oposiciones en Úbeda, me preparo a ver si tengo suerte. Vivo aquí pero soy de Baeza?
- No será tan fácil, ¿verdad?
- Estamos treinta y tantos pero claro, este pueblo...
Me asomo al balcón y aunque me siento bien, no me encuentro agusto del todo. Pretendía lo que ya dije atrás porque lo soñaba bonito y ahora... pues me digo que no es lo mismo. Miro mientras seguimos hablando y por la ladera que desde la recia pared de roca cae desde el pueblo, pasta un pequeño rebaño de ovejas. Caen ladera bajo los almendros clavados en la tierra acompañados de algunos olivos. La hierba tapiza el suelo que no es barbecho sino erial. Se ven las últimas colas del pantano por donde el río Hornos se funde con éste, reluce el sol sobre la extensa masa de las aguas del gigante y la bruma, cubre los barrancos lejanos.
18- La tarde, qué bonita
arropando mudamente
al mundo que palpita
en esta tierra mía
de ausencias y buena gente.
- ¿Y qué busca usted por aquí?
Pregunta el joven porque seguimos charlando. Le digo que intento algo parecido a un trabajo y sin saber cómo, sale el libro que ya tantos han leído.
- ¡Claro! Si lo tengo en mi casa. Lo he leído y es curioso. ¿Usted lo ha escrito?
También le digo que sí y ahora él me aclara que le gusta mucho la fotografía y que pretende hacer un bonito reportaje de las matanzas serranas. Lo animo diciendo:
- Eso se puede y además con seguridad que será interesante.
Pero lo que ahora más me gustaría y, es algo de lo que también hace un rato y, al comenzar la tarde venía soñando, aparece por la puerta escasa que da entrada al original balcón del Aguilón. Un hombre mayor, de los que ya están jubilados y siempre veo llenos de sabiduría y secretos serranos de los auténticos. Nos saluda también por romper el silencio y decir algo y antes de que lo advierta, ya estoy a su lado. Le pregunto por el nombre y me dice que:
- Me llamo Domingo García del Río, vivo en la calle de Las Parras y yo nací en la Aldea de la Garganta. Por suerte o por desgracia, se me murió mi padre dos meses antes de nacer yo. Y luego mi madre se casó con otro viudo de la Garganta. Que es encima del cerro ese.
Le digo que yo también sé dónde se encuentra la Garganta y que es, además de una aldea ya casi rota por completo porque también la destruyeron cuando aquello del Coto Nacional, el arroyo largo que nace justo en la Cumbre, donde se cruzan las carreteras que llevan a Pontones, río Madera y Segura de la Sierra. Sé
que luego ese arroyo de la Garganta, algo más abajo, roza la aldea de Capellanía
y por allí más o menos o más bien más adelante, ya se llama arroyo de las Aceitunas.
Subiendo por la carretera que lleva a la Cumbre, ya frente a la aldea de la Capellanía, se encuentra el Control. Ahora, las paredes rotas de lo que en otros tiempos fue una bonita casa junto a la carretera y una barrera que servía para cerrar o abrir el paso. En este precioso rincón, junto a un arroyo menor, corre una fuente clara, hay muchas sombras de pinos, un buen bosque de romeros y como tiene una explanada ahí mismo, por en el mes de junio, se celebra una entrañable fiesta. Es en honor de la Virgen de Fátima y hasta hay vaquillas para que los jóvenes se diviertan y también pequeños puestos donde se vende artesanía y otros productos.
Algo más arriba, por la derecha de la carretera, se alza todavía una bonita construcción serrana. Creo que se llama Cortijo de Barranco Cano y lo recuerdo con gusto porque en más de una ocasión, al pasar por esta ruta hacia las otras partes de la sierra, me he parado.
Por las tierras que le rodean, crecen higueras, ciruelos, granados y nogueras. Están abandonados desde hace tiempo y por eso se los come el sol y las zarzas además de la soledad y las cabras monteses.
De estos árboles yo he cogido muchos puñados de higos y otras frutas. Siempre con algo de miedo por si, el posible dueño de ahora, se molestaba y también con gran respeto por lo que ellos representan y conectan con el pasado y aquellos serranos primeros.
