CORTIJO DE "EL CHORREON"
Nota: Cuando empecé a escribir mi libro "Embalse del Tranco" conocí a María Muñoz Manzanares, del que fue cortijo Soto de Arriba. Ella me contó tantas cosas que, de todos sus recuerdos, nació el libro: "Bajo las aguas del Pantano del Tranco". Por aquellos días conocí también a Ángel Robles, del cortijo del Chorreón. También él, durante mucho tiempo, me estuvo contando sus recuerdos. Empezamos a escirbir un libro que luego terminó él por su cuanta. "Recuerdos Sumergidos". Las primeras páginas de este libro las redacté yo y aun las conservó. Las pongo hoy aquí para que puedan disfrutarlas aquellas personas que les guste estos temas. JGómez
INDICE
Así era el Chorreón
Algo de escuela
La cantimplora y el gañán
La parella
La vaca bragá
Pescando en el río
Al son de la música
La gramola
Los candiles de aceite
Previsiones para el invierno
Los más pobres
El tunel del pantano
La armadia
Antimparras
Habla serrana
Remedios caseros
Las comidas
Silla de montar
La trilla
Las cabeceras
Las romanas
Vara de medir
Las damajuanas
El raidor
Las queseras
Las faltiqueras
Los deportes
Vehículos
Calenturas del paludismo
El “capaor”
La matanza
Aguaderas y lechones
Los carros de madera
Cuevas de Montillana
Reloj de plata
Molino de aceite
Molino de harina
Llega el pantano
Traslado de las colmenas
Despedida
ASÍ ERA EL CHORREÓN
Mientras en silencio has ido contemplando las tierras por donde estuvo el cortijo del Soto, el recuerdo de estas vivencias ha llenado tu alma de nostalgia. ¡Qué fragancia tan dulce mana de estos lugares y qué sensación de eternidad limpia se saborea al contacto de esta fragancia! Te levantas de tu roca donde has estado sentado y sigues subiendo porque la tarde ya comienza a proyectar las sombras del picacho de Monte Agudo por las tierras de La Laguna. Sigues subiendo por entre los olivos en busca del coche que en silencio te espera en el rellano de la curva. Es justo en ese rellano donde siempre se paran los turistas para contemplar las aguas del pantano. Y ciertamente es un buen mirador.
En aquellos tiempos, cuando se veía desde el Chorreón hasta este rellano, se comenzaba la subida por la Piedra de los Avilanejos, sitio donde anidaban estos. Se pasaba por los Parrizones, la Tinada de la Solana, el Morro Blanco, la Fuente de Timoteo y a la carretera, justo a esta curva. Hoy ya sabes que este lugar se llama la Hoya del Peñón.
Según te vas acercando, ves que esta tarde también se ha parado alguien en este sitio. Junto a tu coche él ha puesto el suyo y remontado en el rellano, con sus ojos recorre las tierras del valle. Lo saludas y enseguida te pregunta:
- ¿Viene usted del Chorreón?
- De allí y de más rincones.
- ¿Y cómo está este otoño esa cascada?
- Seca, pero aquello es hermoso. ¿Por qué me lo pregunta?
- Hace muchos años nací yo en esa fortaleza. El recuerdo y la añoranza me trae de vez en cuando por aquí. Iba yo a bajar esta tarde a verlo, pero si está seco, ya no voy. Aquello y el cortijo, es bonito cuando el agua corre.
Al saber la noticia te alegras. Te dices que “todavía respiran algunos de los que ahí vivieron”. Por eso enseguida le preguntas:
- ¿Y cómo era el Chorreón?
- Aquí tengo yo el plano que levantaron los de la Confederación para expropiarnos y echarnos del cortijo.
Desdobla un trozo de papel grande y aparece en gran plano.
- Hasta lo tengo marcado: el número uno, es la casa donde yo nací. En el dos se ven los atrojes; ahí mi padre hizo una obra y construyó la escuela. En este rincón recibía yo las clases. El tres, ya se ve, es la gran plaza de la fortaleza donde luego le enseñaré una foto del 1939, con mis padres y los nueve hermanos. El cuatro, es el portón de entrada, sin escaleras. Digo sin escaleras, porque ya en el cinco que es el otro de salida, podríamos decir, había unos escalones que para subir por allí con los caballos y eso, daba mucho la lata.
Pero que mira bien. En la fortaleza del Chorreón no había nada más que esta entrada y esa salida. Pues le decía eso: el número cinco es la salida con escalera. Salida a la Fuente de los Fresnos y al camino real. El seis, ya se ve, el retrete. El único que había en toda la fortaleza y que sólo podía usar mi abuelo. El tenía su llave y aquello estaba siempre cerrado. La historia de mi abuelo sería larga de contar. El se vino de la Toba. Se llamaba Rufino Martínez Pérez y era y fue el verdadero dueño del Chorreón. Luego te enseñaré unas fotografías, tanto del abuelo como de toda la familia nuestra, que aunque dan lástima de verlas por haber pasado por ellas hasta la guerra, merecen la pena.
ALGO DE ESCUELA
- Ya que has tocado el tema de la escuela ¿qué recuerdas?
- Lógicamente y teniendo en cuenta que estábamos en plena guerra, la enseñanza en todos aquellos cortijos de la vega de Hornos, era como Dios nos daba a entender. Como éramos nueve hermanos y mi padre podía, nos buscó un maestro para nosotros y algún otro vecino. Del maestro no recuerdo los apellidos, sólo que le decíamos hermano Juan Pedro. Era de habla blanda, mocico viejo y más bien endeblucho. Su ciencia no iba más allá de las cuatro reglas. Sí recuerdo que su caligrafía era de muy buena calidad. Le teníamos mucho respeto, pero aún él le tenía mucho más a mi padre. Cuando nos “rencillaba” le decíamos que se lo íbamos a contar a mi padre y éste temblaba y hasta lloraba. Casi todo el invierno estaba resfriado y con moquilla. Muchas veces venía sin pañuelo. Recuerdo que se limpiaba la nariz con la manga de la chaqueta.
Lo más importante en la clase era estar muy pendiente para que no se derramaran los tinteros. Por aquel accidente había castigos duros ya que si lo normal era pegarnos con la correa, por este descuido se nos pegaba con la correa, pero por el lado de la hebilla. A veces se nos quedaba marcada en el culo. Había un compañero de clase, sólo recuerdo que se llamaba Zacarías, que se encaraba con el maestro. Hablando de ríos decía que a él no le importaba más río que el de Hornos, que nacía arriba en los Saleros y desembocaba en las juntas. Y que los demás ríos no le interesaban ni sus cuencas ni su gente ni sus costumbres. Y no digamos nada cuando nos acercaba un mapamundi muy deteriorado, que tenía. Lo odiábamos. Los mayores le daban la razón a Zacarías y le decían al maestro que para qué y qué le iban a importar a los chiquillos todas las cosas que les enseñaba.
LA CANTIMPLORA Y EL GAÑAN
Luego de chiquillos, ya había que empezar a guardar animales. En el caso mío, en mi casa había gente, marraneros, gañanes, muleros, además de nosotros porque había faena para todos. Pero siempre nos llevaban para ayudarles. Me acuerdo que iba una vez con un gañan que había que se llamaba el tío Valentín, que era de Villanueva o por ahí. Tendrías por entonces siete años poco más o menos. Y estaba labrando por debajo de la fuente de Timoteo, en un sitio que se llama El Morro Blanco. Que ya se asoma uno y da vista al Chorreón. Hasta ese Morro Blanco llegaba la finca de mi abuelo. Concretamente se llamaba aquello Las Paratas.
