CUEVA DEL TORNO, RÍO AGUASMULAS-31
LA COMIDA
De pronto, la amena conversación con que me están obsequiando sentados en su silla pequeña en el mismo centro del patio de su casa, es interrumpida por la voz, algo débil, de su esposa.
- ¿Cuándo venís?
Pregunta desde dentro de la pequeña cocina donde desde hace un rato ella trajina preparando un arroz para la comida. Yo no me doy cuenta, pero a los oídos de sí llena el sonido de la conocida voz. Según está hablando, contesta diciendo:
- Ahora cuando termine este párrafo.
Pero como ya es tarde y me doy cuenta que ella ha sido la menos presente en esta reunión de hoy, le digo que podemos atenderla.
- Nos sentamos a comer y mientras tanto sigue con aquellas cosas que recuerdes y te guste contarme.
- Pues también vale.
Nos levantamos, entramos a la pequeña estancia y enseguida descubro que ya tiene preparada la mesa. Una mesa pequeña, casi de la altura de las sillas y en el centro se encuentra la sartén con el arroz humeante. Un arroz muy sencillo, sólo con cuatro patatas, unos pimientos rojos secos, que es como ellos siempre han usado estos pimientos en sus cortijos, unos trocillos de “chicha”, como ellos la llaman y nada más.
- Esto tiene buena cara.
Le digo para animarla y porque de verdad la tiene.
- Yo no sé cómo habrá salido, pero es que ya no valgo para nada. Ni veo ni tengo gusto para preparar las cosas como cuando era joven. ¡Hijo mío, los años me pesan mucho!
Nos sentamos en las mismas sillas chicas y con el plato a la altura de las rodillas, empezamos a dar buena cuenta del tan simple, pero rico guiso. Sigo con sus recuerdos y aunque estamos comiendo, le presto toda la atención que puedo.
- ¿A qué ibas al lugar llamado las Lagunillas?
- Te lo estaba contando antes. En la Cabañuela vivía una tía mía, que es la última que ha muerto de toda mi familia y una prima hermana. Yo iba allí y fue cuando entonces conocía a mi primera novia. Era del Aguadero. Cuando vine de la guerra me hice amigo de esas familias, que antes nunca había estado yo por aquellas tierras. Pues me agradó y me puse novia con ella.
- Pero desde el Cortijo al Aguadero ¿cuánto tardabas tú?
- Pues que echara un para de horas o tres. Siempre iba con la yegua y muchas veces tenía que bajar a La Aldea. Más allá de La Aldea, más allá de las Huertas Perdidas, por aquel laico de la Fuente de los Frailes, me agarraba arriba, a salir al Cubo. ¿Te lo conoces?
- Me lo conozco y sé que está lejos.
El Cubo está justo en el arroyo del Cerezuelo, pero en la parte alta. Donde este empieza a despeñarse por el voladero que amuralla a la hondonada del Cerezuelo.
Y como lo he visto muchas veces, sé que el Cubo es como un pozo que se abre en la roca por donde se precipita la corriente del arroyo y se pierde en la profundidad de la montaña. Surge de nuevo en la mitad del acantilado y cae en una primera cascada que sólo se ve o “sale”, como dicen ellos, cuando llueve mucho y en poco tiempo. Pero el rincón donde se abre el Cubo, las praderas por las partes altas y el arroyo que desciende desde el pico Almagreros, es bonito de verdad. Y también lo es la cascada con toda esa gran pared y al fondo los olivos del Cerezuelo y más lejos, las aguas del Pantano del Tranco.
- Era joven e iba montado en mi yegua. Si hubiera ido andando, ya habría sido otra cosa.
- Y cuando volvías de noche ¿cómo te las arreglabas?
- Cuando iba me estaba unos cuentos días. Aquello era parecido a cuando me iba por los Campos de Hernán Pelea con los animales. Me subía a principio de verano y hasta que no llegaban las nieves no me bajaba.
- ¿Todo el verano solo por aquellas soledades?
- Estaba mi padre también. Nos llevábamos hato y yo, pues acudía al hato. Estaba de día con los animales, me los dejaba para que durmieran donde fueran y junto a mi padre comía y dormía.
- ¿Tú te acuerdas cuántos animales tenías?
- Pues sí llevaba algunas veces diez o doce. No eran todos míos. Juntaba los de las otras familias y a todos les daba careo. Nunca se me perdió ninguno.
- De todos los animales que conoces y a lo largo de tu vida has guardado tanto, para ti ¿cuales son los mejores de guardar?
- Para mí las vacas. Son unos animales tan inteligentes como las personas. Las cabras, no son malas tampoco. Y las ovejas, para el que le gusta, pero eso de estar durmiendo todo el día y caminar a lo largo de la noche para comer, no me gusta a mí. Pero claro, los animales se hacen a lo que los pastores les consienten. Pero a mí es que no me gustan tanto las ovejas.
- ¿Tú las has guardado alguna vez?
- Muchas veces. Pero que me gusta más guardar cabras y vacas. Las cabras son muy andarinas, pero no tanto como las ovejas. La cabra de noche no anda. La vaca, pues sí anda, pero tienen otras cosas que me gustan mucho. Las echa uno a dormir, donde tienen una majá reconocía y ellas se acuestan y no dan guerra ninguna. Son unos animales muy inteligentes. La vaca come de día y de noche se acuesta.