19- Te decía yo
que nuestro cortijo blanco,
el que con tanto amor
y tanto sudor callado,
en las noches estrelladas,
fuimos levantando,
ahora se desmorona,
sobre el cerro, solitario.
Así que al saber que el hombre que ha llegado al mirador, es de es zona de la sierra, me alegro y con gusto le pregunto:
- ¿Y cómo era la Garganta en aquellos tiempos?
- Pues allí me he criado yo. Luego me casé y me fui a un cortijo y desde ahí me vine al pueblo donde llevo muchos años. Y pa vivir allí, pues uno tenía ovejas, el otro tenía vacas, el otro na porque vivía de su jornal y muchos, como yo, echábamos hornazos de alquitrán, que esto tú no lo habrás visto.
Y le digo que no lo he visto pero que sí tengo noticias porque me lo han contado muchos a lo largo de esta amplísima sierra.
- ¿Pegueras se llama eso?
- Sí, las pegueras esas. De eso he echado yo muchas también. Echábamos veinte o veinticinco cargas de teas y unas veces salía una arroba por carga y otras veces menos o un poco más, según era el material, así te salía. ¿Seguimos hablando del tema?
- ¿Y por qué no?
- Pues cuando ya teníamos el alquitrán, venían unos arrieros de Segura y se lo llevaban. Pero primero ponían una contrata por to este término y hasta dos términos. Nosotros hacíamos la tea, la quemábamos y luego este señor se la llevaba.
- ¿Y os la pagaba?
- Lo que no me acuerdo es si nos la pagan a tres o cuatro pesetas la arroba.
Y aunque no te lo creas esto en aquellos tiempos era y no era dinero. Y te digo esto porque por lo menos tardábamos veinte días pa hacer la tea. Pa buscarla por tos los montes. Luego otros tres días para encañarla y que escurriera y despacharla al hombre aquel que te había puesto la subasta. El era el amo. Nosotros, enseguida que la teníamos, venía el arriero y si había veinte arrobas, se la echábamos y cobrábamos. Y seguíamos con otra ruta y luego otra.
- ¿En qué época del año se hacía eso?
- En to el tiempo pero en verano es muy malo y te digo por qué. Es que como la tea tiene tanta resina en cuanto se calienta, a partir del mes de mayo o así, te cuesta mucho trabajo. Te encuentras una tocona y como está caliente, que la calienta la atmósfera de la “vida”, pues eso pa rajarlo, es muy malo. Hachazos y hachazos y por aquí y por allí y unos cachos de tea así como la mano, otros como media mano, como una vara, según podías.
- Es que con el frío esas maderas crujen más ¿verdad?
- ¡Claro! El frío a to hace que cruja.
- ¿Y cómo acarreabais las teas?
- Pues el que tenía bestia, la cargaba y ale pa´ lante y el que no, acuestas. Ya te decía que nos echábamos al monte y si encontrábamos una tocona, hacíamos lo que podíamos. Luego otro día íbamos por otro lado y a esperar que la suerte se pusiera de nuestro lado. Corríamos to el mundo. Había menos olivos pero esto no importa por aquí no había tea. Estaba arriba, por los montes de esas cumbres. La tea era de arriba.
20- Los caminos viejos
que de niños recorrimos,
qué bellos ellos
en aquellos pasos chiquitos
y ahora, qué tristes y lejos
desde que nos fuimos.
Mientras este serrano, curtido por el sol, me va contando algunos trozos de su vida, se me viene al recuerdo cuando aquella tarde, aquel otro amigo mío me decía:
- Así que ya podemos pasar a otra cosa.
- Vamos a lo que tú quieras.
- Yo quisiera que me hablaras de las pegueras.
- Pues mira salimos por la mañana con el hacha, el azadón y las cuerdas y hacemos la carga de tea que ese menester se llama: “hacemos la tea” y que ¿cómo se hace la tea? Pues si está la tocona envuelta, se le escarba y la tocona tiene que ser de pino y da igual que sean pinos blancos o negros pero lo más corriente es el pino blanco que cuando daban una corta salían a subastas las toconas para hacer alquitrán y te decía que “traívamos” las teas y la poníamos hecha una acina en la puerta y la peguera era así un hoyo redondo en la tierra y por dentro se iba poniendo piedras y barro y se parte la tea, se hace un agujero por abajo y una cañería tapada por ahí y aquí hay un pozo que es un pozuelo en el suelo tallado.