Estaba aquello sembrado de escaña. Que yo ahora pienso que con lo que allí se recogía no se apañaba nadie. ¡Si aquello no echaba na! Pero el hombre aquel labrando, allí se pasaba el día. Y me dijo mi padre: “Tú te vas, le llevas agua y mientras, te echas cuidado de los añojos, para que no se les pierdan”. Con las vacas labraba y los hijos, añojos o chirras, estaban allí al lado. Y me mandaba con una cantimplora que había traído mi hermano de la guerra, porque esto fue después de la guerra. Había venido de permiso y había traído una cantimplora de esas de aluminio, de litro y muy abollada. Y tenía yo que ir, precisamente, a la de Fuente de Timoteo, que está allí al lado de abajo de la carretera. La fuente grande que le llaman Fuente Mala, no. Pasado esa, a quinientos metros más arriba, por debajo de la carretera actual, es donde nace la Fuente Timoteo.
Y venga viajes. Y baja, claro el hombre estaba sudando y no hacía más que beber agua. Y las cosas de los chiquillos ¿tú sabes lo que hice? No te lo digo porque cuando el hombre probó aquello y me acuerdo que mi padre me pegó por la causa aquella. ¡Tú verás! Hazañas de esas
Se sembraba el maíz por toa la vega. Le llamábamos “Panizo”. Pero luego se sembraba un maíz muy espeso que era así, para pienso para el ganado, que se llamaba “verde”. No crecía mucho. Aquello era el alimento de los animales que luego se cogía. Se recogía antes de que maduraran las semillas. Se metía unas hoces por las rajas de la puerta de madera, salía medidos por el otro lado y allí se ponían e iban cortando el maíz aquel para echárselo de forraje a los animales. Digo esto porque es una cosa que pasaba. Me acuerdo que por el llano del “Recomesto”, que era una zona de pastos para el ganado, nacían muchos “Limpia santos” ¿Tú sabes qué es eso? Pues “Limpia santos”, se criaban muchos en el “Recomesto” aquel. Y poleo. Se liaban unos llanos de poleo allí que daba miedo. Había muchas acequias de agua que bajaban desde arriba, desde el Morro Blanco. ¡El Recomesto, claro! Y de seguido, del Recomesto para acá estaban “Los Forasteros”. Que por allí pasaba el camino que bajaba de Cañá Morales a Montillana. Cuando se iba a un sitio y otro se pasaba por Los Forasteros. “El Retamal”, también, porque había muchas retamas.
Enfrente del cortijo de los Parrales, había una casa que se llamaba Casilla Quemá. Que estaba derribada y allí al lado, no sé si arriba o abajo, se encontraba la “Piedra de la Legua”. Se le decía así porque justo desde esta piedra a Hornos, había una legua. La vi por primera vez cuando por primera vez probé el helado, en aquella fiesta que se celebraba en el Tranco.
LA PARELLA
- Siendo, como me dices, tantos hermanos y todos varones menos una, la de aventuras que tú habrás vivido de pequeño.
- Pues podría empezar contando por lo de la “Parella” ¿tú sabes lo que es?
- Ni me ha hablado nadie de ello ni nunca he visto que es eso.
- La “Parella”, allí en la vega de Hornos, era un cernadero que es ahora eso que se compra para limpiar las cucharas y todo eso, de cuadros grandes. Entonces, en aquellos cortijos, no se ponían una servilleta para cada uno. La parella aquella, que era grande dependiendo de la gente que en la casa hubiera. Si eran muchos como en mi casa, pues era más grande. Se ponía en la mesa y con eso se iba uno limpiando la boca y las manos allí ¿No sabes?
Solían ser de cuadro. Rojos, azules o blancos. Y eso, pues tú verás.
Yo me juntaba con los otros chiquillos y en alguna ocasión, nos comimos hasta los huevos de los pavos reales. Los de mi abuelo que nos pegaron un palizón que tú verás. Cogíamos los huevos de los nidos de las pavas y nos los llevábamos. Estábamos vigilantes. Hoy ponían uno, mañana otro. Cuando dejaban de poner, ya sabíamos que entonces los engueraban. Los cogíamos y nos los llevábamos. No era por hambre, sino por las travesuras de los chiquillos. Que nos gustaba aquello. Y tú dirás “¿cómo se comían los huevos?” Pues hacíamos bolas de barro, metíamos el huevo dentro, encima encendíamos una lumbre, después apagábamos la lumbre y sacábamos las bolas. Las partíamos y dentro encontrábamos el huevo ya cocido y nos los comíamos con un poco de sal que de antemano ya habíamos preparado. ¡Tú verás!
LA VACA BRAGA
Peripecias que en una ocasión se bajó mi padre a comprar a Villanueva. Se quedó mi hermano guardando unas vacas allí. Por el “espeñaero” donde mismo cae el agua de la cascada del Chorreón, pero a unos cien metros del cortijo, se cayó una vaca y se mató. La corneó la otra y el animal huyó y como estaba al borde del espeñaero, rodó hasta lo hondo. Enseguida llamaron a un carnicero que había que se llamaba el tío Paulino y era de Cañada Morales. Bajó el hombre, desolló la vaca y cuando llegó mi padre habían vendido hasta la carne y todo. ¡Lo que se ayudaban allí los vecinos! Mi madre llorando, todos allí llorando, porque aquello había sido una ruina. La gente compraba la carne, para comérsela, pero también por el deseo de ayudar a la persona que había tenido la pérdida. Se decían: “Amos a comprar la carne y entre todos ayudamos a remediar esa desgracia”.
Recuerdo que esta vaca se llamaba “Bragá” y tenía una chirra de unos seis meses. Madre e hija eran muy mansas y jugábamos mucho con ellas. Como la piel de esta vaca, que no la vendimos, estuvimos haciendo calzado a lo largo de casi veinte años. Los que más se aprovecharon fueron los muleros y gañanes de la casa y también los vecinos.
PESCANDO EN EL RIO
Alguien te habrá dicho ya por ahí que el pescado allí estaba muy escaso. Pues ya ves, escaso tan solamente me acuerdo una vez que llevaron unas sardinas y las llevaban en un borrico. Sardinas frescas. Pero nosotros lo teníamos claro: en el río había muchos peces. A unos sacos grandes que había de la pulpa, las cáscaras que en las fábricas de azúcar le quitaban a la remolacha, que compraba mi padre para alimento de los marranos, le poníamos unos aros de “sarga” en la boca. Yo chiquillo, pero me acuerdo de eso. Lo poníamos en el río. Y nada más que meter el saco, subirse otro chiquillo a la parte alta y dar cuatro palos en los charcos y corriente, sacábamos el saco y salían peces para comer varias familias. Así de claro. Eran bogas y como el río Grande estaba cerca, también algunas truchas. Los más chiquitillos, no superiores a palillos de dientes, eran los más ricos.
