LA CRUZ SOBRE LAS CUMBRES
En la ladera del Calarejo de los Villares, en otros tiempos, hubo una pequeña aldea. Se le conocía y aun se le recuerda con el nombre de “Aldea de los Villares”. Todavía se pueden ver por allí las ruinas de las casas, las paratas de los huertos, los árboles frutales, los manantiales, las sendas… Porque esta aldea, como otras muchas en las montañas de este ahora Parque Natural, fue demolida. Antes de irse, sus habitantes, dejaron una cruz de madera clavada en unas de las rocas de la ladera, por encima de las casas. En la foto que precede a este relato, se puede ver dicha cruz. Y el relato que sigue, con trasfondo de ficción pero ambientado en los escenarios y personajes reales de este rincón de la sierra, intenta contar el cómo y el por qué de esta cruz de madera.
INTRODUCCIÓN
Los que dan autentica gloria a Dios no son los que triunfan, gobiernan o usan de su poder y riquezas para encumbrarse, en el orgullo, y oprimir al pequeño, sino los orillados, encorvados, humillados y afligidos porque ellos tienen sed de justicia y experimentan, el gozo de la nostalgia del Creador.
Abel era pastor de ovejas...
Caín dijo a su hermano Abel:
- Vamos al campo.
Y cuando estaban en el campo,
se echó Caín sobre su hermano Abel
y lo mató.
El Señor dijo a Caín:
- ¿Dónde esta Abel, tu hermano?
Contestó:
- No sé ¿soy yo el guardián de mi hermano?
Replicó:
- ¿Qué has hecho? La voz de la sangre
de tu hermano, clamará a mí desde la tierra.
Gn 4, 8 a 10
Amigo lector:
Cuando te estés recreando en las palabras que forma en volumen “La Cruz Sobre las Cumbres”, presentirás sin duda, que algo muy profundo va entrando en ti para materializarse en tu sentimiento, ello, no te extrañe, es sin lugar a dudas por la riqueza humana que José Gómez Muñoz pone en cada renglón de su libro, consiguiendo con un sencillo lenguaje la belleza escrita en una prosa muy cercana a la poesía.
Este libro, homenaje a los pastores de las sierras de Cazorla y Segura, bien merece saborearlo en su justa medida, pues, nunca con tanto cariño, un escritor, se acercó al hombre de la sierra, de quien supo extraer la genuina inquietud que siempre marcará su destino. Sencillamente, recréate en su lectura, y cuando inmerso en ella, comprenderás, por qué se escribió este libro. Pedro González Navarrete
Síntesis
Con sudor y sangre y, de piedras y tierra arrancada a las montañas, los pastores construyeron su bonita aldea en el rincón más bello de la sierra: justo donde brota el manantial de aguas purísimas y, el puntal que baja del Calarejo, se asoma a la blanca corriente del río sueño. Y, desde tiempos lejanísimos, aquí luchaban, compartían pan y lumbre, en las noches de los fríos inviernos, soñaban y en libertad vivían ellos.
Pero un día, llegaron los de fuera y, para construir un coto nacional y luego un parque natural, decidieron que la aldea tenía que desaparecer. Y también decidieron que los pastores tenían que irse y dejar sus huertos, sus veredas talladas por las laderas y sus cabras y sus borregos. Pero lo que son trozos de alma y corazón y lágrimas y amor del bueno ¿cómo puede ser destruido de la noche a la mañana sin que deje un perfume eterno?
Mi sencillo homenaje, en forma de respeto y cariño,
a los nobles pastores de la sierra,
con quienes comparto
dolor, orígenes y raíces.
Fue por los últimos tiempos y ellos eran muchachos de la aldea, tres y la hermana mediana, que llamaban princesa y que aquella mañana, se les ocurrió jugar un juego.
‑ ¿Pero por dónde dices que has visto esos palos?
Preguntaba el pequeño.
‑ Mi padre me ha dicho que por aquella cuerda que recorre la senda.
Responde el que se había hecho cabecilla en el grupo.
‑ Pues ya está. Si tú lo sabes, te pones delante y nosotros te seguimos. Pongámonos en marcha y vayamos a por ellos.
‑ Eso está claro pero tenemos que prepararnos un poco.
‑ ¿Cómo nos vamos a preparar?
‑ En cuanto encontremos los palos, lo primero que hay que hacer es arreglarlos.
‑ Si los palos están como pienso, con sus ramas, hojas y cortezas, habrá que arreglarlos un poco. Lo que nos vamos a traer será sólo la madera de esos palos. Las ramas y las cortezas no nos interesan. Tendremos que limpiarlos y cortarlos y para eso necesitamos instrumentos.
Y la niña hermana:
‑ Pues eso es verdad. Ahora mismo nos ponemos a buscar lo necesario.
Y ellos, aquella mañana, por las humildes casas de la aldea, se pusieron a buscar unos cuantos instrumentos que necesitaban para cortar y limpiar los palos. Un par de navajas serranas que son grandes y sirven muy bien para labrar madera, un hocino y un hacha, también para talar carrascas o limpiar malezas.
‑ A ver qué vais a inventar vosotros hoy.
Les decían algunas de las mujeres.
‑ Que no pasará nada, madre. Es para una obra importante.
Les contestaban ellos.
‑ Es que vosotros no sabéis el calvario que estamos viviendo ahora para que también, con vuestros juegos, nos traigáis más problemas a estas casas.
‑ Que sí madre, que lo sabemos. Estamos viviendo los tragos de los últimos días en este rincón y por eso nosotros hoy hemos decidido hacer algo muy concreto.
‑ ¿Pero qué vais a hacer?
‑ Eso no te lo podemos decir ahora. Es un secreto que queremos guardar hasta el último momento pero no tengas preocupación que ya veréis como es una cosa buena.
‑ Viniendo de vosotros, que no hacéis nada más que inventar trastadas, ya veremos.
‑ Tranquila, madre, que somos responsables. Mira, para que lo sepas, te vamos a decir por qué monte iremos.
‑ Eso, porque luego os pasa algo y a ver por dónde os buscamos.
- Al monte se llega bajando por la senda. A tres horas y media de aquí, en el barranco grande de las madroñeras espesas, allí nos encontraréis.
‑ ¿Pero qué habéis inventado por aquel rincón?
‑ Cosas sin valor pero muy importantes para nosotros y buenas, al mismo tiempo.
Y la madre se mostraba preocupada porque por ese rincón, todo el mundo en la aldea, sabía lo que en una ocasión había sucedido. Uno de los vecinos andaba un día por las partes altas. Crecían por allí unos majoletos muy grandes y el hombre se acercó a coger un puñado de aquella fruta roja cuando, al pasar por lugar un día, vio que estaban maduras. Se agarró a sus ramas y como el majuelo crecía al borde mismo de una gran pendiente rocosa, las piedras que pisó, se desprendieron. El pastor resbaló y junto con las piedras, salió rodando ladera abajo.
Gritó desesperado pidiendo auxilio pero como en estas profundidades de la sierra casi nunca hay nadie y, aunque lo hubiese habido aquel día, nadie puede salvar al que rueda por una pendiente de estas, pues el hombre se precipitó al vacío sin remedio. Según bajaba por el calar, más rocas se iban desprendiendo y más ladera y monte caía detrás de él. El espectáculo, además de violento y brutal, era aterrador y cruel. Las piedras saltaban por los aires, la tierra se esparcía en nubes de polvo y los crujidos de las rocas al estallar, retumbaban en el barranco.
Por fin, al término de la caída, se amontonó todo quedando frenado entre los arbustos y las rocas. Poco a poco fue haciéndose el silencio y diez minutos después, ya no existía en aquella hondonada, nada más que soledad, olor a piedras machacadas y gran quietud. Entre las piedras y el monte, el hermano de la aldea, había quedado todo roto, medio enterrado y sin hálito de vida.
Lo buscaron durante varios días y cuando al final lo encontraron, porque los buitres revoloteaban por el barranco, ya estaba mucho más que destrozado.
‑ Era amigo de la montaña y la montaña se lo ha tragado y, en su momento, lo ha devorado.
Dijeron algunos de los vecinos mientras otros lloraban desconsoladamente.
‑ Pero ya nada se puede hacer.
Murmuraban los parientes intentando consolar y dar ánimos.
Y pasado el tiempo, todos en la aldea, tenían todavía vivos los lamentos de aquella otra madre buena, abuela ahora y reina siempre sentada en su roca blanca frente al sol de la tarde y pegada al huerto, que al quedarse sin el hijo, acudió al cielo y en las noches del frío invierno, hablando con los vecinos y rezando a Dios, decía de esta manera:
“Yo recuerdo que aquella mañana de otoño invierno, fue casi como la del día de hoy porque venía el sol, a primera hora, saliendo y saltando de una cresta a otra de las montañas y conforme les iba dando su beso, a las nieblas que arropaban las tierras de la ladera y las umbrías que bajaban a los barrancos, llenaba como de fuerza, el misterio gris de la senda que viene curvándose por las hondonadas desde el otro lado de la sierra y también, llenaba como de entusiasmo y luz, el sencillo pastar de las ovejas justo en las plácidas praderas de los llanos que son el comienzo de los cien ríos que nacen en estas sierras y mueren, o más bien se hacen esencia, en los mares de lo eterno.
Y recuerdo que aquel día, casi como el de hoy hermano y bello, se sentía como si estuviera a punto de traer una primavera nueva, o al menos, eso era lo que la gente quería en la aldea, porque en la mañana del día anterior al nuevo, en la misma iglesia pequeña que mira al cauce y queda como abierta al cementerio de la umbría y llanura del río, se celebró el entierro de aquel hijo mío pequeño que una tarde antes y, estando por este mismo voladero cuidando a sus animales, resbaló y cayó y se hizo añicos y quedó con los brazos abiertos justo por donde, en aquel entonces, todavía tenían su tierra los huertos.
Y digo que recuerdo que en aquel entierro, en la mañana que se parecía a la de hoy, todos decían que no era cierto porque siendo el muchacho pequeño y alegre y sin tener ninguna enfermedad, se apagó tan de pronto aquel día de invierno que aunque todos lo lloraban y todos por él pedían al cielo, todos decían, en la iglesia y en las casas de la aldea y ya camino del cementerio, que su muerte: “¡qué lástima!” no era real sino que aquello más bien parecían un sueño pero recuerdo que después de la misa, en el mulo viejo, cargaron su caja y la llevaron al cementerio y en la tierra roja que mitad es umbría y mitad es llanura junto a la corriente limpia del río sereno, se enterró su cuerpo mientras los hermanos allí presentes no dejaban de llorar y acudir al cielo y sollozar, “qué lástima y tan joven y bueno”, besaban la tierra húmeda y fría de la sierra, los rayos de sol que venían saliendo y en esto y en otras cosas, es donde aquella mañana del mes de otoño invierno, se parecía tanto a esta silenciosa que ahora aquí conmigo tengo.
Y también recuerdo que, justo en este voladero donde ahora me he traído mi casa de frío y sueño y algo por las partes bajas que es tierra de pinos y helechos, fue por donde, dos días después de la muerte de aquel hijo bueno, padre subía con la misma piara de cerdos y al encontrarnos los dos entre la sombra de la encina que había recogido su cuerpo al terminar de caer por el agreal del voladero, padre me dijo:
- Aunque lo del hermano roto por estas piedras sea un desgarro tremendo y ahora parezca que nos falta, del corazón, el vital aliento, nosotros tenemos que seguir dando careo a los cerdos y atravesando las sendas que, como el sol de la mañana, van saltando de cresta en cresta por las cumbres y los cerros.
Y entonces le pregunté:
- Pero padre ¿adónde van los muertos que, como este pastor sencillo y humilde, se apagan sin manchar ni siquiera el viento?
Y padre:
- Él, como tú y yo y cuando llegue su momento, se ha ido derecho a la eternidad fundido en el abrazo del amor que la ha dado el Padre Eterno y también se ha quedado palpitando en el íntimo fluir que rebosa de la hierba de los cerros y entre los latidos silenciosos que marcan el ritmo de la tierra y las cascadas blancas que saltan por los arroyuelos.
Y la hija otra vez:
- Entonces dime padre, la sierra que nos abraza y esta lluvia del invierno y la luz que derrama la luna cuando pasa cabalgando sobre las capas de hielo ¿es donde, el hermano que se ha ido y el corazón de Dios, tiene su centro?
Y el padre:
- ¿Te acuerdas cuando de niña conmigo jugabas en el río y en fantasía, hasta la cumbre alta, trazabas tu vuelo?
- Sí que me acuerdo.
- Pues aquello quería decir casi esto: que esta sierra nuestra es como el espejo que refleja la pura imagen de Dios y por eso, los caminos y las fuentes y los ríos y los montes y los silencios profundísimos que por aquí de continuo bebemos, no son de los que vienen de fuera, aunque se proclamen dueños, sino de los serranos que se derritieron en sudor labrando la tierra y un día cualquiera de una mañana de luz que parece primavera, abrazados a ella, murieron.
Y hoy, cuando después de tanto tiempo y aquí sigo todavía esperando que, como al hermano de aquella mañana, Tú llegues por fin y me des tu beso, al mirar al sol que viene saliendo y saltando de cresta en cresta por las cumbres que son mi sierra vestida de puro invierno, me digo que es casi como aquel día con la misma caricia del viento y el mismo pálpito suspendido en el eterno universo de este rincón mío pequeñito que lo es y lo tiene todo en la soledad de la mañana que me trae tu fragancia y beso y sin que yo lo quiera, también es dolor dulce y amor que sigue en su espera y es perfume y recuerdo”.
Por esto, al rememorar las escenas, la madre de los niños aquel día se inquietó. ¿Quién le iba a decir a ella que no podría pasar algo parecido?
- Tú tranquila, madre, que sabemos ser prudentes.
Le decían ellos.
Así que por la parte de arriba de la aldea se juntaron y en grupo se pusieron en marcha por la senda que baja pero que al principio sube. Como si vinieran al valle pero para quedarse por aquellas cumbres. Varias navajas habían cogido, un hocino y un hacha y con todos estos instrumentos, venían dispuestos a enfrentarse a los palos que buscaban.
Subiendo desde la aldea hacia la cumbre, la tierra está inclinada. El sol le entra desde arriba y como todavía es por la mañana, las zarzas y las encinas, junto con las madroñeras y la hierba fina, quedan iluminadas con una luz que es nueva cada día aunque para ellos siempre es vieja. Por eso esta mañana, parece de primavera y por eso la cañada se esturrea larga y adornada con su chorrillo de cristal corriendo por el centro y sus adelfas temblando al viento, que por el campo, de puntillas pasa.
Las ovejas, recién salidas de las tinadas, ya van subiendo en su procesión eterna y en medio de su concierto de cencerros y balidos de borregos, perros que ladran y voces de pastores que sueñan y otean mientras los ojos se les van por las tierras amadas, hoy repletas de alimento para las ovejas, las cabras y las cuatro vacas pero en sus corazones, siempre rumiando y entre ellos, comentando:
- Dentro de dos meses, quizá mañana, ¿qué habrá sido de nosotros y estas tierras nuestras que son tan bellas y tanto gritan calladas?
Y como, desde la sencilla y aplastada aldea, bulle la vida adaptándose a la tierra, al tiempo que un día más pidiéndole prestado el trozo de ilusión y consuelo que mana de ella, el barranco esta mañana, parece un sueño todo engalanado de matas de romero que ya tienen sus tallos brotados y de cambrones con sus moradas flores abiertas y, por entre ellas y las encinas centenarias y las grises piedras, subiendo montañas y quedándose, la humilde senda que desde el río remonta y pasa por la espesura de las zarzas, mira al puntal que enfrente cuelga, atraviesa el collado y parece que al llegar a la aldea, muere pero no, porque sigue remontando en busca de la sierra profunda y de las sombras que en la lejanía se ciernen.
Y el pastor:
- Al medio día vuelvo para comernos, junto al fuego, las migas de panizo que estás haciendo y hoy nos pertenecen.
Y esto lo dice porque en la casa de la aldea, la segunda empezando desde arriba y es la primera o la cuarta o la quinta o la sexta, hoy se celebra como un encuentro porque un hijo que estaba ausente, ha vuelto y aunque no hay casi con qué celebrar y por eso la madre responde:
- En esta casa nuestra ni antes ni ahora, necesitamos ni abundancia de dinero ni alimentos, para sentirnos felices y celebrar el encuentro de aquellos que son serranos y hermanos nuestros. Así que tú vete por el campo con las ovejas y cuida de los borregos y si al llegar el día a su centro, puedes volver, vente que hoy celebramos el encuentro con las cuatro migas calenticas que estoy haciendo.
Y claro que en la aldea, además de estos rebaños que arrancan de las tinadas y suben tomando las tierras, bulle mucha más vida y es mucho más grande el universo porque en la aldea, que es corazón en el centro de la profunda sierra, todo se muestra como un espejo o un nido de hormigas donde los humildes laboran, tejen y sueñan.
Ellos, al salir de uno de aquellos barrancos dejaron la senda y se metieron por una de las laderas más complicadas de estos contornos y como ya avanzaban sin camino, a la niña, se le ocurrió una idea.
- ¿Qué es?
Le preguntaban los otros.
- Como tenemos que regresar luego por aquí, para dar exactamente con el paso que ahora estamos recorriendo, vamos a dejar señales. Es decir: vamos a jugar un juego que nos servirá para que después no nos perdamos. De las ramas secas que vayamos encontrando, cortamos pequeños trozos y los dejamos clavados a cierta distancia. Al volver, sólo tendremos que seguir estas señales para regresar por el mismo sitio.
- Pues yo lo veo bien. Vamos a ponernos mano a la obra.
Y mientras avanzaban por la ladera atravesando el espeso monte, se iban entreteniendo en cortar trozos de ramas secas que dejaban clavadas, no en la tierra, sino en las grietas de las rocas. Aquí un trozo, en el agujero de aquella piedra, otro.
- Todo es como si fuera un tesoro que ahora escondemos y luego tendremos que buscar.
- Un juego bonito que me gusta pero yo quería decirte una cosa.
- ¿Qué es?
- Desde que cogimos esta senda, vengo pensando en lo que nos dijiste el otro día.
- ¿Lo del museo?
- Eso es. Decías que el collado de los robles fuertes estaba por aquí.
- Y está por aquí. Dentro de un momento nos encontraremos con él.
Pisan la vieja senda que se retira de la aldea y en quince minutos se sitúan en la vaguada donde el monte es espeso y siempre huele a verde hierba. Rozan a la mañana y unos metros más adelante ya están en la leve llanura que todavía es calva y por el lado de arriba tiene las piedras clavadas y van ellos a salir a la segunda vaguada, cuando siente los maullidos.
- ¡Esperad un poco!
Pide el que los guía y todos se paran. Miran para el río que por lo hondo y, en su cantar y al sol de la mañana, reluce y salta.
- ¿Qué es lo que pasa?
Pregunta el menor de los que hoy van en el grupo, ellos dicen, camino de la montaña.
Y ninguno de los muchachos, de momento, sabe lo que pasa aunque siguen oyendo los bufidos de un gato salvaje que parece ataca.
- Y es verdad, porque mirad allí, entre las matas, hay un hombre y se le ve como luchando con las ramas del monte o quizá con una alimaña.
Y se sitúan sobre las rocas y al mirar más fijos, ven la escena clara.
El hombre, no muy mayor, azuza a su perro que frente al agujero ladra y de ahí mismo salen los maullidos de un gato salvaje que brega y araña hasta que llega el momento que al salir, se enzarza con el perro y justo ahora, con el palo viejo de madroñera castaña, el hombre de la lucha, le endiña un golpe tras las orejas y al instante se ve correr la sangre del perro y también de la alimaña y ahí, donde la tierra está en su silencio cubierta de flores blancas, se queda la belleza detenida y muerta y la figura del hombre alzada frente a la corriente del río y la luz pura de la especial mañana.
Y ellos, desde su escondite no pretendido pero sí balcón menor de la sierra profunda y del tomillo florecido que exhala su perfume de nácar:
- ¿Qué será esto?
- ¿Nos acercamos y le preguntamos y vemos qué es lo que pasa?
- ¿Y si nos complicamos la vida sin necesidad?
Y el que hoy hace de mayor y va guiando la aventura hacia la gran montaña:
- Si la cosa está casi clara.
Y el menor:
- Una lucha contra el gato montés en la calva de esta umbría que mira al río ¿cómo puede estar clara?
- Y según tengo entendido de mis padres y mis abuelos, son las últimas alimañas que de esta especie, viven por estos montes.
Pero el mayor indica que en marcha porque:
- Nuestra misión nos espera y llama.
Y ahora el otro muchacho pregunta:
- ¿Y lo de la frontera que decías se alzaba dividiendo las tierras prohibidas de las que no lo son todavía y sí dices que mañana?
Y el mayor ya caminando por la senda que lleva a todos los mares y matices de la sierra amplia:
- Te cuento de oídas pero dicen que se alzan no muy lejos del camino que ahora vamos recorriendo y frente a los cerezos grandes de la solana.
- ¿Pero cómo es posible que ahí hayan trazado una frontera y ahora la vigilen y hasta den leña al que a ella se acerque y si se descuida, lo matan a golpes y luego lo amarran?
- ¿Que cómo es posible? Sólo ellos lo saben pero por lo que dicen ese barranco de ahí, ya se encuentra prohibido al paso de las personas y también para rebaños de ovejas y cabras.
- Pues lo que tú sabes, tendrás que contárnoslo un día porque esa realidad es extraña.
Y siguen ellos subiendo por su camino casi de fantasía enredado y arropado de madroñeras largas y antes de llegar al manantial de las aguas, otra vez uno pregunta:
- ¿Fue por aquí lo de aquel muchacho que luchaba con los de arriba y todo valiente e inteligente, resistía y esquivaba las piedras y palos que el frente de arriba le tiraba?
- Luego cuando volvamos, os cuento lo de aquel muchacho, porque ahora, si no me engaña mi intuición, por entre el monte, ya veo en lo alto, trozos de cielo azul. Ese debe ser el collado.
- No te engaña tu intuición: ese es el collado. En cuanto terminemos de remontar la cuesta que recorremos, la senda, primero atraviesa un trozo de tierra fértil, por donde los árboles son más claros y luego comienza a volcar. Justo ahí está el collado. Ya veréis que asombro. Pura tierra es todo el suelo que, por el mes de junio, se convierte en una primavera mágica.
En cuanto se vuelca, allí mismo, crecen los robles. ¿Que cómo son esos robles? Pues yo que los tengo vistos, digo que no hay otros en toda la sierra y creo que ni en el mundo entero. Tremendos por los años que tienen, el color negro de sus troncos, la dimensión asombrosa que esos troncos abarcan, las curvas que trazan desde las raíces hasta las copas y el bosque de ramas tan espeso y oscuro. Ni un rayo de sol llega al suelo de tan apretadas como están las hojas de esas ramas. Y lo que más asombra, es el manantial que brota allí mismo. Como si acaso hecho lo hubieran colocado en la tierrecilla y bajo las rocas de la primera pendiente del collado, mirando al valle del museo. Porque el agua de ese venero ya corre para el lado de donde se alza el sol.
Pero antes de remontar, en el barranco de la cañada, se eleva aun el cortijo y por ahí pasa la senda. Y por ella van subiendo ellos y como a pesar de todo, se sienten dueños y por eso, la tierra que pisan, es su mejor juego aunque se les abre inmensa y clama con su misterio.
- Pues ahora, en cuanto lleguemos, vamos a ver si es cierto que todavía siguen ahí los manzanos aquellos.
Comenta la hermana y compañera.
- Es que hasta creo que en la vieja cámara de este derruido cortijo, continúan en su espera y casi frescas, las últimas granadas que antes de irse, cogieron.
Añade el más pequeño.
- ¿Y cómo puede ser tal realidad después de tanto tiempo?
- Saberlo ¿quién lo sabe? Pero ahora, en cuanto hayamos remontado, vamos a verlo.
Y por la tierra callada que sabe a rocío y quiere, como arrancar vuelo, late y respira, además de la blanca mañana, los pasos y la presencia de ellos y el inmortal sueño que sólo la luz de la luna y la colmada noche, conoce. Pero los que hoy remontan, como a la luz de la cumbre o al infinito que se esconde tras las matas de los madroños y las revueltas nubes, siguen en su juego y mientras van subiendo:
- Pues yo sé un secreto.
Y otro de los compañeros:
- Seguro que te lo han dicho y ahora lo presentas como nuevo.
Y otro más de los que en grupo recorren la tierra:
- Si lo sabes, cuéntanoslo ¿Cuál o cómo es tu secreto?
- Creo que va a ocurrir no pasado muchos días y creo que será más o menos como ahora lo cuento: no dentro de mucho, las tierras que hoy pisamos y las crestas del cerro y las vaguadas y los valles, quedarán inundados bajo un mar de azul inmenso.
- Tú no sabes lo que dices porque ¿cómo será eso?
- Parece imposible pero lo primero será la construcción del pantano arriba, donde dicen nacen los veneros y como el embalse enseguida estará lleno, pues trazarán canales o regueras o tenderán tubos o quizá arroyuelos y cuando, desde el pantano, les den suelta a las aguas, como serán tantas, rebosará desde lo alto y en una inmensa cascada, caerá a estas tierras y primero las empapará y después, las irá cubriendo y en cuanto pasen unos días, ya todo será como un mar de azul inmenso y lo que ahora son praderas bonitas repletas de romero, se tornará superficie lisa y encharcada y llenas de cieno y, hasta el último valle que se extiende al final de las laderas, cubrirán las aguas que rebosen desde el pantano que construirán por detrás de los cerros.
Y los otros muchachos:
- Pero lo que tú estás diciendo, te aseguro que será imposible porque a ver ¿para qué servirá eso?
Y como lentos, en la mañana soñolienta que viene besando la sierra, ellos van subiendo, ya se acercan al cortijo y lo rozan levemente y al dar la vuelta, le entran desde el lado derecho y justo por el punto de la tierra ondulada.
- Aquí mismo es donde yo os decía ocurrió el juego.
- ¿El del hermano y la hermana aquel día rozando el invierno?
- Ese mismo y este fue su centro.
- ¿Y a ti quién te lo ha dicho?
- Lo sé y te aseguro que fue cierto.
- ¿Nos lo vas a contar?
- Lo haré al volver pero en dos palabras te digo que fue con madroños rojos y junto al venero.
Pero aquella mañana, como el mulo pastaba en las tierras cerca del huerto, al desprenderse las piedras de las cumbres del calarejo, rodaron y estallaron y cayeron rompiendo los pinos y las encinas y el mulo, se asustó y salió corriendo y ¿sabéis lo que ocurrió?
- Queremos saberlo.
- Pues que tan loco iba el animal huyendo y surcando la ladera, que se despeñó por el voladero y en lo hondo del barranco, quedó hecho una piltrafa y los pobres dueños, pastores como nuestros padres, desconsolados sobre el picacho diciendo: “Y de este accidente con su gran desgarro ¿cómo nos recuperamos y en este tiempo?”
Se mueven por el espacio de la tierra llana que precede a la entrada del cortijo viejo y como la puerta está abierta, entran dentro. Miran llenos de curiosidad y algo de miedo y ante ellos, el negro hueco de la chimenea, esta mañana, mudo y frío pero hasta hace unos días, colmado de fuego y el anciano y la abuela, frente a las llamas sentados en sus enanas sillas de esparto y la lumbre en su danza, surgiendo de los troncos de las encinas y estos, crujiendo pero ahora, esta mañana, en el consolador hueco de la chimenea, sólo quietud, herrumbre, cenizas ya rancias, la pared desconchada y por ella, chorreando la humedad y la presencia de la eternidad, sosteniendo el momento.
En la amplia estancia, comedor y sala de estar y cocina y dormitorio y rincón del amor y el noble encuentro, las cantareras vacías y donde estuvieron las talegas de tela colgadas con las semillas para las siembras del huerto, el clavo de madera podrido y la alacena vacía y oliendo a rancia entre telas de arañas y también medio hundida y la puerta estrecha que, desde la estancia de la cocina da a las corralizas y las chiqueras, abierta de par en par y las tablas de pinos viejos que hicieron de puerta, rotas y astilladas y también henchidas de silencio.
Y en la parte del fondo de la estancia que fue el rincón nido del amor entre la familia en el noble encuentro de las noches largas del frío de enero, la otra puerta pequeña que da paso a la escalera que parece remontar al mismo cielo y sólo lleva a la vieja cámara que también en este momento permanece muda, llena de polvo, comida de polillas y tapizada de telas de arañas y entre tanta desolación, colgando del techo, secas y duras como las piedras que coronan las cumbres de los hermanos cerros, las últimas granadas, que antes de irse, cogieron del huerto.
Y al verlas ellos, desde su asombro y su escasez llena de respeto y el temor de estar violando un mundo sagrado, aunque esté ya muerto, el primero pregunta:
- ¿Las cogemos?
Y al rato el otro contesta:
- Si ya están secas y hasta comidas de polvo ¿para qué las queremos?
- Pues yo creo que todavía están llenas de jugo de color sangre y bueno porque las granadas eran del árbol que daba flores como rosas y crecía en el mejor terreno. Así que vamos a cogerlas, las partimos y como ahora no nos ve nadie, nos las comemos.
Pero en la calle, en medio del campo y justo en este momento, se oyen murmullos de personas y como en la cámara todavía existe el agujero que hacía de ventana y mira de frente a las tierras llana de la preciosa era y al rincón de los robusto fresnos, ellos se amontonan, no saben por qué, llenos de miedo y miran desde su temor y ahí, sobre la hierba fina de la era y un poco el rincón del huerto, se los encuentran sentados y mientras discuten de cosas que los muchachos no entienden, van tendiendo manteles sobre la hierba y van abriendo cestas y miran al sol y respiran el aire y van comiendo, al tiempo que uno exclama:
- ¡Qué gran momento en una mañana como esta y abrazados por campo tan bello!
Y el que los atiende, uno de los que ahora medio manda en los bosques, las fuentes y los caminos viejos, no deja de moverse todo solícito y adulador y al tiempo diciendo:
- ¡Señor! ¿qué necesita? ¿le traigo agua del venero o le sirvo un vaso de gazpacho o una copa de vino añejo?
Y el que es atendido, sintiéndose todo rey y halagado en su ego:
- Gracias hermano serrano. Lo encontramos todo en su punto pero siga reverenciando y haciendo la “pelota” que eso nos trasmite un gozo estupendo.
Y los muchachos, desde la cámara apretados entre sí y temblando de miedo:
- ¿Quiénes serán?
- Según yo intuyo y, por lo que oído tengo, son los señores que sin haber comprado estas sierras, se sienten dueños.
- No da gusto pero ahora que los estoy viendo, os pregunto a vosotros ¿qué es necesario hacer o ser en la vida para sentirse respetado y adulado como al que estoy viendo?
Y los otros amigos del grupo:
- Para eso, hay que poseer muchas fincas y hay que tener estudios y sentirse grande entre los otros y por encima de todo, ser rico en dinero.
- Pues vaya chollo el de algunos porque eso de sentirse adulado y abrir la boca y pedir que te sirvan esto o aquello ¡qué poder y qué fuerza sobre los otros y qué sensación de dominio se debe notar por dentro!
Y en la mañana serena de la grandiosa sierra y blanco silencio, a los que sobre la hierba fresca de la vieja era, comen y se recrean al parecer contentos, se acerca el pastor detrás de sus ovejas ya un poco cansado porque su cuerpo es viejo y al estar próximo, los saluda diciendo:
- ¡Dios guarde a ustedes señores y buen provecho!
Y el que es adulado porque, según todos los indicios, tiene el poder y se siente dueño:
- Pastor insignificante de cabras y perros, a ti te estaba yo esperando.
Y el humilde viejo:
- Diga usted señor ¿qué se le ofrece o qué desea de mi persona en este momento?
Y el que se cree grande y con derecho:
- ¿Qué pasó ayer con tu rebaño cuando lo llevabas camino de las praderas de la hierba verde que, al otro lado de las cumbres, tengo?
Y desde lo más puro de su corazón y todo noble, el de soledades lleno:
- Pues dígame usted qué pasó, porque de mi parte lo que decirle puedo es que estuve todo el día entregado en subir las cuestas detrás de los borregos y en procurar que mis ovejas bebieran del agua que lleva el arroyuelo y en no dormir por la noche pensando en la cruz que, a todas horas, a cuestas llevo.
Y el que es adulado por el que se ha cambiado de chaqueta y se siente inflado de orgullo por dentro:
- Y encima, recochineo, pastor sin cultura y rebelde sin tener una peseta en el bolsillo y comiendo a todas horas pan de centeno.
Y el hombre de cara curtida por el sol y manos callosas como las de los buenos serranos, siempre fueron, no sabe qué decir ni a quién acudir porque en su corazón de color de cielo, nunca existió ni la maldad ni la doble intención en sus acciones para con sus semejantes sino el sincero respeto, calla mientras sigue mirando el sol de la mañana que desde las cumbres desparrama su beso y apoyado en su garrota, llena de nudos y con olor a sebo, espera que el señor, que ahora come sus ricos manjares tumbado sobre las praderas con perfume a trébol, le siga comunicando a qué se debe el disgusto que tiene por dentro.
Y éste, claro que aprovecha la ocasión y medio envenenado, continua diciendo:
- Te tendría que denunciar y llevarte a la cárcel y hasta quitarte de una vez de pisar este suelo y te lo digo, porque no hay derecho que yo me rebaje a ti para decirte que tus ovejas y tus malas acciones ayer, os saltasteis a la torera, mis órdenes y mis reglamentos. ¿Quién acompañó a tus ovejas cuando subían a las praderas de la fresca hierba que por las cumbres tengo?
Y el pastor:
- Fueron mis hijos, señor porque yo se lo mandé ¿hay algo de malo en ello?
- Que te tengo advertido que eres tú el que a todas horas tienes que estar pendiente de tus animales para que siempre vayan por el terreno que les corresponde y no por donde hemos repoblado los pinos nuevos.
- Pero mis hijos, buen hombre, también saben eso.
- No se trata de que tus hijos hagan el trabajo que a ti te corresponde por obligación y eso, sino se cumple según ordenado tengo ¿qué hago contigo si estás desafiando al que ahora, de estas sierras, es legítimo dueño?
A esta pregunta, el cansado pastor, no responde.