Y cuando ya está llena de teas así partidas, se van poniendo así, un poco de tendío al tiempo que se le da la vuelta como si fuera una orza porque la peguera es igual que una orza: estrecha de abajo, ancha de arriba y luego junta la boca un poquito y cuando ya se llena de teas, se le hace así un poquillo como unas piedras para que tenga la boca un poco más estrecha y se le pega fuego y lentamente va ardiendo y por abajo sale el alquitrán aquí al pozuelo donde se le pone un tanto.
Y un tanto es un palo que se pone así y se le hacen las rayas para veinticinco arrobas, treinta arrobas, cuarentas arrobas y hasta sesenta arrobas y de ahí para arriba que daban algunas, según fuera la tea y según tenga cabida la peguera y fueran los palos.
Por el tanto, ese palo que está señalado, sabes las arrobas que tienes y es como si se metiera una rama y va marcando y se le hace decir: “Aquí están las veinticinco arrobas, al palo”. Ya como se sabe de antes, cuando llega el alquitrán del pozuelo allí, veinticinco arrobas y luego venían los arrieros y cogían aquello en las pieles con un cazo así parecido al de sacar la broza de los peces y con un cazo y un embudo llenando las pieles y alzaban las pieles y las liaban y las echaban a las bestias y te la pagaban a quince pesetas, a dieciocho pesetas, hasta siete pesetas la arroba he hecho yo el alquitrán y sé de otros que lo han hecho hasta por tres pesetas y un bocado.
Y los pegueros iban a recogerlo al monte y lo que podía dar una peguera era de cincuenta a sesenta o setenta arrobas y según era la peguera y la tea porque si iba limpia, que no chupaba luego fuego, daba más alquitrán porque el alquitrán, si la tea llevaba cáscara, se perdía mucho pero si la tea no llevaba cáscara, todo escurría y aquello daba mucho alquitrán y si tocaba mucho a la madera, ya salía menos cantidad pero normalmente dos cargas de tea, bien hechas, daba dos arrobas de alquitrán por carga y así que de treintas cargas de tea, sesenta arrobas de alquitrán y eso no era siempre exacto pero por ahí andaban las medidas y los cazos.
Y luego, los días que se tardaba en hacer una peguera, ahí se podía tardar... ya dependía de según al tío le cundiera la tea pero se podía tardar unos quince o veinte días que la primera peguera que yo hice fue por la cumbre de las sierras que miran al sol de la tarde y luego me fui más allá a una peguerilla que hay ahí y donde me salía muy bien y me hice tres hornos de tea porque la calidad del terreno también influye y eso no puedes ignorarlo.
21- La solana que mira al sol de la tarde
con su arroyo de agua clara
y su madroñera grande,
Dios me la tiene regalada
y aunque muchos siglos pasen
y caigan muchas nevadas,
nada habrá que de mí la arranque.
Donde hay mucha solana los pinos tienen mejor tea y como ahí había mucha solana a mí me fue muy bien en esa zona y yo me hacía la tea y como no tenía bestias, me la acarreaba a cuestas, me metía en la peguera y yo los iba apañando y luego le pegaba fuego. ¡Madre mí qué lucha! Al final de la temporada me quedaron quinientas pesetas y yo, me pacía que tenía un capitalazo.
Y decía yo: “¡Madre mía, quinientas pesetas encima de todo lo que me he llevado! Lo que he gastado y lo que me han llevado los arrieros”. Que me parecía que era un dineral lo que yo tenía ahorrado.
Es que casi siempre quedábamos en ras o debiendo y el que decía me ha quedado tanto, no te lo podías creer. “¡Hombre como te ha quedado tanto si yo he quedado a deber!” Pero a mí me quedaron quinientas pesetas y aquello me parecía imposible y no podía callarlo.
Pues la tea que me hacía, siempre la acarreaba a cuestas que hasta “Matauras” tengo, como se decía antes a las heridas que le salían a los burros y ¿por qué? Porque tenían mal aparejo los burros y eso me pasaba a mí. Que ya te digo, de todas las alturas de las cumbres que mira al sol de la tarde, de todos esos cerros y toda esa solana, llevábamos la tea y un día más cerca y otro día más lejos y claro que se cansaba uno de acarrear tea a la peguera porque te cargaba con un has de tea y aunque te parabas a descansar, te agotabas y era la vida dura pero se iba tirando.