Bueno, a donde cae el agua del despeñaero del Chorreón, en un mes de abril o mayo que es cuando los peces suben a poner los huevos por los arroyos, bajaba el cauce con un cuerpo de agua. Pusimos una saca de esas abajo, donde el arroyo llegaba al río. Empezamos a dar palos en el mismo Chorreaero aquel de agua, que de allí ya no podían pasar los peces a Cañá Morales, y paf, paf cuando llegamos abajo, al coger el saco, no podíamos sacarlo. Se había llenado de peces y no podíamos con él. Tuvimos que sacarlo arrastra a un cascajal que había allí, lejos del arroyo porque sino se volvían coleteando, y vaciarlo. Fuera del agua los peces tiene un buen sentido de la orientación para volver a ésta antes de morir. De allí salían culebras, ranas, galápagos de esos de agua, de allí salía de todo bicho viviente de aquello. Pero sacamos de, pues que te diría yo: treinta o cuarenta kilos de peces. Ese era el pescado que se comía en mi cortijo del Chorreón. Más fresco no podía ser. Aunque las arenques también se comían alguna que otra vez.
AL SON DE LA MUSICA
Por aquel entonces y para todos los chiquillos de por allí, los sonidos de la música nos resultaban muy extraños. Lo más importante que de música había, era el acordeón de la Eufrasina que acompañaba amador en el violín. A mi edad oír aquellas “escaramuzas” y ver que la gente se cogían y andaban de un lado para otro, me resultaba muy extraño. Curioseando, me metía por entre ellos y cuando me pisaban, ya me salía, teniendo cuidado de no ponerme debajo de los candiles porque allí podía ocurrir una gran tragedia. Permanentemente de ellos goteaba el aceite de oliva dejando buenas manchas sobre la ropa de los que no andaban atentos. Pero lo altos y bajos de los sonidos de aquel acordeón y violín, se me antojaban que eran gritos y lloros de chiquillos y chiquillas.
Y es que era verdad: de vez en cuando, en estos bailes, se formaban muy buenas algarabías de gritos. Lo que sucedía no era grabe, pero todo el mundo gritaba cuando algún zagalón se enfadaba porque alguna muchacha le había dicho que no quería bailar con él, la pagaba con las únicas luces que entonces teníamos para ver por la noche. Se liaba a palos con los candiles y se quedaba la sala por completo a oscura. En aquella confusión y oscuridad, él se fugaba y de este modo, la mayoría de las veces, no se sabía quién había sido el autor de tan ocurrente travesura. Pero al pobre que tenía la mala suerte de caerle un candil de aceite encina, ya estaba arreglado. Todo el mundo pensaba en el momento que al llegar a su casa, lo viera su madre.
Por aquello de imitar a los mayores, a muchos de los chiquillos de por allí, se nos ocurría fabricar nuestros propios instrumentos musicales. Empezábamos con los más fáciles que eran cañas de maíz, escoberos. Estas tenían como unos canutos que no estaban huecos como las cañas de verdad, sino macizos. Se cortaban cinco, cuatro parejos y uno de doble canuto que se ponía en el centro y era por donde se sujetaba el instrumento. A los cinco canutos se les quitaban una piel, membrana, fuerte que tenía en el centro usando las navajillas y con sólo la punta, se pasaba de arriba abajo dos veces. A cada tubo o cañas de aquellas, se les dejaba una separación de unos dos mm. Y con la misma navaja plana y también con la punta, teniendo mucho cuidado, se les sacaban estas tiras sin romperlas y hasta los extremos.
Del mismo material, ya que de otro no tocaba, se les ponían dos cañitas en el centro, por debajo de estas cuerdecitas. De una se tiraba hacia abajo y de la otra hacia arriba hasta que quedaban bien tensas. Luego, de otra caña de maíz escobero, que estuviera bien curada y para que fuera todo del mismo material, se cortaba un trocito de concha dura y aquello era la púa Ya no quedaba nada más que ponerse mano a la obra y a tocar. Creíamos nosotros que aquello era tocar, que era música, pero es que por aquellos tiempos, con cualquier cosa nos conformábamos.
Algo más adelante, los instrumentos musicales, ya eran “guitarrillos” de madera. Tablillas finas que sacaban los hacheros cuando venían a hacer corta a las grandes choperas que había enfrente del Chorreón. Cuando a éstos se les iban de su sitio aquellas grandes sierras, ya no les servía la tablilla por ser muy delgadas y más gruesas por un lado que por otro. Entonces era cuando nosotros, todos los chiquillos de por allí, nos poníamos mano a la obra. Aquellas tabluchas sin dueño, eran la materia prima tanto para la fabricación de nuestros juguetes como para también fabricar un buen guitarrillo.
Luego, las cuerdas que tiraban de las guitarras y bandurrias porque se les rompían eran las que aprovechábamos para aquellos guitarrillos nuestros. Más que tocar, aquellos sencillos instrumentos, lo que hacían eran gruñir. De estas mismas maderas también recuerdo yo ahora que un día me hice una pequeña arquilla para mis juguetes. Recordar ahora aquellos cosas me llama la atención cómo nos las apañábamos para ponerle las bisagras. No había bisagras en aquellos tiempos o al menos por allí. Se las ponía de correas. A la mía le puse la correa que le corté a unas botas viejas de mi padre. Eran las correas con las que se sujetaba las botas a la pierna abrochadas luego con una hebilla. Las que yo les puse a mi arquilla tendría unos cinco o diez centímetros y se la clavé luego unos cinco centímetros abajo en el alca y cinco arriba, por los lados de adentro, con chinches de los que había para arreglas las albarcas.
LA GRAMOLA
Me acuerdo yo también de Paco el Acipámpano. Era un hombre, un mecánico, que vino de Úbeda de la Fundición de Fuentes a arreglar la fábrica de mi abuelo porque un día se averió. Tubo que ser en el treinta y cinco o treinta y seis; yo tenía cuatro o cinco años por aquel entonces. Era algo viejecillo, con el pelo moreno y la piel también morena. Tenía un diente niquelado y decía que lo había hecho él y podía ser porque el hombre era un artista. Este hombre fue la novedad en el Chorreón y en toda la vega de Hornos. Yo no había escuchado nunca la música. Este hombre trajo una gramola. Aquella que tenía pintado, en los discos, un altavoz y un perro. “La voz de su amo”, creo que se llamaba. Todos los molineros que había allí, todos los cortijeros que venían de aquel lado del Carrascal y todos esos sitios, a ver aquello, a oírlo y eso para mí fue un asombro. Para mí y para todos los que estábamos allí.
Pues cuando le dio cuerda y le puso los discos empezó a cantar un cantante que nosotros no habíamos ido nunca. Era el Niño de la Huerta y la canción que cantaba se llamaba “Yo me arrimé a un pino verde”. Al oír aquello todos los que estábamos allí nos quedamos casi sin habla. Luego puso España Cañí. Me acuerdo un disco que se llamaba “La Gran risa”, y empezó aquello a sonar, además de que se reía es que nos meábamos todos de risa allí. Luego empezó a poner discos de cantantes y todo eso y acabó mi padre por comprar el gramófono aquel y medio costal de discos. Los costales que había antes para el trigo y la harina. Pues medio costal le compró. Todo aquello, en aquellos tiempos, por cuarenta duros. Que eso eran muchísimos dineros.