El día de hoy se presenta limpio y embadurnado de neblina el viento, claro y reluciente el azul que cubre las cumbres y el sol, todo brillante y bello. Por el campo, a estas horas de la mañana, cantan las perdices y entre las zarzas del arroyo, los ruiseñores reyes de la noche y la soledad, sin parar con su concierto. Y también por el campo, la hierba empapada de la humedad que en forma de rocío, rezuma el suelo y las flores de las peonías, las aguileñas y las de los lirios que acaricia el viento, todas abiertas y compartiendo su belleza con las mariposas que revolotean y las abejas que recolectan polen y miel para sus colmenas.
- Por hoy y en este momento, dejamos las cosas en el lugar que ya se ha dicho y mañana te presentas en mi despacho del pueblo.
Termina aclarando el señor que esta mañana disfruta el día en el campo en compañía de los amigos, al anciano pastor.
- Pues señor, perdón y que tenga buen provecho.
Responde el pastor y sigue caminando tierra adelante, acompañado de su perro y dando amor a sus ovejas que, como otros días, van plácidamente comiendo la hierba que la primavera ha dejado por el campo, ajenas ellas a los asuntos del coto y a otras nuevas normas que han decretado para las praderas del otro lado del cerro.
Y por la tierra medio llana que ofrece la ladera en cuanto se alcanza el collado del silencio, camino el rey de las nieves y lluvias y al cruzar la vaguada, toda bañada de agua clara que alegre viene saltando por el hermano arroyuelo, se dice, en su corazón: “¿Qué tendrás Tú, Dios mío, y qué tendrá la armonía clara que siempre tienes derramada por estos campos, que sólo verla, con los ojos que me abres dentro, me deja tan dulce gusto en el alma? ¿Y qué tendrán ellos Señor, hijos tuyos y hermanos míos, según tus propias palabras, que a pesar de sus títulos y su ciencia, siempre atacan con soberbia diciendo que en primer lugar su ego y después, su verdad y los otros, que se aguanten y se sometan y aunque revienten, la realidad es como ellos dicen y más allá, no existe nada? Pero no, ¿verdad, Dios mío, que aunque quieres lo contrario y yo también lo deseo, ellos ni son modelo ni tan buenos como a grandes voces proclaman?”
Y el pobre hombre solitario y otra vez más, agredido por los que se creen mejores y son de su propia raza, sigue diciéndose en su corazón: “Ahora voy a irme por la verea que, por la derecha, cruza la llanura y en la cueva de piedra que tengo al borde del barranco del río luz, me voy a meter a descansar un momento y desde ahí, sentando al perfume de la parra que me arropa el agujero, voy a contemplar la belleza del barranco por donde el río de humo y nieve, viene corriendo a ver si mientras tanto, que en el rincón estoy soñando, llegas Tú, Dios mío, mi único amparo y consuelo, y me das tu beso y muero”.
Y en la mañana clara, de diamante el cielo adornado, las ovejas van en su marcha remontando para el calarejo y los manantiales ofrecen sus aguas a los charcos alargados y cascadas casi de incienso y el perro del pastor, empapado ya de tanto atravesar romeros y el hombre de corazón limpio y ojos del color del hielo, todo desamparado frente a la soledad de las montañas y a los rayos del sol que acarician al barranco pleno y, sobre todo y llenando el infinito, el dolor de su corazón que se lo come y le sangra por las tierras que les pertenecen y en las cuales, se siente centro.
Y en la mañana serena de la primavera espléndida que se derrama generosa por la repisa de la tierra tallada en mitad de la ladera, dentro de la ruinosa casa que fue palacio, no hace tanto, ellos siguen acurrucados y mirando por el agujero delgado de la cámara vieja y como han visto y oído la escena, ahora tienen miedo de salir de la estancia y seguir por el campo.
- Pues debemos continuar porque nuestra misión son los palos.
Comenta el de en medio.
- Y vamos a salir pero a escondidas y despacio parque si nos ve el que ahora parece dueño y el que le está adulando, también es capar de plantarse y prohibirnos que andemos por los campos.
Y en estos momentos oyen que dice:
- Es como esta casa ¿qué hace todavía en pie y hasta con el tejado?
Y el que se ha cambiado de chaqueta y se cree algo importante sin pasar de esclavo:
- Sigue en pie, señor, porque estamos esperando que usted nos transmita la orden de meter las máquinas y colocar barrenos y también estamos en espera de plantar los pinos en las tierras fértiles de los huertos y así ya, por completo, echarlos.
Dentro de la majestuosa casa, cortijo humilde de pobres serranos, el grupo de amigos que hoy se enfrenta a una misión inocente y bella, según ellos y van en libertad cruzando los campos, siguen aturdidos y como a través de la estrecha ventana de la cámara, continúan mirando, al fondo ven el surco profundo del río cristalino que llaman blanco y al irse con sus miradas, por la curva cerrada del cañón rocoso donde la corriente se embute y se derrama desparramada, caen en la cuenta de la hermosa cueva tallada en la pared de la misma roca y que se encuentra como oculta tras las cortinas de espumas blancas que surgen de la cascada que chorrea al redondo charco.
Y advierten y recuerdan que en esa mansión misteriosa y bella, se refugia el cabrero de las cabras negras que es amigo del pastor y también de ellos, y según están mirando, ven al rebaño que se retiene por entre los fresnos que escoltan al río a ambos lados y caen también en la cuenta, de aquellas tardes y aquellas mañanas y aquellos momentos que, junto al cabrero de las cabras negras y, desde la ladera de enfrente, aprendían a tirar piedras con la honda de esparto contra el voladero de las rocas grises y al profundo charco.
- Pues ahora, en cuanto se nos presente la oportunidad, y salir podamos, nos vamos a ir por esa estrecha senda que remonta la cañada de las retamas y las sementeras de la hierba y le entramos al río por la corriente y nos acercamos a donde tiene su escondite este amigo nuestro y ya que aprovechamos para verlo y estar con él un momento, le contamos lo que hemos visto para que esté atento.
Comenta el que esta mañana lleva responsabilidad en el grupo.
Y mientras esto meditan ellos, en forma, un poco de miedo y otro poco de fantasía e ilusión, dentro del sencillo juego que hoy están jugando, también en estos momentos, por sus mentes pasa el recuerdo de aquella noche de niebla, frío y viento que, en la cueva de la garganta del río, vivieron junto al cabrero.
Al caer la tarde, todos juntos se recogieron en el interior del covacho y en el centro de la sala grande, encendieron el fuego y en las cabeceras de lana de oveja y hebras de esparto, se acurrucaron e intentaron dormir después de haber comido un puchero de leche calentica y un trozo de torta de pastor pero aquella noche, con endemoniada fuerza y lamento, sopló la ventisca de nieve y como la cueva se abre justo donde la corriente del río y la cascada blanca se derrama en el charco, los lamentos de los caños del cauce y los del viento doblando los enebros, no les dejaba coger el sueño y por más que junto al fuego y entre ellos, se acurrucaban, tampoco entraban en calor y tanto temblaron, besados por el río y el miedo, que antes de salir el sol del día siguiente, que no salió pero sí llenó de luz una vez más los campos, recogieron sus cabeceras y atizaron el fuego echando a las brasas más piñas secas y liados en mantas de lanas viejas, inquietos estuvieron esperando el momento de la calma y el consuelo.
Pero al rayar el día, lo primero que vieron fue el estrecho y gran cañón del río, todo cubierto por la nieve y arropado por las nieblas y los carámbanos cayendo y colgando en las paredes de piedra y los caños de la fuente y el surco de cauce, rebosando hasta la copa de los fresnos... Y el cabrero dijo, desde su hablar de hielo:
- Pues no sé hoy qué podré hacer por ellas si es que ya no se me ha muerto un ciento.
Y desde la puerta de la escondida cueva, que es la joya del cañón del río y el palacio inmenso, ellos vieron que lo que el paisaje mostraba era como un sueño y el rincón donde estaban encerrados con la eternidad detenida, todo como cristal y cálida sonrisa de cielo, con el río y las laderas rocosas y por eso dijeron:
- Aunque no veamos ahora la salida y tengamos congelado el cuerpo, ¿no es grandioso el espectáculo y tan a punto de explotar en tan gozoso silencio?
Y aquella mañana de aquel día concreto, el muchacho mayor se separó del grupo diciendo:
- Me acercaré hasta el vado a ver cómo va por ahí el río de lleno y si puedo pasarlo, me iré por la senda que atraviesa el bosque de madroñeras y cuando llegue a la aldea, les diré a los hermanos nuestros que bajen y nos echen una mano en el problema que hoy tenemos.
Y los otros amigos:
- Aquí nos quedamos nosotros esperando tu regreso y te deseamos suerte anunciándote que lleves cuidado.
Y se dejó caer por la punta más suave del barranco, pisando la espesa nieve y buscando la llanura hermana que acoge al vado ancho y llegó al rodal de las dos piedras clavadas junto a las viejas encinas y apartando las adelfas y los romeros tapados por el hielo, siguió buscando la vereda que se recoge en el malecón de la ribera del río y en estos momentos, también ya del día algo crecido y mirando a la sierra hoy vestida con tan singular silencio y tan especial traje, se acuerda de las palabras que en la aldea, mil veces le ha dicho madre:
- Todo, hijo mío, hasta el más crudo día de invierno y la más dulce primavera de flores reventando, tiene un mensaje y quiere ser parte de nuestras vidas dándonos las mano.
Y ahora y, en su corazón, se dice: “Y hoy madre, y este campo tan sobrado de nieve y tan falto de consuelo ¿qué mensaje quiere transmitirme tanto frío y, tanta quietud, la amplia sierra, llenando?” Y la respuesta no le llega de la voz de la madre buena sino del mismo campo y la corriente del río que robusta viene saltando: “El mundo y las cosas, junto con los seres amigos, son la alegría y la luz y la belleza que, desde tu interior, transmites y reflejas aunque estés llorando”
Y ya frente a la corriente del río, observa que ni por entre las piedras que siempre sirven de puente, hoy puede cruzarlo porque el río esta mañana baja como un gigante brazo de mar, todo huracán y bravura y al mismo tiempo, reflejando mundos amados.
Y es que la curva del río es como un respiro profundo y vital, al subir por la cuesta de la senda porque desde la ladera caen las encinas viejas y grandes que dan bellotas dulces y gordas como castañas y en cuanto la vereda descansa en la tierra llana de la ribera de las aguas, la arropan los álamos, siempre esbeltos y tan altos que rozan el cielo y siempre temblando por el soplo del viento amigo que baja o sube siguiendo al surco del río blanco.
- ¿Y por qué dices tú que el río es tanto?
Le preguntó el muchacho cuando unos días antes estaba en la aldea con la gran madre jugando. Y la reina contesta:
- La curva del río es como el corazón mágico de la extensa tierra que lo contiene y del cauce mismo porque así es como se le siente y así es como ellos, los pastores de las montañas que pueblan las dehesas de este edén preñado, lo intuyen y lo quieren y de ello dan testimonio cuando al caer las noches del caluroso verano, a la curva del río y a la otra cueva ancha por donde se amontonan los álamos, los pastores se concentran y se sientan y charlan y comen su pan amasado y luego duermen, dándose calor entre sí, mientras las ovejas no están lejos o van y vienen por los campos.
Y por eso digo que la curva del río, por donde crecen las zarzas y se extiende el vado, más que un respiro profundo, es el descanso real de todo un conjunto de sierras y el corazón y mundo de ellos con el trozo de senda que atraviesa el vado, siempre perfumada de moras y abrazada por el juego de sombras que mecen los álamos.
Pero el muchacho, su corazón y su sueño, hoy más que nunca con ansia de vivir y ser bueno, mira para la tierra de enfrente, por donde la senda sube callada y, montado en su caballo, ve al que es centro de la sierra, no porque la lleve en sus venas, sino por decreto humano.
“Bajará y me prestará auxilio porque, a pesar de todo, yo lo considero hermano”, se dice en su deseo de cumplir la misión que, de sus amigos, hoy tiene por encargo pero el de figura gigante subido en su caballo, se da media vuelta y se aleja al tiempo que grita asustando:
- Tú conoces la vereda y sabes que te están esperando, por eso lucha y camina hacia la aldea, que si no llegas en un día, llegarás en cuatro.
Y el pobre muchacho, desde su miseria y desprecio, se agarra a los lentiscos y con los pies, por el hielo, quemados, echa para delante y se dice que sí: “Llegaré en un día y sino en cuatro porque voy hacia el corazón donde tengo a mi Dios esperando y siento el calor de los míos que sí son de verdad hermanos”.
Y al quien, más esta mañana que nunca, se le siente centro no ya del sencillo rodal que ocupa, sino, como dicen ellos en la aldea, del corazón mismo del universo, porque para los serranos, es el rincón de tierra que poseen en el núcleo de su realidad y sueño, asusta tanto y da tanto miedo porque se le ve como el que se ha instalado con su material figura y en el ámbito de los sentimientos y al igual que el agua fina brota de los veneros, se derrama y empapa y penetra en la tierra llenando con su sustancia y miedo, no sólo la tierra que le rodea y es sierra entera, sino las almas de las personas y sus vidas repletas de proyectos blancos.
Y desde la inmensa mañana vestida toda de alas verdaderas que amargan y dan consuelo, el muchacho siguió en su lucha de rozar y cruzar la limpieza del frío hielo mientras desde el aire, a chorros se le cuela para el alma, al centro, la caricia de la soledad envuelta en la sinfonía del río lleno y, al latido de la mente, acude el recuerdo y el calor de aquella otra mañana de invierno.
Estaba él en la cama liado en las mantas de lana espesa y abriéndose al día con el sueño, cuando, todavía con los ojos cerrados y tumbado en la quietud su cuerpo, siente que una mano amiga, con amor aprieta sus dedos y le llena de calor que transmite vida al tiempo que acaricia con sus labios y una cara tierna, roza amorosa el cuerpo transmitiendo más calor, dulzura y amor y paz transformada en beso y por el cálido volar del risueño viento, la música de la voz tranquilizadora, diciendo:
- ¡Hijo mío del alma! Ya el campo está lleno de ovejas que pisan el rocío de la hierba, así que sal de esta cama y deja tu sueño que padre te espera por la majada y hay que, una vez más, arrancarle a la tierra el trozo de pan que cada día comemos.
Y el hijo, desde el mar de gozo que llena su alma por la caricia y el beso que ha recibido de la madre, abre sus ojos y sin saber, da gracias y reza al cielo por amanecer y despertar tan lleno de rosas de primavera que sólo exhalan nubes de incienso y como es un niño que no sabe hablar, tartamudea diciendo:
- Madre ¿Quién le ha enseñado a usted este juego?
Y en la mañana tan repleta de blanca nieve, imagen real del Dios de la eternidad que, por cumbres y barrancos ahora es cristal de hielo, en su mente y corazón, saborea y bebe y arde casi en puro fuego, todavía de aquel amor silencioso que la madre puso en su cara con tan dulce beso aquel día perdido por entre los montes de la eterna sierra convertida en azucena aunque era crudo invierno.
Y los niños asustadizos que tiemblan en la casa como acurrucados e hipnotizados desde el centro, recuerdan ahora que en la aldea, los mayores decían:
- Y ante realidad tan cruda y clara ¿qué se puede hacer para no sufrir tanto si escapar, de ningún modo podemos?
Y algunos de los muchos vecinos:
- Él representa a la materia de la cual es dueño y representa la fuerza que da, tener el dinero y también representa a Dios ¿dime tú si no estamos obligados a convergir hacia su centro? Y lo digo porque a la materia, el espacio de donde respiramos el aire y el suelo para apoyar los pies ¿cómo la seguimos teniendo al margen de él? Y el dinero, las cuatro pesetas que a duras penas tenemos ¿cómo y por dónde nos llegará si él posee las claves y las llaves y no hay ningún otro agujero? Y si hablas de Dios, aunque la semilla y esencia verdadera le llevemos en nuestro pecho, si lo oficial y lo escrito y ordenado por decreto, está todo condensado en su persona ¿dime por dónde lo cogemos?
Y otro de los vecinos:
- ¿Y si lo compramos?
- ¿Qué cosa comprar podemos?
- El espacio mitad con su viento o una de sus bolsas de monedas o un trozo de ese dios que ha situado en su centro?
- ¿Pero tú sabes lo que estás diciendo?
- Lo que yo sí sé, porque muchos lo comentan y, un poco ya lo siento, es que donde pisa la tierra, la hierba ya no nace en mucho tiempo y por eso decía que si no nos cambiamos de chaqueta y obedecemos sus órdenes, aunque sean veneno, no tenemos escapatoria por más luchas y sufrimientos.
Y los vecinos de las tierras libres y sudor de sangre e hielo:
- Sólo nos queda rezar y rezar y clamar al cielo y que nos ilumine y nos muestre la puerta y nos dé fuerza y le encienda la mente a él por dentro y los demás, a conformarnos con nuestro dolor y morir en la opresión, si llegado ha sido el momento.
Y en la mañana blanca, de la que parece es la última primavera, por el lado de arriba, que es la llanura del poleo y recogida a la derecha del arroyuelo y por debajo de la torrentera que cae desde la pista forestal que no hace mucho han construido, van llegando y descansando las otras ovejas, las del pastor de la niña chica y el hermano que vive en el chozo que se mira y, es del río, compañero.
Y es que él, por estas fechas, como casi todos los pastores de la sierra, vuelven con sus rebaños de la invernada en las dehesas de Sierra Morena y como es primavera, los rebaños regresan a sus pastos de verano y las criaturas a sus casas y a sus tierras de origen y nacimiento y por eso se le ve, también a la madre, trajinando por la puerta del chozo con tres corderos blancos que acaban de nacer y a la niña, jugando por el suelo, con la corriente limpia del arroyo y con las flores que abiertas tiemblan.
Y como con la primavera, los campos se llenan de hierba y las otras formas de vida, saltamontes, grillos, libélulas y mariposas, también llenan hoy las praderas, la niña pequeña del chozo que se asoma al río, mientras juega, se va por la llanura llevando, como de paseo, a la gallina llueca y los pollitos recién nacidos, además de impregnarse de rocío, picotean las hojas verdes y saltan persiguiendo a los grillos y a los saltamontes que, al sol de la mañana, entonan su canción sobre las piedras.
Y junto a los charcos redondos que son como puñados de esencia que se remansan en cualquier surquito, se para ella y continua su juego llamando a los polluelos y uno a uno les pide que beban y luego los acurruca pegado a la gallina y a la sombra de las encinas, les canta, dice ella, la canción de cuna que una noche, aprendió de la madre, a la luz de las estrellas:
Que yo te vea y seas Tú para mí,
como el rocío y la verde hierba,
que crece y es ella, con su rayo de sol,
grande o pequeño, y su trozo de tierra.
Que sea yo, siendo Tú,
la fuente cantarina que mana bella,
y con la armonía que la soledad le regala,
empapa y callada, da vida y sangre fresca.
Que sea yo tu arroyuelo
sembrando barrancos de melodías nuevas,
dejando regueros de luz por el viento,
y prestando pureza a las secas peñas.
Y cuando la madre llega, la niña le dice:
- Y hoy se han comido más de cien grillos y otros tantos cigarrones.
Y la madre satisfecha:
- Pues ahora, déjalos que duerman al fresco para que sigan creciendo y tomen fuerzas que ya verás que pollos más lustrosos van a salir de estas praderas.
Y la niña de algodón, positiva y pura primavera, sigue con sus juegos, en todo momento, al amor de la madre y al perfume del beso amoroso, amplio y profundo que, de parte de Dios, la mañana entrega.
Y los muchachos, dentro de la casa que se cae de vieja, al mirar para la encina grande, oyen y ven al gato que por el rincón se dejaron los que de la casa fueron dueños, que desorientado, por las tierras salta y maúlla como buscando el calor del hogar que siempre tuvo junto a la chimenea.
- ¡Misi, misi!
Lo llama uno de los muchachos sin pensarlo mucho y como impulsado por el cariño que de siempre al animal le ha tenido.
- Este gato puede ser nuestra salvación para salir y escapar de esta casa en ruinas sin que nos descubran ellos.
Comenta el mayor del grupo.
- Lo del gato amigo que ahora busca el calor de los suyos saltando por la hierba ¿dime tú cómo puede salvarnos?
Y el muchacho, reflexionando en voz alta:
- Salimos por la parte de atrás y mientras lo llamamos para que venga a nuestro encuentro, nos vamos por el arroyo de los granados y las higueras, ocultándonos por el cibanto del huerto y si nos descubren, les decimos que vamos por aquí en busca de este animal, que perdido y huérfano, se ha quedado por la tierra desde que ellos se fueron y que en cuanto lo cojamos, regresamos a la aldea.
Y al oír el proyecto, los otros muchachos, creen que sí es una buena idea y se empiezan a preparar para salir de la casa a irse en busca del gato que, famélico y sin rumbo, camina por el monte buscando a sus amos por detrás de la encina vieja, cuando del lado del río, les llega el sonido dulce, semejante al de un coro de ángeles que entonaran la gran canción de la sólida primavera y al instante, ellos entre sí, se preguntan:
- ¿De dónde sale esta música tan fina y bella?
Y el mayor responde:
- Según tengo entendido de mi madre, es el concierto que mana de la tierra y, por ahí, el barranco por donde se aleja el río y las dulces melodías nos llegan, es justo por donde aquel día se perdió la extraña pareja del cuervo negro y la perdiz roja, mientras surcaban el aire, en una veloz carrera.
Y recuerdan ellos ahora que, en esta cañada de la hierba fina y, cerca de la encina centenaria, un tiempo atrás, una tarde algo nublada y a ratos lluviosa, se reunieron los vecinos de la aldea de arriba con los vecinos de los cortijos de abajo y sin que lo esperasen ni saber por qué, vieron un fenómeno tan raro, que todos quedaron asombrados y ninguno sabía dar una explicación ni decir qué era.
Estaban ellos congregados y, entre otras cosas, doraban unas migas en la sartén de hierro y al calor de las ascuas de la lumbre de leña de encina y el pastor joven estaba diciendo:
- En cuanto nos comamos estas migas, me voy con mis ovejas por la cañada de la primavera sin interrupción y, si la lluvia no hace acto de presencia, a media noche estoy en las navas de las cumbres de las blancas piedras.
Y el otro muchacho:
- Pero si cae la lluvia, como parece que a punto está ya de comenzar, con la oscuridad y la niebla y el monte tan alto ¿cómo vas a ver el camino por tan intrincada ladera?
Y los otros vecinos, en estos momentos:
- Pues si nos echan de la aldea y nos quitan las tierras y derriban nuestras casas y huertos ¿a dónde vamos a ir nosotros si no sabemos leer y, lo único que tenemos son, las tres cosas que llevamos puestas?
Y otro vecino de los cortijos de abajo:
- Y decidme a mí vosotros ¿qué hago yo si me quedo sin mis tres ovejas y las cuatro cabras y el peludo burro y esta casucha vieja, que tanto esfuerzo me ha costado levantar en mi pradera?
Y los de arriba, dos niñas de nieve y todo juego, que son los de la aldea asomada al balcón del río y arropada por la sombra de las cien nogueras:
- Pues nos iremos a Barcelona como se fue la hermana aquella y, la que unos meses antes, también se marchó a Valencia o como los que se fueron a la capital de España o a Córdoba o a Espeluy o a cualquier otro rincón del planeta.
Y las madres, como buscando una solución:
- ¿Y no podríamos nosotros amotinarnos y organizar una huelga?
Cuando en estos momentos, del arroyo estrecho que desde el calajero viene surcando la pradera, levantan vuelo la figura de un cuervo negro y de las matas de al lado, una perdiz roja y vieja y primero trazan una curva recta, surcando el aire y siguiendo la línea de la senda que atraviesa el monte y, a unos tres kilómetros, frente a la ladera que recoge al barranco por el lado del norte, giran y vuelven derechos a la pradera, veloces y como si en una porfía, estuvieran echándose una carrera.
- Y lo más curioso es que la perdiz, siendo más chica y de vuelo más corto, le gana al cuervo.
Comentan los vecinos extrañados del fenómeno tan curioso y visto por primera vez en esta tierra. Y como el vuelo se alarga, al llegar ahora a la altura de esta encina vieja, giran de nuevo y por encima del surco del cauce blanco y, rozando la copa de los álamos de la ribera y, siempre siguiendo la línea que llevan las aguas del río, cuervo negro y perdiz roja, como en un sueño, se alejan.
- Y otro hecho curioso es que ¿cuándo se ha visto que una perdiz aguante tanto sin tomar tierra y, además, que le gane, en velocidad y elegancia, al cuervo?
Comenta otro de los vecinos de la aldea mientras ahora ya la noche sí va cayendo y las migas de la sartén de hierro, están a punto de comerlas.
Y aquella misma tarde de primavera y de los vecinos reunidos alrededor de la sartén de hierro para comerse las migas de panizo, arriba, por la mitad de la ladera y todavía un buen trecho para coronar la cumbre, los dos pastores hermanos del sol y el rocío de la hierba, iban charlando camino de las navas bellas mientras las ovejas, por el lado derecho y recorriendo la cañada primorosa, subían pastando y formando paisaje con la tierra.
- Pues es que a los animales, a todos, uno les toma cariño pero cuando son ovejas ¿qué me dices?
Comenta el padre de la niña chica que juega en la corriente siempre al lado de la madre, del chozo, reina.
- Te digo que las ovejas son los animales más nobles y buenos que hay sobre el planeta.
Y el primer pastor:
- Y eso que acabas de decir, te lo puedo confirmar yo, que todavía tengo el corazón lleno de tristeza.
Y el segundo pastor:
- ¿Qué te ha pasado?
Sigue el primer pastor hablando y diciendo:
- Estábamos, el otro día, allá en Sierra Morena esquilando al ganado y a media mañana nos paramos a tomar un poco de desayuno y cuando, una hora después, nos enganchamos, me acerco al aprisco y voy a coger una oveja para ligarla y llevársela a los esquiladores, cuando uno de ellos me dice:
- Si parece que por entre las patas de las otras, hay unas cuantas durmiendo la siesta.
Miro y como esto es lo que veo, me acerco y voy a levantarlas ¿y qué te crees que me encuentro?
Y el segundo pastor:
- Cualquier sorpresa.
- Y grande porque me dejó el corazón roto para un mes entero.
- Pues habla y cuenta.
- Empujo a los animales para levantar las que se habían acostado entre las patas del rebaño entero allí amontonado y al descubrir me doy cuenta que las acostadas no estaban durmiendo sino asfixiadas y al ver aquello...
El pastor primero, hombre bueno donde los haya y el mejor amante de sus animales y sus tierras, deja de hablar porque en la garganta se le forma un nudo y por los ojos le saltan las lágrimas mientras intenta tragar saliva.
Y como el hermano que le da compañía sabe también del cariño por los animales y de las luchas duras siempre por ellas, haga frío, llueva o nieve o sean días de sol ardiente o de grandes fiestas, sale al paso y continúa diciendo:
- Sí, que a uno se le parte el alma cuando ve que los animales sufren por la causa que sea.
Y el primer pastor, sobreponiéndose a su pena:
- Más que al alma, a uno se le parte, porque aquel día a mí me entró una congoja tan grande que ni siquiera pude seguir esquilando y me fui por el campo detrás de las que estaban sueltas y cuando llegó el medio día, no pude probar bocado ni tampoco pude dormir por la noche y así estuve casi una semana entera y ya vez, todavía cuando me recuerdo, me entra la pena.
Y en la tarde clara que acaricia dulcemente besando la sierra y en el centro, a ellos con sus rebaños blancos, los dos pastores, siguen subiendo y al remontar otro tramo más de la pradera, salen al rellano de ensueño porque es donde el arroyo del agua clara, se hace esencia de amapolas y se abre cristalino como en una sábana de estrellas y unos metros más abajo, ya cae por la cascada de nieve pero antes, se encharca por la pradera y llena de savia transparente a los bulbos de los lirios morados, a las orquídeas, a los tréboles y a las violetas y es aquí mismo o de aquí mismo de donde arranca la acequia que ellos cavaron aquella mañana, también de primavera, y siguiendo la curva de nivel que va cortando la ladera, la metieron por el collado, al trozo de tierra llana o piazo que se retiene por debajo de la gran pared de fría piedra.
Y como el cariño por el rincón y la tierra, que modelada en surcos, da tomates, pimientos, patatas, sandias y hasta hierbabuena, también les brinca dentro, se van siguiendo la reguera y mientras se dan compañía, siguen hablando:
- Y otro misterio es ¿por qué las ovejas, siempre al caer la noche, buscan para dormir las partes más altas que hay en la sierra?
Pregunta el pastor segundo a su hermano y también vecino de la aldea.
- Pues eso, yo qué sé pero sí que es un misterio que los animales tienen incrustado en las propias venas.
- Y si son las cabras, mejor que yo lo sabes: mientras por encima de ellas siga habiendo rocas más elevadas, no paran de subir para juntarse a dormir al llegar la noche ¿por qué será eso?
- Los animales lo saben y aunque les salga sólo por el instinto que llevan dentro, notan que es una cosa buena pero el misterio...
Y en estos momentos, justo al terminar de remontar una leve ondulación de la tierra, al mirar, el padre primero, exclama:
- ¡Fíjate la esparraguera!
Se para frente al pastor segundo y mira fijo y lo que descubre es más que un espectáculo, un gozo profundo y una gran belleza.
- Tiene más de veinte espárragos y todos tiernos y verdes como la más recién brotada primavera.
Y como el pastor segundo es hombre bueno y noble donde los haya, como lo son todos los demás pastores que comparten y beben mañanas y tardes por esta profunda y ancha sierra, y es inteligente y, además, tiene su alma de bondad, llena, dice al amigo y compañero y hermano en las nubes y el rocío que empapa amoroso a la hermana hierba:
- Cógelos tú todos y con cuidado haces un manojo y se lo llevas a tu niña chica del alma para que su madre, con los huevos de la gallina blanca que con ella juega, le haga una buena tortilla y que se la coma para que siga creciendo llena de fuerzas.
Y el pastor primero, que es el rey más grande que nunca ser humano haya visto sobre esta tierra, porque fue elegido por Dios y coronado en el centro del país de las amapolas inmaculadas y del cielo azul repleto de estrellas, busca su vieja navaja en el bolsillo de los pantalones que huelen a resina de jara y a la mejorana que, al pasar, lo besa y todo feliz por dentro, se agacha y comienza a cortar espárragos y su compañero:
- Desde la parte de abajo y con cuidado porque tan tiernos están que al tocarlos, se quiebran.
- Ya lo estoy viendo y no paro de exclamar que ¡vaya esparraguera! Y vaya día el de hoy y el vigor con que germinan las plantas que trae por delante esta primavera.
Y está en este menester, que no es ningún trabajo sino gozo limpio que al alma serena y su hermano y amigo, mirando y también disfrutando por tan rica cosecha, sobre cumbres tan elevadas y sin más ingeniero o cuidador que la amorosa mano de Dios que todo lo abarca y todo lo llena, cuando por la parte de abajo y pegado a la cueva que se hunde en la pared de roca que mira al sol de la tarde y descansa su puerta justo sobre el redondel fértil de la verde pradera, sienten ladrar a los perros. Los dos perros compañeros que siempre van detrás de ellos y recorren las sendas cuidando de los rebaños y dando compañía a todas horas y por eso son alivio en las faenas.
-¿Qué habrán descubierto?
Pregunta el más viejo y por un momento, dejan los espárragos, avanzan unos metros y al coronar la leve altura del cerrillo, primero les sorprende la figura gigante de un buitre leonado que traza vuelo en círculos por encima de la aldea y luego se tira en picado un poco por la derecha de ellos, a unos veinte metros pero no toma tierra sino que remonta y otra vez planea y gira y se tapa con los picachos de las rocas que les coronan y al instante, asoma de frente todo encima y con sus alas extendidas y moviendo la cabeza y abriendo tanto el pico que da la sensación que viene precisamente a comérselos sin remedio.
- ¡Qué raro lo que está pasando y este bicho pardo y negro, como si por aquí viniera anunciándolo!
Comenta el padre primero.
- Luego lo averiguamos porque ahora, vamos a ver qué anuncian los perros.
Y los perros, los dos que siempre van detrás de los pastores, el de pelos negros y el otro color canela que parece un enano de tan chiquitillo y endeble, siguen sin parar enfrascados con sus ladridos por donde se amontonan las piedras para trazar como un corral por delante de la cueva.
Al acercarse los pastores, dan una voz y llaman al de pelos largos y éste salta desde la ladera y viene corriendo y el pastor lo sujeta entre sus manos al tiempo que murmura:
- Vamos a ver qué es lo que traéis entre manos.
Y recorren los veinte pasos que les separan del corral de piedra y al darse cuenta, descubren que el perro enano se ha ido por la parte que da al barranco del río y por las grietas de las rocas, se ha metido y aunque ahora lo llaman, éste no aparece sino que se le oye chillar por el fondo de los agujeros y las rajas que desde ese lado la cueva muestra.
- Estoy seguro que esto es un conejo que se les ha refugiado en estos riscales.
Sigue comentando el pastor segundo.
- Pues deja al perro pequeño que lo empuje por esos agujeros, que yo me pongo aquí en la puerta y con este grande, espero a que salga y en cuanto lo vea, lo suelto y así ya no se escapa.
- Esto mismo es lo que yo te iba a decir pero asómate ahí a la piedra y estate quieto y atento.
Y el pastor segundo se pone sobre el peñasco frente al rodal de tierra llana que por la puerta tiene la cueva, con el perro viejo sujeto entre sus manos y mira fijo por si asoma algo por los agujeros y, no lleva tres minutos observando cuando por una grieta, no más grande que el puño de una mano, se ve moverse la cola gris castaña de algún animal que recula porque viene huyendo de la presencia del perro pequeño que recorre las galerías de las rocas donde se abre la cueva.
- Ahora te suelto y tú das buena cuenta de lo que por ahí viene saliendo.
Balbucea el pastor al tiempo que deja en libertad al perro y éste, como un relámpago, salta, se pone frente al agujero donde se mueve la cola, husmea nervioso y ante el asombro de los dos pastores, no ataca de inmediato sino que se vuelve para la pradera y como si estuviera jugando y algo distraído, olisquea la hierba y de vez en cuando mira para el agujero.
- Es que es una astucia del animal que espera a que el conejo salga del todo para atacar con violencia y quedarse con él por sorpresa.
Comenta el pastor segundo.
Y del agujero, de culo viene saliendo el conejo y en cuanto termina de echar fuera todo el cuerpo, tampoco sale huyendo, sino que como el perro, se pone a oler la hierba haciéndose el distraído y, sin violencia ni ataque fiero, el perro se le acerca por el lado derecho.