Que allí mismo levantábamos un chozo y en él teníamos cuatro cosuchas para hacer de comer y una mala sartén, una talega de harina, un puñado de garbanzos y algo de tocino, si se podía y esa era la comida y una vida dura de verdad y cuando nos íbamos por el monte a montar las pegueras, hasta que no llegaba el mes señalado para el peligro de fuego en el monte, solía ser tres meses o cuatro y en tiempo de invierno no dejaban porque las teas y las pegueras no pueden ser lloviendo y menos, nevando.
Luego estuve ahí por los poyos en este lado del río también y eso no se me ha olvidado que cuando voy por ahí de excursión voy a ver la peguera y frente a donde ellas estuvieron ardiendo en aquellos tiempos, me paro y en silencio me digo: “¿Hay que ver aquellos tiempos con aquellas luchas tan llenos de necesidades y tan descalzos!”
22- Pero estuvieron granados
de la mejor cosecha
que dan los humanos
y ahora que llega
el invierno callado,
¡Cómo me alegra
tanto trigo en las manos!
Porque había muchas personas que trabajaban en estos oficios y mucha gente y lo que no he conocido yo ni lo he visto hacer, es la miera porque ahí más para acá de donde estuvo la aldea hay un sitio donde hubo una merera y según me decían, metían las cepas y el fuego estaba por fuera y eso le hacía sudar y a mí el olor de la miera me gusta mucho porque dicen que no es malo para la salud de las personas que el otro día, por ahí así me encontré yo una cepilla de enebro y la vine oliendo y me gustaba. ¡Qué bien huele eso y qué perfumado!
A estas alturas de la tarde, desde el balcón hermoso de este pueblo mío, sigo buscando y como ya sé que la vida de la sierra no se agota en un serrano aunque sí tenga dentro todo un mundo lleno de belleza, debo seguir adelante para completar lo que hoy necesito. Dejo que Domingo hable y miro cuando en estos momentos, se acerca otro serrano. Es uno de los pastores que algo conozco de otros días. Y al verlo y preguntar si alguno de los dos sabe qué es esa especie de alberca que, por la parte de abajo de la pared rocosa que cae desde el pueblo, se ve, responde diciendo:
- ¡No lo voy a saber si yo fui el que la hice! Como el dueño tenía la mitad de la tierra de esta ladera que, desde el pueblo cae hacia el valle, pues necesitó hacer esta alberca para regar. Y estuvo funcionando por lo menos quince años.
- ¿Y las ruinas esas que se ven pegadas a la carretera que sube desde Hornos el viejo?
- Ese fue el primer molino de aceite que hubo en este pueblo y era de don Francisco Blanco. Luego se puso en funcionamiento el que había por donde ahora sube la carretera y ya después, la cooperativa que hoy tenemos.
- Siguiendo por el puntal que cae desde las ruinas del viejo molino, por entre los olivos, se ven las piscinas del alpechín ¿Pero y la obra nueva que están haciendo al lado?
- Eso serán las depuradoras de este pueblo. Y la nave que se ve cerca, es una granja de ovejas.
- ¿Y los nombres de esta tierra que tan en silencio se deja besar por el sol de la tarde?
23- Los nombres serranos,
los que son como banderas
por laderas y barrancos
y por donde las veredas,
¿cómo van a morir
sin son la esencia
y el sudor blanco
de los que amaron la tierra?
- Pues lo que estábamos diciendo: si arrancamos desde lo alto, primero tenemos el Cerro de Hornos, lo que no se ve pa´ ya, las Cuevas y más pa´ ya de las Cuevas, Camarillas, Hontanares es lo último que se ve de monte, que está oculto y donde había dos cortijos, el de los Avileses que era este primero y el otro de Bañón. Por el collado ese que vuelca la carretera hacia el barranco de la Garganta, se llama el collado de los Praillos, las Calderetillas, que nos quedan por debajo del mirador de las Celadillas, el Collado de las Olivas, el Olivar que es justo donde construyen la depuradora, lo de más acá, se llamaba La Tierra Colorá.