Cuando luego venían los otros chiquillos por allí, yo se lo contaba lo de aquel aparato y ellos me preguntaban: “¿pero y lo tienes?” Le decía que sí. Le enseñaba donde estaba el maletín aquel y le decía: “eso es”. Los discos los tenía mi padre escondidos. No nos dejaba tocarlos porque los rayábamos. Pero yo le explicaba a los chiquillos como eran. Y les decía: “Mirad, los discos son como las tortas de gipia”. Las tortas de “gipia”, que al orujo lo llamábamos así, salían de los baleos esos del molino. Cuando los molineros los sacudían, salían unas planchas redondas de orujo muy bien formadas: con un agujero en el centro y con muchas rayas del esparto. Si al sacudirlo los molineros, no le daban fuerte, se quedaban como los discos de la gramola. Y así le explicaba yo a los chiquillos cómo era aquello. “Es como las tortas de gipia que salen de los baleos, nada más que chiquitillos. Se les toca, se le da a la manivela y sale cantando el tío”, les decía yo.
LOS CANDILES DE ACEITE
En la fábrica de aceite del Chorreón, cuando molía por la noche, cogían candiles de hasta dos litros de aceite para alumbrase. Pero en las casas había otros candiles que estaban colgaos en las chimeneas. Como cuando hacía frío, había que ponerse a calentarse, pues resulta que tenías que estar preocupado por dos problemas: de no quemarte por delante y al mismo tiempo, tener cuidado de no echarte encima el candil por detrás. Una mancha de aceite de aquellos candiles era gravísimo. Entonces no había las cosas que hay ahora para lavar la ropa. Las mujeres tenían que lavar a mano y lo máximo que usaban era la ceniza que dejaba la leña de encina. El jabón escaseaba por la cosa de la guerra. Metían la ropa en una canasta de mimbre, tanda de ropa y tanda de ceniza. Ponían las canastas sobre una mesa. Sobre la ropa ponían piedras muy limpias preparadas sólo para esto. ¡Oyes! Aquello era buenísimo. Y me acuerdo que muchas veces estabas junto a la lumbre canlentándote y te descuidabas. Al levantarte te echabas el candil encima y aquello era una tragedia. Es una cosa que ocurría ¿no sabes?
Y a propósito de esto, me acuerdo yo ahora de aquellos rezos con candiles. Cuando allí en la venga moría alguna persona, había unos rezos después. Se estaba no sé cuantos días rezando. Le gente se juntaba por la noche y cada vecina traía un candil, su aceite y su torcía. Se juntaban en la casa donde se había muerto la persona, debajo de la chimenea, y allí ponía cada una su candilillo. Y mientras que estaban rezando “que pidas por él, que te lo lleves y lo otro”, todos los candilillos encendidos. Si habían acudido veinte mujeres, veinte candiles que había en la chimenea ardiendo. De eso me acuerdo muy bien. Concretamente, una que vivía por la Platera, que le decían la Tía Eusebia, que era la mujer de un hermanastro de mi madre, en la vela de la muerte de aquella mujer, me acuerdo yo de ver unos candiles allí, pero así: como un sueño. Aquello era un rito muy bonico.
PREVISIONES PARA EL INVIERNO
En las casas, para el invierno, había que prever todo lo necesario. En mi casa como éramos muchos, necesitábamos treinta o cuarenta arrobas de aceite, de cincuenta a sesenta fanegas de trigo, cuatro o cinco fanegas de garbanzos, fanega y media de habichuelas. En el caso de mi casa que se mataban ocho o diez cerdos, pues había que tener muchas cebollas. Había que prever todas esas cosas para todo el año. No digamos nada por si nevaba en el invierno. Había que preparar grandes “rimeras” de leña. Tú las habrás visto por ahí todavía. Lo único que nosotros no hacíamos es lo que ahora tanta gente, que la dejan siempre a la intemperie. Todo eso estaba siempre guardado. Bajo teja, porque luego a lo mejor estaba un mes nevando y nada más que sacar leña de encina y quemarla. Esto era una de las muchas cosas que había que preparar para el invierno.
LOS MÁS POBRES
Había unos pobres también, que venían pidiendo. En mi casa solían comer algunos. Y más cuando había dos o tres hermanos en la guerra, pues en la mesa, se sustituía la plaza de ellos con alguna persona de aquellas que venían pidiendo. Había uno que le decían Torrente que nos quería mucho. De nombre se llamaba Fernando. Alguno se acordará todavía de él. Tenía barba y era muy buena persona. Pero el hombre era curioso. Vamos, curioso en el sentido de lavarse en aquellos ríos y no era pringoso como otros. La ropa si la llevaba siempre manchada porque le daban aceite y le chorreaba de las alcuzas que llevaba. Pero nos quería mucho a todos los chiquillos del Chorreón. En cuanto llegaba, se tiraba a nosotros y nos besaba.
Venía otro que le faltaba una pierna. Tenía una pata de palo. Y al colar el río aquel nuestro, entre el Chorreón y el Carrascal, tuvo un grave accidente. El puente eran tres palos de chopos, atados con cuerdas, que se cortaban y se ponía de un lado a otro. Pero cuando el río crecía, siempre se los llevaba. Un día que venía el pobre hombre al Chorreón, cuando colaba por los palos, vino una riá y se llevó el puente cuando estaba él encima. Y perdió la pata de palo. Me acuerdo de subirlo al cortijo, se lo llevaron, pues en brazos porque el hombre no podía andar. Luego creo que se encontraron la muleta, que era así como una muleta que se ataba con unas correas, la vieron cerca del río Grande, de la junta de los ríos.
En verano no hacía falta ningún puente, ni allí ni en todo el río a su paso por la vega. Sólo con unas piedras puestas a una distancia de un paso, se podía cruzar la corriente. Algunas se movían y al pisarlas, como no fueras con cuidado dabas la vuelta y te caías al agua. Se te mojaban los alpargates y a partir de este incidente la vida de este calzado era muy corta. A los dos o tres días se rompían.
EL TUNEL DEL PANTANO
Quiero hacerte otro comentario de algo muy bonico que todos los de la Fuente de la Higuera y por ahí, lo tienen que recordar y a lo mejor no hay nada escrito de esto. El pantano se llenó en el cuarenta y seis. Todavía quedaban obras por hacer. Que ya en esas obras últimas estuve yo trabajando con un camión. Esto sería por el cincuenta y tantos. Durante mucho tiempo se trabajó en el túnel que va desde el muro hasta el Charco de la Pringue. Un túnel subterráneo que va hasta donde están las máquinas instaladas.
Este túnel, de más de 5 kilómetros de largo, es para dar salida al agua que mueven las turbinas de la central. Yo había subido por este túnel al principio, de invitado, en compañía del Ingeniero que había entonces en el Tranco y otros trabajadores de la central. Era para ver como estaba el túnel por la techumbre, por si tenía desperfectos. Entramos por abajo con antorchas y carburos y salimos por arriba, por la chimenea de equilibrio, subiendo unos 80 escalones de grapa, mojados y con las manos llenas de grasa de las antorchas.