- Ahora es el momento de arremeter y ya verás como le clava los dientes en el ataque por sorpresa.
Sigue comentando un pastor al otro y esperando que esto sea lo que suceda.
Pero al acercarse el perro y al mismo tiempo el conejo, los dos olisquean, algo así como distraídos y al mismo tiempo como observando y en uno de los momentos que el conejo se vuelve mordisqueando la hierba, el perro le entra por detrás, se sienta sobre las matas de trébol, abre sus manos delanteras y, como si fuera un abrazo, retiene al conejo contra sí y de seguida se desliza por la hierba para el lado del barranco y como en un juego misterioso y al mismo tiempo raro, abre sus manos y empuja al conejo como diciendo: “¡Ale, hermano! Vete en libertad por los campos y salta y corre por las praderas que yo ¿por qué causa debo hacerte daño?”
Y los dos pastores, sentados sobre las piedras frente a la puerta de la cueva, se restriegan los ojos y se miran entre sí al tiempo que tragan saliva y al rato, el primero comenta:
- Si no lo veo no lo creo ¿Tú sabes lo que ha pasado o está pasando?
- Como tú, creo que se trata de un juego pero ¿cómo es posible y a qué se debe y qué está anunciando?
- Y si nosotros ahora vamos y lo decimos por ahí ¿quién va a creer lo que es verdad y hasta hemos tocado con las manos?
Y con su alma sorprendida, los dos hermanos pastores, dejan el montón de piedras, llaman a los perros y van ellos a seguir su caminar dando careo a las ovejas que remontan por el lado derecho, cuando al pisar la ladera que mira al segundo barranco, por donde se recogen los paisajes más vírgenes que se dan en toda la sierra, se tropiezan, no con la vereda de siempre sino con la pista de tierra nueva, que hace tan sólo unos días, la gran máquina y los hombres, con barrenos han tallando.
Y van ellos a decir: “¿Te acuerdas cuando, en la primavera pasada y luego con las nieves del invierno y las lluvias torrenciales de aquella tormenta que explotó en el centro del otoño, por aquí pasábamos, guiando al rebaño, siguiendo la senda vieja y detrás de la burra de panza blanca que venía cargado con el hato?” Y el otro le contentas: “¿Y te acuerdas tú aquel año que íbamos tras las cabras que saltaban por la ladera y nosotros tiritando porque todo esto era un mar de hielo?” “Pues claro que me acuerdo porque tantos años y tantos días pisando esta senda ¿cómo no la voy a llevar dentro, en lo más hondo clavada?” “Y entonces ¿a qué viene ahora que la rompan para construir una pista forestal, sin ni siquiera pedirnos permiso y que vaya derecha a nuestra aldea, que desde tanto tiempo, estuvo tan olvidada?”
Y sin decir nada, ellos saben que tienen razón porque como la aldea está construida sobre la parte alta del trozo de la montaña, para subir o bajar de ella, no hay más camino que una senda estrecha tallada en la pura piedra y que se ha ido abriendo con el tiempo y de tanto pisar la tierra.
- A esta aldea vuestra no viene nunca nadie ni progresa, precisamente por lo mal que está de caminos y tan al final de la cuesta.
Le decía aquella mañana al pastor, padre de la niña chica, uno de los que de fuera venían a levantar planos para expropiarla y, pasado unos días, derribarla.
Y el pastor, siempre desde su resignación y pobreza:
- ¿Y qué quiere usted que hagamos si aquí fue donde encontramos el manantial caudaloso y la fértil tierra?
Y el entendido por encima de todo:
- Pues que os modernicéis permitiendo que tracen carreteras para que lleguen los coches y que también construyan una cremallera. ¿Sabes lo que es eso?
Y el pastor sencillo:
- Qué quiere usted que sepa, señor, a parte de los cien trancos en esta vereda y las ochenta curvas por los barrancos y las densas madroñeras.
Y el que se cree sabio y listo:
- Pues lo que te digo, es como un tren que sube enganchado a unas maromas recias o también se podrían hacer grandes túneles y por ellos, meter un tranvía y que luego construyan un ascensor o montar un teleférico para que vaya de una montaña a otra. En fin, cualquier invento que sirva para remontar estas cuestas y llegar a la aldea con toda comodidad y no por esta vereda de cabras y casi colgada en la cresta.
Y el sencillo pastor, dueño y vecino de la humilde pero gran aldea:
- Lo que usted diga, señor, bien dicho está y seguro que será algo bueno, para esta aldea pero si esos proyectos y otros parecidos, se realizan, nosotros moriremos porque nuestras casas y nuestro rincón perderán su propia esencia y podrá ser cualquier cosa, quizá bonita y moderna pero el palacio que es ahora perdido por donde brillan las estrellas, creemos los de aquí que es más grandioso y por eso nos gusta tanto aunque sea duro subir por la vereda.
- En fin, dejémoslo así porque con vosotros, los ignorantes serranos y pastores de dura y cuadrada cabeza, sino no es luchando, no se puede conseguir nada bueno para esta sierra. ¡Mira que decir que para conservar los montes, lo mejor son las ovejas! ¿Qué mentalidad tenéis vosotros de modernos ni del progreso que trae vida y da riqueza?
Y aquel día, quiso el pastor seguir charlando con el hombre culto que decían venía por estas sierras a poner las cosas en orden, abriendo caminos y derribando aldeas pero guardó silencio y se dejó en su corazón la mejor cosecha y ahora, este otro día, al tropezarse con la brecha de la flamante pista, entre ellos desean decirse lo que siente y llevan dentro pero no les da tiempo pronunciar la palabra de alivio porque justo al asomarse a la lomilla, por el lado derecho, la figura del gigante árbol viejo y amigo de todos los tiempos, se les presenta a diez metros pero no como tantas veces, sino arrancado de sus raíces y desplazado de su tierra y tumbado en horizontal, por encima de madroñeras y romeros, a lo largo de la ladera.
- ¡Párate un momento y mira despacio y ve lo que han hecho con nuestra encina!
Le dice el pastor primero a su amigo y al mirar con calma y ver la tragedia, de inmediato, uno y otro se escapan por las veredas del tiempo y donde todavía permanecen intactas las tardes de aquellos inviernos de lluvias, fríos y nieblas, se encuentran con la encina y bajo su sombra gigante que cubre casi media sierra, se paran, se apean los zurrones de sus espaldas y mientras cogen los palos largos para varear las bellotas gordas, se dice el uno al otro:
- Este año sí que tiene buena cosecha y yo diría que hasta son más redondas que otras temporadas y más dulces y si las miramos bien, hasta más bellas.
Y el otro compañero:
- Es que esta encina gigante, reina y soberana por excelencia, desde tiempos lejanísimos, dio las mejores bellotas que se han visto en estas tierras. Por eso te decía yo antes que si algún día nos faltara este árbol, mucho cambiaría en nuestra aldea.
Y la encina grande, la solemne y majestuosa clavada en las puras rocas que caen por la ladera, ciertamente que desde tiempos muy lejanos, entre los vecinos de las casas del barranco y los otros de los cortijos de las cinco huertas, ha sido como el árbol mágico del paraíso, no sólo por la cosecha grande de bellotas sino por la sombra fresca que en los días calurosos del verano, siempre proyectaba ella y a donde a sestear acudían las cien manadas de ovejas, las cinco de cabras blancas, las vacas de lomos colorados y hasta los perros mastines y, por entre la espesura de sus ramas, las mohínos, los arrendajos, las palomas y las tórtolas y las mariposas bellas y, cuando en los inviernos las nevadas copiosas llenaban las profundas sierras, a refugiarse al calor de su tronco, todo ser viviente acudía en busca de la encina excelsa.
Y los dos hermanos pastores, esta tarde que parece traer entre sus manos una muy distinta esencia, en cuanto terminan de subir los diez metros, se paran frente a ella y mudos, durante un rato, la miran sin comprender por qué ha sido, sin piedad y sin contemplaciones, arrancada de la tierra, sólo porque estorbaba para seguir adelante con la tremenda brecha que la máquina de hierro, viene abriendo para trazar la pista forestal que ellos han decidido llevar hasta la aldea.
Y van, como hace un rato, a pronunciar unas palabras que les sirvan de consuelo o para que las oiga Dios desde las nubes que por encima de las cumbres, se apiñan serenas, cuando justo ahora, por la cresta del monte, siguen ladrando los perros y algo más abajo, se espantan las ovejas.
- ¿Qué es lo que en este final del día ocurre por estos barrancos?
Pregunta el pastor primero.
- Vamos a dejar la encina y subimos hasta el cerro y nos asomamos para la hondonada que, al sol de la tarde, queda.
Propone el pastor segundo.
Y van ellos remontando, ahora ya no por la senda sino por la tierra casi polvo que las cuchillas de hierro de la máquina moderna ha ido rebanando por al suelo para construir el progreso sobre la vieja vereda, cuando al dar la curva, se les presenta el pino de tronco blanco, el que es tan alto que casi roza las estrellas y crece pegado al pocico que el venero ha ido abriendo en la llanura pequeña y al verlo, sobre el horizonte recortado y, por entre sus ramas de muérdago repletas, filtrándose los rayos del sol que parecen mares inmensos de oro encendido y rebozados de perlas, dice el pastor mayor:
- ¿Te acuerdas de aquel día que bajamos detrás del caballo desde las altas dehesas?
- ¿Te refieres al del otoño negro que por lo la cresta de la cumbre asomó en forma de infernal tormenta?
- Me refiero a ese y al otro cuando sentados estábamos por el barranco de la luz y refugiando en la cueva.
- Me acuerdo y sé lo que me quieres decir.
- Te quiero decir que fue tremendo la explosión de aquel rayo y más fue sobrecogedor, cuando lo vimos cayendo por entre las ramas viejas de este pino patriarca que, desde que vivimos, es compañero nuestro por la sierra.
Y el otro hermano pastor sigue diciendo:
- ¿Y tú te acuerdas aquella tarde que nos paramos a contar los surcos que por su tronco, desde que vive, le han tatuado las tormentas?
- Me acuerdo y creo que contamos más de veinte y ¡ay que ver este pino viejo! con su reciedumbre y el grosor de su tronco, siempre lo mismo de bello y aunque espera como nosotros, perece que contra él no hay quien pueda. ¿Qué tendrá este pino viejo?
Y el otro pastor hermano:
- Seguro que será eterno y morirá ¿no lo crees tú? Cuando el último pastor de estas montañas muera.
Y como por la parte de arriba siguen en su algarabía los perros, los dos hermanos serranos, aunque quieren pararse unos momentos junto al hermano pino recio, continúan subiendo y al trazar la curva de la pista forestal y nueva, justo, donde dos pinos más de la raza de los blancos, que son los de entrañas de piedra, se clavan, tres hombres parados junto al camino, mirando fijos y esperando a que se acerquen los dos que suben y pegado a ellos, dos hierros oxidados, un candado y una cadena.
- ¿Y esto a qué se debe ahora?
Pregunta decidido el padre de la niña chica, en cuanto están al lado de los hombres que parecen encargados.
- Pues aquí estamos aguardando, que no guardando, a que lleguéis para explicaros que es el momento de la etapa nueva.
- Y lo de una etapa ¿qué quiere decir?
- Respirar y tomarlo con calma que aquí hay mucha materia.
Y entonces, los hombres respiran mientras sienten latir sus corazones y aunque acuden al cielo, la saliva en la boca se les seca y más se les seca, en el corazón, la misma sangre que les alimenta y, en la tarde hermosa que es armonía silenciosa, semejante a cuando la niña amapola del pastor, duerme en su cama de monte y piedra, se nubla la luz que ilumina y da la fuerza y al rato, los dos pastores se sobreponen y decididos se enfrentan a la realidad que los otros anuncia, diciendo:
- Pues ya estamos preparados, hablar y sacar fuera lo que sea necesario que Dios, a pesar de todo, es quien da al mundo consistencia.
Y los tres hombres, como queriendo dominar la escena:
- ¿Sabéis vosotros qué son los geranios, las violetas, las aguileñas, los narcisos gigantes y los alfileres de la sierra junto con los boneteros y los tejos y los acebos y otras muchas plantas que por aquí son únicas y bellas?
Y los pastores:
- Lo sabemos porque toda la vida de Dios, hemos bregando por la ancha sierra.
- ¿Y sabéis vosotros dónde crecen esas plantas?
- Principalmente por la gran ladera que se derrama desde la cumbre y es umbría un poco y luego pinares y encinas viejas porque ese es el rincón de la cuna de las fuentes y por encima, se alzan los voladeros y junto al arroyo de la esencia y las praderas de esmeralda, se abren las cinco cuevas.
- Pues qué bien que sepáis tanto porque así nos ahorráis la mitad de la explicación y vamos por la derecha.
Y los pastores casi temblando, porque ya saben ellos que estos salvadores que ahora vienen de fuera, son devoradores, no sólo de identidades y caminos sino hasta del perfume de los romeros y la paz de las conciencias.
- ¿Y a dónde vamos por esa vereda que anuncia y tanto rodea?
- Tranquilos pastores ignorantes porque ahora os vamos a preguntar por los charcos azules que se remansan en la corriente de las cascadas primeras.
- Y de esos espejos inmaculados que son puñados de esencia ¿qué queréis saber vosotros?
- Nosotros lo sabemos todo pero vosotros ¿sabéis dónde están esos charcos y qué montes los rodean?
- Esos charcos inmensos que son puros trozos de cielo y lagos de cristales líquidos donde, en las noches serenas, se lava la luna de plata y cantan las ranas a sus anchas mientras, al esconder, juegan las estrellas, se retienen que no se aprisionan, por donde brota el gran manantial de los narcisos amarillos que en ejército, caen por la ladera pero ¿se puede saber a qué se debe tanto preguntar de esta manera?
Y los que se han situado sobre el pedestal de la envidia y el muro de la soberbia:
- Sí que lo vais a saber, pastores de zamarras viejas y comedores de tortas de harina de centeno y de bellotas ásperas que saben a pura tierra, porque ¿sabéis vosotros por dónde crecen los avellanos que amontonados por las cañadas, dan avellanas tan buenas que saben a caramelo y todos los años las robáis vosotros o se las comen vuestras ovejas?
- Lo sabemos, señores, porque como escoltan la vereda, en más de una ocasión, a los hermanos nuestros que tienen sus vacas y los toros negros por las llanuras inmensas que todos conocemos como Campos, les hemos ayudado a cruzar su ganado por esa cañada estrecha y hasta recuerdo cuando aquel día los tres toros manchados, se quedaron solos por la hondonada donde otro hermano nuestro recogía una talega de esas avellanas, con puro sabor ya, de almendras.
- Pues como vamos encaminados y la razón parece que del lado nuestro se queda, ahora la última pregunta y a continuación vendrá lo esencial que es lo que, al fin y al cabo, a vosotros os interesa.
- Pues sí ya tenéis la pregunta principal, hacedla.
- Allá va, pastores de caminos viejos y cultivadores de nogueras ¿Sabéis lo que significa y dónde se encuentra Berrocales? Pero ojo, que aunque suena como a robledales y roza un poco, villares ¿viene y se entronca con qué?
Y los pastores están a punto de responder: “con jabalí de colmillos largos y gruesas cerdas” pero al oír esta palabra, los dos humildes hermanos, tiemblan y con el miedo contenido entre los dientes y la angustia al borde mismo del alma, preguntan:
- ¿Y a dónde queréis llegar vosotros aquí plantados como tres guardianes y con el candado puesto en esa recia cadena?
- ¡Hombre! Nos alegramos que ya vayas cayendo en la cuenta y viendo algo, porque vamos a ver ¿vosotros sabéis lo que son cabras monteses y al amanecer recortadas sobre las rocas de las cumbres y sabéis lo que son gamos, ciervos y jabalíes hozando y llenando de barro todos los charcos y fuentes de estas sierras?
- Pero señores, ¿es que están ustedes de pitorreo y se marcan un farol, como dicen los de la ciudad y ahora somos nosotros el juguete que les está gustando? Y lo decimos porque las cabras monteses y los ciervos y gamos, son los que cada día se comen nuestros huertos y los sembrados y las praderas donde pastan nuestros borregos y los jabalíes, los que destrozan los tomates y las calabazas y rompen las regueras y, cuando caen las nieves, hasta parecen arados levantando tierra en busca de las raíces de los pinos viejos y no hay un manantial por estos contornos que dejen libre de fango.
- Pues queda claro lo que estáis diciendo pero ¿vosotros sabéis lo que es un coto nacional y alrededor de él, un parque natural y luego una reserva de la biosfera y una zona de protección especia para las aves y, por esas tierras, un extenso pinar recién plantado?
Y en estos momentos, dolido en su alma por la realidad que se le cuela por sus ojos y la verdad agria de lo que está oyendo, el padre de la niña chica y esposa buena donde las haya, mira para el barranco, ladera quebrada que casi en vertical cae desde la cumbre y es por donde se refugian las oscuras cuevas que bien conocen ellos y las cien plantas únicas en el mundo que, los que infunden miedo, le han anunciado.
Y desde una extraña sensación de confusión, tristeza, desamparo y sin camino claro que lo sitúe sobre el rellano del más próximo futuro, recuerda en este momento uno de las grandiosas tardes, no hace tanto, en que los alegres muchachos de la aldea y con ellos, su niña del alma, jugaban por los charcos azules que se remansan en el arroyo que divide y riega las esmeraldas praderas y, en playas de blanca arena, se desliza el agua y retoza transparente mientras salta inquieta de charco en charco.
Y recuerda que los niños, primero se fueron por el lado de abajo del rodal de adelfas y justo unos metros antes de donde el cauce grande se junta con el hermano menor, buscaron un paso y se pusieron a recorrer la arena, aprovechando que la corriente por aquí, se desparrama y como el agua salta tan clara y el charco ofrece tanta belleza, ellos se paran y se ponen a bañarse y enseguida se llenan de gozo y al rato ya están gritando, saltando y chapoteando por el centro y las riberas.
Y recuerda él ahora que, mientras los estaba viendo, se le abría el rincón en forma de gran belleza y se le escapaba el camino, de cabras una vereda, por la inclinación del cerro y se le metía en la misma puerta del chozo, arriba, sobre el puntal del cerro y ahí mismo, trajinaba la mujer toda ensimismada y en su alma, comida por la tristeza porque, por el monte de enfrente, lo que hoy es espesa ladera, sigue remontando la vereda y por ella, no hace ni una hora que el hombre primero y hermano sencillo y bueno, subía, lleno su corazón de angustia y al volcar el cerro, en la encina grande, amarra la cuerda y unos horas después, se lo encuentran, los vecinos, ya con sus carnes frías y la sangre cuajada en las venas y al descolgarlo decían:
- ¡Ay que ver cuánta angustia no tendría en su alma y qué desolación no viviría para que fuera capaz de quitarse la vida en este día y de esta manera!
Y otros decían que, un error en la vida lo tiene cualquiera pero que en el fondo el hombre era bueno y vivía más en la sinceridad real y no como tantos otros, que sólo son apariencia.
- ¡Pero a ver! Cuando a las personas le aprieta la congoja y los otros humillan y desprecian ¿quién puede quitarnos los pensamientos que pasan por la cabeza?
Y había también quién decía que:
- Es obra de la envidia, fruto de los corazones mediocres y de la humana miseria. Y es que el espíritu del mal, el demonio que siempre se adueña de los pensamientos de aquellos que son soberbios, hace de las suyas y nubla y ciega.
Y algunos comentaban:
- ¿Pero quién está más abrazado por Dios y, al correr de los siglos, permanecerá como primavera eterna?
Y mientras el pastor padre esta tarde mira y recuerda el momento en que los niños jugaban y saltaban por los charcos azules que parecen del sol esencia, en su alma se amontona imágenes de aquellas escenas más lejanas y de otras un poco más acá, que saben también a chozos de monte y a limpias auroras y a sencillas sendas que surcan los barrancos y por ellas, ahora bajando, no lo serranos de siempre que casi eran puñados de violetas, sino hombres extraños que apuntan en cuadernos al tiempo que dicen:
- ¡Ya verás qué catálogo más exacto y completo vamos a rescatar para la historia, de chozos viejos de serranos, caminos, nombres y veredas y ya verás como la historia, luego nos va a recordar a nosotros, como a los héroes o conservadores de las joyas nobles que dieron estas grandiosas sierras!
Y un poco más acá de este cuadro, ya congelado en el tiempo y en el corazón del pastor, eterno en forma de esencia, ellos dos y los tres hombres clavados en la tarde bella, sobre la solana que mira al valle, hermano pequeño, y con la fría cadena cortando el camino, ahora pista forestal de tierra y los tres siniestros hombres diciendo:
- Pues este candado y los hierros que sujetan la cadena ¿sabéis para que sirven?
Y los pastores tristes en su corazón limpio y bueno:
- ¿Cómo vamos a saber nosotros tantos secretos y, según vosotros, realidades mejores que las nuestras?
Y los hombres que infunden miedo:
- Es que a partir de ahora todo el que a la sierra venga, tendrá que pasar por este control y parar su coche y enseñar el permiso y tendrá que pagar su entrada y dejarse guiar por donde creamos no hará daño a la sierra y si pone dificultades, controlaremos más rígidamente, dando paso cada día sólo a unos pocos, y el resto, a esperar que llegue la siguiente primavera.
Y los pastores sin comprender y temblorosos:
- Y este nuevo proyecto o decisión enrevesada ¿a quién o qué beneficia, trae progreso, gozo, libertad o riquezas?
- Sensatamente hemos decidido que hay que conservar la tierra porque sino, dentro de unos años ¿qué habrá sido de los manantiales y la hierba de las praderas? Y al futuro y generaciones venideras ¿qué le vamos a entregar nosotros si hoy no conservamos y, a tanto desmadre de pastores con sus chozos huertos y ovejas, no arrancamos de raíz, exterminamos y ponemos coto y fronteras?
Y en este momento, el sencillo pastor acude al cielo y, como un niño a un padre, se agarra a Dios y reza: “Estoy aquí, entre lo que es tuyo y dejas en mis manos para que me sienta dueño y como me noto pobre y torpe y con tan poca inteligencia para coger y decidir que este frágil y bello lujo, sea así o sea, aquello, en el nuevo día, te saludo y te doy las gracias por tu amor sincero y reconozco que de nada soy dueño ni me pertenece y tiemblo por la confianza con que aquí me dejas y me lo dejas y, desde lo más sincero y limpio que en mí llevo, me atrevo a reconocerte y me atrevo, desde este rincón mío, tanto de Ti reflejo y con tanta abundancia de grandiosas obras, miro al frente, desde el dolor y el sentido que me hiere dentro y a lo lejos y, entre el cielo y la tierra y las nubes de lluvia y el rocío y el hielo, veo la línea que es como un metro de larga y contiene el infinito y en ese punto inmaterial, aunque no quiera, veo todo lo que cabe y late en este mundo y más, porque es como un espejo que refleja, no la fachada sino el fondo de lo que no es materia, sea bonito o feo, y el sueño mío y el juego de ella y lo que fue y hoy es recuerdo.
Y entre otras muchas cosas, Dios mío, no quiero ver y veo, entre el viento que llaman viento, y lo es sólo si desde Ti mana y la tierra que no es suelo, temblando lo que también llaman Navidad y un poco más abajo y entre los pinos del cerro, a mis amigos caminando detrás de su rebaño de ovejas y siguiendo la senda que le lleva a otras tierras porque son pastores y van de “verea” entre el barro, la lluvia y el hielo y sí que parecen que van al encuentro de la Navidad que se anuncia en tu Evangelio y en nada se parece ni sabe, a la otra Navidad y como voy con ellos, real y desde más allá del tiempo, ya veo como cae la tarde y sobre la tierra negra del cerro que es puro “penaero” y sangre y consuelo, se van parando las ovejas y a los tornajos se acerca el pastor y como el agua tanto se ha enfriado que se ha hecho hielo, coge una piedra y rompe el cristal y llama a las ovejas para que beban y no desfallezcan del todo y aguanten un poco más porque él y yo, sí que vemos lo larga y dura que todavía es la vereda hasta llegar al belén de la hierba fresca y el sol que calienta de lleno.
Y estoy mirando sin querer porque tanto ante mis ojos y dentro tengo que ni siquiera sé cómo escojo esto y dejo aquello pero escojo y me voy con el pastor que ya le cae la noche encima y de frío y lluvia y barro e hielo tan encallecido, dura y entumecida tiene su alma y su cuerpo que se pone y levanta su tienda bajo el pino seco y en el barranco y ahí mismo enciende el fuego y en la noche oscura y de estrellas blancas y azul el cielo, donde cae y quema tanto el frío intenso, se acurruca en su saco y pegado a los borregos que, del camino y del frío, ya se mueren, quiere calentar el cuerpo y darle su vida a ellos y no puede porque, Dios mío, lo mismo que yo, él está viendo que sobre la raya del infinito se amontona tanta lucha y tanto esfuerzo y tanta soledad por los caminos que se borran y tanto destierro frente a las luces de la ciudad y de los pueblos con sus belenes y sus coches, que no puede creer que sea cierto que en aquella Navidad y aquel belén, los primeros fueran los pastores y después de tantos siglos y tanta música y tanto tiempo, ellos sean todavía trozos de la Navidad y sigan siendo los últimos aunque allá, canten y digan, junto a los otros belenes de charol, que los pastores fueron los primeros.
Y estoy entre lo que es tuyo y dejas en mis manos para que bese y ame y sea su dueño hasta que vengas y al mirar, sin querer veo, a nuestra casa o viejo chozo, sin techo y ahí mismo, levantando un mural grande con letreros que anuncian muchas cosas y rutas y sobre las rocas del voladero que sujetaban la reguera que llevaba el agua a los huertos y donde pastaban, en la llanura, los borregos, a mucha gente que con sogas escalan y suben, dicen que hasta el cielo y algo más abajo, a muchos que están vendiendo la Navidad en trozos de colores y dan voces y gritan diciendo que esta es la vida bella con sus luces y sus gozos verdaderos.
Y ahí, sobre el humilde rincón que nos ha quedado y un poco más abajo de donde el pastor se acurruca en la tienda y tiembla abrazado a la muerte de sus borregos, veo lo que no quiero y sí tanto quiero porque es madre abrazada a la niña y ésta preguntando, en su juego:
- ¿Por qué dices tú que en aquella Navidad los pastores fueron los primeros?
Y madre que, desde su corazón inmenso, habla y dice:
- A pesar de todo, hija mía y este crudo frío que nos roe los huesos, el odio no sirve de nada ni la envidia ni el dinero sino que lo único importante y bello, es el perdón y sentir, en el alma, a Dios con la dulzura de un beso y que eso sea tan real que salga y fluya y, como nuestras fuentes y ríos, rebose llenando el suelo y tanta sea la abundancia de Dios, en ese tan dulce beso, que los que nos miren y nos rocen, se vayan llenos y vuelvan y encuentren amor y todo sea como un juego que les consuela y empapa mucho más que todas las ciencias y todos los inventos porque lo nuestro es un dulzor distinto que mana de otro muy dulce beso.
Y la niña que responde y pregunta:
- Entonces madre, en este reflejo de Dios y amor en sus almas y este beso ¿es donde los pastores fueron los primeros?”
Del cortijo aplastado entre las peñas y los robles viejos, en estos momentos, el gran pastor se acuerda y al mirar apenado, por entre los hierros que sujetan la cadena y ver a ésta con su candado echado, sigue alzando sus miradas para las cumbres blancas de la cuerda y, donde las montañas tienen su primer venero y es comienzo del valle menor, que siente paraíso del Dueño del universo, la figura del cortijo encuentra.
Y al mirar más despacio y concentrado en él, advierte y cae en la cuenta, que aunque esta tarde y, quizá por unos días más, siga habitado, se nota como si la desolación del abandono y la ausencia, sobre el tejado ya estuviera golpeando y la herida de los pequeños apartados y pisoteados, ahí sangrando y clamando al cielo. Por la puerta que mira al valle y en la dirección que lleva la corriente que arranca desde los manantiales, las parras verdes, las más hermosas y buenas parras que jamás se han dando en ninguna otra parte de la sierra, cuelgan esplendorosas llenando el espacio del rellano del cortijo y los bordes de las eras y las paredes que limitan al huerto con el surco del barranco que, más abajo, se hace pradera.
Y como el pastor sigue concentrado, por un instante más con sus ojos clavados en el rincón amado del cortijo, hasta recuerda y le parece ver colgando de los tallos los grandiosos racimos de uvas gordas como castañas y tan redondas y llenas de jugo, que ya entran ganas de cogerlas y llevárselas a la boca y despachurrarlas para dejar que el paladar y el alma entera, se empapen y se sacien de tan dulce y vital esencia, que además de ser savia limpia de la hermana tierra, parece que es también jugo sincero de la luz que el sol derrama y el tinte azul del hermano cielo.
Y el pastor padre, llorando en su honda alma pero en silencio para que ni se note o se crea que va contra alguien o señala culpables, porque a pesar de todo, él tiene su tesoro en Dios que es el rey del universo, preguntar desea: “¿Y ese roble anciano que en la puerta del cortijo, sigue clavado y es compañero desde el fondo de los siglos?” y los que están presentes responden preguntando: “¿Qué le pasa a ese árbol?” Y el pastor que otra vez habla si hacerlo: “¿Pues que estoy viendo le han cortado tres de las ramas más hermosas y por el suelo, a su sombra y cerca de sus raíces, han derramado la grasa y el petróleo de la máquina de hierro que abre la pista forestal de tierra que va buscando la aldea”.
Y parece como oír que: “Esto no es tan grave como que las ovejas sigan a sus anchas pastando por el monte porque ahora mismo vamos y plantamos trescientos pinos nuevos y asunto concluido y a otra tarea”. Y el pastor, sin pronunciar palabra: “Pero ese roble viejo ¿sabéis vosotros la cantidad de historia y vida que en su tronco añejo encierra?”
Y es que para él, por el rincón, lo más noble es la hermana tierra y con ella, las encinas clavadas solemnes en cualquier trocico fértil e incluso, en las mismas piedras y luego, las aulagas, los durillos, los enebros junto con las zarzas y las madroñeras y en las riberas de los arroyos, los fresnos apretados contra los álamos y los tejos y las adelfas y, en las partes más altas de los cerros, siempre los viejos robles asociados a las encinas y si acaso, más enebros y sabinas y los pinos blancos y rectos que son los que desafían al tiempo pero no los otros y menos los cipreses que ellos ahora plantan al borde de las pistas de tierra ni tampoco las acacias suplantando a las nogueras.
Y lo digo porque las encinas, por la cañada de la hierba, ahora y siempre y hasta rodeando el corral o chiquera construido de piedras sueltas recogidas por las montañas, son también un signo de distinción en la hermana tierra y si por ella, la cañada primorosa con sus charcos de agua fresca recogidos por el centro, va la piara de marranos propiedad de los hermanos que se refugian en la aldea, es cuando la tierra de verdad se siente noble y mana esencia y aunque, como esta tarde, resuelle silencio, no es ni nunca fue tristeza sino consuelo y descanso y hasta sensación de plenitud porque la tierra, tiene su corazón que le bombea sangre y tiene su traje de reina y su orgullo y su riqueza, que con el silencio de la cañada de la hierba y los manantiales de aguas limpias, es todo tronío y nobleza.
Y claro que lo digo desde el mismo sentimiento y hálito de vida que empapa al pastor porque como yo, él sabe que la tierra, con sus encinas centenarias meciendo sus ramas en otoño y primavera y las corralizas de los marranos alzadas justo donde el regato, al salir de la cañada, se hace arroyo y es en ese punto concreto donde se cruzan las sendas que sólo el pastor y yo conocemos, no es sino un puro sueño y más en aquellos momentos de las mañanas frescas, todavía un rato antes de salir el sol y cuando por el campo entero se derrama el otoño, ya algo vestido de invierno.
Y también lo digo porque el rey pastor, de tanto como ha vivido y sueña, lo que quiere y tiene metido en su corazón, es precisamente este sencillo rincón de la noble tierra y por sus llanuras y cerros, el punto centro de la chiquera y dentro, la piara de marranos y al llegar el día, abrir la puerta para que los animales se vayan por la tierra y se coman las bellotas de las mil encinas viejas y luego se bañen en los charcos del regato que la cañada atraviesa.
Pero antes de todo esto, la gran armonía y belleza del momento del encuentro del pastor con sus marranos y, estos ya gruñendo, pidiendo le abran la puerta y él, al llegar diciendo:
- Hoy ¡Qué banquete os tiene preparada la tierra! Primero de bellotas castañas y gordas rodando por la ladera y más arriba del bosque de encinas centenarias, más bellotas buenas y luego madroños rojos y gordos que ya también ruedan y se hunden en los charcos de las aguas frescas y, por donde brotan los veneros ¡qué cantidad de hierba y de fango y de rizomas y qué charca al final de la cañada de las encinas espesas!
Así que sin pensarlo más, ahora mismo os abro la puerta y ya sabéis: entrad vaguada arriba y la primera visita, a las tres encinas de hojas verdes y negras y luego os vais repartiendo entre cañada y ladera hasta donde la tierra llana termina y a la izquierda se abre el collado para donde tenéis vuestras querencias y en cuanto lo remontéis, bajad por entre los romeros y le entráis a la hermana pradera desde arriba que es su nacimiento natural y por eso se muestra rotunda, amplia, solemne, profunda y, sobre todo, asentada en su gran nobleza.
Y algo más abajo, donde vosotros ya sabéis de tantas veces, os espero yo sentado frente al lago perla que tanto me gusta y nadie conoce bajo el sol porque es fantasía y esencia y, como tantos otros días de mañanas frescas, en cuanto os sienta bajar siguiendo a la corriente y luego os vea entrándole al charco por entre los reflejos de las aguas quietas y las algas verdes y el azul del cielo desmoronado en cachitos sobre ellas, me llenaré de la satisfacción más completa y me sentiré tan feliz y tan orgulloso de vosotros y del viento que nos besa, junto con la mañana de las encinas y los valles de la luz y calor que el sol nos presta, que como tantas otros días, me palparé pleno y besado por Dios, que es de quien viene tantas riquezas.
Así que ahora os abro la puerta y ya sabéis: la cañada hermana con sus tallos de hierba y las bellotas y el collado de los romeros y las otras juntas y la hermana vaguada que nace por las piedras, os pertenecen pero todo, andado y acariciado desde la nobleza que rotunda el campo respira y tiene y a vosotros y a mí, ofrece porque nos quieres y acepta.