- Y el camino que venía antes de la Vega a Hornos ¿por dónde llegaba?
- Por aquí por la izquierda ¿no ve allí un saco colorao? Ese camino era el que bajaba al Pantano. El que va por la Manguera le decíamos el camino de.... y este, Camino de Cañahunguilla y es porque más para allá hay una cañada que tiene ese nombre.
Y al oír nombre, para mí, con sonido tan bonito, la alegría se me espavila dentro. No sé qué puede significar tal palabra pero sí es cierto que una vez la oí a un amigo mío por el Cantalar, valle del Guadalquivir:
_ Mire que le diga, pues hombre, el gobierno sí puede coger un poco de aquí y otro poco de allí y tal. Pues algo es algo. ¿No? Los pinos que están malos se llaman “hunguillaos”, se puede decir “hunguillados”, es igual. Hombre, según como uno hable. ¡Ea! Pues tos esas cosas, se pueden ir entresacando los que estén más malos y los buenos se van dejando; los demás árboles van creciendo.
Quizá no tenga nada que ver una palabra con la otra pero lo cierto es que la expresión está metido en el lenguaje serrano. Puede que “hungullado” signifique eso, hundido o algo quebrado. En cuanto se me presente la oportunidad, preguntaré haber qué descubro. Por ahora, lo que sí tengo claro es que con este nombre, por la zona que recorremos desde el mirador del Aguilón, en otros tiempos, hubo unas construcciones. Al preguntar a mi amigo, me dice:
- Eran unas tinadas para el ganado que, como las cubría el pantano, las “despropiaron” y luego las derribaron. Que por cierto, en más de una ocasión, cuando venían las nubes, nosotros nos hemos refugiado en esas tinadas para protegernos de las lluvias.
Recuerdo yo ahora que los planos de esas construcciones, los que levantó la Confederación Hidrográfica del Guadalquivir cuando expropió las tierras que cubrían las aguas del pantano, los vi un día en el archivo de la aldea del Tranco. Pedí permiso y obtuve una copia, así como de otros muchos cortijos y construcciones que también se quedaron para siempre bajo las aguas del Pantano del Tranco.
- ¿Y ya no hay más nombres?
- Pues ahí donde está dando la sombra, la Haza Blanca y Umbría de Haza Blanca, de ahí para abajo la Solana de los Vallejos, por donde se ve el camino que lleva a Fuente de la Higuera, el Llano Bojal, esto que se ve todo de olivas, los Corralejos, al otro lado de las olivas, le decían la Cuesta de los Bartolos, toda esa loma que hay más para acá de las olivas, la Loma de los Adanes y frente, que da la sombra, aquello se llama la Pariera, más para la carretera que desde Cañá Morales viene a este pueblo, se ve una construcción que parece una tiná y es una casa con una piscina dentro para bañarse.
24- Los caminos serranos,
hay qué ver qué tesoros
por las tierras callados
y cuántos chorros de oro,
y de sudor y sangre,
por ellos derramados.
Lo que coge el pantano, toda esa llanura, se llamaba la Huerta del Pavo pero como ahora lo pilla las aguas, se está perdiendo, la Loma Alcanta está, desde aquí se ve ahí una rasa que blanquea, pues ahí tenemos esa loma. A la izquierda se ve relucir un poco y eso se llama el Cortijo del tío Señorito, por donde nos da el sol, más para abajo, estaba el cortijo del Chorreón. Le pusieron este nombre porque de Cañada Morales baja un chorro de agua recio y luego tiene una “catarata” muy grande. Que aquí, el pariente de aquella familia, era Ramón Robles y la Pepa, hermana de él, que era de Cañada Morales y Rufino, que es del Ojuelo, ha sido guarda forestal que ya está retirado.
Más para abajo, tú ya lo conoces, el Cortijo Gaspar, las aldeas de Hornos el Viejo, El Carrascal, la Canalica y Fuente de la Higuera con las ruinas de otros muchos cortijos que se quedaron bajo las aguas del pantano. En el arroyo este grande que se funde con el pantano entre aquellas aldeas y este pueblo, había dos molinos y dos salinas, que también las conoces. El nombre del arroyo es Cuesta de la Escalera.
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