LA ARMADIA
Pues, toda la gente que venía a trabajar de la Fuente de la Higuera y de toda esa parte al Tranco, al llenarse éste, se quedaron aislados. Y para que tú veas lo que idea la gente: fabricaron una “armadía”, que eran un palo muy grande, un tronco de pino que cortaron, al principio era uno, pero luego pusieron dos y le clavaron unas tablas y con aquello cruzaban las aguas del pantano. Se montaban en aquello para cruzar desde la Fuente de la Higuera hasta el lado de Los Parrales y luego lo mismo para regresar. Que el pantano bajaba, pues más estrecho era el recorrido; que el pantano subía, pues más largo era. Aquello con unos palos que hacían en forma de remos, le daban ellos, pero yo qué sé lo que bregaban las criaturas.
Se bajaban a trabajar a las seis o siete de la mañana para llegar a su hora al tajo del pantano. Cuando nosotros subíamos desde Villanueva, los veíamos siempre danzar. Pero eso ha durado hasta hace quince años o así. Nosotros teníamos una mujer de tata, que nos ha criados a todos. Ha estado en mi casa hasta que se ha muerto. Vino con dieciochos años y ha muerto con ochenta y seis. Primero con mis padres y después ha estado ya con uno de mis hermanos hasta que murió. Pues esa mujer se iba desde ahí a ver a su hermano a la Fuente de la Higuera, que se llama Santos, que vive todavía. Era hija de la tía Ramona y se llamaba Josefa Sanchez Marín. Se iba ella sola, la mujer y se montaba en el palo.
Si el palo estaba en este lado, porque coincidía que los que habían venido a trabajar lo habían dejado aquí, se montaba y ella sola llegaba hasta la Fuente de la Higuera. Tardaba dos o tres horas. Si estaba en aquel lado, entonces no. Entonces llamaba al hermano “Santos, Santos” y venga darle voces. Yo parece que la estoy oyendo. Que me acuerdo un día que estuve allí hasta que contestó el hermano. Cuando la oía, bajaba y así la colaba.
Y una tarde se fue, que le “rencilló” mi padre y todo, pero se fue. La bajaron del correo en Los Parrales. Ya tarde, se montó en la “armadía”. Quedaba una hora o así de sol. Se levantó una marea de aire y se llevó el palo con ella encima. Apareció la mujer en el arroyo del Carrascal, a otra mañana. Muerta no, porque el oleaje era pequeño y ella se agarró, pero gracias a que la oyeron allí y salieron a cogerla. El hermano al otro lado, pero no se podían tirar. Sacaron cuando ya salió a la orilla. Pero ella no podía darle, no tenía fuerza para darle a aquello. Fue una peripecia que se las trae. Puede que esté el palo por allí todavía, que no es un invento mío. Yo conozco todas estas cosas, porque mi hermana vive en Cañá Morales y he seguido yendo por allí.
Lo que por allí se conocían eran los zurrones y cestas. Los zurrones, quiero aclararlo, que había el clásico de piel de cabra que eran los que tenían los pastores, pero luego, un zurrón, se habilitaba de momento. Y era una talega, se le metía una nuez en cada rinconcillo de abajo y con una cuerda, se ataba. Luego le echas un lazo arriba, a la boca de la talega, te lo cuelgas y ya tienes un zurrón. Esos eran los zurroncillos que habían por allí. Porque a estos más bien le podemos llamar “zurroncillos”. El zurrón de verdad, era el del pastor que estaba hecho de cuero, cosido y hasta labrado.
ANTIMPARRAS
- Y las “antimparras” ¿qué eran?
- Nosotros llamábamos allí “antimparras” a unas cosas parecidas a lo que llevan los rejoneadores que pican a los toros. Eran de cuero y se lo ponían los hombres para que las matas no les arañaran en la parte delantera de los pantalones. Cuando se anda por el campo, el monte rompe todo lo que pilla. Eran de cuero y así las matas ni les arañaban en la carne ni les rompían la ropa. Eran los hombres los que se ponían eso. Creo que en otros sitios a estos parapetos, le llama “zahones”.
Todavía los de antes, no concebimos que hoy se tiren tantos envases, con la escasez que en aquellos tiempos había para transportar cualquier clase de líquido. Antes no era nada más que cubos y pesaos de esos galvanizados y ahora, la cantidad de botellas, botes y demás vasijas que todo el mundo tira. Si entonces hubiéramos pillado las botellas de plástico que ahora tiramos aquello hubiera sido la gloria. Para las conservas necesitábamos un montón de botes. Se hacían conservas de tomates, pimientos, verduras y toda clase de frutas y recuerdo que mi madre daba lo que se encartara por una botella de aquellas que tanto escaseaban. Y hoy en día, fíjate con qué alegría se tira todo. Yo no valgo todavía para ver tiras las botellas. Me da así como lástima de ver tanto desperdicio.
HABLA SERRANA
- ¿Y de las expropiaciones?
- Pues efectivamente, aquello lo apreciaron en el 1925, antes de la guerra y lo pagaron después de la guerra. Las cosas ya valían más. Entonces ¿qué pasó? En la mayoría de los casos, lo que se pudo comprar, era menos. Esperando a ver si salía algo para comprar, cuando se dieron cuenta, muchos se lo habían comido y se extraviaron un montón de familias con aquello. Otros hicieron buenas compras. Pero el que tuvo suerte, como fue el caso de mi padre, ganaron.
Ya te he comentado algo de eso. Si hubiéramos seguido viviendo allí, que aquello nos daba para mal vivir, al comprar la finca de “Cachiprieto” al lado de Villanueva, ganamos. Esa finca, durante la guerra la habían tenido “los rojos”, como le decíamos entonces. No la habían ni podado ni “espetugado” ni quitarle zarzas ni nada. Era una finca muy grande. Nos metió allí a tos y entonces eso sí se multiplicó. Nos dio un buen rendimiento. Pero la mayoría de la gente, se arruinó. Aquello fue una lástima. Que vivían allí las criaturas y luego se quedaron sin nada.
Otra cosa que yo me acuerdo ahora era la manera de hablar de la gente por allí. Se decía “ciecas” y no se decía acequias. Y se decían “royos” y no arroyos, “buceros”. “Torozones”, que yo no sé que sería aquello. También decían “Carboncos”, que eso sí sería algo malo.”Le ha salía un ‘carbonco’ al tío fulano”. Y se decía también del “Lobado”, ¿qué es el lobao? Peazos, se le caiban, sacar crillas, debajico, habillas, la vide
REMEDIOS CASEROS
También recuerdo ahora la manera de curar las heridas que entonces teníamos. Una vez me caí en uno de los escalones de la entrada al Chorreón y me hice un corte aquí en la ceja. Me llevaron al baño, una caseta que había más allá que allí vivía el tío Juan el Pipa, el que nos “masnaba” que después se fue al cortijo de Maestro Matías. Allí estaba la hermana Quica, la del tío Juan el Pipa, no la tía Francisca.
Me acuerdo que esa mujer subió a una cámara y cogió “telarañas” de esas empolvás y me rellenó todo la herida de aquello, me la tapó con un trapo y me la vendó y con aquello me curé. Ya después, vi yo que a otros los curaron de otra manera. Se dio un hombre un hachazo así en una pierna. Me acuerdo que se hizo una herida de dos centímetros de profundidad y lo trajeron corriendo. Me acuerdo que le rasparon al humero humo, hollín de ese negro que hay en las chimeneas, le rellenaron la herida de humo de ese para que no sangrara, se lo vendaron y también curó el hombre. ¡Es increíble eso! No sé si hay alguna otra cosa así para curar las heridas, pero fíjate qué remedios se usaban entonces.