Y aquel día, como tantos otros, el pastor con sus cochinos, su corral levantado de sencillas piedras, la cañada del regato sultán, las encinas y la hierba, una vez más y esta rebasaba el millón trescientos, se sentía orgulloso de su condición de serrano y, dentro de ello, pastor pisando y amando a la tierra y por entre los barrancos y pendientes, guardando a sus animales y compartiendo con ellos los frutos de encinas y madroñeras y la frescura de las corrientes besadas por el sol de la mañana y es que el pastor, sin saberlo, sabía que la hermana sierra, y más por el rincón, lo que respira por todos sus poros, es presencia real de Dios y rotunda y limpia nobleza.
Si desde donde, a partir de ahora ya se mueve la cadena de hierro frío que sujeta al mundo entero, cortando el paso al edén de la grandeza serrana, se mira para el lado del valle, el izquierdo que es por donde sale el sol y relucen las altas piedras de las cumbres, se vez casi lo mejor del paraíso y, en su corazón clavada, la encina vieja.
Y la encina de tronco negro y redondo, con no más de tres metros desde el suelo, hinca sus raíces justo donde la tierra, al dejar de ser ladera, se modela como la forma de la palma de la mano pero con la dimensión de casi un campo de fútbol y es aquí donde, cuando en el invierno caen las lluvias, el agua se encharca y al llegar los marranos y hozar y bañarse, abren pozas y amasan cieno e impregnan el monte del barro rojo manchado al puro hielo.
Y al mirar ahora el pastor para este otro rincón amado, lo primero que por los ojos se le cuela, es la magia abierta de la hermana encina que como un rey árbol del paraíso o como un palacio que, casi hasta el cielo llega, sube en bosques de ramas viejas cada una ocupando un mundo en el viento y en el espacio y trazando como una escalera que en forma de rellanos, dibuja miles al cual más abierto y arropando a medio barranco y por entre los arcos que trazan las ramas, a ratos se cuela el azul del cielo y a ratos, la blancura de las piedras que desde la cuerda gigante, al otro lado caen y protegen a la encina.
Y va el pastor a preguntar: “Este asombro de árbol que por derecho me pertenece ¿por qué ahora hay que arrancarlo?” Cuando antes de oír una respuesta, un triguero alegre, el ave más risueña de la sierra, traza un arrebol con su vuelo y, en las ramas más altas de la encina señera, se para y sigue con sus trinos llenando de sinfonía el momento mientras desde su palacio otea dominando la tierra ajeno él, a los tres niños del grupo de los que ahora se proclaman dueños de la sierra.
Y los niños que también han venido de fuera, con sus escopetas de plomos, apuntan y aprietan el gatillo y al momento, el delicioso triguero, abre sus alas de seda e intenta arrancar vuelo pero como las tiene rotas, le faltan las fuerzas y herido de muerte, dibuja tres círculos desde la copa de la encina reina y quebrado, cae al suelo. El pastor padre de la niña chica y su hermano y compañero, desde la distancia cercana y rozando la cadena, como lo está viendo, va a preguntar: “¿Y esto? ¿Con qué derecho se cuelan estos niños por la sierra y por puro juego, quitan cruelmente la vida al pobre dulce triguero?” y ellos que le responden: “Son nuestros hijos y tú mismo lo has dicho: es un juego con el que se divierten estrenando la escopeta que hace tres días les compramos en el almacén del centro”.
Y el pastor, junto con su hermano y compañero, quiere seguir hablando de lo que con tanta fuerza y quemando, en estos momentos, le entra por los ojos y le duele porque lo quiere, cuando al mirar un poco para el lado de la derecha, que es por donde baja la pista y el monte termina parejo justo al rozar la llanura, ve otra máquina cavando zanjas y más tierra levantando y madroñeras quebrando y sobre el peñasco que, entre la llanura donde se bañan los marranos que es donde crece la encina y el límite de las madroñeras gruesas, ve a una mujer vestida de bosque y sacando fotos y dando órdenes y va el pastor a decir: “Y en ese puñado de tierra hermana que tantas veces nosotros hemos soñado ¿qué se está haciendo?” cuando se le adelanta uno de los que ahora por aquí tienen mano diciendo: “Justo ahí mismo se levantará el hotel que llamaremos rural o de alta montaña ¿no lo está viendo?” y el sencillo pastor: “¿Qué tengo que ver además de lo que no entiendo?”
Y ellos pacientemente le explican que este mismo verano, tanto el rellano donde crece la encina como las tierras de las madroñeras, los charcos y el hotel nuevo, se llenarán de personas que vendrán a estas sierras a dejar dinero y a traer otra cultura más alegre e impulsar otro mundo más moderno y también, a comer en las lujosas mesas de madera frente a ventanales de cristales y todo esto y cien realidades más, dicen ellos: “Ya veréis qué alegría desparraman por estas sierras y qué mundo de fantasía y qué cuadros más bellos y no como las ovejas, que sólo dan problemas, llenan el monte de excrementos, el aire de malos olores y de paso, se comen las hierbas que dan flores únicas en el mundo y hasta contaminan el silencio con sus balidos cuando retozan los corderos”.
Avanzando desde donde el barranco del río tiene su corazón real, sale la línea eléctrica que ahora también han metido por entre los bosques más espesos de estas sierras, porque hay que aprovechar, dicen ellos, la enorme fuerza que la corriente del río tiene al caer por su salto grande y para que los cables lleven la electricidad, primero han tenido que meter la pista forestal, hasta la profundidad del barranco y ahí mismo, Dios mío, lo que han liado para construir la central y poner los tubos metálicos y remansar el pantano y luego, abrir el canal para que el agua caiga con fuerza.
Pero los cables gruesos de la línea eléctrica, aunque pasan rozando las sencillas casas de la hermosa aldea, no es aquí a donde traen la corriente sino que cruza la sierra y por lo alto de las cumbres más perdidas, se alejan dejando a los serranos que sigan, como en los tiempos pasados, alumbrándose con teas.
- Es que vosotros creéis que es sencillo enganchar unos alambres y poner luz en vuestras casas y de cualquier modo, para el tiempo que os queda, qué más os da que sólo tengáis el resplandor de las estrellas.
Dicen ellos y los pastores guardan silencio porque ya han descubierto que sus palabras, en estos nuevos proyectos, tienen tan poca fuerza que ni siquiera las escuchan y menos las tienen en cuenta pero ellos miran al barranco por donde el río tiene su corazón y lo que más le resulta extraño, es la maraña de cables por entre los fresnos y los robles y las encinas viejas.
- Es que no sois modernos ni pensáis en el resto de la sociedad ni el progreso.
Siguen diciendo ellos.
- ¿Y para ser moderno hay que romper tanto por la tierra?
Preguntan los pastores.
- Y os lo comunicamos porque también, ya veréis en qué poco tiempo, la pista flamante de tierra que sube por el río buscando al corazón del barranco, por donde la corriente se estrella, se llenará de turistas que entran y salen y llegan hasta los manantiales de las aguas negras.
Y los pastores:
- ¿Y eso será bueno?
- Esto será progreso y lo demás tontería como lo son vuestras ovejas.
Pero por el puntal que mira al río y sólo el pastor padre de la niña chica, sabe dónde se encuentra, él tiene descubierto un secreto que lo ha visto con los ojos del alma, mil veces, desde sus sueños.
- ¿Y cual es ese secreto y qué aporta para la ciencia?
Preguntan ellos y el pastor responde:
- Desde ese punto al morro de enfrente, casi se tocan con la mano las madroñeras y en el centro queda el dulce río blanco con sus charcos azules pintados de estrellas y al borde, vuestra pista escoltada por los acantilados y madreselvas y por encima, los cables de la línea de alta tensión que por aquí estáis metiendo y al fondo total, los otros caminos y yendo y viniendo por la pista, esos miles de turistas que en ejército, se apiñan por la sierra.
Y arriba queda un gran poyo, con su balcón frente al hermano puntal tapizado de madroñeras y parado en el punto de mi secreto, estoy yo por completo desnudo como cuando mi madre me trajo a esta sierra y viendo con toda claridad que con sólo dar un salto y una chispa que me empuje el viento, me encajo en el otro puntal de enfrente que es donde están las madroñeras.
Y al guardar silencio el pastor, los de fuera le preguntan:
- Y lo que nos acabas de contar ¿qué tiene de secreto ni de ciencia?
Y el hombre de corazón bueno:
- Pues que ese estrecho del río con su profunda y excelsa belleza, a parte vuestros proyectos y un puntal y otro, representa la estancia y la vida del ser humano en esta tierra y mi desnudez indica que en cuanto llegue el momento y dé el salto, a este lado se queda hasta la propia ropa que ahora cubre mi cuerpo y, en el centro, todos vuestros proyectos y ciencias y sobre el puntal de enfrente, el virgen y lleno de madroñeras, me encontraré con la verdad limpia que palpita y llevo en mi sueño. ¿Entra y veis con claridad mi secreto en vuestras cabezas?
Miran ellos a los pastores sin pronunciar palabra mientras los dos hombres ahora caen en la cuenta que otro de los ramales, de la que es interminable senda, arrancando y llegando a todos los barrancos, fuentes, arroyos y cortijos de la sierra, se aplasta por la cálida cañada que desde el castellón se derrama espléndida buscando al collado de los dos calarejos y en cuanto se retira algo de la aldea, se mete por la umbría de las encinas que se aprietan con los robles, los lentiscos, los romeros y madroñeras y en cuanto termina de remontar por el portillo de la redonda cuerda, traza una curva para el lado del sol de la mañana y al llegar a la meseta de la hierba fina, como que se derrama por ella y al rato cae por la solana mitad buscando al collado grande y la otra mitad viniéndose más para el lado de la luz blanca.
Pero todavía antes de llegar al valle largo, dibuja dos curvas y al salir del castellón de las rocas abiertas, se da de bruces con la fresca fuente de los álamos y aquí parece que por fin se queda pero no porque la senda, es como una vena que surca y lleva vida y consuelo a toda la sierra y nunca ni muere ni comienza aunque sí, esta tarde, al asomar por el collado de la meseta trazando su curva airosa y por ella, el rebaño de ovejas que hacia los pastos altos los pastores vienen acompañando, parece más reina o más esencia entre tantos cientos de rocas y laderas.
Y desde donde la pista es cortada por la cadena y ellos han parado a los pastores y se afanan en indicar y advertir que ya por fin la sierra comienza a mostrar la cara que en justicia le pertenece, están los dos hombres mirando y al ver a sus animales asomar por la senda y, sobre la tierra plana de la mesa con su hierba, quedarse solemnemente comiendo los tallos de la zamarrilla, el corazón sincero se les va llenando del gozo limpio que, desde que tienen uso de razón, les sabe a vida y consuelo y están a punto de hablar con los que tienen enfrente y decir:
“Vosotros que nos habéis parado en la inclinación de esta ladera para mostrarnos y decirnos que la sierra ya no es la sierra, fíjaros bien en el inmenso cuadro de la hermana senda coronando al collado y manando, desde el monte y desde ella, a nuestras lustrosas ovejas con sus borregos blancos y fíjaros bien qué belleza conforme se van parando y cubren toda la mesa que la primavera tiene preparada con el fruto de la mejor hierba y fijaros atentos y comprobar como el sol de la tarde y sus últimos rayos, las besa armoniosamente inundándolas de oro y esencia mientras ellas se van quedando”.
Y los de la cadena, como que preguntan:
- Y si ahora seguís bajando y toda esa fértil ladera que se extiende desde la fuente de los álamos hasta el collado del centro y hasta el otro collado llega ¿qué?
Y los pastores preguntan:
- ¿Qué de qué?
- Pues que en esa ladera es donde se encuentra el gran sembrado.
Y los pastores miran concentrados y al rato contestan:
- Es el gran sembrado de los trigales verdes que fijaros bien como se ve por el viento ondeado y, esa espesa y fragante sementera no dentro de muchas semanas, el sol habrá dorado y luego vendremos nosotros y la segaremos y amontonando sobre la era, la trillaremos y, al caer la tarde que es cuando se levanta la brisa, lo aventaremos y llenaremos los costales de trigo candeal, de oro pintado y luego, almacenaremos la paja en los pajares para cuando llegue el invierno, dar de comer a las ovejas y a los mulos y burros que nos dan compañía y nos hacen el apaño. ¿No es esto lo que vosotros estáis viendo y recreando?
Y los que han parado en mitad de la ladera:
- ¿Y la fuente en el centro del terreno rodeada de los álamos y con su agua fresca?
- Pues eso es otra riqueza que al segar los trigales aprovechamos, porque si nosotros respondemos lo que es esa mina de fuente, continuamente manando agua que sabe a gaseosa y fresca como la misma nieve y al caer las tardes de los veranos, qué hermosura y qué cantidad de vida bullendo y palpitando ¿es más o menos estos lo que estáis preguntando?
Y ellos:
- Seguís vosotros sin entender casi nada y os lo decimos porque otra vez os vais equivocando ya que los trigales y las ovejas, no dentro de mucho rato, van a dejar de estar presentes en esa ladera que, para lo que nos sirve y está gritando, es para sembrar pinos todos en hileras y bien plantados y por donde mana el venero, acacias y cipreses y, para que el paisaje empiece a ser moderno y represente una fuente en serio, un pilar de piedra, cemento y de hierro, un caño y mesas de losas arrancadas a las montañas con asientos de troncos de robles para que, los que de fuera vengan, se acomoden y coman y beban y gocen de las montañas que le ofrecen estas sierras y luego... en fin, luego seguimos pero por ahora ¿os lo vais imaginando?
Porque eso que decís de la identidad, la cultura y formas de vida propias de vuestros rincones amados, si se rompe o se altera o se machaca para sobre ella, levantar otro mundo claro, seriamente estamos convencidos que no será tan grabe ni importará tanto. Y lo decimos porque bien sabemos que el turismo acudirá atraído por la presencia del mismo turismo y no por encontrar personas, aldeas o cortijos anclados en el pasado. ¿Lo vais entendiendo vosotros y vais viendo por qué causa andamos por aquí luchando?
Trescientos metros más abajo de la fuente de los álamos, al borde de la acequia que lleva el agua a los huertos, crecen los granados y a la sombra de sus ramas verdes, con la niña primavera, el padre bueno tiene muchos ratos entrelazados en forma de juegos y apretados contras las flores rojas que cuelgan de las ramas de los granados y ahí mismo, diez metros más arriba o diez metros más abajo, él también tiene mil momentos de gozo concentrados en forma de ramilletes de tallos de espliego todos cuajados de florecillas moradas que huelen a miel y a primavera y también, él tiene entre sus manos y para su niña chica del alma, otros cien puñados de mejorana y de romero vestido de azul celeste y de tomillos aceituneros mezclados con las florecillas blancas en forma de campanillas, de los madroños viejos que se apiñan con los granados.
Y por la tierra inclinada que se cae y nunca llega a caerse, a las aguas limpias del arroyo de las adelfas, él tiene también cortados un millón de lirios y otro millón de violetas que al hacerlas ramos para su niña querida, mezcla con las orquídeas y con algún tierno tallo arrancado al laurel que es casi siempre el que corona los juegos y deja, de libertad, el aire impregnado.
Pero no muy abajo de donde hasta no hace mucho teñían, con su sangre, el viento, las flores de los granados y frente al arroyo de las adelfas espesas que se ven como colgadas de la torrentera, no mucho tiempo atrás llegaron y acotaron las tierras y luego trajeron máquinas y cuadrillas de hombres y en un abrir y cerrar de ojos, en la tierra virgen, levantaron una grandiosa casa de piedra con tres plantas y le pusieron grandes balcones con cristales mirando al río y en la parte del tejado, anclaron antenas y a la entrada, un letrero que decía: “¡Atención! Quien se atreva a pisar esta propiedad o a romper alguna planta del jardín, sin miramientos, se le pega un tiro y con menos reparo, se le tira al barranco”.
Y claro que ahora mismo recuerda el pastor padre que sus ovejas aquel día pasaron sólo rozando el cuadrado de piedra y alambres y al instante salieron los guardianes y le dijeron que estaba denunciado y unos cuantos días después, se repitió el hecho y así hasta tres o cuatro veces aunque no fuera cierto que los animales se metieran en las tierras ni se comieran o rompieran ni las flores ni el sembrado pero el pobre padre llegó a sentirse tan angustiado que ya por fin un día, cuando supo que el dueño del palacio había venido y estaba dentro, se acercó y aunque los perros se lo comían, siguió adelante y ya frente a la cancela, llamó a los guardianes y al instantes les fue diciendo:
- Tengo el corazón sangrando y no vivo ni duermo ni como pensando en las multas que me tenéis puestas y por eso hoy me atrevo a venir para pediros un favor grande.
Y ellos:
- ¿De qué favor se trata?
Y el pastor:
- Sé que dentro de esta grandiosa casa de piedra, hoy está su dueño. Quiero verlo aunque sólo sea un corto rato.
Y él vio como los guardianes se metieron para la estancia de la casa y a los tres minutos salieron diciendo:
- Que el señor y, como tú bien dices, el dueño, se encuentra muy ocupado y no puede recibirte ¿que qué es lo que te tiene apenado?
Y el pastor:
- Pues los cinco millones de las multas que me tenéis echadas que no podré pagar ni aún vendiendo las ovejas y mi burras y las tierrecicas de mi huerto, con la acequia y sus granados.
Y ellos:
- Pues de este asunto, el señor dice que todo está dicho y los papeles firmados.
Y el padre de la niña chica, aquel día se vino por las tierras de la cañada caminando con su angustia asfixiándole el corazón y con las manos, cortando unas ramitas de espliego y otras de mejorana para hacer un ramo y traérselo a su niña querida y que, con el agua que salta por el arroyuelo, ella siguiera jugando.
Y van los dos pastores a despedirse ya de los tres hombres que junto a la cadena en la pista nueva, les han parado y seguir en busca de las ovejas que con la tarde comienzan a concentrarse sobre las partes altas del cerro, cuando como última esperanza les preguntan a los tres hombres:
- Y a pesar de todo y aceptando que sean dignos vuestros proyectos ¿no hay ninguna posibilidad que junto a ustedes y sus sueños por estas sierras, sigamos teniendo un trocico nosotros ocupando el rodal del suelo que tanto queremos y nos pertenece?
Y uno de los tres hombres:
- Lo escrito está escrito.
- Es sólo por el deseo de morir y quedar para toda la eternidad aquí junto a nuestros manantiales y con los otros hermanos, cogidos de la mano como siempre estuvimos.
- Es que vosotros empezáis pidiendo un trocico de nada y acabáis queriendo ser los dueños.
Y justo ahora se oyen acordes de música y personas que anuncian a voces llamando y al mirar para la derecha, pegado a la ladera que es apoyo de la aldea, los pastores ven, al viejo corral o tinada de piedra y techo de monte seco que a lo largo de tanto tiempo ha servido para encerrar a sus ovejas.
- ¿Qué sucede en ese corralón?
Preguntan los pastores.
- Es una prueba.
- ¿Prueba de qué?
Y los tres hombres aclarando:
- Como la línea eléctrica que sale de la central del río, no pasa lejos, hemos enganchado unos cables y en ese corral de piedra que a partir de ahora ya no acogerá ovejas, hemos montado un chiringuito, una orquesta con músicos modernos, unas planchas eléctricas, una barra con refrescos y bocadillos de chorizo y, como ya por el río suben los turistas, esta noche va a dar comienzo la fiesta.
Y los pastores que no entienden pero sí les duele, guardan silencio y al rato preguntan diciendo:
- ¿Pero en estos montes una fiesta?
- Ya os hemos dicho que es como una prueba, el comienzo de los nuevos tiempos y para celebrarlo nada mejor que, en lo que hasta hoy ha sido un corral de ovejas, se convierta en sala de baile donde las luces expandan sus reflejos, la música llene los silencios de las noches y las bebidas, junto con los bocadillos, sean el aliciente que animen a las personas y a los montes de estas sierras.
Y los pastores:
- ¿Pero sabéis vosotros lo que para nosotros significa esto?
- Ya se ha hablado que son nuevos tiempos.
Una de las muchas mañanas que el padre, por el rincón, tiene vividas con su niña del alma, se detiene hermosa en aquello de los dos pequeños pajarillos revoloteando por entre los majuelos y las zarzas, justo al lado derecho de la fuente de los álamos y justo también cuando cantaban las perdices y de una loma a otra, su vuelo trazaban dejando en el centro, el rumor siempre eterno y dulce de la corriente de arroyo con su transparente agua.
Y recuerda el padre ahora que la niña estaba con sus juegos embelesada por donde la fuente rebosa y, entre berros, juncos, orquídeas y mejorana, se escurre por los cerezos y busca el surco del arroyo besando antes la pradera ancha, cuando los dos pajarillos saltan de las ramas y sin miedo se ponen a beber en los charquitos de plata que en su cuna tiene la fuente y al verlos tan cerquita y como tan suaves, la niña exclama:
- Mira padre cómo revolotean juguetones y pían alegres en la mañana.
Y el padre los mira y calla como esperando a que pase algo y antes de que esto suceda otra vez su niña habla:
- ¿Y si me los cogieras y en mis manos me los llevo a casa?
- Los pajarillos, hija mía, tienen su mundo y son libres y por el bosque cantan presumiendo del aire sobre el que apoyan sus alas.
Y la niña:
- ¿Qué no puedes cogerlos es lo que dices?
Y el padre:
- Quizá pueda cogerlos pero ellos necesitan seguir en su danza de juegos y revoloteos, desde las praderas de la hierba a la espesura de las zarzas y de ahí a las copas de los robles y luego a los álamos y así eternos, fundirse con el silencio que es hermano de las montañas ¿lo comprendes tú hija mía?
Y su niña chica del alma, guarda silencio y durante un rato más, sigue en su juego como esperando y cuando ya ha avanzado un poco la mañana, de la mano el padre se la lleva por la senda como hacia el corazón de la luz que llena los campos o hacia los vellones de nubes grises que, en las tiernas horas calladas, cubren el cielo hermano y sueño como en un inmenso mar de orquídeas blancas y como, al poco, la fina lluvia cae suave y riega el campo, de la hierba, tomillos y mejorana, sale un perfume húmedo que entra por los sentidos y al alma gozosamente empapa.
Y mientras el padre sube de la fuente, por la vereda, con su niña de la mano y todo el corazón lleno de su sonrisa limpia y de su puro juego de hada, le viene, además, contando lo de aquel día de los lobos con las ovejas y él sentado al borde del charco azul del río y los mastines ladrando y los otros pastores también asustados y el ganado, desparramado por las tierras de la solana y hasta el mismo monte y tallos de romeros, de miedo temblando.
Y luego le cuenta cómo fue aquel otro día que también se bajó al río y estuvo toda la mañana pescando y cuando, llegada la hora, quiso subir a la aldea, tenía tantos peces en la barja de esparto que no podía con ellos pero cuando ya estuvo en el rincón de las casas, aquello fue una fiesta para todos los vecinos porque nadie en la aldea, aquella noche, se quedó sin comer peces pescados en el río blanco y por eso sabían a gloria y estaban tan ricos, sólo fritos con aceite de oliva o asados en las ascuas de la candela que cada cual fue preparando.
Y pasado el tiempo, el padre con su niña de la mano, ahora recuerda aquel otro día que tenía las ovejas y la punta de las cabras blancas justo en las tierras llanas del altiplano que todos llaman campos y como no tenía ninguna cerca ni de tela metálica ni de piedras para encerrarlas, al llegar el día a su centro y, como estaban pariendo y los chotos todavía eran chicos, se iban tras la piara y por las piedras saltando pero al menor cansancio, se aplastaban entre las matas de enebro o al resguardo en las piedras puntiagudas y blancas y al alejarse el rebaño y no darse él cuenta que los chivos estaban durmiendo por la pradera, acudían los corros y tal como lo encontraban durmiendo, le ponían encima sus garras y a comérselo y claro, como todos los días desaparecían chotos, al final fueron tantos que el pobre padre a todo el mundo decía que: “Si los estoy criando para que se los coman ellos ¿yo qué gano y tirado en estas tierras de la noche a la mañana y sin descanso ni siquiera cuando brilla la luna sobre el rocío de la verde hierba ni al rayar la aurora que anuncia el gallo?
Y viene el padre, por entre los caminos del tiempo y pisando monótonamente la vereda de tierra que sube al cerro y orgullosamente, con su niña de la mano y a la par diciendo:
- Pues lo de aquel día y el hallazgo del tesoro, no se me olvida como tampoco se me olvida la cantidad de gente que en poco tiempo, de la ciudad vinieron con máquinas, picos y palas y con trajes de cuero y en la ladera donde yo había encontrado mi tesoro, se pusieron a escarbar y a decir que aquello iba a ser la fortuna para más de un ciento.
Y la niña preguntando al padre:
- ¿Y tu tesoro?
- Estaba labrando la tierra para sembrar el huerto y al dar un golpe con la azada, apareció una cosa brillante que parecía un hierro alargado y de la medida de un dedo y al partirlo me di cuenta que brillaba con el resplandor del fuego y claro, tanto me gustó por lo bonito que era con aquel color caramelo, que se lo dije al hermano y después al otro compañero y enseguida al que ahora vigila los campos y se ve que éste se lo dijo al que todos en la aldea sabemos y así fue como al día siguiente, vinieron y me lo quitaron diciendo que los tesoros culturales de estos campos no pertenecen a los pastores sino al patrimonio nacional o a la humanidad entera o no sé a quien más dijeron.
Y a los pocos días se presentaron y tomaron posesión del cerro y entre papeles y medidas también dijeron que lo que en aquel lugar había era un tesoro tan rico y viejo que más se parecía a una mina porque aquello era un auténtico museo que, arrancaba y representaban, a los más primitivos pastores y hacheros que, en lejanísimos tiempos, habían poblado estas sierras y que los pastores de ahora y esta aldea, de allí, lejos y más lejos las ovejas y a partir de aquella realidad, tú ya sabes y yo también y todos los demás hermanos, lo que hicieron.
Y la niña, sin abandonar su juego:
- ¿Pero tu tesoro era bonito?
- Era casi como las ráfagas de un sueño construido en el rincón del aire que va por las mañanas y el perfume del romero y la tierra negra que bajo las grandes nogueras, son el corazón del huerto y cuando yo me encontré aquel diamante o trozo de oro viejo, lo que más me satisfizo en el alma adentro, fue sentir que la tierra mía se me abría como una dulce granada de primavera chica y me entregaba su mejor premio.
Y vienen ellos caminando regalándose el cariño que sella y bendice el cielo, cuando al pasar por la piedra blanca y redonda que precede a la entrada del huerto y que, como un mirador especial y, desde el mejor punto de la ladera, mira al valle, sin pretenderlo, se tropiezan con ella.
- ¡Hola abuela!
Exclama la niña enseguida mientras ya la besa y al instante el padre le pregunta:
- ¿Cuándo es el último día aquí, de tu presencia?
Y la hermosa anciana, reina ella, sin casa ya en la aldea y sin más cimientos en este mundo que su última lumbre siempre ardiendo en mitad de esta ladera, su alma recogida en el calor de Dios y su pensamiento puesto en el día último que, justo es meta y comienzo:
- Pues hoy es ya viernes, así que el domingo, se acaba mi espera.
Y la niña que juega con las mariposas:
- Pero abuela ¿cómo se te ha ocurrido a ti este sueño?
Y en dos palabras la abuela intenta explicarle que tan sola está ella ahora en este mundo que lo único que le da ánimo y consuelo, es poner su dolorida alma en las manos de Dios y tener recién encendida la lumbre y saber que el domingo es el final y comienzo de la meta y estar sentada pegado a esta roca blanca que, desde el centro de la ladera, domina al valle y lo demás, dejarlo en las manos de Dios mientras espera.
- Pero abuela, tu lucha por la tierra y lo que tanto quieres, qué original es y como parece una ausencia estando tan presente en esta querida ladera.
Y la abuela:
- Mi oración y mi alimento, que es al mismo tiempo realidad profunda que plenamente me llena, es decir sólo: “Pon Tú las manos, Dios mío, en lo que mi corazón espera y llena de luz mi alma y haz que llegue a buen puerto todo lo que los demás me quiebran”.
Y sin comprender demasiado, la niña que tanto juega:
- Pero esta lumbre, esta roca blanca que ahora tienes por techo, esa cuerda que al final del cerro, esconde el domingo que sueñas y esa oración tuya proclamando que todo en sus manos lo dejas ¿cómo lo puedo entender yo abuelita y también los de la aldea?
Y la reina hermosa y pavesa:
- Tampoco lo entiendo yo hija mía pero en mi dolor consuela tener depositadas todas mis esperanzas y anhelos en el amor que me llena y saber que al final de la semana, en el domingo, tengo la meta que es comienzo.
Y la niña de juegos de primaveras:
- Y lo del sueño, abuela, ¿cómo fue?
La gran señora mira al valle y mientras por entre sus nubes, se va con el aire, pronuncia sus palabras diciendo:
- En mi sueño yo vi una gigantesca cruz que emergía y se formaba de la reunión de todos los valles y cerros y, gruesa y majestuosa, se alzaba recta hacia las estrellas y como tenía la misma transparencia del viento, en su tronco y en las aspas que daban forma a la cruz y en la cabeza, estaban concentrados todos los ríos de estas sierras con sus remansos azules y sus fuentes claras y todas las nieves del invierno con sus chuzos colgados de las cascadas y los mil caminos nuestros llenos de pastores con sus ovejas y, entre las flores de millones de primaveras, yo vi iluminada y coronada de reina a nuestra aldea y a sus pies y, arropados por las sombras de las mil nogueras, vi transformados en oro y fuego a todos los cortijos serranos y a todas las chozas de monte y un batallón de carboneros vestido con trajes de reyes y escoltados por miles de encinas y robles y engalanados de flores del más fino y limpio romero.
Y como frente a la grandiosa y bella cruz, me quedé parada, vi que en su mismo centro, el corazón del tronco que surgía de la reunión y transformación de todos estos montes, manaba como el reflejo de todo cuanto a lo largo de nuestras vidas ha sido lucha y sueño y colgado o enganchado de arriba abajo, como un diamante de azul intenso y con toda la transparencia que se ve y se da en el fino hielo, vi la figura hermosa de un hombre que, extendido a lo largo y ancho de la gigantesca cruz, nos abrazaba al tiempo que nos miraba y como a sus pies o, bajo su rostro de nardo y nácar, reunidos los otros: los que ahora nos complican la vida y nos denuncian y discuten con nosotros y nos quitan las ovejas, las tierras de los huertos y derriban nuestras casas y todos como concentrados bajo su amorosa mirada y en el centro del pelotón que formaban ellos, el que se proclamó más grande y ordenaba y, en contra de nosotros, ponía en marcha los grandes proyectos.
Y estando yo atenta observando tan hermoso y dulce espectáculo vi como la figura grandiosa del ser que se fundía con la luz, dobló su cabeza para adelante de la misma forma que se dobla un dedo y trayéndose con él la mitad de la cruz, no de madera, que por la parte de arriba sobraba, con su rostro, primero y con el cuerpo de la cruz detrás, golpeó siete veces sobre las cabezas de los que a sus pies tenía concentrados al tiempo que, de amor dolorido, pronunció sus palabras diciendo: “No seáis tan cabezones ni hagáis tanto daño a los humildes de la tierra que ellos son mis predilectos y también vuestros hermanos, según vosotros menores, que ahora sufren opresión e injusticia y yo con ellos”.
Y al doblar su rostro la última vez y dar el último golpe amoroso sobre las cabezas de los que ya conocemos, del trozo de cruz que sostiene la cabeza del hermoso ser bondadoso, se desprende una lágrima de esencia y cristal y cae sobre las cabezas de los que bajo la sombra y la luz de la cruz están concentrados y no se deshace sino que rueda y como un globo o una paloma de nieve, surca el aire que cubre toda la sierra y en forma de un lago de perlas que chorrean azucenas, cae suave sobre la tierra que tan honda llevamos dentro y tanto estamos amando al tiempo que por ella muriendo.
Y en estos momentos quiero preguntar: “¡Dios mío! ¿qué está pasando?” cuando desde la aldea veo surgir la figura del pastor más viejo y, como una mariposa de seda, salta desde el calarejo y por el aire se va volando y al llegar a las gruesas ramas, no del roble sino del pino seco, se posa sobre ella alzado como el rey más espléndido y, mirando a las montañas y a los caminos y a la aldea, ve que desde todos los extremos, se aproximan pelotones de personas que corren y vienen diciendo: “Venid y comprobar qué belleza de estatua real clavada en el puro viento y dominando la tierra y, además de arder de sincero gozo por dentro, fijaros cómo se le nota que está lleno de la alegría que mana de lo limpio y pequeño”.
Y los que llegan desde todas las laderas y la espesura de los montes y las sendas, ahora pistas forestales, y las construcciones por el valle y otros rincones de estas montañas nuestras, exclaman asombrados y a unos y a otros, la envidia se los come en secreto, porque todos ahora y más ellos, quieren ser como el pastor: esencia pura y transparencia que en forma de rocío de seda, va y viene por el viento y domina la tierra y es rey y se hace fuente con el azul de los cielos y tiene toda la libertad en su ser y, al mismo tiempo, toda la sinceridad de las flores y la limpieza del rocío y la esencia fina, sin nombre, de lo eterno.
Pero vosotros seguid hacia la aldea e iros con Dios y andad siempre en su presencia y, si en vuestro camino encontráis a personas que necesiten de ayuda, no se la neguéis nunca porque en la vida, todos necesitamos de todos y eso Él lo bendice y lo paga en gozo y paz interna”.
Y ya el padre que recorre la vereda, guarda silencio y abre un poco los ojos a la realidad presente y ve y cae en la cuenta que todavía se encuentra junto a su compañero y frente a los que montan la cadena para cortar el paso en la pista nueva que vienen abriendo y, al arrancarse para seguir e irse a sus tareas y dejarlos a ellos que continúen la construcción del camino que va buscando la aldea, pregunta sereno:
- ¿Y si pasado el tiempo fallan vuestros proyectos?
Y el de más autoridad entre los tres hombres:
- ¿Qué quieres decir con eso?