De pronto, la amena conversación con que me están obsequiando sentados en su silla pequeña en el mismo centro del patio de su casa, es interrumpida por la voz, algo débil, de su esposa.
- ¿Cuándo venís?
Pregunta desde dentro de la pequeña cocina donde desde hace un rato ella trajina preparando un arroz para la comida. Yo no me doy cuenta, pero a los oídos de sí llena el sonido de la conocida voz. Según está hablando, contesta diciendo:
- Ahora cuando termine este párrafo.
Pero como ya es tarde y me doy cuenta que ella ha sido la menos presente en esta reunión de hoy, le digo que podemos atenderla.
- Nos sentamos a comer y mientras tanto sigue con aquellas cosas que recuerdes y te guste contarme.
- Pues también vale.
Nos levantamos, entramos a la pequeña estancia y enseguida descubro que ya tiene preparada la mesa. Una mesa pequeña, casi de la altura de las sillas y en el centro se encuentra la sartén con el arroz humeante. Un arroz muy sencillo, sólo con cuatro patatas, unos pimientos rojos secos, que es como ellos siempre han usado estos pimientos en sus cortijos, unos trocillos de “chicha”, como ellos la llaman y nada más.
- Esto tiene buena cara.
Le digo para animarla y porque de verdad la tiene.
- Yo no sé cómo habrá salido, pero es que ya no valgo para nada. Ni veo ni tengo gusto para preparar las cosas como cuando era joven. ¡Hijo mío, los años me pesan mucho!
Nos sentamos en las mismas sillas chicas y con el plato a la altura de las rodillas, empezamos a dar buena cuenta del tan simple, pero rico guiso. Sigo con sus recuerdos y aunque estamos comiendo, le presto toda la atención que puedo.
- ¿A qué ibas al lugar llamado las Lagunillas?
- Te lo estaba contando antes. En la Cabañuela vivía una tía mía, que es la última que ha muerto de toda mi familia y una prima hermana. Yo iba allí y fue cuando entonces conocía a mi primera novia. Era del Aguadero. Cuando vine de la guerra me hice amigo de esas familias, que antes nunca había estado yo por aquellas tierras. Pues me agradó y me puse novia con ella.
- Pero desde el Cortijo al Aguadero ¿cuánto tardabas tú?
- Pues que echara un para de horas o tres. Siempre iba con la yegua y muchas veces tenía que bajar a La Aldea. Más allá de La Aldea, más allá de las Huertas Perdidas, por aquel laico de la Fuente de los Frailes, me agarraba arriba, a salir al Cubo. ¿Te lo conoces?
- Me lo conozco y sé que está lejos.
El Cubo está justo en el arroyo del Cerezuelo, pero en la parte alta. Donde este empieza a despeñarse por el voladero que amuralla a la hondonada del Cerezuelo.
Y como lo he visto muchas veces, sé que el Cubo es como un pozo que se abre en la roca por donde se precipita la corriente del arroyo y se pierde en la profundidad de la montaña. Surge de nuevo en la mitad del acantilado y cae en una primera cascada que sólo se ve o “sale”, como dicen ellos, cuando llueve mucho y en poco tiempo. Pero el rincón donde se abre el Cubo, las praderas por las partes altas y el arroyo que desciende desde el pico Almagreros, es bonito de verdad. Y también lo es la cascada con toda esa gran pared y al fondo los olivos del Cerezuelo y más lejos, las aguas del Pantano del Tranco.
- Era joven e iba montado en mi yegua. Si hubiera ido andando, ya habría sido otra cosa.
- Y cuando volvías de noche ¿cómo te las arreglabas?
- Cuando iba me estaba unos cuentos días. Aquello era parecido a cuando me iba por los Campos de Hernán Pelea con los animales. Me subía a principio de verano y hasta que no llegaban las nieves no me bajaba.
- ¿Todo el verano solo por aquellas soledades?
- Estaba mi padre también. Nos llevábamos hato y yo, pues acudía al hato. Estaba de día con los animales, me los dejaba para que durmieran donde fueran y junto a mi padre comía y dormía.
- ¿Tú te acuerdas cuántos animales tenías?
- Pues sí llevaba algunas veces diez o doce. No eran todos míos. Juntaba los de las otras familias y a todos les daba careo. Nunca se me perdió ninguno.
- De todos los animales que conoces y a lo largo de tu vida has guardado tanto, para ti ¿cuales son los mejores de guardar?
- Para mí las vacas. Son unos animales tan inteligentes como las personas. Las cabras, no son malas tampoco. Y las ovejas, para el que le gusta, pero eso de estar durmiendo todo el día y caminar a lo largo de la noche para comer, no me gusta a mí. Pero claro, los animales se hacen a lo que los pastores les consienten. Pero a mí es que no me gustan tanto las ovejas.
- ¿Tú las has guardado alguna vez?
- Muchas veces. Pero que me gusta más guardar cabras y vacas. Las cabras son muy andarinas, pero no tanto como las ovejas. La cabra de noche no anda. La vaca, pues sí anda, pero tienen otras cosas que me gustan mucho. Las echa uno a dormir, donde tienen una majá reconocía y ellas se acuestan y no dan guerra ninguna. Son unos animales muy inteligentes. La vaca come de día y de noche se acuesta.
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