Los resfriaos se curaban con “torobisco”. Nos cocían en una olla higos secos, “Zurros” de panochas, zuros, que se llaman por ahí y azúcar tostada. Había una cosa, raíces de “torobisco” y con azúcar tostada se hacía un jarabe. Se lo tomaba uno y con eso se te quitaban los refriaos.
LAS COMIDAS
Lo más rico que se podía comer por entonces en aquellas tierras, eran los requesones. Que es cuando parían las cabras, de la primera leche que le dan a los chotos, se hacían los requesones. ¡Eso es riquísimo! Yo después no he vuelto a comer de eso. Los requesones era algo extraordinario. Y, además, de mucho alimento. Parecido a lo que ahora llaman cuajada pero de mejor calidad, sabor y mucho más natural.
La comida por allí era muy buena y de sabores deliciosos. Sólo teníamos lo que daba el terreno. El reparto y consumo era desigual. Unos tenían mejores tierras y las cosechas eran abundantes. Otros tenían tierras más pobres y claras, todo era más escaso, pero la gente en general sabía administrarse bien y no les faltaba un trozo de pan a lo largo del año. Las madres y hermanas mayores, condimentaban muy bien aquellas comidas.
Por lo general en el desayuno se comían migas de pan o de harina, ajos de harina, ajos de patatas, ajos de pan, ajos de pringue que sólo se hacían el segundo día de la matanza ya que el resto del año no había materia prima. También las riquísimas “gachasmigas”. Algunas veces se acompañaban con tajás de tocino, pimientos fritos, verdes o secos según la época y un plato de aceitunas “cascás” con mucho tomillo. ¡Qué ricos eran aquellos desayunos!
La comida del medio día, que le decíamos merienda, con mucha frecuencia era cocido. A las siete de la mañana las madres ponían las ollas de barro al fuego y cocía hasta las dos de la tarde. Dentro se le ponían tocón de jamón, habicholillas verdes o cardos, huesos de espinazo, tocino, morcilla negra y los festivos, blanca. Como se hacia con mucho caldo luego se ponían dos platos: la sopa con pan duro y luego el cocido. La carne, algunas veces se repartía al final para que nadie cogiera la mejor tajá.
También estaba el potaje. Unas veces era de garbanzos y otras de habillas. El arroz se comía menos. Se ponía aquellos días señalados en que se celebraba algo y se mataba el gallo. La cena ya era matanza y cuando sobraba cocido o potaje, un primer plato de estas sobras machacadas con tomates, cebolla y mucho aceite. El nombre de esta comida era “moje”. Por causa de las grandes cenas siempre había que acudir al tío Juan el Pipa para el “masnado”.
SILLA DE MONTAR
Para viajar, como entonces siempre se hacía con yeguas, mulos o burros, las señoras usaban unas sillas de madera muy bonitas que se ponían encima de los aparejos de las bestias. Las de CASA GRANDE, estaban torneadas y se adornaban con muchos detalles. Las de casas menos pudientes, eran más sencillas. Aquellas mujeres que no estaban acostumbradas a montar, del ronzar de la bestia siempre iba tirando un hombre. La hija de mi tío Gil, mi prima Pepa, se montaba a “pelo” sobre su yegua y a galope tendido venía desde venía desde el Carrascal hasta el Chorreón. En esto era una mujer muy valiente.
LA TRILLA
De los trillos quería yo decirte que entonces por allí abundaban mucho. Se usaban para trillar las mieses y tenían forma de apargate. Los había de dos clases: de eslabones o piedras de pedernal, que le decían y los que tenían los eslabones de acero. Estos últimos podían llevar también cuatro o seis sierras clavadas por la parte de abajo. Yo recuerdo que las personas mayores guardaban muy bien el equilibrio sobre estos trillos. Pero a los chiquillos, hasta que le cogíamos el tranquillo, todo era dar tumbos por la parva. Cuando ya la parva estaba bien molida, se podía poner una silla encima de estos trillos y hasta se dormía el trillador en las horas de la siesta.
La mejor hora para que las mieses crujieran, era en el momento de más calor: entre las tres y las seis de la tarde. En algunas ocasiones, al empezar la faena de la trilla, se le ponía herraduras nuevas a las bestias para que al pisar las mieses se rompieran con más facilidad. Terminada la trilla, se amontonaba la parva y había que esperar al pie del montón a que se levantara el aire. Los días de bochorno era malos para este trabajo.
Recuerdo yo que en la era del Chorreón no había ningún árbol para refugiarse en las horas del calor. Por eso recuerdo que allí siempre se construía un sombrajo. Los que trabajaban en la era, cortaban cuatro pinatos, ponían unos palos de chopo de unos a otros, los ataban con cuerdas, los cubrían por encima con ramas de pino y ya estaba el sombrajo. Pero los mayores hacían bien las cosas: a los troncos de pino que cortaban siempre les dejaban unos ganchos. Al principio yo pensaba que aquello tenía peligro porque nos podías incluso saltar un ojo. Pero luego me daba cuenta la buena utilidad que tenían dichos ganchos. En ellos se colgaba el barril del agua, las orcas, palas, arneros, sombreros, la cesta de la merienda y separado, en otros palitroques, los atalajes de las caballerías. En aquellos días de la trilla, para los chiquillos era un gran acontecimiento. Nos tirábamos en la parva, nos revolcábamos unos a otros, jugábamos y hasta se dormía sobre lo que ya estaba trillado.
De las distintas fases de estas faenas, la peor era el acarreo de la paja al pajar. Con el sol y el sudor, les daban picores y a cada instante tenían que ir al río a bañarse. Por eso, si había luna, se hacía de noche. Y para transportarla, se metía en serones bien apretada y como los pajares quedaban a unos trescientos metros, había que cargarla en los mulos. Si los serones eran pequeños, dos en cada viaje y si eran grandes, uno. En los dos caso, siempre colaborábamos los chiquillos tirando del ronzar del mulo.
Los pajares, para que la humedad no pudriera la paja, siempre estaban en alto. Y esto era un problema a la hora de llenar el pajar. Pero en nuestro caso, dicho recinto tenía una puerta que daba al patio por donde podían entras las bestias cargadas. Era por la única causa que se abría esta puerta. Estos pajares, que solían estar encima de las cuadras, tenían un agujero y por allí se metía la paja, cayendo por su peso y empujada por una horca, en ocasiones. Por encima de la puerta, dejaban un palo que sobresalía un poco más de un metro. En el palo había una anilla igual que la que había en las puertas de las casas para atar las bestias. En la anilla se colgaba una “Carrucha” y a ésta se le ponía una soga larga. Cuando ya estaba el serón en el suelo, se le ataba la soga y el otro extremo se ataba al morro de la albarda del mulo. Yo tiraba del mulo, uno de mis hermanos iba guiando el serón mientras subía, otro lo esperaba arriba procurando que encajara bien con el portoncillo para en ese momento tirar de él. Lo pasaba al pajar y arrastra, lo llevaban hasta el final. De este modo y sisteme, poco a poco, se llenaba el pajar hasta las tejas.
Para no respirar tanto polvo, en la boca se ataban unos pañuelos y después de terminar la faena que duraba entre seis u ocho horas, todo el mundo al baño, fuera de día o de noche. Terminada la faena de meter el grano en las trojes y la paja en los pajares, todo quedaba guardo y hasta el próximo año. De aquí venía en dicho, a los que sólo trabajaban unos días al año, “eres más perro que un trillo”.