Y el pastor noble, padre de la niña chica, por encima de todo, bueno:
- Quiero decir que si a partir de ahora destruís a las aldeas, expropiáis ranchales y huertos, derribáis todos los cortijos serranos, nos quitáis a las ovejas, rompéis nuestras sendas y fuentes y a nosotros, los pocos que todavía por aquí quedamos con vida, nos mandáis fuera de estos cerros y sobre las ruinas de esta cultura nuestra y estas raíces puras y sus cimientos, levantáis campings, hoteles, chiringuitos con sus fiestas y otros mil proyectos modernos, según vosotros, para que venga turismo a traer riqueza y a da forma a los nuevos tiempos, si por cualquier circunstancia luego, esta realidad no funciona tal como ahora soñáis o tiene sus problemas ¿qué pasará con la sierra?
Y los que están enfrente, orgullosos de ser ahora dueños:
- Pues no pasará nada porque esto será como la lluvia, que habrá años abundantes y otros serán años secos.
- Pero si a pesar de todo no funciona vuestro invento y luego os encontráis que no viene tanto turismo y que tampoco hay ovejas ni cabras ni vacas ni aldeas ni cortijos ni serranos en estas sierras porque todo ha sido arrasado y nosotros habremos muerto y las señas de identidad, también habrán desaparecido ¿qué solución le daréis entonces a estas sierras?
Y los tres del nuevo proyecto:
- ¿Y tú ahora a dónde nos quieres llevar con tu profundo argumento?
Y el pastor enamorado de sus tierras y de su trabajo y de la libertad y el viento:
- A deciros que sería mejor que no se centren todos vuestros esfuerzos en traer tanto turismo a estas sierras, declarar tanto coto nacional y reunir tanto parque natural bajo un patrón tan regio y que se lleve por delante tanta riqueza humana y cultural, nacida y acrisolada, en el fondo de los siglos y los lagos del silencio.
- Es lo que siempre decís los pastores y en el fondo, todo os sales de la pura demagogia y hasta del egoísmo que os corroe por dentro.
- Os estoy hablando con el corazón en la mano y desde el cariño sincero.
- Pues a ver, demuéstranos tú ¿cómo se arreglarían estas sierras para erradicar de ellas la miseria que estáis viviendo y que al mismo tiempo se conserven los bosques y que hubiera cabras monteses, muflones, jabalíes y ciervos y también mucho turismo para ir con la modernidad y, además, carreteras y televisión y teléfonos y que vosotros sigáis en la aldea y cultivando los huertos?
Y el pastor inculto porque no tiene letras pero sí en su corazón, entero el universo:
- Sabéis vosotros bien que yo de letras no entiendo pero a mi corto entender creo que en estas sierras no sobran ni mis ovejas ni las de mis compañeros ni los cortijos que se amontonan junto a los manantiales, repartidos por los mil barrancos y laderas ni los caminos que nosotros siempre hemos pisado ni las tinadas ni la aldea y menos, nosotros con las tierras que usamos por huertos.
- ¿Y cómo se conserva el monte?
- ¿Cómo llegó hasta hoy tan conservado y desde el amanecer de los tiempos?
- Es que tú no tienes visión de futuro y lo que te gusta es como a tantos: correr detrás de los perdigones recién nacidos y, entre las piedras, cogerlos.
- Estás diciendo tonterías ¿Acaso vosotros sí lo tenéis excluyendo y arrasando, restando en lugar de sumar, nuestra presencia y nuestra historia para, sobre los tristes cimientos, construir a vuestra medida y todo bien ordenado aunque ni tenga puerta ni techo?
- Hablamos lenguajes distintos y con diferentes conceptos.
- Pues fijaros lo que os digo: los jóvenes, hijos legítimas de estas sierras, se tienen que marchar fuera porque aquí ni encuentran trabajo ni futuro pero, sin embargo, yo creo que con sólo la mitad del dinero que vais a gastar en promocionar el turismo, se arreglaría casi del todo este problema y, además, desde el primer momento.
- Vamos con los pastores y sus ovejas y me lo explicas con ejemplo.
- Rotunda y sencillamente, no hay que inventar ni importar nada porque aquí nosotros tenemos no sólo la materia primera sino la mano de obra y la plataforma y la experiencia y los reaños y el talento.
- Total, que lo malo es lo nuevo.
- No así exactamente sino que a vosotros os gusta más poner en marcha vuestros proyectos antes que sumaros a lo que ya existe y está aquí bien arraigado y se sabe que, desde siempre, dio su fruto y del bueno.
Nuestras ovejas, con su denominación de origen, nuestros jóvenes que son lo mejores, las carnes de nuestros borregos, las aguas purísimas de los manantiales, las fértiles tierras de nuestros huertos, con sus manzanos, perales y granados, el abono natural que sale de nuestro ganado, nuestro pan recio de aquel centeno, las nueces que dan nuestros nogales, el aceite que sale de nuestro olivos, las setas que dan nuestros campos y de nuestras gallinas sus huevos, la miel que liban las abejas de mejoranas, tomillos y romeros y otras mis fuentes de riqueza esencial y natural que palpitan y laten con nuestra sangre y acento, más amado y potenciado por todos los que planeáis tantísimos y extraños proyectos y traídos desde lejanas tierras con los más extravagantes sellos ¿no sería la envidia del mundo y para nosotros la despensa natural y el gran río de gozo y dinero al tiempo que la libertad más suprema sobre la cultura más real y la identidad más sincera que tan honda llevamos dentro?
- Todo es casi fantasía y lo que rebosa a un lado y otro, puro sueño, porque a ver ¿cómo se reconvierte a un pastor para que no rompa los campos sino que conserve y cree riquezas y al mismo tiempo, se modernice y no muera en su pobre agujero?
Y el noble pastor, intuyendo que es inútil su esfuerzo:
- Yo lo sé y vosotros y otros lo saben pero volvemos a lo que venimos diciendo: que más os gusta crear cada uno vuestra empresa que venir a donde estamos nosotros y pedirnos una chispa de consejo y, dejándonos en nuestro amado rincón, tendernos una mano y darnos un poco del mucho dinero que por otro lado estáis gastando a chorros, para que desde nuestra pobreza gloriosa y sabiduría callada y un punto de apoyo, pongamos en marcha y bombeemos, sangre al corazón de la gente y esta tierra nuestra que no debe morir nunca ni traer de fuera tanto ni convertirse en simple y tan gran museo de cientos de turistas sino lo contrario: en bocanada de oxigeno y fuente limpísima que sea para nosotros paz, alimento para el cuerpo y gozo y, para los de fuera, envidia, referencia y reflejo.
Y los tres que, en nombre de los otros, están frente a los pastores representando a lo nuevo:
- ¿Qué se podía esperar de vosotros sino la crítica negativa a todo lo nuestro y, como sois parte interesada, la defensa a ultranza de todo lo vuestro? Pero en fin, esto sabido y hablado, se acabó por hoy lo que se daba y a otro asunto nuevo: vosotros continuad por esta ladera subiendo e iros con vuestras ovejas que seguro ya se están comiendo los pinos chicos que al otro lado de la cañada, esta mañana hemos puesto, que nosotros seguiremos con nuestra tarea que por vuestra culpa ya lleva retraso y si acaso, mañana nos encontramos en la aldea y de otras cosas que queráis, allí hablaremos.
Y los dos pastores amigos y compañeros, con el sol de la tarde, que tras las lejanas montañas, se va durmiendo, siguen remontando por la ladera en busca del rebaño de ovejas que ya se concentra en lo más alto del cerro pero antes de llegar a donde pastan ellas y, bajo la sombra del pino grueso y entre las hojas secas, hacer su cama y echarse a dormir aunque hoy no tengan sueño, se apartan un poco para el lado de la aldea que es el derecho y sobre la tierra húmeda y tapizada de hierba y entre matas de jaras y verde romero, ellos detienen sus pasos y en el asiento, en forma de sillón, que tallado tienen en el suelo y frente a la aldea y el sol de la tarde que dulce la besa y el barranco profundo del río que es todo incienso, se sientan como a descansar o a mirar con calma un rato y, mientras el sol se pone, se preparan para darse, intuyen ellos, el último abrazo con la tierra y el rincón que es alma y corazón en su afligidos pechos.
Por la ondulación del collado blanco, descubren que ya la pista viene asomando y abriéndose paso por las tierras inclinadas de la ladera que llaman de los enebros y, entre la cumbre del Calarejo y el barranco, avanza amenazante en busca de la aldea que sólo un poco más abajo, descansa sobre su pedestal de reina, callada, limpia y como esperando, con la serenidad y nobleza de un cordero al ser degollado.
Y como por esta grandiosa ladera ellos dos y, todos los otros vecinos de la aldea, cultivan sus sencillos huertos y las tinadas donde, en las noches de estrellas e hielo, encierran a su ganado, mientras mudos observan, no pueden dejar de sentir el temblor amargo de la desolación que los otros por aquí están dejando y no se fundamentan en la pura ilusión sino en la trágica realidad que ya viven muchos de sus hermanos y por eso el pastor padre comenta desconsolado:
- Que toda una vida entera hayamos estado dándole compañía a esta tierra y con el más tierno cariño la hayamos mimado podando las parras que trepan por las encinas, recogiendo las piedras sueltas y trazando surcos y regueras desde los manantiales del Castellón chico hasta los grandes álamos y podando a las higueras y a los olivos para que no se las coman las zarzas ni las malas hierbas ni los hielos de las noches blancas y, que ahora al mirarlos, sintamos como que la tierra amada, nos desprecia o nos planta cara diciendo que a su lado ya sobramos, que esto ahora suceda, qué tremendo y que amargo.
Y el otro compañero, en la tarde de tan sueño extraño:
- Dices eso y tienes toda la razón porque es como si después de toda la vida estar amando y amorosamente cuidando a la dulce tierra que tan dentro llevamos, ella nos devolviera mal por bien y hasta, en un ataque de envidia o de celos o soberbia, se plantara para expulsarnos con la intención ahora, de hacernos daño.
Y el padre pastor:
- Y, sin embargo, tu y yo y los demás vecinos sabemos que la tierra en sí ni los manantiales ni los árboles, no pueden de este modo atacarnos porque ella sólo tiene en nosotros amor y mimos que parecen nardos pero tú lo dices y yo lo he dicho: ahora, no dentro de mucho, ante la tierra que sólo recibió de nosotros cuidados, tendremos que doblegar el corazón y humillarnos y al amanecer o al atardecer, como ya lo han hecho los otros hermanos, arrancar, dar media vuelta y ponernos en camino y alejarnos y, en todo este mar de dolor, además, callados para no oír de sus labios palabras como delincuentes, malhechores y que tenemos suerte porque nos han perdonado.
Y guardan silencio los pastores y, mientras sentados en sus sillones de tierra contemplan la aldea que, el último rayo de sol de la tarde está besando, recuerdan ellos cómo fue el último momento del tercer hermano. Por la mañana le trajeron la carta y los demás vecinos lo rodearon y al empezar a leerla, temblaba tartamudeando: “Sólo dos opciones tienes: o dejas tu rebeldía y te pones de nuestro lado y en actitud de sometido y, además, adulando o carga en tu burro enclenque tus tres sillas viejas, tu sartén negra y los otros cinco cacharros y a salir de la aldea antes de las veinticuatro horas y, además, callado, porque contra ti tenemos a los tribunales apuntando y, el manojo de multas que, desde aquellos días, nos debes y no has pagado”.
- Y el vecino nuestro, bien sabemos los cinco que aun por la aldea quedamos, que sólo dijo: “¿Humillarme y convertirme en su esclavo para que, el día que ya no me necesiten, me den una patada y me echen de su lado? Mejor enristro por el camino y para siempre me pierdo de estos rincones amados”.
Y vieron como unas horas más tarde, el hombre con los suyos, se alejó llorando y a los vecinos los dejó con el corazón hecho polvo y, entre unos y otros, las mismas palabras pronunciando: “Si ya tienen escrita la carta y las multas acumuladas en la otra mano, por el cerro, la pista viene avanzando y, por su tierra descarnada, las máquinas que arremeterán contra nuestras casas y, además, tienen contra nosotros a los jueces enfilados y en el centro de nuestros trigales verdes, los hoyos abiertos en ellos los pinos clavados y las nogueras de nuestros huertos con sus troncos aserrados y , para colmo, frente a nuestras humildes viviendas y, en forma de insulto y soberbia, se construyen el palacio de piedra desde donde nos vigilarán para tenernos controlados ¿qué otra salida tendremos sino el mismo camino que ahora recorre el hermano?”.
Y como si en este momento se estuviera repitiendo la escena, contesta el pastor compañero:
- Todo eso es cierto pero por encima de ello, resalta lo que hemos hablado: que nos acorralan de tal modo que hasta parece como que la tierra, que de siempre sólo recibió de nosotros mimos y los mejores cuidados, ahora nos odia y arremeten contra nuestras personas hasta hacernos llorar y echarnos de su vera como al más vil de los humanos.
Cae la tarde, llega la noche y junto a sus ovejas, en lo más alto del cerro y en sus camas de hierbas y hojas secas, los pastores se disponen a dormir pero antes, de sus zurrones sacan un trozo de pan duro amasado en el horno de leña que construyeron en la puerta de la aldea y algunos chorizos empringados y uno al otro se dicen:
- Son de la matanza de este año que luego freímos y que, en aceite de oliva, guardamos en la orza de barro. Prueba, verás qué buenos.
Y el pastor segundo:
- Pues yo traigo aquí unos trozos de lomo que también como tú, mi mujer ha guardado en su pringue para que se conserven en su jugo y están buenos y adobados.
Y mientras la redonda luna va llenando de luz los campos y salta el arroyo, cantan los grillos, balan las ovejas y por entre el bosque, grita el cárabo, ellos se comen su ración de pan de trigo candeal con el chorizo que huele a incienso y antes de tumbarse sobre las hojarascas de la dura cama de tierra, comentan:
- Mañana será otro día.
- Otro día será mañana y recuérdame que tengo que enviar la carta a los hermanos que ya se fueron a Barcelona y desde allí me están pidiendo que les mande una hoja del fresno y otra del álamo que sembraron ellos y un poquito de mejorana con dos espigas de espliego y una hoja ancha de la vieja encina y una rama del laurel que, por el manantial de la parte de abajo de la aldea, sigue creciendo.
Y el pastor, padre de la niña chica:
- Pues te lo recuerdo, para que cuando ellos reciban la carta, por lo menos en esencia, puedan respirar de nuevo el dulce perfume de sus bosques y el de su amada tierra que tan metida llevan dentro.
Y de nuevo dice el compañero:
- Pues mañana será otro día pero mientras llega, ahora que los hemos mentado, recuerdo la escena de ese hermano nuestro que desde la gran ciudad nos pide un poco de romero. Si quieres, mientras nos vamos quedando dormidos, te la cuanto.
- Cuéntame tú lo de ese hermano amado nuestro.
- Pues con sus grandes nevadas y sus fríos profundos, llegó el invierno y como el hermano tenía que dar de comer a los suyos, siguió detrás de sus ovejas pisando la tierra cuajada de hielo y cada día al caer la noche, metía sus pies en agua caliente para quitarse el frío y curarse las llagas que de la mitad de la rodilla para abajo se le abrieron pero como ellos, al igual que nosotros, eran pobres, su único consuelo estaba en darse ánimo, con los pies por la noche en el agua caliente y esperar pacientes que terminara el invierno.
Y recuerdo que un día llegó la primavera y la madre santa con el más pequeño, bajó al valle a pedir prestado a unos amigos, un poco de harina para seguir viviendo y al volver, ya por la tarde noche, los vi subiendo por el arroyuelo y como no podían con la carga que traían, me acerqué a ellos y, buscando un paso para cruzar la corriente del arroyo, coronamos el cerrillo que nos quedaba en el centro y, al dejar atrás la ondulación del terreno y volcar para el lado del río, vimos el chozo de monte seco.
Conforme ya vamos llegando nos ladran los perros y como era primavera avanzada, hacía calor y por eso, sobre la cama de monte, nos encontramos durmiendo al padre, al abuelo y a la nieta que al vernos, dijo enseguida:
- Madre, vente a mi lado y me cuentas cómo fue eso.
Y la madre:
- A tu lado para sentarme al borde de la cama porque en el chozo ya no cabemos.
- Pero madre, si te han prestado la harina ¿hoy ya comer podremos?
Y en estos momentos, saludo al padre y al preguntarle por las heridas que en sus carnes le han abierto los hielos, responde:
- Lo mío ha mejorado pero lo del abuelo...
Y al mirarlo a él, me sale al paso diciendo:
- Me tendrán que cortar la pierna y eso, dicen que será lo mejor y que después me quedaré como nuevo.
- Puede que con la llegada de la primavera, regresen las fuerzas y las heridas se cierren y todo vuelva de nuevo a la luz y alegría del primer tiempo.
Y el anciano resignado:
- Pero fíjate tú este chozo y la vereda que sube y allí, en la misma linde del huerto, el letrero clavado diciendo: “Coto Nacional”. Y al borde, sembradas las acacias y los pinos nuevos.
Y al comprobar que era real lo que me estaba diciendo, se me hizo un nudo en la garganta y como no podía hacer otra cosa sino darles un poco de ánimo y estar con ellos, allí me quedé aquella noche pero aquello...
Y guarda silencio el pastor y como ya la noche va avanzando y la luna pinta de plata al agua del arroyuelo, el padre de la niña chica dice:
- Mañana será otro día y ya veremos qué día es el que tenemos pero ahora que tú me has contado lo del hermano humilde y bueno, se me viene al pensamiento lo que un día oí que decía el gran abuelo.
- ¿Y qué decía?
- Pues ya estaban a punto de irse de estas tierras a esa ciudad grande y como él tenía tanta sabiduría dentro, hablando de lo del Coto Nacional y lo del Parque Natural, me dijo que:
- Lo nuestro ahora es como el arroyo claro que corre limpio y sereno y desde el cauce sube la senda y por entre el monte espeso, remonta la manada de lobos y yo que estoy abajo, pegado a la fuente y con el lobezno que recogí herido hace una semana por los campos, ya curado y sin miedo y con valentía, subo por la senda detrás de los lobos para soltar al lobillo débil y que se vaya con ellos y en cuanto lo consigo, los animales fieros, arropan al que he puesto en libertad y siguen por su senda tranquilamente subiendo.
Pero yo, en mi deseo y necesidad de ayudar un poco más me doy la vuelta y en el collado de en medio, que es donde crecen las cien sabinas , los espero sólo para asegurarme de que el débil lobezno no se ha separado de la manada y así ya quedarme tranquilo sabiendo que está arropado por los suyos y en su mundo pero al llegar al collado y al verme ellos al frente ¿qué crees tú que hacen los lobos? Pues me amenazan como diciendo: “Quítate de nuestro camino porque nos estás estorbando y, hasta si nos descuidamos, nos robarás al pequeño”.
Y al descubrir su astucia despiadada, tengo que salir corriendo y sin comprender casi nada les voy gritando y diciendo: “Pero si gracias a mí se ha curado y salvado el pequeño ¿cómo es que ahora me consideráis vuestro enemigo y como a un malhechor, me atacáis y echáis de nuestro terreno?” Y la manada sigue contra mí, feroz y sin piedad, arremetiendo a la vez que arropando y abrazando entre ellos al débil que acabo de salvar y de tal modo que me parece oírlos decir: “Que no te toque este forastero porque si no te quita la vida y, además, se lleva de nosotros, hasta el pellejo”.
Así que lo nuestro ahora, hijo mío, es como lo de esta manada de lobos viejos: todo la vida y con amor nosotros cuidando de las madroñeras y de los robles de estos campos y ahora llegan los de fuera y dicen que nos quitemos de en medio porque sino, destrozaremos a la naturaleza y contaminaremos las fuentes y destruiremos las flores y acabaremos, según ellos, hasta con la paz de estas sierras y el perfume que da nuestro espliego.
Y al llegar a estas alturas, el pastor guarda silencio y al rato el hermano contesta:
- Pues mañana será otro día y lo que traiga o nos traigan, ya veremos pero ahora que estoy mirando a la luna y la veo hermosa con su cerco ¿nos vamos a quedar dormidos sin pronunciar la oración que rezaban los abuelos?
Y el hermano contesta:
- Al Dios que riega los campos y es estrellas por los cielos, desde lo más sincero del alma, le decimos que:
“Luna nueva,
mis ojos te vean
crecer y menguar,
mi alma no muera
en pecado mortal”.
y que mañana sea otro día, con El de rey sentado en el centro.
Y están ya ellos tumbados en sus camas de tierra, frente a la noche ancha de estrellas y mil luceros, cuando al observar la luna, el pastor amigo pregunta al su amigo y compañero, pastor padre de la niña chica:
- Y lo del cerco de la luna ¿quién te lo enseñó a ti primero?
- Fue el abuelo y ahora que lo recuerdas, ocurrió de la siguiente manera y misterio:
La tarde se va con el viento y al llegar la gran noche, la luna aparece en el cielo y como hoy es el último día ya del mes de enero, al irme por el campo y pisar los ruinas de lo que aún queda de aquellas casas y, en especial la del centro, me parece verlos todavía ahí mirando sentados encima de los escombros viejos y por donde sobresalen las vigas del techo que son los palos donde estuvieron colgados los chorizos de aquellas matanzas y mudos y quietos, con sus miradas se pierden por el valle mientras ya, los que no son de aquí y tienen orden de dejar las tierras limpias de cortijos y de huertos, ponen barrenos a las últimas piedras gordas y queman los maderos de las puertas y arrastran por el cerro las tejas morunas y entre los restos que van quedando, ellos siguen sentados y lloran sin consuelo.
Y desde allí, que se une con mi rincón de aquí y, como si estuviera dominando la tierra entera y cuanto existe bajo el cielo, me acerco y al mirar a la noche por entre las nubes y verlo sobre la desolación tan quieto, le pregunto:
- Padre, ¿qué anuncia esta noche la luna?
Y padre mira sereno y como si pidiera permiso o pronunciara la sentencia del final de los tiempos:
- Cerco lleva la luna y con estrellas dentro y eso es que llover o nevar quiere o hacer buen tiempo.
Y entonces me acuerdo que por la tarde de aquel último día del mes de enero, la niña salía de la casa y estando el cielo todo cubierto y color plomo, que son los signos de la nieve y soplando el viento fuerte y frío desde el barranco del río y los olivos cenicientos y estando los borregos ya recogiéndose detrás de sus madres porque la noche viene cayendo y estando el pastor encerrado en su casa y acurrucado frente al calor que presta el fuego porque hace frío y consolándose, como puede, de tanto borregos chicos que por estos días se les están muriendo y por eso cuando le pregunto, dice:
- El trabajo no me importa ya que si me canso, paro y así no reviento porque si no se me mueren, luego tengo la alegría de haber criado borregos pero si se me desgracian como ahora, fíjate qué triste y el penaero después de tanta inquietud y tanta espera en las tierras de este valle y la casa de este cerro.
Y no sé qué puedo decirle porque la razón le asiste y, por eso entiendo que todo lo que anuncia y llora, es tan cierto como la luna que nos besa mientras la madre y la otra hermana, hierba del valle, ya están encajando las trébedes entre las ascuas y frente al fuego y partiendo las cebollas y echando su chorreón de aceite en la sartén negra que es consuelo y al preguntarle, me dice:
- Es para hacer el guiso que nos servirá de cena y vosotros, la niña y tú, ya estáis comiendo porque fíjate que noche tan espesa de frío y viento.
Pero la niña de pelo negro y ojos dulces y alma, puro beso con toda la fragancia de las flores de los campos, porque es de Dios la esencia que de ella brota sumada a todas las hermanas flores que ya muestran los romeros, al no verla junto a nosotros, pregunto inquieto:
- La niña ¿dónde está que no la veo?
Y justo ahora se oye un silbo rajando la tarde y la hierba por donde las encinas se clavan en el cerro al tiempo que la otra hermana del valle, responde diciendo:
- Esa es ella que está con su juego.
Y estando la tarde ya cayendo y la noche asomando por las cumbres difusas del horizonte incierto, salgo al campo, entre la lluvia que ya cae y el frío viento que sopla del valle y anuncia tormentas de nieve y también misterio de la noche que ya se cierra y la llamo y al mirar, la veo recortada en la profundidad del río que viene lleno y abrazada por el temblor esmeralda de la hierba y las gotas leves que la besan y la lejanía opaca del valle por donde el agua del charco inmenso, el que tanta vida dará allá a lo lejos y a nosotros, los de este cerro e hijos de esta tierra desde aquellas noches perdidas en el confín de los tiempos, nos traerá tanta muerte y tanta merma junto con lo que es inenarrable, y contra el silencio me voy caminando hacia ella, siguiendo los silbos nítidos y ya a su lado, le pregunto:
- ¿A quién llamas estando la noche cayendo y con este cielo de nubes grises y de tan extraño viento?
Y ella:
- Lo de ahora no es un juego porque la hermana bella que lleva el niño en su seno ¿no te has dado cuenta que falta de entre nosotros y también el hermano bueno?
Y estando la tarde cayendo y al notar su ausencia, le digo que sí pero:
- ¿Dónde están ellos?
Y la hermana blanca del misterio azul y en esta noche de viento:
- Ella está en la tinada que hay en lo hondo del valle y justo por donde el gran charco artificial ya se le ve subiendo y encerrando a sus ovejas y abrazando a sus borregos porque nada más al nacer o a los pocos días, se les están muriendo y, además, teme que esta noche, ya final de enero y con este frío y esta luna de brillante cerco y la lluvia recia que cae y el río con el largo charco que viene subiendo, se quede sin tierras para siempre y a ver luego qué hace con tantas cosas perdidas y la ilusión nueva que le embarga por el hijo primero que le nacerá cuando se le cumpla el tiempo.
Y como sí lo entiendo y sé que tiene razón y no sé qué responderle, de pronto y sin saber por qué, le pregunto:
- Pero el silbo ese bello que te sale con tanta fuerza y con tan fina elegancia, vuela y atraviesa el viento, ¿cómo lo haces?
Y ella:
- Me lo enseñó el abuelo y mira: se juntan los dedos y se meten en la boca y se ponen bajo la lengua y se sopla fuerte y sale el silbo rajando el viento y según se quiera llamar a las personas o a los borregos o anunciar peligro o pedir ayuda, así es o se hace este silbo de largo o de intenso.
Y entonces ella me lo muestra en vivo y como algunos de ellos son buenos para llamar a la hermana, los proyecta hacia el barranco que es por donde se adivinan trajinan con sus borregos y el delgado sonido corta el viento y al volverse ella, con su cara de princesa y su alma misterio, anuncia inquieta:
- Es que no lo oyen porque el viento sopla de este lado y aunque mi silbo es penetrante e intenso, se lo lleva el aire para el lado izquierdo.
Y miro a la oscuridad de la tarde noche y, por el lado en que el silbo se va con el hermano viento, veo que brilla el cortijo un tanto misterioso y como tornado en hielo y adivino que en su mismo centro y junto a su cocina y pegados al fuego, respira y sueña y llora padre con el corazón inquieto y todo preocupado porque se le mueren sus borregos y la otra hermana con tonos de hierba fresca y la madre reina y silenciosa que siempre llora y ríe y reparte cariño desde su mundo secreto, que ya preparan el guiso con la sartén en las trébedes y poniendo la mesa pequeña que es casi hermana del suelo y, mientras van y vienen, acarician el momento en que estemos todos alrededor de la lumbre y demos comienzo a la reconfortante cena de este último día del mes de enero.
Y estando la niña de cara morena y pelo negro y ojos diamantes, porque son perfume del más dulce beso, lanzando su amor a la hermana por el telegrama del silbo que atraviesa el viento y estando el latido de su corazón y la luna rodando, por el pálido cielo, temblando y alumbrando levemente la noche que llega, se oyen las palabras del abuelo que anuncian diciendo:
- Cerco lleva la luna y con estrellas dentro y eso es que llover o nevar quiere o hacer buen tiempo.
Y el hijo que pregunta:
- Pero padre ¿es cierto que, lo del charco largo y el río subiendo y cubriendo la hierba y las tierras y las tinadas y las ovejas con sus borregos y las casas nuestras, con madre y la niña en su juego y los otros vecinos y la hermana y su sueño, también lo trae escrito la luna en su reluciente cerco?
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En el viejo cortijo de las tierras llanas de la curva del río, los muchachos se inquietan buscando la manera de salir fuera y, seguir con su juego, subiendo por la vereda, cuando en el momento en que están mirando por el agujero del ventanuco que por la parte de atrás, se enfrenta al cerro, varias señales les inquietan.
Las golondrinas revolotean surcando el aire de la virgen llanura y en las tejas rotas del alero del tejado, se paran y pegan su barro en el nido viejo que ya también ocuparon el año pasado y después trazan círculos otra vez por el viento y llenan de sus trinos la soledad de la era y en este preñado momento y, como ellos miran inquietos, también por el tejado y un delgado agujero que desde la cámara va por entre las tablas y las piedras de la pared, ven a dos ratas que se afanan en construir su nido y fuera y un poco pegado al río, descubren la presencia del otro hermano cabrero que al llegar a las tierras blandas del rodal que hace unos años escogió por huerto, se para y al mirar para las zarzas que por el lado del río y del arroyo, crecen, se encuentra con el agujero por donde ya cien noches seguidas se vienen colando los ciervos a comerse los tomates, las habichuelas y las lechugas o las patatas.
Y está él meditando en silencio y se dispone a coger la azada para empezar a cavar la tierra, cuando en estos momentos, por la vereda que río arriba llega desde el valle, se oye el tilín de un cencerro y al poco, por la curva de los tres robles y el fresno, asoma el burro ceniza con su paso macilento y el dueño sobre el lomo sentado, mitad cansado y el resto, casi sin ilusión ni aliento y al llegar a la altura del cabrero, lo saluda y dice:
- ¿Qué, cuidando el huerto?
Y el cabrero, ya labrando la tierra que hasta hoy le ha dado patatas y melones buenos:
- A cavarla un poco y a quitarle las ortigas que se la están comiendo y de paso, a recoger algunos ajos que se me quedaron enterrados y ahora brotan fuera de tiempo.
Y el hermano que se acerca subido en su burro, no del todo blanco, se le aviva el recuerdo y al instante dice:
- Pues este buen trozo de tierra que ahora es tu huerto, da ricos tomates, redondos melones y sandias y largos pimientos pero lo que mejor se da en esta tierra son las patatas y los boniatos y el panizo y las habichuelas y te lo digo porque bien lo sé de tantos años estar al rodal sembrando y regando con el agua del venero.
Y el hermano que sostiene su azada:
- ¿Y tú para dónde vas subido en tu burro cano?
- Regreso a la aldea a recoger mi sartén vieja y mis cuatro sillas de esparto y al caer la tarde, me vuelvo y ya abandono a estas sierras hasta, sólo Dios sabe, qué otro día y momento.
Y justo ahora, los muchachos que se refugian en la casa vieja, ven el cielo abierto y saltando de gozo se dicen:
- Atentos, que estamos salvados.
El hermano que regresa con su burro remontando por la senda que, siguiendo el surco del arroyo, viene arropada por la espesura del bosque y cuando ésta roza las paredes del cortijo que se hunde, a él se les unen los muchachos que se mueren de miedo y al instante lo paran diciendo:
- Sobre la llanura de la era está, celebrando y comiendo, el ogro que ahora devora a los serranos.
Y el hombre que llega, todo sereno:
- No preocuparos vosotros que yo hoy nada temo porque ya no tengo más que perder, así que uniros a mí y como si fuéramos a una guerra, marchamos en batallón y cuando hayamos ganado la batalla, seguís por vuestro camino a vuestras cosas que seguro son las más importantes que se hicieron en esta sierra y de paso ya vais aprendiendo que nunca el miedo, en vuestras vida, os impida ser libres siempre que en vuestros corazones se dé lo limpio y lo recto.
Y rozando la sombra de la noguera grande, sólo pendientes en la meta que libremente sienten ellos, pasan, saludan y siguen a lo suyo y en cuanto han remontado unos metros, el muchacho más valiente, pregunta al hermano bueno:
- Nosotros nos vamos a ir por el lado de la izquierda que es por donde quedan nuestros juegos pero ahora que te hemos encontrado y nos has dado tanto ánimo ¿qué sabes tú de aquello que se cuenta y dicen que es como una cueva grande y en el centro un profundo lago que a su vez es largo y ancho y también bello?
Y el hombre del burro que a recoger su sartén regresa:
- Yo sé algo pero nunca en mi vida vi tal misterio, mas, sin embargo, lo último que me dijeron es que una mañana pasaba por allí el muchacho e iba en busca del padre que por el monte cuidaba a sus ovejas y al rozar el borde de la cueva, por el lado que da al barranco y crecen unas madroñeras, se paró y sobre unas piedras, gordas se puso a observar despacio.
Y estaba el muchacho también en su juego y mirando embelesado a las aguas claras y azules del grandioso lago, cuando oyó como voces de un niño pequeño que por entre las aguas y las galerías oscuras de la cueva, gritaba pidiendo socorro y el hijo del pastor, sin pensarlo un minuto, se bajó de la piedra, buscó la mejor entrada al lago que es por donde crecen las hiedras y cuando estuvo al borde de las aguas cristalinas, siguió mirando y de pronto, otra vez oyó los lamentos de la criatura pequeña que pedía socorro y venían desde la parte de las galerías grandes que es donde las aguas son más profundas y tienen su centro.
Y el muchacho, hijo del pastor que nunca en su vida había tenido miedo, se quitó la ropa y aunque no veía a nadie ni tenía claro a dónde debía acudir para echar una mano, se lanzó a las aguas y en un instante cruzó el lago y llegó a las galerías que parecían del más fino diamante blanco y miró y dio media vuelta y sin parar en su nado cruzó la masa azul de las limpias aguas tres veces más y ya cansado, se volvió a la orilla y cogió su ropa y por la vereda que ahora mismo llevamos nosotros, siguió él caminando.
Y cuando, como una hora después, llegó a lo alto, donde el padre cuidaba a las ovejas, le contó lo que le había pasado y no enseguida, sino al rato, le dijo el padre:
- Tú ahora no vas a entender lo que te digo pero ese lago que se recoge en la cueva y parece viento y líquido cielo, es como la imagen fresca del plan de Dios sobre estas sierras y las personas, sus hijos, que vivimos dentro y el grito del niño que pide socorro, es el lamento por la torcida acción de los que llegan de fuera estrujando y modelando lo que es esencia y corazón y aquí tiene su original sello.
Y el muchacho:
- Pero padre, lo que usted me explica ¿cómo lo entiendo?
Y le respondió el padre:
- Es como si la creación entera y la naturaleza, tuviera su propio molde y a voces nos estuviera diciendo que, el papel que a los humanos les toca representar, es sólo rellenar ese modelo pero con amor y mimo para que siga siendo imagen de la más pura verdad y el Dios supremo.
Y el muchacho aquel día, ya no siguió preguntando más y yo hoy, de este sueño que tampoco sé dónde encajarlo y aunque intuyo y quisiera mejor explicarlo, no acierto, también pongo punta y final, cuando ya vamos llegando al cruce donde me toca seguir en la dirección de la aldea y a vosotros, iros por la izquierda donde tenéis vuestro juego.
Y al guardar silencio, el hermano que por la senda sube con su burro blanco, los muchachos aprovechas y preguntan:
- Pues ahora que te hemos visto y nos has sacado del apuro en que estábamos metidos ¿es cierto, como algunos dicen, que te has acobardado?
Y el hombre, muriéndose por dentro:
- Cierto no es pero razón tienen en algo.
- ¿Es que tú no eres valiente?
Y el hermano joven que les da compañía y en silencio viene llorando, quiere hablar y decirles a ellos que en la vida hay muchos momentos malos en los que, uno ve con claridad y sabe lo que tiene que hacer pero luego no es fácil ni comenzar ni mantenerse y menos, en solitario.
- Porque uno mira, aunque sea sin querer, al verde que visten los campos y por dentro el alma se le quema de tanta verdad y esencia como ahí hierve palpitando y desde ese mar de luz tan limpia, uno sabe y tiene claro cuál es el camino y la lucha que, por encima de todas las otras realidades, debe mantener e incluso morir por ella, si llegara el caso pero uno es de carne y hueso, de corazón y un poco de barro y cuando lleva tanto tiempo en la lucha y se topa a tantos de frente y siempre tan sin amparo, uno se quiebra por dentro y se rompe y llora y se nota tan amargo que ya no encuentra ni sabe por dónde seguir ni para dónde tender la mano aunque uno siga viendo y tenga claro la lucha en la que debe mantenerse, porque si uno sigue mirando, el verde de la sierra nuestra, el agua limpia que se remansa en los charcos, el azul del cielo y las estrellas en las grises noches temblando, siguen entrando a chorros por los ojos y en lo más hondo del alma, se clavan quemando y pidiendo a gritos que por esa realidad, siempre debemos seguir, sin temor y hasta la muerte, luchando.
Y guarda silencio el hombre que sube con su burro y al rato, le preguntan ellos:
- ¿Entonces tú eres valiente?
Y él, todo en sí achicharrado:
- Ya os lo he dicho: tengo en mi mente las cosas claras pero de vivir tan arrinconado, a veces me descuajo por dentro y aunque quiero seguir, no puedo porque hasta el respirar es amargo y es que la vida no resulta tan sencilla y menos lo es cuanto más nítido tengas en la mente la verdad que te está llamando.
Al pasar por la hondonada que mira al trozo de tierra sin monte, el hermano sencillo que sube con su burro anciano:
- Sobre las rocas que se alzan por el lado en que viene el sol, ahora recuerdo lo de aquella mañana.
Y el muchacho que en el grupo va al frente:
- ¿Y qué fue, si podemos saberlo?
- Pues un cuadro sencillo pero lleno de encanto y bello.
Iba yo caminando detrás de mis pocas ovejas y meditando la extraña preocupación que llevaba dentro y diciéndome que la única salida digna era dejarme vencer y luego poner las cosas en manos de Dios para que Él tomara las riendas, cuando sobre las rocas que estamos viendo, descubro plantado a un gran macho montés y, por el lado de abajo y entre la hierba fresca, veo a cinco cabras pastando y aquello, con ser tan sencillo y tan de pronto en la mañana virgen, se me clavó como una espada en el corazón y me llenó de más miedo y de profunda tristeza y por eso le di cuatro voces y al instante salieron corriendo y desde las rocas que coronan a este camino, se fueron por la cañada, saltaron el arroyo de las adelfas y al remontar por la ladera que tiene tantos romeros, se volvían para atrás y recortados contra la luz de la mañana y el azul del cielo, me miraban y se burlaban como diciendo:
“Rabia, que a partir de ahora seremos los dueños de estas sierras y tú y tus compañeros, tendréis que iros y, aunque os llevéis dentro la amargura y el desconsuelo, habréis perdido la batalla y ya por aquí, desde hoy, seréis forasteros”
Y con estas palabras, el sencillo hombre del burro blanco guarda silencio y los muchachos que le van acompañando, un poco desconcertados:
- Pero aquello parece que fue como un sueño sin importancia.
- La tenía porque los sueños cuando arrancan del dolor o del problema que nos ataca, qué tremendos y con cuanta llama abrasan a la realidad que en vida se está viviendo.
- ¿Y dices que de ellos se puede sacar enseñanza?
- Yo os acabo de contar el mío para que vayáis aprendiendo.
Y al cruzar el paso que se abre en la corriente del arroyuelo, por el lado derecho y cayendo por la ladera de piedra, con todo su asombro y belleza, se les presentan la gran cascada y ellos, como si una voz desde el pecho les gritara, al mismo tiempo todos se paran y observando al frente el espectáculo inmenso, se quedan embelesados y a la par diciendo:
- ¿Qué tendrá esta cascada, siempre eterna aquí cayendo, rota y destrozada por las rocas que le presta la montaña y siempre con la misma claridad y misterio?
Y nadie responde a esta pregunta porque todos están viendo que es cierto que la cascada se muestra como una magia blanca que, por las galerías que desde las cumbres tiene el cerro, viene saltando y violenta cayendo y un poco antes de hacerse charco en el remanso azul cielo que se mece justo por donde la senda tiene su paso, como en una gran ventana que la losa de la ladera muestra en su centro, se asoma y se presenta abierta en chorros de espuma celeste y luego, se desploma y cae ancha o como en mil puñados de espejos y todavía, antes de hacerse charco y a continuación corriente que se va por el arroyuelo, se abre y cae como en un millón de cabellos de plata que salpican y riegan a los romeros que tienen sus raíces clavados en las rocas y hasta se transforma en niebla y en notas de un gran concierto.
- Por eso decía antes que esta cascada ¿por qué es tan tremenda y al mismo tiempo tan sonrisa en la mañana y tan juego con la vida que nos da fuerzas y nos lleva como en sueño?
Y el hermano del burro blanco:
- Es que esta cascada, que es como la sangre limpia de las montañas, teñida de oro, grana y caramelo, también es hermana nuestra y compañera en el camino desde las lejanas noches de los tiempos y por eso, aunque es verdad que parece un juego, es también parte esencial de lo que, cada serrano, en el corazón tenemos.
Y dejan ellos que pase un rato mientras contemplan callados y ya que se notan como saciados, terminan de cruzar el arroyo, remontan la breve cuestecilla que arropa la sombra del fresno y al encajarse sobre la loma que es como recreo en la peana de las montañas, el que es casi extranjero:
- ¿Pues veis vosotros estas tierras que ahora sólo crían espliego?
Y los muchachos dicen que sí, que las están viendo y:
- ¿Qué les pasa o qué hay en ellas de secreto?
- Cada vez que por la senda paso, el alma se me llena de belleza y un poco de fino miedo y es porque se me viene a los ojos y al corazón, el recuerdo de la espesura de aquellos trigales de tallos verdes, altos y espesos que emergían de esta tierra y, en las mañanas plateadas de los meses final del invierno, amanecían bañados de rocío y algo después, pintados de amapolas y ya por la primavera, de mil mariposas llenos y por entre ellas, revoloteando las golondrinas y los vencejos y más sangre de amapolas y a lo largo del día, y casi a todas horas, sin parar de mecerlos el viento.
Y los muchachos se detienen sobre la loma y preguntan como inquietos:
- Y estos trigales de tan robustas cañas verdes ¿quién los sembraba en el cerro?
- Quien los iba a sembrar sino los serranos de la aldea que ahora perdemos.
- Y segarlos y aventarlos y recoger la paja y el trigo, según dices, color oro viejo, ¿de quién era tanto trabajo y en qué momento?
- De la faena y la época de escardarlos, luego porque ahora, lo que más recuerdo es lo que ya os decía antes: las amapolas salpicando al trigo espeso y por entre sus recios tallos verdes, chorreando el rocío y la hermana pequeña conmigo de la mano, de acá para allá corriendo y siempre, como ahora vosotros, en su limpio juego.
- Y aquello que antes decías de que a veces en la vida hay que perder para ganar ¿qué es y cómo se explica?
Y el sencillo pastor que se siente sin raíces pero no sin el amor en su corazón:
- Pues eso: que es cierto y lo digo y lo confieso porque yo lo he vivido en directo y en mis carnes lo tengo grabado casi a puro fuego.
- Pero ponnos un ejemplo.
Y el pastor sigue diciendo:
Por estas misma tierras iba yo un día con mi rebaño de cabras subiendo y ahí, donde el arroyo se transforma todo en corriente de espuma blanca, la hermana pequeña del alma, se puso a llenar la mañana de juego y lo primero, que yo lo vi con mis propios ojos, fue llamar al macho cabrío copo de nieve, que es como ella lo tenía bautizado y en cuanto estuvo a su lado, justo donde se quiebra la corriente, se quedó parado y estirado a todo lo largo y ella con su juego, con el agua clara del arroyo, se puso a lavarlo mientras cantaba diciendo:
Este macho blanco mío
es como la fría nieve del invierno
que cuanto más lo observas con cariño,
más reluce manso y misterio.
Y al acercarme por ahí para enterarme un poco y saborear la dulzura que en la mañana ella estaba dejando sobre el viento, descubro que con la arena arroz con leche del charco pequeño y, con un mar de puñados de agua clara, se había puesto a lavar el terciopelo armiño del lomo del macho y para dejarlo más limpio, lo metía bajo la cascada grande y el animal todo quieto se dejaba empapar y frotar y luego se dejaba llevar de la mano de la niña al rayo del sol que le entraba por el cerro y claro, al ponerme a su lado, le pregunté sereno:
- ¿Y si ahora, cuando lo dejes para que se vaya con la manada, se mancha otra vez su pelo?
Y ella toda princesa y encantada:
No será ninguna desgracia, si pasara eso,
porque este macho cabrío blanco
se limpia de polvo y deja que,
en luz se transforme su pelo,
sólo para mí que soy su espejo.
Y me retiro del charco donde ella se entretiene y es feliz con el agua que la moja y con el inmaculado beso que le va regalando la mañana en nombre de los bosques verdes y el azul del cielo y, me pongo a subir por esta vereda, cuando al dar la curva que pasa por entre los troncos de los tres pinos secos, siento mugidos y al instante aligero mis pasos y en dos minutos veo que desde el gran río del valle y, siguiendo la vereda de trashumancia, viene el vaquero empujando a sus vacas que regresan de las tierras llanas de las encinas espesas hacia las cumbres elevadas, que bien nosotros conocemos.
Y al ver a tantos animales con sus pelos negros y cuernos largos y, detrás de la mañana, corriendo los becerros, siento miedo pero al mismo tiempo, también ganas de acercarme a la manada y por puro juego, tocar la suavidad brillante de la piel de los becerros y voy dando la curva de la senda cuando, tras el tronco grueso del roble milenario, se me planta la vaca grande de cuernos gachos y me mira de frente y con los ojos ardiendo y yo que me quedo de piedra y helado por el miedo, que no sé qué hacer, cuando justo oigo al vaquero:
- No corras pero tampoco te acerques al becerro porque el instante que, justo estás viviendo, es como si estuvieras en un gran combate y necesitaras perder una batalla para ganar una guerra y un mundo entero.
Y en este momento, casi nada tengo claro en mi mente y menos en mi alma pero aquello se resolvió de la manera que me anunció el vaquero porque la vaca madre, enfrentada a mí y amenazante, me dejó nítido que, en aquel barranco y recodo del camino, era ella la que mandaba y dominaba la situación y al no salir corriendo, yo lo dije que era cierto, porque además me tenía bajo sus miradas y entre sus cuernos pero claro que también fue real lo que me anunciaba el vaquero:
- Pierde ahora la batalla y no te enfrentes a ella y verás como dentro de un rato, la guerra ganas.
Y al guardar el pastor silencio, los muchachos preguntan inquietos:
- ¿Y según tú, esto en la vida a veces en necesario?
- Siempre y en cada momento, esto en la vida es necesario y os aseguro que es de más valor humano y eterno y de mayor inteligencia, porque el triunfo de Dios se encuentra casi siempre al final del último tiempo y no en la fuerza de lo legal o lo materialmente correcto, sino en el amor y la limpieza que es donde germina la gran sabiduría y la llama o sendero que dará el triunfo real y cierto sobre las otras cosas que son materia aunque haya que esperar al final de lo que llamamos tiempo.
Y al recordarlo ahora, uno de los muchachos le pregunta:
- ¿Lo que intentas explicarnos es parecido a la tarde de la tormenta y el gran trueno?
- Algo se parece pero ambas cosas, tienen su matiz concreto.
- ¿Y cómo fue lo que aquella tormenta que tanto también te llenó de miedo?
- Me sorprendió subiendo la senda que remonta por aquel cerro y brilló un relámpago justo antes de coronar al collado del enebro pero ya mucho antes se veía claro que aquello iba a ocurrir así porque, cubriendo el ancho cielo, las nubes se extendían espesas y negras desde lo más alto de las gigantescas cumbres hasta los más escondidos rincones del valle viejo y a cada instante brillaban los relámpagos y crujían los truenos.
Pero el hecho fue que antes de pisar las tierras del collado, comenzó a llover tan recio que sin pensarlo dos veces, me volví para atrás y por la senda, ya convertida en arroyuelo, bajé a toda prisa y justo antes de alcanzar la grandiosa cueva del río, entre los enebros, me tropiezo con la enorme cornamenta de un viejo ciervo.
- ¿La dejamos o nos la llevamos?
Le pregunto al vecino de la aldea, hermano y compañero.
- Nos la llevamos porque fíjate qué belleza con tanto enredo de puntas de cuernos.
Y sin más, cargamos con ella y tenemos la mala suerte que justo al entrar al hueco de la gran cueva del río, nos encontramos con el que ahora nos complica la vida diciendo: “Que ya estos montes son Coto Nacional y por lo tanto, del Estado y por eso, ni las ovejas tienen prados libres ni vosotros ni vuestros perros. Así que iros haciendo a la idea y dejad de sentir al suelo como propiedad vuestra porque ahora tiene otro dueño”.
Y como venía diciendo, al poner los pies en el interior de la cueva, nos lo encontramos de frente y al vernos, si ni quiera saludarnos, dijo:
- ¡Hombre! Los pastores de la aldea que ya aborrecemos y que, aprovechando la negra tormenta, se dedican a cazar ciervos.
Tan de pronto nos coge su presencia y tan helados nos dejan sus palabras, que nos quedamos de piedra hasta que movido por la realidad de los hechos, se adelanta y balbucea, el pastor compañero:
- Esta cornamenta bella del más viejo de los ciervos, estaba enredada junto a la corriente del arroyo ¿cogerla tampoco podemos?
Y el que se ha cambiado de chaqueta y ahora es un don nadie vendido a un esclavo sueldo:
- ¿No pretenderéis vosotros que me crea ese cuento?
- Pues la verdad limpia es lo que estamos diciendo.
Y el que está dentro de la cueva, ahora refugiado de la lluvia que descarga la tormenta, a la realidad que le estamos transmitiendo, no hace ni chispa de caso sino que coge la libreta y comienza a escribir y al rato, nos pregunta los nombres y los apellidos y en cuanto tiene el papel firmado, nos mira como superior y habla diciendo que estamos denunciados.
- Pero si esto parece un sueño de tan raro.
Comenta mi compañero a lo que él contesta, todo encumbrado:
- Es que de vosotros ahora ¿quién se fía? Y además, hay que escarmentaros para que se os meta en la cabeza que lo del coto nacional, es muy serio y que ya vuestra presencia por aquí está más que estorbando.
Y al oír estas palabras, por nuestras mentes cruza la imagen de lo que hace tan sólo unos días le hicieron al hermano nuestro que vivía por las llanuras del río grande que siempre es bello.
Y el muchacho interrumpiendo:
- ¿Y qué le hicieron?
A lo que responde el pastor:
- Como se les perdió uno de los chotos de ciervo que unos días antes había nacido, lo cogieron y después de casi matarlo a palos, lo colgaron en una encina vieja con la cabeza para abajo y, mientras lo torturaban, le decían: “Si confiesas, ahora mismo te soltamos pero si no confiesas, vete preparando”.
Y el hermano nuestro no confesó porque él sabía que sus manos no habían ni tocado al ciervo y por eso allí lo dejaron y cuando doce horas después lo soltaron, el hermano nuestro estaba casi sin vida pero como todavía tenía algunas fuerzas, se fue andando y por el camino que se aleja río grande abajo, se marchó para siempre de estas sierras y desde aquel día nadie supo más de él ni a dónde fue a plantar su hato y al enterarse ellos, decían: “Para que así escarmienten los serranos”.
- ¡Qué tremendo!
Comentan los muchachos y a continuación preguntan:
- Y lo de vuestra cornamenta ¿cómo fue acabando?
- A las palabras que él nos dijo, nosotros respondimos: “Pero si lo que te hemos dicho es que esta cornamenta de ciervo vino rodando por la ladera y, enganchada entre los romeros, nos la hemos encontrado”.
Y él, todo altanero:
- Y también hemos dicho que está todo hablado y si algo más tenéis que alegar, ir mañana al pueblo y explicáis lo que aquí está firmado.
Y lo del pueblo, os cuento cómo había sido con otro hermano nuestro y también unos días antes de este hecho:
Desde luego que llevan razón cuando pensaban que los habitantes de estos cortijos serranos tenían que irse y dejarlos abandonados. Digo esto porque ellos sabían mejor que nadie que los habitantes de estos cortijos eran una amenaza para los animales de las sierras y en las zonas del coto, más aún. Habían visto muchas cosas y aunque algunas las callaban, aquello se lo guardaban dentro y tarde o temprano salían fuera de las formas más inesperadas y casi siempre orientadas a la expulsión de más gente de sus cortijos y sus huertos.
Aquella mañana se fueron a dar un paseo por el campo y lo primero que hicieron fue acercarse al cortijillo de las encinas. Querían ver el pequeño sembrado de trigo que el dueño del cortijo tenía en la laderilla del manantial. Empezaba entonces a alzarse el sol y como el barranco de la sementera era querencioso para las ciervas, toda la noche por allí había estado pastando una manada de seis o siete. Pero el dueño del cortijo, madrugó más. Sabía él también que por el trigal estaban las ciervas y como, además, sabía que una de las cosas que los animales buscaban por aquellas tierras era la sementera, uno de sus intereses era precisamente eso: proteger aquel trigo suyo de la depredación de las ciervas. En cuanto se acercó a la sementera las vio. Les había entrado por la parte de abajo y por el lado del manantial ellas estaban liadas con el verde trigo.
Un poco más abajo, por donde siempre huían, el dueño del cortijo y hermano nuestro les había puesto un lazo. Ya estaba harto de sembrar trigo y criarlo a lo largo de todo el año y que luego vinieran las ciervas y se lo comieran. Estaba harto y como no quería liarse a tiros con ellas, lo que ideó fue poner un lazo de alambre de acero a ver si así cogía alguna y las otras escarmentaban. Y fue justo en aquella mañana y en aquel momento cuando una de ellas quedó enganchada en el lazo. En cuanto salió del cortijo la vio, se fue por la parte de arriba. Iba ya muy cerca de ellas cuando por la lomilla asomaron ellos. Los vio él también y en estos momentos las ciervas salieron huyendo por el lado del lazo.
Tal como iban corriendo una de ellas se enganchó y empezó a dar grandes saltos por entre el sembrado. El hombre del trigal se encontró en un gran apuro porque ellos estaban allí mismo y la cierva no dejaba de dar saltos por el trigal enganchada en el cepo. Por unos momentos no supo qué hacer. Si no cogía a la cierva, la descubrirían y verían lo que allí estaba sucediendo y por supuesto, cogido infraganti, con el delito en la mano, sería motivo para complicarle la vida casi para siempre. Pero si cogía a la cierva para que ésta no diera más saltos y dejara de verse lo que allí pasaba, el problema aún podría ser más gordo.
Lo pensó unos segundos y enseguida actuó. Se fue hacia el animal, la sujetó y, aunque su intención primera sólo había sido espantar a las ciervas para que no volvieran más, hábilmente le asestó unos golpes dejándola sin vida, creyendo que de este modo ellos no iban a descubrir lo del lazo. “Ya está, si ellos no me han visto, aquí no ha pasado nada. Me quedo quieto durante un rato sentado entre el trigo y cuando se vayan me llevo a la cierva al cortijo y ya tengo carne para mí y mi familia durante una temporada”. Se dijo.
Pero no saldría todo tan redondo. Desde la lomilla los dos lo habían visto todo y entre sí, comentaron:
‑ Luego dicen que no. Tú has visto como yo lo que acaba de ocurrir ahí. Si ahora mismo bajamos y lo multamos y empezamos a complicarle la vida para que abandone estas tierras y el cortijo y lo encierren en la cárcel, todos los de los otros cortijos dirán que somos unos tales y unos cuales.
‑ Tiene razón el señor ¿Qué hacemos?
‑ Desaparecer. Dar media vuelta e irnos por donde hemos venido y así creerá que no hemos visto nada. Ya veremos luego qué hacer con este caso y otros parecidos.
Así que ambos pusieron en marcha lo que habían pensado: dieron media vuelta, se ocultaron tras la lomilla y en poco rato se alejaron del lugar.
El hombre de la cierva los vio y por un momento creyó que ya estaba salvado. Vio el cielo abierto aunque enseguida cayó en la cuenta que aquel comportamiento no era normal. Pensó que no tardarían en volver y, por si esto sucedía y para que no vieran la cierva allí, enseguida puso mano a la obra para ocultarla dentro del cortijo. Mientras trabajaba intentando borrar las pruebas, el miedo se lo iba comiendo por dentro y para darse ánimos a sí mismo se puso a madurar en su mente las palabras que pronunciaría a su favor.
“El trigo que tengo sembrado es el único trozo de pan que poseo, tanto para mí como para mis hijos y mi mujer. Si las ciervas se lo comen yo me moriré de hambre. No estoy contra el coto ni los animales del coto, lo que pasa es que ¿díganme ustedes qué hago yo para salvar mi sementera? ¿Dejo que se lo coman todo y nosotros nos morimos sin remedio?”
Esto o cosas parecidas es lo que el hombre pensaba decir en su defensa cuando lo acusaran de aquel delito. Pero ellos, sabían que uno de los castigos más grandes que a los serranos se les podía infligir era también precisamente este: hacer que se sintieran culpables en sus propias tierras y casa y dejar que aquella culpabilidad se los fuera comiendo por dentro.
Y aquel día, una vez más, se repitió la escena. Al cortijo no fueron ellos. Sólo uno se acercó a otro cortijo cercano cuyo dueño era amigo de la familia que vivía en el cortijo del trigal y a los habitantes del segundo cortijo, el que era mandado, les dijo:
‑ Te acercas al cortijo de tu amigo y le dices que de parte del que sabes, que vaya el lunes a verlo al pueblo.
‑ ¿Qué es lo que pasa?
‑ Ni siquiera lo sé pero a ninguno de los dos nos importa mucho. Sólo se nos pide que cumplamos.
Aquella misma tarde el del cortijo de la llanura subió al cortijo del trigal y le transmitió el mensaje al hombre de la cierva.
‑ ¿Para qué me quiere?
Preguntó.
‑ Por lo que he podido sacar creo que tienes que poner unos sellos en unos papeles y firmar no sé qué. Parece que es un asunto relacionado con algo de cuando estuviste en la mili.
El del cortijo de la llanura se fue y el del cortijo del trigal se quedó lleno de preocupación. “¿Para qué me querrá? ¿Será para echarme fuera del terreno? ¿Por qué no ha venido él a decírmelo? ¿Por qué tengo yo que ir al pueblo? ¿Qué me pasará ahora? Porque sí él viniera aquí podríamos hablar y como dice el refrán: hablando se entiende la gente”.
Todo el día y toda la noche estuvo el pobre hombre con su temor acuestas. Con su inquietud, su desolación y ya empezó a vivir esa situación de indigencia e injusticia que le destrozaba como persona. Temía que lo echaran de las tierras y como él también era persona de sentimientos y corazón, ya estaba experimentando lo más doloroso de aquel drama: el sentirse, no ya maltratado injustamente, sino hasta despreciado en su propia condición de persona. Le iban a dar un gran palo precisamente donde más podían humillarlo. “¿Será esto para que me entere de una vez y me someta a lo que ellos quieren y deje de lanzarme a mis cosas personales?”
Fue al pueblo al otro día por la mañana. En cuanto amaneció se puso en camino y ya cayendo la tarde llegó a la casa del que le había citado. Llamó a la puerta y le dijeron que no estaba allí pero que le habían dejado dicho que si venía ese hombre del cortijo de la sierra, que firmara los papeles y se fuera.
‑ Aquí están. Sólo tienes que firmarlos y poner unos sellos en esta esquina.
‑ Pero si firmo ¿qué me va a pasar?
‑ No te va a pasar nada. Son cosas que hay que hacer porque, según dicen, serán buenas para vosotros.
‑ ¿Y dónde está él? Quisiera verlo para hablar.
‑ Es que se ha tenido que ir.
‑ Lo que pasa es que este hombre siempre fue un buen amigo mío. Si lo pudiera ver creo que podríamos arreglarlo todo porque, además, lo que me preocupa es precisamente esto: que no dé la cara. Que no me lo diga personalmente y que me explique qué es lo que le tiene enfadado. Si lo pudiera, ver hablaríamos y seguro que las cosas podrían arreglarse.
‑ Lo siento pero ya te he dicho que no está.
‑ ¿Y cuándo va por la sierra?
‑ Eso es cosa suya.
‑ Es que si no va por allí ¿a quién voy a acudir yo para contarle la preocupación que tengo?
‑ Lo siento pero eso no es asunto mío.
Dos o tres horas estuvo recorriendo todas las calles del pueblo para arriba y para abajo con el deseo de encontrarlo para hablar con él. No lo vio por ningún sitio aunque más de una persona le dijo que lo habían visto en su casa.
‑ Que allí no está porque es lo que me han dicho a mí.
‑ Pues allí lo he visto yo esta mañana y no hace mucho.
‑ Entonces ¿Por qué me han dicho a mí que no está?
‑ Te habrán mentido pero yo lo he visto.
‑ Pero si está, ¿Por qué no quiere verme?
‑ Eso tendrás que saberlo tú.
‑ Es lo que deseo aclarar pero si no lo veo ¿cómo voy a salir de esta duda?
‑ Pues en su casa sí está.
Y no encontrando salida pero sí queriendo consolar su pena, pregunta otra vez:
- ¿Y para qué me ha mandado llamar si ahora no desea hablarme?
- Eso está claro.
- ¿Acaso tú lo sabes?
- Como a los otros hermanos serranos, te encerrarán en los calabozos y ahí te dejarán hasta que tu mujer o tus hijas vengan a verte y entonces... ya sabes.
- ¿Qué es lo que tengo que saber?
- Pues que si ellas quieren verte y hablar contigo, primero tienen que acostarse con el que también ya sabes.
- ¿Pero eso es cierto?
El hombre pensó quedarse aquella noche por allí y esperar a ver si lograba hablar con él. Pero no, ya oscureciendo el hermano del cortijo del trigal, salió del pueblo. Cansado, triste, desolado, se alejó de aquellas casas y se adentró por los caminos de la sierra con el deseo de llegar a su vivienda, sobre media noche. Pero cuando llegara a su cortijo, a su trocico de tierra, en medio de la soledad de las cumbres ¿qué le iba a decir a su familia? ¿Cómo iba a poder seguir viviendo en aquellos campos y con aquella inquietud tan grande? ¿Con qué ilusión, con qué motivación, esperanza o alegría se iba a poner a trabajar en las tierras que tanto quería y sentía realmente suyas?
Y nadie sabe cómo fue pero al amanecer del día siguiente, al hombre del cortijo del trigal y hermano nuestro acorralado, se lo encontró otro pastor cuando iba con sus ovejas de careo, colgado de la rama más grande de la encina vieja que hay en la curva del camino que remonta desde el barranco. Y como el hombre que ahora regresa a la aldea, siguiendo a su burro blanco, otra vez guarda silencio, le pregunta de nuevo otro de los muchachos:
- Y de aquella opresión y otras que ya nos han contado ¿guardáis en vuestros corazones odio o venganza para los que así os han tratado?
Y el pastor:
- Odio ninguno ni venganza y ni siquiera pensar que a la vuelta del camino los estamos esperando.
- ¿Eso de arrieros “semos” y en el camino nos encontraremos?
- ¿En los serranos? Pobres seremos y moriremos machacados pero en Dios firmemente creemos y la oración que a diario rezamos y, vida real hacemos, es: “Ponemos en tus manos esta lucha e inquietud nuestra para que Tú seas el único Juez Soberano”.
- ¿Y eso qué quiere decir?
- Que Dios existe y como lo tenemos en el centro de nuestro corazón reinando, a todos y todo, desde su amor, vemos y queremos y si algo o alguien es injusto con nosotros, sencillamente lo ponemos en sus manos para que Él dirija y lleve, al puerto que mejor convenga, lo que en la tierra complicamos los humanos.
- ¿Pero a veces...?
- Es lo que ya hablando veníamos: que es duro renunciar a ganar la batalla cuando se tiene la razón y lo legal de nuestro lado pero es más hermoso y glorioso y sublime y, hasta llena más profundamente el alma, ganar la guerra final y entrar a la eternidad limpios y de honores, coronados.
- ¿Y la lucha por la causa o la verdad que creemos?
- Hay que batallar hasta la sangre pero el único estilo que es eficaz y de verdad acertado, para transformar al mundo, se asienta en el silencio, la oración y la humildad y siempre Dios en el centro, plantado.
Y otra vez ahora guardan silencio mientras lentos van llevando sus pasos senda adelante y la brisa de la mañana dulcemente los va besando y el rumor de la corriente del río, llena de música mágica y cristalina, la sombra tibia que se amontona por los barrancos y como la sierra entera y, sólo para ellos, parece mostrar la más fresca primavera, hasta las palomas torcaces, por entre los pinares de las laderas, están arrullando y en la espesura de las zarzas, los ruiseñores y las lavanderas, saltan alegres cantando.
Y van ellos a terminar de remontar los últimos metros antes del cruce, donde cada uno se irá por su lado, cuando al coronar una leve ondulación del terreno, se encuentran, al frente y abierto y más que encantado, el impresionante y bello recodo del río por donde, en la umbría que les mira y pegado a la fuente de los álamos, se alza el blanco cortijo en la pura tierra clavado y diez metros antes de la corriente, los huertos entre los rosales silvestres y los fresnos y al lado, la espesura de los majoletos coronados por la dorada piedra del águila y arropados por las húmedas sombras de la mañana que, como rosa inmaculada y grana, lenta y, desde las cumbres, cae chorreando.
Suave se desliza la senda y le entra al barranco justo por el surco del arroyo que baja desde el Calarejo y, según ellos van avanzando, al pisar la tierra llana que se concentra entre los dos remansos, el río y el arroyo, el pastor y padre, que sólo para unas horas regresa, habla casi ahogado:
- Justo aquí mismo tuve aquella peguera aquel caluroso verano y, vosotros lo recordáis, qué bien que olían las teas cuando se estaban quemando y qué alquitrán más puro sudaban las maderas viejas que, a lo largo de un mes entero, estuvimos amontonando.
Y el mayor de los muchachos:
- Lo que estás diciendo es cierto y, además, este llano, ahora tan lleno de poleo, mejorana y espliego, qué encantado en aquellas mañanas de niebla fina y el abuelo y la abuela, sin parar con su azada, a todas horas cavando.
Y el padre:
- Y ya que mientas a la abuela ¿te acuerdas de aquel día de octubre?
Y el hijo:
- ¿Aquella mañana de aquel día que por la ladera de la fuente de los álamos, cantaban las perdices y del bosque del barranco, llegaba el olor húmedo de las setas y por la solana que surca la senda, ya las madroñeras se doblaban repletas de madroños rojos que empezaban a cubrir el suelo y a rodar por la tierra y a llenar los charcos de la cascada del musgo y olía, el monte, a primavera aunque fuera otoño porque unos días llovía y otros días hacía frío, no como el frío de aquellos otoños y, otros días, como es el caso de aquel, estaba el cielo limpio de nubes y salía el sol brillante y no hacía viento ni chispa de frío y como la tierra sí estaba empapada, parecía una mañana de primavera que aquel día llegaba, aunque fuera otoño y también el campo lo supiera?
- De ese día te hablo.
- Pues como el corazón todavía se mezcla con la tierra y vive casi más en los recuerdos y de aquellos trozos que fueron más belleza, en la mañana que llega, se siente y se ve y se palpa, aquella mañana de aquel día concreto que amaneció como el de hoy y, además, lleno de fiesta porque del cortijo rey que se asienta en la llanura hermosa de la hoya espléndida que se recoge a mitad de la ladera, entre el río grande y la cumbre de la luz, bajan y vienen a vernos, el abuelo y la abuela y por eso madre, desde las primeras horas, prepara el horno y prepara la masa del pan en la artesa y en cuanto nos levantamos, la niña y yo, como unas mañanas atrás cuando la higuera estaba cargada de higos, cogemos la cesta de mimbre que padre nos ha hecho y, siguiendo los consejos de madre, nos vamos por la vereda.
Y como, igual que ahora, ya ha llovido mucho pero también han venido muchos días de sol y ha hecho mucho viento, la tierra, en el camino que sube rozando el arroyo, está seca y en la hierba, a los lados y por las grandiosas praderas, tiembla el rocío en tanta cantidad que si nos vamos por ella nos ponemos chorreando, pues al pisar el polvo del camino, se van quedando las huellas de sus pasos y los míos y aunque, como tantas otras cosas en este rincón, no parece tenga mucha importancia, a ella le alegra y le divierte y por eso, mientras vamos caminando, juega su juego de sueños celestes y que hoy es el de las huellas de las pisadas que se quedan grabadas en el polvo del camino y en la muda tierra mientras el arroyo corre y, desde las encinas de la orilla, nos mira el otoño que parece primavera.