LAS CABECERAS
Bien para los visitantes o para en verano dormir en la calle, en todas las casa solía haber unas cabeceras. Eran unos jergones artesanales hechos de lanilla, del mismo estilo que las cortinas y las alforjas. Se llenaban de lana y se dormía en ellos muy agusto. Para el invierno, en las camas había unas mantas de cuadros que también se hacían en la sierra. Pesaban mucho y abrigaba poco. Por el lado de la almohada tenían flecos y por el lado de abajo, estaban dobladas y cosidas formando un cujón para meter los pies. Estas mantas, igual que las cabeceras, se usaban poco, por lo que se guardaban donde no estorbasen. En mi casa se ponían sobre la robusta mesa de matar los cerdos. Se usaban sólo dos o tres veces al año. Juntas, cabeceras y mantas, esperaban la llegada de los visitantes o el verano, que sobre mantones de las aceitunas, se tendían y adormir bajo las estrellas. En el caso del cortijo del Chorreón, como era casi una fortaleza amurallada, por la noche se cerraban los portones, se le ponía la tranca y el cerrojo y adormir tranquilo.
LAS ROMANAS
Estas llegaron después de las balanzas. Las últimas que yo vi en el Chorreón, ya traían kilos, pero las primeras, sólo tenían libras. Si se oxidaban no daban los pesos exactos, por lo que había que tenerlas bien engrasadas. Cuando vendíamos el aceite, al principio que sólo se conocían las libras, era fácil, pero después era más complicado con los kilos y las libras. Para un kilo había que echar dos libras y dos onzas. La libra tenía dieciséis onzas. Recuerdo yo que aquello me formaba a mí mucho lío. Al final había que multiplicar por veintitrés. Antes de llenar las pieles había que pesar éstas. Aquello se llamaba la tara. Había que tener cuidado con unos arrieros que venían de la parte de Murcia. En estas taras metía o bien piedras o sogas y como después de llenar los éstas de aceite, se volvían a pesar y a esto se le llamaba el bruto. Se le restaba la tara y al resto a multiplicar por doce pesetas la arroba que era lo que entonces valía.
VARA DE MEDIR
Recuerdo yo también que cuando por allí venían los recoveros, hasta traían su vara para medir las telas y las cintas. Uno que por el lugar venía mucho era de Begíjar, ya viejo y con una verruga grande y fea en la mejilla. Traían cinco o seis caballería cargadas de mercancías. Los que venían de Hornos, eran de menos importancia. Sólo traía una o dos bestias. También venía una señora de Guadabras que se llamaba Teodora, solo con una bestia, pero siempre la traía cargada de chucherías. Recuerdo que traía dos cajas grandes de madera con cerradura metidas en un “corvo”. En los corvos se guardaba todo y eran como aguaderas, pero más grandes y resultaban imprescindibles para la “recova”
La Teodora no traía mucha abundancia, pero sí todo muy surtido. Hasta joyas de oro decía ella que traía, pero a mí lo que más me gustaba, eran los espejillos redondos de chapa niquelada, con tapa y un soporte de alambre que servía para que se quedaran de pie. Los recoveros siempre dejaban los cortijos limpios de huevos y pollos. Los tomaban a cambio de sus mercancías y decían que se los llevaban para vendérselos a los señoritos de los pueblos. Algunos recoveros decían que la vara de medir eran sus pies y sus manos. La Teodora, que era muy lista, por si la perdía, en una de aquellas cajas de madera, con una navaja, tenía marcadas dos “cotonas” y de una a otro era la vara para medir.
LAS DAMAJAUNAS
A las garrafas, nosotros le llamábamos damajuanas y las había de arroba, 16 litros; de media y de cuarto y otra de dos litros. Esta última se usaba sólo para vinos dulces. Era una confusión con la medida porque variaba con las de arroba, hasta dos litros. Por eso había que tener una de las grandes para ir a comprar el vino. El ventero era el tío Zacarías, el viejo. Recuerdo que se enfadó un día porque le dijeron borracho y fue y puso una denuncia en la Guardia Civil. Le dijo que él no podía aguantar que le dijeran borracho. “Mire usted, señor cabo, yo apenas bebo una damajuanilla de media arroba y hay veces que me dura hasta dos días”. El cabo se echó a reír y no le hizo caso.
EL RAIDOR
Era un trozo de madera redondo de unos cuarenta centímetros de largo y ocho centímetros de grueso. Se utilizaba para las medidas del grano que eran raídas. Se pasaba por encima de la media fanega o del celemín y se quedaba justo. Las “ceazas, el ceazo, los plillos, la artesa, los tendíos y la rasera” eran los elementos útiles para amasar y hacer el pan. El canasto para guardarlo después. “Los ronzaleros, ronzales, coyunteros y coyuntas, el sudador, los solomillos, la cincha, las antojeras, los bozares, las amegues, los frontiles, la vara bistoba, una con látigo para mulos y otra con pinchos para las vacas, eran útiles para manejar y aparejar el ganado mular y vacuno.
LAS QUESERAS
Servían para hacer queso y las había de una, dos, tres y cuatro quesos. Se usaban unos aros de pleitas y se abrían más o menos dependiendo de la cantidad de cuajada. Por eso unos eran más grandes o más pequeños. La tabla tenía tallada una flor y aquello lograba que los quesos salieran bonitos. Por el Chorreón, la lecha era abundante porque había mucho ganado. Para hacer el queso hacía falta “cuajo” y era natural. Se conseguía, dejando que un corderillo recién nacido, mamara los calostros de su madre. Se mataba luego este corderillo, se le sacaba el estómago y se dejaba que con aquellos calostros dentro, se secara. Con unos cuantos gramos de aquella leche rancia, bastaba cuajar diez litros de leche. Y recuerdo que no toda la lecha se convertía en cuajada. De esos diez litros de leche, sólo salían unos dos kilos de queso. El resto era “caldete” y recuerdo que le decían suero. Aquello se podía beber pero daban grandes diarreas.
LAS FALTIQUERAS
Era una talega cosida por todas partes. Por el centro y en la parte superior, se le hacía una abertura que se adornaba con cintas o cordones que daban la vuelta a la cintura. De artesanía, también las hacían en la sierra. En estas talegas se guardaban las prendas más personales. Eran lo que hoy es bolso y las había pequeñas y muy grandes como la de la tía Francisca, nuestra sastra. Aquello se parecía al Arca de Noé. Guardaba allí alfileres, bobinas, carretes, botones, hebillas, corchetes para los pantalones y chalecos, las gafas, que ya en los últimos años le faltaban las patillas. ¡Cuánto nos quería y la queríamos a aquella mujer! Nos hizo, además de la ropa, muchas cosas buenas en aquellos tiempos de la guerra. Al final le dio una parálisis y se le torció la boca. Dios la habrá premiado porque era una buena persona.
Cuando yo cumplía los cinco o seis añillos, la hermana Francisca, me hizo unos pantaloncillos que no era ni largos ni cortos. Eran de pana lisa y canutillo y color negro. Tenían un sólo tirante que me cruzaba de un lado a otro y eran muy cómodos para quitármelos.