Y llegamos a la llanura donde, al principio, crece la higuera y ponemos la cesta en el suelo y de sus hojas anchas, que fueron verdes y ahora son amarillas porque, con el otoño se secan, cogemos un puñado e igual que cuando hace unas tardes recogíamos los higos, tapizamos, con las hojas amarillas y verdes de la vieja higuera, el fondo de la cesta de mimbre que padre nos ha regalado y sobre el tapiz húmedo de esta canasta bella, vamos poniendo las manzanas que arrancamos de las ramas de los manzanos y que también ya están amarillas oro y desprenden esencia de miel y son redondas y como puños y, de apariencia tan buena, que sólo tocarlas con las manos y acariciarlas con los ojos, ya el estómago y el alma, llenan.
Y en compañía de la hermana hermosa y dulce como la más fulgurante primavera, en la mañana que se abre y, de luz y de perfume y de rocío y de hierba fina y de madroños y de manantiales y de rebaños de ovejas que pastan por la llanura, se ve tan plena, la niña cándida de mi corazón y yo, llenamos la cesta de manzanas amarillas y luego cogemos, de los almendros que van por la reguera, las almendras que también están secas y les quitamos las cáscara ya arrugada y vieja y partimos algunas y nos las comemos y otras, las vamos echando a la cesta y vamos rellenando los huecos que han dejado las manzanas entre ellas y luego, cogemos nueces del nogal y las probamos para cerciorarnos de que estén buenas y completamos el cargamento y otra cesta pequeña, con los higos chumbos y gordos y dorados que hermosos cuelgan de las hojas espinosas y anchas que muestran las chumberas y nos ponemos en camino y regresamos hacia la casa donde madre nos espera.
Y en la mañana que resplandece y cantan las perdices y el sol, de luz y de fuego, la llena, regresamos por el camino jugando con las pisadas que grabadas se han quedado en la tierra y al pasar por la encina grande que clava sus raíces en la misma torrentera que baña el agua del arroyo, como las bellotas en sus ramas, ya están negras y son gordas y muy dulces y muchas ya, por el suelo, ruedan, nos volvemos a parar y cogemos todas las que podemos y colmamos y rellenamos las cestas y ya satisfechos y, en la mañana de plata del otoño que parece primavera, mientras regresamos jugando con el perfume que mana del bosque, la hermana me dice, contenta:
- ¡Ya verás madre, qué tarta más rica va a preparar hoy, para el abuelo y la abuela!
Y la niña mirando al padre:
- ¿Y aquel cuento del abuelo?
Y el padre por la luz de la mañana:
- Recuerdo que desde mi rincón pequeño, cuando ahora hace un rato que ha dejado de llover, estoy mirando y mientras las nubes se abren y se acercan y yo espero que la tarde avance un poco más, observo y a través del tiempo me veo subiendo por la senda que viene desde el gran valle y remonta arroyo arriba y pasando por el borde mismo de precipicio y sin sentir ni miedo ni cansancio, como si no pisaran la tierra o como si el camino y nuestros cuerpos, estuvieran fuera del tiempo, nos vamos acercando a la casa del centro de la llanura y desde ella a los olivos y a las aceitunas que cuelgan en las ramas o ruedan por el suelo.
Y antes de llegar al roble que ha nacido en la misma roca, nos tropezamos con las cinco cabras blancas que son las mismas que cada tarde sestean a la sombra y sobre las hojas secas caídas y al llegar, nos paramos junto a ellas y como los animales nos conocen, tranquilamente se levantan y sin asustarse, se mueven hacia la espesura del bosque.
- Es como si aquí hubieran estado toda la mañana esperando para darnos la bienvenida.
Comentas tú, que eres la niña, hija y hermana.
Y como cae la lluvia, aunque el cortijo ya queda cerca, nos refugiamos bajo las ramas del gran roble y frente a nosotros, a un lado y otro, la llanura y aunque ahora la lluvia es recia, no se parece a la de siempre porque las gotas son más semejantes a notas de música y aunque tampoco son cristales, también brillan con la misma luz y por la tierra llana, el agua se retiene en charcos alargados que, al pisar sobre ellos, se abren en forma de alas de mariposas y como es un juego, aunque sea la vida real con su barro y su frío, la niña ríe y su gozo se quiebra en las tierras de la ladera que quedan al frente.
Y al notar la presencia y el gozo de la niña, la bandada de zorzales que revolotean por entre los olivos, se mueven de un lado a otro y como la lluvia los ha mojado, parecen como si también jugaran al juego del viento y las gotas blancas y la tarde que se va y lanzan sus cantos asustados y en cuanto, los que llegamos, pasamos a la estancia del cortijo, el abuelo coge a la niña y la sienta en sus piernas, frente al fuego de la chimenea y acerca sus manos a las llamas para calentarlas y al besarla, la princesa lo mira y le dice:
- Abuelo, cuéntame aquel cuento del mulo colgado y el fuego.
Y como el abuelo también la quiere, le dice que aquello fue como un sueño “porque yo ya había pasado por allí aquel día tres veces y aunque estaba mojado el suelo y las rocas y los troncos de las encinas, se podía andar sin caerse y cuando subía por tercera vez, yo venía delante y el mulo en el centro y la otra niña, tu madre, detrás y al pisar la piedra, el mulo resbaló y se quedó enganchado en las ramas de las madroñeras y la otra niña agarrada a la cola y yo agarrado al peñasco y con los pies colgando y el mulo temblando casi en el vacío y mientras tanto, sin parar de llover y abajo la profundidad que tú conoces y por el centro, el río corriendo y allá a lo lejos, la cuadrilla sentada junto al fuego y mirando.
Y como pudo, la niña se asomó por las rocas y frente al arroyo donde se reunían junto a las llamas, empezó a dar voces y al poco, veo a padre correr por la senda vieja y en dos minutos está encima de nosotros y al vernos, sin vacilar, dice:
- Suelta el cabestro del mulo y agárrate al tronco del árbol.
Y al soltar la soga el mulo dio otro tumbo y se estrelló contra la primera roca y luego doy un segundo tumbo y se machacó contra la roca más grande y después siguió dando volteretas por el aire y cayendo por el acantilado ladera abajo hasta lo hondo del barranco donde bramaba la corriente y allí se perdió para siempre y nosotros en lo alto, asustados y mirando al mulo y mirando a padre y pidiendo socorro y hasta que se acercó padre y cogió a la niña en sus manos y a mí me llevó detrás y remontamos la asperilla y salimos al collado y luego nos vinimos hasta donde ardía la lumbre y se calentaban los aceituneros pero ya te digo: aquello fue tremendo y nos salvamos de milagro”
Y al terminar el abuelo de contar su cuento a la niña hermana que vive un poco más acá de aquel tiempo, ésta lo mira y después de besarlo, le dice que le ha gustado mucho pero que ella no cree que fuera de verdad y mientras el abuelo la sigue meciendo y le acerca la manos a las llamas para calentarlas, todo y la llanura redonda en el centro de la gran ladera y las nubes que se derraman, es como un trozo de eternidad que, escondido y sin saber cómo, ha bajado del cielo y quiere pararse en el rincón y lo que se siente es que ni siquiera la humanidad entera, con todo su trabajo y esfuerzo juntos, es capaz de crear algo tan bello.
Y ahora, otro de los que van en el grupo:
- Porque este rincón del río, tan recogido y misterioso en el barranco ¿tenía su dueño?
Y el pastor desterrado:
- Lo tenía y fue, a lo largo de muchos años, quien le dio vida al cortijo que estamos viendo al frente y al horno de piedras de tobas que en la puerta se está desmoronando y también a la tinada de piedras calizas que todavía se ve sobre aquel rellano.
Y como la mañana es hermosa, a pesar de la tragedia que en silencio les está quemando, antes de pisar la dulce llanura de tierra que se recoge entre los brazos del río y el arroyo que mudo siguen cantando, a la sombra del roble más viejo de la sierra y, por eso llaman milenario, se paran a respirar, dicen, un rato, porque es aquí donde se dará la despedida para luego irse cada uno por su lado.
Y en la mañana limpia de celeste primavera y, un poco por el barranco rociado de temblorosa niebla, ellos descansan unidos bajo la sombra fresca del más viejo de los robles que nunca se dio en estas sierras, cuando al prestar atención, el pastor destronado, siente como hasta su corazón y alma, llega el canto amable de aquellos primeros años cuando los rebaños de ovejas y la música de los cencerros y los ladridos de los perros, era la más exacta armonía y la más delicada esencia que nunca se ha dado en estos campos ni bajo la luz de las estrellas.
- ¿Pero aquello?
Pregunta uno de los muchachos del grupo.
- ¿Quieres decir su comienzo?
Contesta y pregunta el pastor ya sin tierras.
- Quiero decir sus raíces o la luz de las mañanas primeras.
- Pues la pregunta has venido a hacerla justo al barranco concreto porque, desde la solemnidad de las cumbres que nos miran sobre los horizontes azulados, todas esas laderas para abajo, incluyendo los surcos de los arroyos, las tierras de lo que fueron huertos, la loma de piedras morenas y al final el río con sus charcos y el cortijo clavado en la orilla y todas las tierras que fueron huelgas, en esta misteriosa y bella hondonada, es donde se concentra la historia que es vida real y lucha y sueño y amor y llama, en mi corazón y en mi alma y que es parte de los sueños de los tres millones de serranos que, desde aquellos tiempos hasta hoy, por aquí se hicieron sendas.
Y otro de los muchachos del grupo que vuelve a preguntar de nuevo:
- ¿Pero aquello?
- Ya sé lo que quieres saber y te digo que primero fueron los cien rebaños de ovejas y los pastores refugiados en los chozos de monte o en las oscuras cuevas y no mucho después surgió el cortijo que al frente estamos viendo y al poco, algo más arriba, el otro y en el manantial de los álamos de la quebrada ladera, surgió un tercero y no mucho después, un cuarto y no pasaron muchos años cuando, de mil cortijos, se llenó la sierra y junto a ellos y a los manantiales, nacieron los huertos y las tinadas para las ovejas y el horno redondo de tobas y siempre en la misma puerta y luego brotaron los trigales y a continuación las nogueras que daban, dieron y dan nueces que ellos recogían y, junto con los higos de sus higueras, las casaban y en las frías noches de invierno, se las comían al calor de las chimeneas.
Y esto que te estoy contando que fue aquello, con ser casi al principio de los tiempos y en un mundo tan primitivo que no existía más ciencia y sabiduría que el respirar del aire limpio, el son de los cencerros y el retozar de los corderos por entre las mil manadas de ovejas, fue una realidad tan sólida y bella, que ya os lo decía antes: allí nació y palpitó el corazón y la más limpia sangre que jamás nunca latió por estas sierras.
- ¿Y después de aquello?
Sigue preguntando ahora el hijo, a lo que el padre contesta:
- Ocurrieron muchas cosas y pasó mucho tiempo y los campos se llenaban de nieves abundantísimas y al llegar las primaveras, corrían los arroyos transformados en espumas de leche y brotaban las madreselvas y luego aparecieron los veranos y detrás los otoños y así las alfombras de hojas secas cubriendo los caminos y, mientras tanto, brotando las fuentes y por el corazón de los espesos bosques, cantando el cárabo y las mágicas oropéndolas y los pastores en sus luchas siempre dando amor y mimando a sus animales y tierras y siempre al calor de sus familias en sus humildes chozos y en las cuevas y siempre ellos rebosando de felicidad a pesar de sus luchas intensas y siempre en su libertad rotunda, bañados de luces de estrellas y perfumados del cariño de los hermanos y de las vírgenes madroñeras.
Y todo esto fue así hasta que con el correr de los tiempos llegaron, como ahora, otros hombres que venían de fuera y al ver tanto esplendor en los bosques y en los campos que, desde el comienzo habían sido sólo de los pastores, dijeron que los robles milenarios y las encinas, casi catedrales de inmensas, les pertenecían porque las necesitaban para construir no sé cuántos miles de barcos para ir y luchar y ganar cien guerras y aquello... fue como el comienzo y el final o quizá el comienzo de la gran lucha por las tierras que siempre y desde siempre han pertenecido a los pastores que, al comienzo de todo, poblaron estas sierras.
- ¿Y qué ocurrió después de aquello?
Pregunta la niña, hija, hermana y princesa.
- Pues cortaron millones de árboles, de los mejores y llenaros los ríos con sus troncos y maderas y se los llevaron por las corrientes abajo hasta los astilleros de Cádiz o de Cartagena y luego siguieron cortando más árboles y se apropiaron de más tierras, todo siempre con el ansia de poder y de ser absolutos dueños, rompiendo y machacando nuestro sistema de vida, nuestra unión y nuestra identidad y, además, sembrando de tristeza los rincones de nuestros cortijos, el nido de nuestros chozos y las dulces, a la vez que frías noches, en nuestras cuevas.
Y aquellos hombres, en grandes ejércitos, a los pocos años dejaron sin bosques estas tierras y ya empezaron a retirarse porque decían, como ahora, que llegaban otros tiempos y porque escaseaban las maderas y cuando los pastores y el resto de serranos, surgieron de los barrancos para ocupar las praderas, creyeron que volverían a tener paz y libertad sincera para ir y venir por los campos y beber en las fuentes fieras, llegaron otros hombres también de fuera y dijeron que de modo alguno, el suelo de estas sierras, pertenecían a los pastores y mucho menos a los pegueros o a los recoveros o a los que vivían en las cuevas ni a los otros serranos, sino a ellos que venían a poner orden y a crear riquezas.
Y así fue como empezaron otras luchas aun más terribles, por tan injustas y tremendas, donde se trazaban lindes por el sitio que ellos decían y al instante anunciaban:
- De aquí para acá, es propiedad del Estado y aquel que quiera seguir sembrando su trigo o sus garbanzos, en el pedazucho de tierra que no desea expropiarnos, desde ahora decidimos, que tendrá que pagar un canon y que cerque sus huertos con alambres y si sus cosechas, se las comen los jabalíes, que se aguante o que reviente pero nosotros cobramos y si en nuestras tierras, donde ya crecen los pinos nuevos, entran sus ovejas, que se vayan preparando.
Y algunos serranos dijeron:
- Pero señores, si estas tierras, desde el comienzo de los siglos nos pertenecen con todos los derechos y los caminos y sus piedras.
Y ellos:
- Demostrarlo con papeles.
Y los pastores:
- Papeles no tenemos porque nunca nos enseñaron a leer y de leyes, no sabemos pero mil años por aquí viviendo hechos sudor y polvo con la tierra ¿no es un documento válido?
Y los de fuera:
- Fijaros qué desolación habéis dejado por los bosques sin ni siquiera un roble viejo ni una buena madroñera.
Para que esto no sea un puro desierto dentro de unos años, aquí estamos nosotros dispuestos repoblar con pinos extranjeros, que son los que crecen rápidos, todas las tierras y plantar acacias al borde de los caminos y cipreses y llenar de casas forestales todas las llanuras recogidas en las cumbres y todas las hermosas praderas y luego, poner vigilantes y, si necesario fuera, acabar con todos los pastores que son los que traen las enfermedades a los árboles, a los pájaros y a las hierbas y hasta os quitaremos los alambiques viejos con los que hasta hoy habéis extraído esencias y nosotros nos adueñaremos también de esa actividad, no ya por fastidiaros, sino por mantener una tradición y que no se pierda y de paso, si nos reporta algunos beneficios, pues bien venidos sean.
Y a tan dolorosas y extrañas sentencias, nosotros les preguntamos:
- ¿Y qué más haréis por y para estas tierras?
Y ellos:
- Trazaremos caminos nuevos, a pico y a pala y con barrenos, si necesario fuera, que recorran las más altas cumbres y las más complicadas laderas para que vayan de casa forestal a casa forestal pero empedrados y bien tallados por las piedras para recorrer de un extremo a otro, el mundo inmenso que estas montañas encierran y luego instalaremos muchos controles por las cañadas y veredas para que ninguno de vosotros se desmadre y, como ya por aquí y, al fin, desaparecerán las ovejas, os llevaremos a sembrar pinos y a recoger piñas secas y luego, a cortar maderas que arrastraréis con vuestros burros y mulos por los jorros y que aserraréis con las máquinas nuevas que también montaremos junto a los tajos o en los ríos y apilaréis en cambras por vaguadas y barrancos, en forma de traviesas que servirán para las vías del tren y cuando lleguen las épocas de las lluvias, a las aguas hábilmente, echaréis y conduciréis y llevaréis a buen puerto, como ya sabéis, fueron en otros tiempos, tantas maderas y estos y otros mil proyectos grandes y nuevos, realizaremos por estas tierras y, si todo va como esperamos, ya veréis, en pocos años, en lo que se transforman estas sierras y ya comprobaréis como, cualquier cosa por aquí dará mejor resultado y creará más riquezas y satisfacción y esplendor a los montes, que vuestras ovejas.
Y no pasó mucho tiempo cuando, todo esto que nos anunciaron y os he contado, como una plaga sangrienta, se extendía por estos montes, creando desolación por los campos y sembrando de miedo y miseria, los cortijos de nuestros hermanos, los rebaños de cabras, vacas y ovejas y acabando con las tierras fértiles de nuestros huertos y los caminos que iban desde los chozos a las cuevas y cuando, los que a sangre y fuego resistimos, creíamos que respirábamos y nos acostumbrábamos a vivir sin libertad y sometidos a ellos, sin paz, amor ni ciencia, llegaron otros y dijeron que por la veredas, pistas forestales y donde ya habían crecido los pinos, ciervos, gamos y cabras monteses y coto nacional y a las águilas, para que no acabaran con las crías de aquellas primeras ciervas, a tiros limpios con ellas y a entregarlas en el cuartel general donde, por cada una, daban trescientas pesetas y a las zorras y a los lobos, a ponerles carnes envenenadas y que también murieran aunque se llevaran por delante a las aves rapaces y reptiles y a nuestros perros y ovejas.
Y luego, no pasado mucho tiempo, por las cumbres más altas y bellas y montados a caballo, aparecieron grandes personajes vestidos con trajes militares y flamantes rifles a cuestas pegando tiros y matando venados y jabalíes y cabras montesas y llenándose de trofeos y adornándose con medallas y haciéndose fotos de ferias y mientras tanto, nosotros, los pocos que por los montes aun quedábamos, a vivir escondidos como culebras y a no protestar ni quejarnos si los jabalíes se comen o rompen los huertos y las cosechas.
Y ahora... pues ya voy terminando hijos míos, porque para muestra, como se suele decir, basta un botón pero en estos nuevos tiempos que ya vosotros estáis viendo venir de cerca, además de la desolación y la muerte para nuestra aldea y otros mil cortijos y hermanos nuestros que han resistido con sus raíces en la amada tierra, aparecerán por los viejos caminos más ejércitos de gente nueva que coleccionarán emociones, unos subidos en bicicletas, otros montados a caballo, otros volando desde las cumbres en parapentes, dicen ellos o esquiando por la nieve en las laderas y otros escribiendo guías para que vengan más personas a estas sierras y muchos, coleccionando nombres, flores y mariposas y trazando mapas y atascándose con su todoterreno en las extensas llanuras de las nevadas intensas y entre unos y otros, los que toman el relevo de aquellos que llegaron primero y, como entonces, diciendo:
- ¡Ya veréis cuántas riquezas para nuestra región, con estas cosas modernas y no como en aquellos tiempos donde hubo tanta opresión y rompieron tantos bosques y sobraban tantas ovejas!
Y así... hijos míos, podría seguir contando todo lo que queda de mañana y la tarde entera para no acabar nunca y sólo para que al final sepáis que nuestra sierra, la que de verdad nos pertenece y llevamos tan viva dentro porque ella fue nuestra madre buena y nuestra cuna y nuestro hogar más noble bajo el limpísimo y estrellado cielo, desde aquellos primeros tiempos, fue ultrajada y machacada por los que siempre venían de fuera, aliados con algunos de dentro, en nombre del progreso y de conservar y crear riqueza y lo único que hicieron, hacen y harán, es romper las reales señas de identidad y machacar a los serranos para que, al final sólo unos pocos, se realicen, rían, vivan y beban mientras los humildes de aquí, pastores de caras morenas y corazones de oro purísimo pero negros de tristeza, nos fastidiamos y morimos recluidos en pueblos que son colmenas o en asilos o en las jaulas, que llaman pisos, de las ciudades modernas.
Y al guardar silencio el pastor que regresa, por última vez, al rincón amado que tan hondo dentro lleva, los muchachos miran callados hacia el cortijo en la ladera y por un momento quieren ver, por donde se apiñan los pinos, el verde trigal de aquel hermano bueno y por entre él, saltando la cierva con el lazo enganchado y un poco más abajo, les parece ver la vereda que río arriba sube:
- ¿A la cueva?
Preguntan ellos.
A lo que el pastor responde:
- A la cueva que mira al río y a donde puede que ahora, en cuanto me despida de vosotros, yo me vaya y dentro y en su oscuridad, me meta para aplastarme en su silencio y dejar que mi cuerpo se llene del frío que mana de la inerte piedra para que así, ya de una vez, mi alma descanse de tanto desgarro y tanta angustia y tanto desconsuelo pisando a esta amada tierra que, desde que llegaron ellos, tanto me llama a gritos y me duele y me pide auxilio y me quema.
y están ya a punto de despedirse cuando la niña pregunta:
- ¿Y la abuela?
A lo que responde el pastor:
- ¿La abuela? Seguro os la encontrareis, junto a la senda, sentada en su piedra pero la abuela recuerdo que siempre decía y dice: “Ahora, iros con dios y andad siempre en su presencia y, si en vuestro camino encontráis a personas que necesiten de ayuda, no se la neguéis nunca porque en la vida, todos necesitamos de todos y eso Él lo bendice y lo paga en gozo y paz interna”.
Estas eran las palabras que siempre les decía ella cuando aquellos hombres de los caminos, después de calentarse y dormir y comer en la casa, cargaban sus burros y se ponían en marcha e iban de un cortijo a otro atravesando la sierra.
Pero primero, y ya por la mañana, antes de abandonar la casa sencilla de la aldea a la que ellos acudían con cariño y llamaban la de “la abuela”, como siempre era por la mañana, las ovejas ya estaban por el campo repelando la fina hierba y por el campo estaba el padre y los otros hermanos y madre y también el abuelo y la hermana ayudando a madre en la siembra o recogida de los tomates y en la casa, sólo la abuela echando leña a la lumbre para que broten las llamas y los caliente a ellos y a la vez, haciendo las migas en la sartén vieja y cociendo la leche en el puchero de porcelana y poniendo la mesa en el centro de la estancia y cuando ya el sol está bien alto y comienza a calentar la tierra, habla y dice:
- Hermanos arrieros, ya tenéis la mesa puesta y encima de ella, el tazón de barro y éste, rebosando de leche calentica y buena y las migas con sus chorizos, ya veis como todavía crepitan y en la sartén y, mientras esperan, humean.
Y ellos sumidos en el asombro:
- ¡Pero abuela!
Y ella sin darse importancia:
- A comer porque hay que dar alimento al cuerpo, que los caminos esperan y mientras vais desayunando y despertando el alma a la luz de este día nuevo, yo termino de secar las pellizas y las chaquetas que anoche trajisteis chorreando y también os preparo un pan redondo que ayer mismo cocí con leña y a ponerse en camino que la lucha es larga y densa.
Y ellos, no dando crédito a la bondad y el cariño con que los trata la abuela:
- ¿Y cuándo y cómo vamos nosotros a pagarle a usted y a los suyos y a esta aldea el amor que nos regala y el desayuno tan bueno que nos pone en su mesa?
Y la abuela, irremediablemente siempre respondía con una sonrisa en los labios y con palabras sinceras:
- Ahora, iros con Dios y que Él bendiga vuestras empresas para que nunca hagáis mal a nadie aunque la vida sea dura y os quedéis por los caminos en dolor, sangre y penas.
Y ellos siempre decían:
- Nuestro cariño para usted, reina abuela y que Él le bendiga mientras viva y luego le pague con una casa hermosa y de oro y una fuente de aguas claras y muchos trinos de ruiseñores, en las praderas eternas.
Se despiden, el pastor y los muchachos, yéndose él por la derecha y ellos por la izquierda y cuando todavía faltan unos metros para coronar al collado y, como van empujados por la ilusión del museo, de los robles y de los palos, uno pregunta inquieto:
- ¿Y allí es donde veremos el museo que tú dices?
- Allí mismo. Un poco más abajo de donde brota el venero, los robles son más grandes y crecen más espesos. La tierra se inclina y justo encima de la ondulación, hay unas rocas grandes. Unos castellones que tienen como una entrada, un sólo camino pequeño y escondido y por él, se mete uno entre las rocas, pasa unas grietas estrechas y se asoma a la ventana, un agujero abierto en las misma rocas que no es obra de los hombres, sino del viento, la lluvia y el tiempo. Redondo, grande, como si fuera aquella la puerta a un mundo nuevo. Hasta da miedo asomarse al agujero. No porque tenga peligro, sino por lo que uno espera encontrarse al otro lado.
- ¿Y qué es lo que se encuentra al otro lado?
- Lo que yo siempre, y para mí sólo, he llamado el museo. Un verdadero museo bello que al primer golpe te deja sin aliento.
- ¿Pero tú sabes lo que estás diciendo?
- Estoy hablando del museo que tiene su entrada por el collado de los robles fuertes.
- Pues lo que a mí me han dicho, el verdadero museo lo van a poner en una casa enorme que construirán en el valle, junto a las aguas del río grande.
- Ves, eres tú el que no sabe lo que se dice. Aquel museo, del que también yo tengo noticias, es otra cosa. Una simple casa de piedra hecha por los hombres, en un llano que le hicieron a la ladera y cuatro cosas dentro arrancadas a la fuerza y con dolor a estas sierras.
Cuatro cosas con letreros, puestas en marcos y entre cristales para que las personas que vienen de las ciudades, se imaginen un poco como son estas sierras. Aquello será un espacio ordenado para que la gente se ordene y entre en fila a ver los cuadros colgados, las piedras y los trozos de algunos pinos que han crecido por estos montes. A eso le llamarán ellos museo y ahí es a donde quieren que la gente acuda, como acuden las ovejas a la tiná cuando se les empuja.
- Pero entonces, tu museo ¿cómo es y qué es?
- Lo vais a ver en cuanto lleguemos al collado. Y ya os lo he dicho: de tan vivo como se te presenta todo, tan sencillo dentro de su desorden y tan amplio, os quedareis sin aliento.
Coronaron ellos el collado, siguiendo la inclinación del terreno y al pisar las tierras llanas, de nuevo se les despertó el recuerdo.
- Mi padre me decía el otro día que por aquí, justo por estas tierras tan delicadas del collado, meterán la pista de tierra. Un camino nuevo, ancho y bien tallado en las rocas y el monte que bajará desde las cumbres grandes atravesando estas laderas y bosques hasta el valle. Aquí precisamente, en las tierras de curvas suaves de este collado, me decía mi padre que la pista se dividirá. La que sigue bajando en busca del gran valle y otro ramalejo más pequeño que se vendría por entre los robles fuertes para hundirse luego en el misterioso mundo del museo mágico.
- ¿Y hasta dónde llegará esa senda?
- Según me ha dicho a mí mi padre, debería llegar hasta los cortijos que duermen en el barranco pero que como ellos, los que mandan y dirigen, son así, a lo mejor la meten por las tierras bellas y la trasponen hasta el último confín de los arroyos y los ríos. Será una pena, según dice mi padre, porque romperán la virginidad de los paisajes que tan en silencio duermen ahora. Y ya estamos en la ventana de donde se ven las tierras del museo. Venid conmigo y veréis.
Por las llanas tierras del collado, los demás muchachos, entran siguiendo al mayor del grupo y ya en este momento se van quedando asombrados.
- ¡Ostras qué robles!
Decían al encontrarse con los viejos robles que con sus raíces clavadas en las tierras suaves del collado, se inclinan hacia el barranco por donde duermen los cortijos.
- Vosotros decidme si yo no tenía razón. ¿Cuándo y dónde habéis visto árboles como estos?
- Tan retorcidos, tan gruesos, negros y de ramajes tan densos y verdes, en ningún sitio los hemos visto nunca.
- ¿De qué dan ganas?
- De todo. De abrazarlos, de tumbarse a sus sombras, de correr por entre ellos, de abrazarlos otra vez y sobre todo, dan ganas de venirse a vivir al fresco que bajo sus copas corre. Dan ganas de todo eso y además de quedarse aquí para siempre por lo sencillo, lo silencioso y lo mágico que resulta este collado y sus robles.
- Pues ahora seguimos un poco más y veréis.
Dejaron ellos la casi imperceptible senda de animales silvestres que venían siguiendo, se fueron por la pendiente que el collado configura en el lado que da a la gran montaña y volvieron a meterse por debajo de otro bosque de robles. Coronaron el puntal y saltando algunas rocas, se metieron por la raja del gran castellón.
- Esto parece un laberinto que por momentos se complica sin que se le vea el fin.
- Ya os lo he dicho: la ventana no es un lugar sin importancia. Tiene su personalidad y por eso no está en cualquier sitio.
- Pero es que parece que nos hemos metido en un mundo de sueños donde todo es lejanía y extrañas tierras desconocidas.
- Tranquilo que ya llegamos. Pasad por esta raja y luego saltad aquellas rocas. Vayámonos ahora por aquí e ir preparando el espíritu porque llega el momento de la gran emoción.
Al rodear una roca grande, la ventana se les presenta al frente y grandiosamente abierta al barranco.
- Aquí la tenéis.
Les dice el que ha ido guiando el grupo durante todo el tiempo.
- ¡Madre mía!
Exclaman asombrados casi todos al unísono.
- ¡Qué cosa más bonita!
- Yo, he visto asombros en mi vida cada vez que subí a las cumbres pero como este, ninguno.
- Pues, sentaros y a gozar.
- Tú vente para acá que tendrás que explicarnos.
- Ya os lo he dicho antes: lo que desde aquí se contempla, yo lo llamo el gran museo y vosotros que lo estáis viendo ahora me podéis decir si tengo o no razón.
- La tienes sin discusión ninguna.
- Fijaros, si empezamos desde abajo, lo que se ve allá al final que es por donde se pierde el río, observad qué paisajes más bonitos tiene todo aquello. Un paisaje perdido en la lejanía, envuelto un poco en la bruma, con reflejos verdes y azules y por donde, al final del barranco, se va el río. Decidme si ese rincón no es belleza todo lo que muestra.
- Vaya que si es belleza inmensa. Con sólo ese barranco brumoso por donde se pierde el río, ya sería suficiente para creer que esto es el mejor de todos los museos. ¿Y sabes lo que siento ahora que lo veo?
- ¿Qué sientes?
- Que sería mejor no ir nunca por allí.
- A ver, explícate.
- Tan misterioso, tan perdido en la lejanía y envuelto por la bruma, se ve desde aquí esa profundidad de barranco, que parece que si uno va y lo recorre trazando caminos para tocarlo y pisarlo todo, ya no quedaría lo mismo. Siento como si precisamente la gran belleza de ese barranco final, estuviera en eso: en su lejanía, misterio y soledad. Precisamente porque da la impresión que por esos lugares no ha pasado nadie desde que mundo es mundo, es por lo que resulta tan sugerente.
- En eso tienes también razón. En cuanto ese barranco se empiece a llenar de gente y de caminos repletos de turistas, dejará de ser lo que ahora es. Para siempre perderá su atractivo principal.
- Es que tú lo miras y no te cansas. ¿Te imaginas las cascadas, los charcos y las aguas limpias que por allí el río llevará? ¿Te imaginas la de rocas llenas de musgo y cuevas con helechos que allí habrá? ¿Te imaginas los montes tan espesos y repletos de setas, flores y animales que por ese barranco puede haber?
- Me lo imagino todo, porque la visión que antes mis ojos tengo, me lo anuncia y mucho más.
En estos momentos ellos guardan silencio y sin palabras, a lo largo de un buen rato, recorren con sus miradas las profundidades de los barrancos y las cumbres. Oyen voces humanas y la mirar, lo ven. Por la pequeña senda que va desde el collado y luego cae hacia el barranco, descolgándose por el oeste del gran voladero, baja.
- ¿Quién es?
- Es uno de los vecinos que vive en los cortijos que se ven allí. Los pequeños cortijillos al comienzo de las grandes tierras que más que viviendas humanas, parecen lugares de descanso en una ruta de sueño que lleva por los reinos de las estrellas o más allá.
- Baja llevando su burro y fíjate: ha llegado a los poyos donde las rocas se abren en un gran tajo y se ha ido para el lado del collado ¿Por ahí va la senda?
- La senda baja por ese lado. Dejando a la derecha los grandes voladeros, se mete en el barranco, cae directamente en el cauce del arroyo y por un vado pequeño que el arroyo tiene al final de la gran cascada, lo cruza. Desde ese punto, remonta un poco y atravesando otro buen bosque de robles refugiados en la umbría, sube buscando los cortijos. Pero por ahí, un poco antes de que la senda pase el arroyo, el hombre se parará. Siempre se para a descansar. Se sienta a la sombra que las rocas derraman por la hondonada y mientras recupera fuerzas y se encuentra consigo mismo, deja que su borriquillo paste tranquilo en la pradera verde que, junto al cauce, hay.
Como por ahí se ha retenido un puñado de tierra buena y como se encuentra en lo hondo, donde la humedad también se concentra, la pradera siempre está verde. Aun en pleno verano, cuando ya por todos sitios se han secado las hierbas, junto al vado de ese arroyo, la pradera se extiende verde. Siempre que pasa por aquí, como el borriquillo ya lo sabe, se aparta del camino y se pone a comer hierba fresca. Hay tanta y toda tan buena, que en un rato corto, el animal se harta. Feliz el hombre lo contempla mientras ya te he dicho, también descansa, y luego lo vuelve a coger de su cabestro. Lo acerca a la piedra que hay junto al camino, se sube en su lomo y se meten por las aguas del arroyo cruzándolas por ese vado tan bonito.
Parece poca cosa pero es una escena que se repite siempre que viene por aquí y como el hombre cree que no lo ve nadie, tranquilamente, una vez y otra, él repite la misma acción. Yo creo que también le debe gustar la profunda soledad de ese barranco, el agua que corre por la cascada y luego sigue bajando convertida primero en vado y después en torrente y el fresco que a la sombra de las rocas y los arrayanes, siempre se siente.
- También algún día tendremos que venirnos por esa senda. Lo esperaremos y cuando se pare, lo saludaremos y luego le preguntaremos por los caminos que llevan a las profundidades de los misteriosos barrancos que estamos viendo. Porque también sería bonito irnos por esos barrancos a descubrir las cosas que ellos encierran.
- Primero tendremos que atravesar esta pequeña llanura que estáis viendo aquí más cerca de nosotros. Por ahí crecen las encinas y por ahí es donde las aves siempre se concentran para hacer sus nidos. Más al fondo ya veis los tejados de los cortijillos y luego más al fondo, es donde se concentra la sierra profunda. ¿Vosotros creéis que seremos capaces de andar por entre esos montes?
- ¿Por qué lo dices?
- Porque yo creo que si un día nos vamos por esos barrancos, por ellos nos quedaremos para siempre. De ahí no saldremos nunca. Al menos eso es lo que yo creo.
- A lo mejor es verdad, porque ya se ve que son como un mundo virgen por donde nunca nadie ha pasado. ¿Pero a que se siente el deseo de meterse por ellos y ver lo que encierran?
- Se siente pero yo quería preguntarte ahora por aquellas flores azules de las que tanto has hablado.
Y el que es mayor entre los otros:
- Si desde la parte baja del barranco pero un poco ya al lado norte y pisando algo la cañada, miráis a media altura de la ladera, se ve el amarañamiento. Porque desde aquí, aunque se distingue el oscuro y denso conjunto, no se ve nada claro pero el caso es que ahí están.
Y ellos:
- Estamos mirando y nada distinguimos.
- ¿Vosotros alguna vez habéis tenido la suerte de subir y recorrer este conjunto de cerros?
- Ninguno de los que estamos aquí.
- Pues desde la cañada izquierda del barranco grande, tanto la senda como el acantilado rocoso, el denso bosque de enebros y sabinas y las pequeñas repisas en las fallas de las rocas, con nitidez se ven ahí creciendo las flores. Y lo contrario es lo que ya os decía: que si todavía no habéis tenido la suerte de conocer, en sus detalles pequeños, este trozo de ladera, es casi imposible que desde aquí acertéis a distinguir los detalles que arriba buscamos.
Pero un poco así a lo grande y, aunque no conozcáis el rincón, si nos vamos a lo hondo y miramos para arriba, ahí las tenemos. Grandiosas, inmensas, todas llenas de silencio aunque repletas de vida, colgando casi en la mitad del horizonte azul y con su presencia oscura llenando del más intenso asombro. Desde este punto sube una senda que ya hace mucho tiempo no remonta porque está perdida y por eso muchos ni siquiera saben por dónde va. Pero sube y va por el lado que da al gran portillo, se mete por la oscuridad del bosque, en algún tramo buscando la fuente de los acantilados y en todo su recorrido, camuflándose por entre las grietas de las rocas para lograr salir a lo más alto de la cumbre. En algún momento, cuando vas subiendo y ya has llegado a los pies mismos de las rocas, te sientes perdido porque desde ese punto no se ve más mundo que las ramas del monte que espeso crece y algún que otro trozo de roca y ráfagas de cielo azulado.
Pero cuando ya has logrado remontar al Castellón de la misma cumbre y por el lado derecho, justo al llegar donde la repisa grande se ensancha unos metros y crecen unas praderas que asombra de tanta vida y tan frescas, ahí es donde se encuentra el punto más importante de toda esta senda. A la izquierda existe como una pequeña hoya que se hunde entre los grandes bloques rocosos y al frente, la pradera se alarga yéndose la senda por ella. Es este trozo el que acoge a la senda principal porque una vez en lo alto, sigue avanzando hasta perderse por esas otras profundidades de la sierra que ya hemos dicho y que llevan a infinidad de lugares escondidos y bellos.
- Y lo de aquella mañana ¿cómo fue?
- Para que lo sepáis, el trozo de senda que aquella mañana cogió el joven no fue el principal sino ese pequeño que se desvía a la izquierda y se mete por entre el despeñadero para empezar un equilibrio mágico y emocionante. Y lo digo porque cuando se va por ahí casi se tiene la sensación de haber entrado en esa senda que el viento sostiene colgada por la parte de abajo de cuatro nubes blancas y la parte de arriba de un barranco lejano y cuajado de bosque. Pues por la senda esta aquella mañana se fue mi amigo con la intención de llegar hasta donde crecen las flores.
Había subido desde la cañada que tiene el barranco al lado izquierdo, justo donde se encuentra el cortijo y su deseo era casi exclusivamente ese: arribar donde crecen las flores azules y coger un buen puñado de ellas. No las quería para nada. Era sólo por el deseo de verlas de cerca, tocarlas y olerlas porque esto sólo le llenaba de profundo gozo. Parece que, en ningún rincón de la sierra, hay flores tan bonitas y fascinantes como esas. Y por lo que me han dicho a mí después, creo que en ninguna otra parte del mundo.
Él sabía esto y aunque no podía decir cómo se llamaban aquellas flores ni de qué clase eran, no le importaba. La belleza que en ellas se concentra vale más que el saber y conocer a fondo la clase de flores que son y a qué planta pertenecen. Y estaba él en la misma roca cogiendo con sus manos las delicadas plantas cuando miró para el barranco. Desde la repisa donde crecen tan misteriosas flores, hay una espectacular visión sobre todo el barranco y él lo sabía ya por experiencia.
Pero hoy, dirige su mirada no a todo el barranco sino a un punto concreto: justo a la cañada de la izquierda y dentro de ella, al cortijillo donde desde siempre ha vivido con los suyos. “¡Madre mía!” Es la exclamación que le estalla dentro del alma. “Mi cortijo se hunde, se está hundiendo en estos momentos y hasta desde él se alza una nube de polvo. Tengo ahí dentro a mis seres querido y las cuatro cosas que poseo y ahora mismo no los puedo salvar. ¿Qué está pasando para que un cortijo serrano se hunda de este modo?”
Se preguntó a sí mismo y paralizado frente al espectáculo y de inmediato dejó las flores y se puso a bajar con el deseo de, cuando llegara a su cortijo, encontrar a los suyos con vida y descubrir alguna explicación.
- ¿Y lo que encontró y vio es lo que ya nos dijiste?
- Lo que ya os dije es lo que encontró y vio.
- ¿Realidad que, según nuestros padres, puede suceder cualquier día en nuestra aldea?
- Eso es lo que puede suceder y la causa ya la sabemos más que de sobra. Pero cuando llegó a la cañada del barranco, cruzó el joven la tierra y en la piedra sillón de rey que precede a la llanura, se encontró al padre sentado:
- ¿Qué ha sido lo que ha pasado?
Le pregunta y el padre bueno, desde su angustia y sumido en la más densa amargura:
- Pues que al amanecer subía, desde el río y le entré a la tierra por el trozo de huerto que tenemos entre los fresnos y las jaras de la ladera y me la encuentro cercada con alambres fríos y recios pero como nadie me ha pedido permiso ni me han dicho nada, salté por ellos y me vine subiendo hacia la era del cerro, cuando arriba, siento rifles y de pronto, la figura de un hombre que no conozco.
- ¿Qué haces ahí dentro?
Me pregunta dando voces con todas sus fuerzas.
- Estoy en lo mío y vengo con mi azada a cuestas para regar y labrar la tierra.
Y tres hombres más asomando al cerro:
- Sal de ahí ahora mismo o te pegamos un tiro. A la derecha y por el lado de la cumbre tienes la puerta.
Y mientras me voy hacia ella, el del cerro, baja, me abre y como en la mano trae un palo, me amenaza terrible diciendo:
- Vengo de parte de ellos, que son los que ahora mandan y me han dicho que, por recorrer la sierra sin permiso, tienes dos castigos: o te denunciamos y te quedas sin tierras, sin ovejas y sin cortijo o te dejas apalear en este instante y como un dócil borrego.
- Pero es que desde tiempos inmemoriales y, heredados de mis abuelos, estos rincones de las montañas, me pertenecen con su hierba, agua y silencios.
- Te conviene no luchar porque ya existen otros decretos.
Y como tan de pronto me coge el encuentro y, cuando sobre las tierras de nuestros campos todavía anda llegando el día, le digo que mejor ahora mismo, el castigo que merezco.
Y el del palo seco y largo, lo alza por los aires y con fuerza, sobre mis espaldas, lo deja caer y el dolor me estalla en las venas mientras aprieto los dientes y acudo al cielo.
- El primero por pisar las tierras que ya no son tus huertos y el segundo, para que pagues lo que debes y el tercero, cuarto y quinto, para que vayas aprendiendo y los que siguen, hasta los treinta y tres que quedan, para que escarmientes y comprendas que el que manda ahora no es el mismo de otros tiempos.
Y a todo esto y con fuerza, sobre mis espaldas los golpes doliendo y de mis venas saltando la sangre y en mi corazón, la angustia achicharrando y en mi boca, el aliento, amargo como la hiel y en mi alma, el desconsuelo de sentirme despreciado y maltratado en las que, desde siempre, han sido mis tierras de ovejas, tomates, trigo y centeno.
Y el que me está apaleando, me coge del brazo y mientras seguimos subiendo para encontrarnos o presentarme a los que en la era juegan con rifles y preparan puestos para dar comienzo a la montería, me dice:
- Y no queda todo en esto porque a partir de ahora, tendrás que venirte a trabajar con los dueños, primero a guardar la piara de cerdos que por las tierras han echado y luego, a cuidar del monte y a trazar caminos nuevos y a saltar por entre las peñas detrás de las cabras monteses y a cargar los mulos con los trofeos pero antes de ello, sube porque me han dicho que si te doblegas, callas, eres obediente y aceptas, te invitamos ahora mismo a chocolate con churros y luego, ya se verá lo que hacemos.
Y el padre que está sentado en la piedra sillón de rey y frente a la luz de la mañana con el amargor de la congoja todo hundido y medio muerto, respira un minuto y al rato sigue diciendo:
- ¿Y sabes, hijo, lo que vi cuando me conducían escoltado al grupo de estos hombres por aquí nuevos?
Y el hijo:
- ¿Qué vio usted padre bueno?
- Una máquina que era como un gigante, toda maciza de hierro cruzando la llanura y abriendo pistas forestales, decían ellos, y llevándose por delante a los olivos nuestros que tanto hemos labrado y podado y regado en los días de veranos secos y a las parras que, engarbadas en las encinas, teníamos y de las que recogimos tan buenas uvas y cuando la fría máquina llegó a la calera del barranco donde cocíamos las piedras para hacer la cal que usamos en la construcción del cortijo que, hasta ayer también era nuestro, clavó su pala tremenda y en un abrir y cerrar de ojos, destrozó la calera y esturreó las piedras y se llevó por delante los robles, la noguera centenaria y el viejo cerezo y también las encinas y romeros y como se me partía el alma, quise preguntar pero de inmediato dijeron:
- No te conviene sino callar y aguantar que lo que ahora estás viendo, no ha hecho nada más que empezar, porque tu cortijo sobre el cerro, mira y verás.
Y al llegar a este episodio de la historia, el padre guarda silencio mientras el hijo lo mira apenado y le dice:
- Lo del cortijo nuestro y madre y la niña y la abuela, yo lo vi desde lejos, caer dinamitado y evaporarse en una nube de polvo que se disipó por el cielo pero dime padre ¿qué piensan construir en sus cimientos?
Y el padre todo amargado:
- Un hotel de cinco estrellas, dicen ellos, para recibir a los turistas de los nuevos tiempos y para, desde tan lujoso palacio, venderles la sierra entera con montañas y senderos y en el manantial de, la que siempre fue nuestra fuente, dicen que van a construir un lago inmenso y por las veredas que bajan al río, ya te lo he dicho, trazaran carreteras de asfalto negro y después...
Sobre la piedra sillón de rey, todavía frente a la llanura y por un momento, llora el padre desconsolado y sintiéndose humillado y destrozado, arrancado de su centro sin dignidad y a lo salvaje. El hijo permanece a su lado y ambos mirando al cielo mientras la mañana se alza y la congoja se les atasca por las venas y en el alma y más adentro.
Por el espacio abierto del cielo que corona al Calarejo, una nube larga, densa y bordada de oro y fuego, por la derecha aparece y como si fuera un bosque de sangre ardiendo, se extiende primorosa y parece brotar de la misma luz de la mañana que por un momento, se ha parado y se concentra dibujando como una fantasía de sueño.
Y al verla el padre rey que sigue sentado en su trono como esperando o dando un respiro a su pecho, le dice al hijo:
- Tú quédate aquí y espera que enseguida vuelvo.
Y dejando su trono clavado en la tierra llana, camina siguiendo el sendero que ahora se arranca desde la bruma de la noche que se le emborrona en el pensamiento y en un instante se pierde por la ladera y luego por la cañada silenciosa y después detrás del cerro.
Y como el hijo lo espera sin luz en el desconsuelo, mientras sigue mirando a las llamas que arden y no queman a la extraña nube alargada que corona al Calarejo, por su corazón lleno de angustia atraviesa un pensamiento: “Mi padre lleva en su zurrón una bota rebosante de vino añejo y en su alma la tragedia de haber perdido su casa y a los suyos junto con las tierras del huerto y la humillación de sentirse ahora apaleado y castigado en el rincón de sus sueños y como mi padre es viejo ¿qué habrá ido a buscar, en un trance como este, por detrás del cerro?
Y el hijo espera todavía un rato más y como la mañana avanza y la nube teñida de grana ahora es casi un trozo de ascua ardiendo, el muchacho se levanta y camina pisando la tierra mientras siente galopar la muerte por su pensamiento: “Mi padre es capaz de beberse el vino que el año pasado extrajimos de las uvas que las parras dieron y ahora mismo lleva en su bota de pellejo y cuando ya esté borracho, como en un intento de arrancar de su alma el amargor del momento, es capaz de sacar el cordel de esparto que el otro día estaba haciendo y en el roble centenario que se clava por las laderas del calarejo, mi padre puede colgarse y terminar así su vida y de este modo borrar de su existencia la angustia que hoy está viviendo. Mi padre, Dios mío ¿por qué se va hacia el centro de la nube que sangra oro y se muestra como una primavera que trae muerte y un mundo nuevo?”
Y en la mañana sencilla que es como un espejo que refleja mundos infinitos que arrancan desde el corazón y el dulce viento, el latido invisible del alma, como un lago que en forma de cascadas anchas, saltan desde el pecho del padre y el hijo y se abren en rosa fina que es fin y también comienzo.
Aquella mañana ellos dejaron las rocas del gran Castellón desde donde se asomaron a la ventana que da al mundo de la sierra profunda. Volvieron por sus mismos pasos hasta que llegaron otra vez a los robles fuertes. Buscaron la fuentecilla que brota bajo la piedra al final de la pequeña llanura del collado. Bebieron de su agua limpia y estaban ya dispuestos a irse para el barranco en busca de los palos que necesitaban cuando al mirar hacia la senda, los volvieron a ver.
- ¿Quiénes serán?
- Estos no van montado en burros sino en magníficos caballos.
- ¿Esperamos a que lleguen?
- Mejor es dejar que pasen sin que nos vean porque si vienen por aquí con algún proyecto, ya sabes tú lo que nos complicaran las vida.
Se apartaron al lado derecho del collado y por entre las madroñeras y los romeros se quedaron escondidos. Los nuevos caminantes pasaron por la senda de los robles montados en sus caballos, atravesaron por debajo de la gran sombra, se hundieron en el barranco y por una senda nueva, luego se perdieron por las laderas que conducen a la sierra profunda. No habían transpuesto las primeras cuerdas cuando de aquellos barrancos empezaron a salir explosiones.
- Ya sabes quienes eran y ya veis a qué vienen a estos rincones de las sierras: a estrenar sus buenos rifles matando todas las cabras y ciervos que por el monte pillen. Veis como ha sido mejor que no nos vieran.
- ¿Qué hubiera pasado?
- Si con ellos viene, el que me sé, seguro nos habrían echado de este monte. Les estorbamos para el proyecto que ellos hoy necesitan realizar por aquí.
- Pero es lo que decíamos antes: si por esos rincones de la sierra profunda que tú llamas museo, comienzan a entrar unos y otros y estos con sus rifles matando animales, lo estropearán todo.
- Eso será así pero dime ¿quién tendría que decirle a estos que no deben venir por aquí con sus rifles a pegar tiros contra los animales? Y si alguien se lo dice ¿no se arriesga incluso a que le compliquen la vida? ¿No tienen el poder absoluto y hacen lo que quieren porque por encima de ellos ya nadie manda?
Volvieron de nuevo a su ruta y siguieron bajando hacia el barranco. Se fueron por la ladera y al socaire de las grandes rocas que se clavan en el lado que cae al arroyo, buscaron el bosque de las madroñeras. Lo encontraron y entre ellas hallaron las ramas secas que buscaban. Eligieron dos ramas que fueran apropiadas para lo que ellos querían y cuando las encontraron, le dieron un corte con el hacha.
Eran dos ramas gruesas como el brazo de una persona y aproximadamente de dos metros de larga cada una. Con las navajas que habían llevado, le quitaron la corteza, atusaron las otras ramas finas y cuando ya las tenían preparadas hicieron la prueba a ver si servían para el fin que ellos pretendían. Clavaron uno de los palos, el más recio y largo, en el suelo y luego cruzaron el otro en la parte alta. Lo amarraron con unas briznas de hierba y vieron que aquello quedaba bien.
- No sólo bien, sino perfecto.
- Primera parte del proyecto conseguido. Volvamos a la aldea y terminemos la obra.
Cargaron con las dos ramas secas de madroño y se pusieron en ruta con la intención de regresar. Por fin tenían ya sus dos preciosos palos rectos, secos a la sombra del bosque y por eso la madera estaba acastañada y dura como el acero.
- Ahora sólo nos queda remontar al collado y volver luego por los mismos pasos que hemos traído. Si no hay complicación en media hora estamos de vuelta en la aldea.
Y ya van ellos por su camino cargados con sus palos cuando al pisar las tierras, la ven sentada en su piedra blanca de siempre, tomando el fresco o el sol situada frente al barranco del gran salto grande por donde se pierden sus miradas. También se le van por allí sus pensamientos y como sus recuerdos son muchos, a pesar de que su mundo esté contenido en este pequeño puñado de tierra, se siente algo triste. La fuente que junto a la roca de la cañada, brota y tiene el agua tan fresquita y limpia, ya no volverá a verla más. Ya no irá ella más por allí con su azada a cuestas para volcar el agua del manantial en la reguera.
Ya no volcará luego esta reguera para que el agua que baja del manantial entre en el bancal de los pimientos verdes. No verá ella como la tierra se va empapando con ese agua limpia y fresca del manantial y deja por completo bañada de vida las matas de las calabazas. No verá ella más como los tomates primero, abren sus flores pequeñitas, luego aparece el fruto redondo y día a día se va poniendo gordo hasta que al final, una mañana, ya se torna colorado justo cuando el agua del manantial moja la tierra del surco. No se sentará ella más sobre la piedra blanca que, al comienzo de las tierras del huerto, parece que alguien puso expresamente para eso: para que mientras el hortal se riega, ella lo contemple en silencio sentada en su peñasco de luz y soñando, el abrazo con el hijo que se fue y en el vuelo que, desde el charco azul del río, Dios le tiene prometido el día del gran encuentro.
- Como si fueras una reina y por eso, nuestro cariño para usted, santa abuela.
Le dice el nieto y la nieta y los otros muchachos, al acercarse.
- Reina sin trono y bañada de sudores bajo el sol que cada día tuesta esta solana. ¡Vaya reina que soy yo! Toda mi vida respirando soledad en estos montes y saltando las riscas tras las cabras.
- Pero abuela, tú me has dicho a mí que no te vas a ir nunca de estas tierras.
Expone la nieta.
- Lo que no quiero es que me arranque a la fuerza. Es verdad que mi vida se ha ido quedando enganchada en trozos por cada uno de los arroyos, que de estas laderas, descuelgan. Es verdad que he vivido muchas penas y sufrimientos pero quizá por eso, la tierra se me ha metido dentro y ahora es doloroso dejarla. A donde quiera que en este momento me lleven me sentiré extranjera, porque desde que respiro, la tierra que he pisado, es la de esta solana.
- Abuela, y aquello que me dijiste del río helado ¿cómo fue?
- De qué manera fue, yo no lo sé. Lo que sí puedo decirte es que lo vi helado y fue una mañana temprano de un mes de enero.
- Pero tú explícame abuela, porque eso sería un espectáculo.
- Ya te digo que fue por la mañana antes de que el sol asomara por las cumbres grandes. Unos días antes había nevado mucho y aquella noche se quedó el cielo sin nubes. Bajó tanto la temperatura que aquella noche se helaron todos los charcos de este manantial, la corriente del arroyo, la gran cascada que este arroyo tiene antes de juntarse con el río y hasta el río mismo.
Aquello no había ocurrido nunca por aquí. Por lo menos, yo no lo había visto nunca ni tampoco lo he visto luego después. Fue el día más frío que he conocido en toda mi vida. Bajamos por la senda que lleva hasta el río y cuando ya íbamos asomando al despeñadero nos quedamos extrañados.
- ¡Qué raro, no se oye la corriente del río!
Me dijo mi padre. Y era verdad. No se oía la corriente del río, cuando siempre, al llegar al despeñadero, lo primero que se oye y sirve para indicarte que ya queda poco, es la corriente del río despeñándose.
- Tienes razón, no se oye. ¿Qué habrá pasado? Porque en una sola noche el río no se puede secar.
Le contesté yo.
- ¡Cómo se va a secar el río y precisamente ahora con tanta nieve como hay sobre las cumbres!
Me decía él.
- Pero si no se oye ¿por qué será?
Le seguía preguntando yo.
- En cuanto lleguemos a lo hondo lo sabremos.
Me dijo él y a partir de aquel momento bajamos mucho más aprisa que otras veces porque la emoción nos empujaba. Queríamos saber qué le había pasado al río. Y claro, como aquella mañana la nieve estaba helada en el camino, el vientecillo que desde lo hondo del barranco subía, te cortaba la cara y las manos de tan frío. Mucho frío he pasado yo en mi vida sobre las tierras de estas laderas pero como el que aquella mañana subía por el barranco, no recuerdo otro. Al respirar, el vaho del aliento se te quedaba helado en la comisura de los labios. De las hojas de las madroñeras, las gotas de agua de la nieve al derretirse, colgaban heladas. Puro hielo eran todos los charcos y el camino mismo todo estaba recubierto de una gruesa capa de escarcha transparente. A cada paso los pies se te iban y si no salías rodando era porque te ibas agarrabas a las ramas de los romeros y las madroñeras.
- Pero cuando llegasteis al río ¿qué visteis?
- Cuando llegamos a la corriente vimos el asombro. El charco, ese gran charco azul que el río remansa para recoger dos o tres manantiales, estaba helado. Toda la superficie blanca y convertida en un puro cristal.
- Pues las truchas que en este charco siempre he visto nadando, se habrán muerto todas.
Le dije yo a mi padre cuando vi el río hecho hielo.
- No se han muerto porque el agua sólo está helada por la parte de arriba. Una capa gruesa que cubre toda la superficie y luego por debajo, sigue corriendo.
- Pero si no se oye.
- No se oye pero el río siguen corriendo y las truchas en esas aguas nadando.
- ¡Pues parece mentira!
Y parecía mentira los grandes chuzos transparentes colgando de las rocas. Algunos eran puras columnas trabadas en los despeñaderos de la cerrada y de la cascada antes de la cerrada. Otros eran columnas y catedrales rellenando los huecos de las rocas y uniéndose con los charcos de las pozas. Las ramas de los enebros y los tallos de los juncos eran manojos de chuzos colgando y hasta las primaveras, que algunas ya habían nacido, esas florecillas amarillas que nacen en las zonas húmedas y brotan cuando más frío hace, y los narcisos de las rocas, que también nacen por el mes de enero, formaban estrellas brillantes aplastados en los salientes de las piedras.
Aquello era de ensueño. Para verlo y gozarlo despacio sin tocarlo por lo frío que aquel hielo estaba y lo frágil de cada una de aquellas figuras. Tan delicadamente bonito estaba aquella mañana adornado el río que hasta tenías miedo pasar por la senda no se fuera a romper tanta belleza.
- Es que parece un puro juguete.
Le seguía yo diciendo a mi padre.
- Como si esta noche, el mejor de todos los artistas hubiera venido por aquí y, por puro gozo, como si de un juego se tratara, se hubiera entretenido en tallar la más hermosa y delicada obra de arte.
Me decía él.
- Y le ha salido tan perfecta que ningún otro artista en este mundo es capaz de mejorarla. Lo que yo me pregunto es ¿para quién ha tallado ese artista tanta hermosura?
- Sólo para él mismo y quizá un poco para nosotros.
Y en aquello tenía razón él: por el camino que entonces subía río arriba, sólo pasaban los serranos y estos de tarde en tarde. Y los serranos aquel día tenían para ellos solos un museo mucho más grande que las paredes de la Cerrada. Desde arriba, desde las rocas de las cumbres altas, por todas las cascadas y salientes, caían los chuzos blancos y se despeñaban las cortinas de hielo. Como si de pronto la creación entera se hubiera convertido en figuras extrañas que caprichosas se mecían en el vacío para adornar a las montañas. Como un gran museo que se abría y se mostraba a sí mismo en una lucha silenciosa de lucir la mejor joya en cada rinconcito de las rocas, las laderas y los barrancos.
Cuando llegamos al charco, no pude resistir la tentación de coger piedras y tirarlas sobre él. Pero al contrario de otras veces, las piedras no se hundían sino que al caer rebotaban y luego salían resbalando superficie adelante hasta chocar con las rocas de la orilla. Y tanto frío hacía aquella mañana, que la piedra que había tirado, enseguida se quedaba fundida con el hielo que el río mostraba en la superficie de mi charco azul. Me quedé allí parada y como era tan delicado lo que en el charco se veía aquella mañana, me olvidé que teníamos que seguir.
- Porque tú conocías ese charco desde pequeña ¿verdad abuela?
- Desde muy pequeña.
Recuerdo yo cuando mi padre me lleva a él para que viera las nutrias nadar. Nos sentábamos en la piedra gruesa y al poco de estar allí los animales salían de su agua. Oteaban un poco el horizonte y luego saltaban a las rocas. Desde ellas se tiraban otra vez al charco y como era tan alegre aquel juego suyo y el agua brillaba con tanta transparencia, al charco, detrás de ellas me iba yo.
- Pero espera chiquilla, que te puedes ahogar.
Me decía mi padre. Se bajaba él también de su roca y me ayudaba a cruzar la corriente. El charco, en unas de las orillas, siempre tuvo un puñado de arena que servía como de playa. Por allí mi padre, primero me levantaba por los aires, me daba una vuelta alrededor de él como si a lo grande quiera tirarme a lo hondo del remanso y luego me sujetaba con mucho cuidado.
Poco a poco iba metiendo los pies en el agua mientras todavía seguía subida en las piedras de la orilla y cuando ya me sentía animada plenamente, toda yo entera me zambullía en el agua. Fría como el hielo estaba siempre el agua del charco azul. Pero como era tan alegre, como era tan cristalina y de ella manaba tanta belleza, yo me volvía loca. Por un lado temblaba de frío pero por otro, la ilusión se me iba detrás de aquellas olas y la espuma blanca de la cascada al romperse. Como si en un sólo bocado o un pequeño abrazo deseara comerme todo aquel charco, su corriente y las piedrecicas blancas que en el fondo bailaban.
- Ahora ven que te voy a enseñar otra fantasía.
Me decía siempre mi padre. Me sacaba de las aguas del charco. Frente al sol, sobre la roca pulida, me sentaba mirando a las cumbres y entonces me decía:
- ¿Tú ves aquel picacho de rocas blancas que sale por entre las nubes?
Con el dedo y la mano me señalaba a las cumbres grandes que protegen a la aldea por el lado en que sale el sol.
- Sí que lo veo, padre. ¿Qué le pasa a esa montaña tan bonita?
- ¿A que ahora mismo te gustaría una cosa?
- Por gustarme me gustaría estar allí, en todo lo alto de aquella cumbre.
- Eso es lo que siempre me pasa a mí.
- ¿Y qué es lo que sucede?
- Pues sucede que en más de una ocasión me hubiera gustado ser ave para poder volar desde lo hondo del barranco de este río y plantarme en la cima de ese monte que estamos viendo.
- ¿Y eso podrá suceder algún día?
- Es lo que quería que supieras: quizá pase mucho tiempo antes de que sea verdad pero un día, tú vendrás a este charco, te sentarás en esta misma playa de arena suave, mirarás a las rocas blancas que en la cumbre tiene la cuerda gigante y entonces te dirás: “Quiero extender mis brazos, surcar el aire, atravesar los barrancos y al abrir los ojos, encontrarme en lo alto de ese monte”. Y como en un sueño, ese deseo tuyo, se hará real.
- ¿Y eso cómo será, padre?
- Yo lo intuyo y casi lo veo con toda claridad pero decirte de qué modo y será, ya no acierto. Será, porque así lo siento, quizá porque el ser supremo que nos da la vida y es rey y dueño del edén que poseemos, me lo inspira y eso es lo que importa.
- ¿Pues sabes que te digo, padre?
- ¿Qué me dices?
- Que aunque esa realidad esté muy lejos y parezca sueño, la adivino bonita desde ahora mismo. Ya me siento como si en este momento volara al encuentro de las rocas y las nubes blancas que por allí se ven. ¿Estará por allí este rey, que tú dices, del universo?
- Que está por allí y, aquí ahora mismo y hasta en el leve viento que nos está besando, eso es cierto. Por esto te repito que así, tal como ahora nosotros sentimos nuestra esperanza, un día será todo. Suave como el vuelo de una mariposa, repleto de vientos perfumados y coronado el monte de tantas nubes blancas como hoy vemos. Y será eso: un juego sostenido en los paisajes reales del sueño y contenido en el viento, la luz y el perfume de estos barrancos, que son la presencia viva del Dios eterno.
Y al despedir ellos a la abuela, ésta les dice:
- Pues, iros con Dios y que Él bendiga vuestras empresas para que nunca hagáis mal a nadie aunque la vida sea dura y os quedéis por los caminos en dolor, sangre y penas.
Siguieron su camino, de regreso a la aldea. Una vez ya sobre las tierras del collado, volcaron hacia el barranco por donde corre el río, buscaron la ruta que habían recorrido horas antes, atravesaron el monte, salieron a la senda y por ella cuesta abajo, descendieron en busca del puntalete donde se alzaba el poblado. En media hora estuvieron sobre las rocas blancas, que desde el puntal, se asoman a las viviendas. En las mismas tierras llanas que rodean las casas, por donde los vecinos tenían construida la era.
- El punto exacto es por aquí.
- Justo encimas de estas piedras.
- Pues ya la obra la tenemos que terminar.
- Mientras nosotros fraguamos la cruz, encargaros vosotros de hacer el agujero.
- El agujero está hecho en un periquete.
En un abrir y cerrar de ojos, entre varios abrieron el agujero. También los que construían la cruz la terminaron pronto y enseguida se pusieron a clavarla. La alzaron sobre el cerrillo, la introdujeron en el agujero, le echaron tierra y piedras apisonándolas para que se quedara firme y cuando el día llegaba a su centro, ya tenían levantada la cruz de madera seca y madroños viejos, sobre el cerro que domina el grueso de las casas de la aldea. Una preciosa cruz que abría sus brazos remontada en el puntal como queriendo abrazar a todo cuanto por debajo de ella quedaba.
- Así, frente a las casas para que todo quede a sus pies y entre sus brazos.
Decían ellos. Luego se fueron a la aldea y ya les dijeron a sus familias que la obra estaba terminada.
- ¿Y cual es vuestra obra?
- Venid y veréis.
Fueron y cuando vieron, unos y otros se quedaron algo extrañados.
- ¿Qué es lo que con esta cruz queréis decir?
Los mayores preguntaron.
- ¿No lo sabéis?
- Sabemos que nos vamos. Hoy estamos pero mañana ya no estaremos. Nos vamos de la aldea y aquí se quedará la tierra, las casas, los álamos y el manantial con sus aguas limpia y los amados huertos.
- Pues eso: como todos nos vamos, dejándonos aquí lo que más queremos, hemos puesto esta cruz para que se sepa que la ida no ha sido fácil. Bajo sus brazos se quedan nuestras alegrías y penas. De esta tierra que fue tan bonita y buena para nosotros, nos arrancan a la fuerza y por eso queremos que quede constancia de nuestra presencia y el último sufrimiento por el rincón.
- Vuestra ocurrencia ha sido curiosa. Habrá gente que no la entienda pero una cruz alzada sobre las cumbres de estos montes, mirando a las casas donde vivimos, a más de uno le puede impresionar.
Como si con ello quisiéramos decir que aquí se queda lo mejor de cada uno de nosotros y que, como no hemos encontrado ni amparo ni consuelo entre las personas que han decidido sobre nuestras vidas, hemos tenido que recurrir al cielo para refugiarnos en él. Esta cruz puede significar eso: que al cielo hemos acudido y en Dios hemos depositado nuestro dolor en este momento tan duro. Nos vamos porque nos empujan, nos echan pero nuestras raíces y corazón, se quedan en lo que fue y será nuestra tierra, paraíso de luchas, penas y lágrimas y también consuelo, limpio y real, para la eternidad.
Agreal: paisaje de abundante rocas calizas erosionadas, poco fértil y por eso con escasa vegetación y muy malo de andar.
Calarejo: farallón o ladera de rocas calizas por donde se derraman muchos trozos de piedras rotas por los hielos, las lluvias o el viento. Calar, muchas piedras calizas.
Cambra: pila de tronco de árboles cortados en espera de ser transportados a otros lugares o a la fábrica de madera. Traviesas para las vías del tren. Balsa que se botaba por las corrientes.
Cibanto: pared de piedras sin mezcla y también pequeño terreno inclinado.
Chiquera: corral pequeño donde se encerraban, en los cortijos y aldeas de la sierra, a los marranos que se engordaban para la matanza. Marranera, zahurda o pocilga.
Huelga: trozo de tierra fértil, por lo general llana que, a orilla de los ríos o arroyos, se sembraba de hortalizas o cereales. Huerto o huerta.
Peguera: pila de teas sacadas de las raíces y peanas de los pinos que se cubre con tierra y se le prende fuego para que suden y suelten la resina de donde se sacaba alquitrán. La carbonera es parecida pero no tiene la misma finalidad.
Tinada: corral construido de piedras sin mezcla o con ella donde se encierran a las ovejas y otros animales. Majada.
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