Ya entre siete u ocho años, la ropa que nos cosía la tía o hermana Francisca, de las dos maneras la llamábamos, era más seria. Por ejemplo: en los pantalones ya nos ponía bolsillo. Aquello era todo un acontecimiento verse uno con sus manos metidas en los bolsillos. No duraban mucho. Bien porque la tela era vieja o bien por la cantidad de cosas que en aquellos bolsillos metíamos. Por aquel entonces ya me compraban mi primera navajilla. Me la traían de Beas y era como de lata, no cortaba casi nada y por eso la llamábamos “capa ranas”. Recuerdo que en las cachas tenía una copa como las de las barajas.
En los bolsillos de aquellos pantalones, también guardábamos el juguete más querido: “la pita”. Aquello era un palillo de madera de unos diez centímetros que dándole con un palo más grande, se hacían competiciones entre los chiquillos. Entre los nueve y diez años de edad, en los años 1940-41, es cuando se casó mi hermana Pepa, con mi cuñado Andrés de Cañada Morales. Estrené yo, para este acontecimiento, un traje más forma que me lo cosió un sastre de Hornos que se llamaba Leopoldo. Me hizo chaqueta y dos pares de pantalones, unos cortos y otros largos y bombachos.
Mi madre siempre pensaba en que aquellas prendas tenían que durar al menos tres o cuatro años y por eso me las cortaron anchas y grandes. La economía, por aquellos tiempos, era muy ajustada y por eso se aprovechaba cuanto se podía, la ropa de unos hermanos para otros. Pero como yo era el pequeño, aunque sí aprovechaba mucha de la ropa de mis hermanos, la mía ya no había quien la pudiera usar cuando a mí se me quedara pequeña. Por eso digo que aquellos “bombachos” con su chaquetilla, me quedaban grandísima. Cuando me los ponía y me miraba me quedaba como espantado. Recuerdo que la tela era marrón, con espiguillas y la chaqueta era de fuelle.
En los hombres mayores, lo que más recuerdo, es que llevaban los calzoncillos largos y atados con unas cintas por debajo. A las mujeres les costaba mucho trabajo planchar aquellos lienzos y con aquellas planchas. En algunas casas tenían tres y cuatro planchas, de hierro macizo, puestas todas frente a las ascuas de la lumbre. Cuando la que usaban se había enfriado, cogían la que más tiempo llevaba puesta frente a las ascuas y de esto modo no tenían que esperar a que se calentara la que acababan de soltar. Recuerdo que planchar las cintas de aquellos calzoncillos, era la parte de la prenda que más trabajo les costaba. Iban abriéndola con el dedo por delante de la plancha.
La gente, por el campo, llevaba la ropa muy remendada. A los pantalones de pana, que eran los que más duraban, acababan poniéndoles rodilleras y culeras de pana nueva. La tía Francisca las ponía como de fábrica y también en la parte de la bragueta que era donde más se rompía. Al acabar la guerra, la ropa que usaban los hombres por toda aquella vega del Chorreón, cambió un poco. En los rastros de los pueblos se podía comprar, y muy barata, toda clase de prendas militares. Guerreras con bolsillos grandes, monos, pantalones, unos abrigos grandes, largos y muy pesados, capotes que eran más ligeros. Algunos tenían galones y estrellas.
Recuerdo que también se llevaba mucho la faja. En mi casa había un mulero que estuvo casi toda la vida con nosotros, primero en el Chorreón y luego en Cachiprito, que se ponía siempre una faja. Se daba vueltas y vueltas hasta agotar casi los cinco metros que medía. Decía que estas fajas eran buenas para los riñones. De aquel hombre que se llamaba José Martínez y de apodo le decíamos “Pimentajo”, tengo yo un recuerdo bello. Era de Villa nueva del Arzobispo. Derramó mucho sudor en las fincas de mi padre agarrado a las manceras del arado. En mi casa conservo todavía un arado de aquellos tiempos. Cada vez que lo veo me parece ver al tío José agarrado a él y diciendo que le duelen los brazos de tanto apretar para que la reja se clave en la tierra.
Como antes te he hablado de los juguetes, no quiero dejarme atrás un recuerdo muy entrañable. Pocos juguetes tuvo yo de pequeño, pero entre ellos, recuerdo un caballito de cartón clavado en una tabal con ruedas de lata. Al final se le rompió la cola y luego las orejas. Entonces no había con qué pegarlas. Pero sí teníamos nosotros unos juguetes hechos por nosotros mismos. Eran muy simples y los utilizábamos como camionetas. Su construcción era muy sencilla: a una lata de sardinas, se le quitaba la tapa, hacíamos cuatro ruedas de cospes de pinos, fácil de cortar y tallar con nuestras navajillas, se le hacía un agujero en el centro y con unos trozos de alambre, ya teníamos una camioneta con sus ruedas y todo. Algunas veces, las ruedas también las hacíamos de las suelas de los alpargates de goma. Estas duraban más y eran más seguras. Con estos sencillos instrumentos nosotros mismos nos hacíamos nuestros juguetes.
DEPORTES
En cuestión de juegos deportivos, lo que más se conocía por allí eran los bolos. Sé que de vez en cuando se organizaban competiciones en algunos sitios de la sierra. A los de Villa nueva los veo jugar todavía, muy cerca del Santuario de la Fuensanta. Oí contar a mi padre que en Cortijos Nuevos, donde vivió recién casado, había una bolera y al lado una taberna que eran los que ponían los bolos y la bolera a cambio del vino que se consumiera mientras se competía o jugaba. Allí siempre se exigía que antes de empezar el juego, se comprara el vino para que, en caso de empatar, nos se fueran sin consumir.
Como en el Tranco, cuando ya empezaron las obras, había mucha gente trabajando, formaron un equipo de fútbol. Cuando celebraban las fiestas, creo que era la Virgen del Carmen, jugaban con otros. Un año me bajaron a verlo. Tenían el campo en una llanura muy grande que había en la junta de los ríos. Donde el río de Hornos se juntaba con el Guadalquivir y hoy es lo más profundo del pantano. En los llanos de San Román. Después de tantos años sólo recuerdo el nombre de uno de Villanueva que le decían “Cuevas”. El juego yo no lo entendía mucho, pero sí recuerdo lo rico que estaba el primer helado que yo probé en mi vida. Lo vendía un hombre delgadillo, muy limpio y vestido de blanco. Le decían el Abanero. El helado estaba muy bueno y recuerdo que era granizado de limón. Quería más y mi padre me dijo que me podía doler la barriga.
Sería eso o que los dineros no estaban sobrantes. Después, me fui con otro chiquillo y con dos reales que llevábamos entre los dos, fuimos y le compramos a otro hombre que llevaba a las espaldas un artilugio que parecía un depósito de aceite de los de mi abuelo. En cacharro era pequeño y de allí sacaba una cosa que parecían canutos de caña. Me llamaba la atención que aquello se los comían los chiquillos y cuando lo probé note que estaba muy bueno. Nos compramos uno para los dos. Nos cobró el hombre una perra gorda por él. Luego nos dijeron que nos había engañado ya que los daba a perrilla. Preguntamos y entonces nos dijeron que aquello se llamaban barquillos. Y nos llamó mucho la atención aquel nombre porque nosotros en el Chorreón también hacíamos barquillos de cospes de pinos. Los echábamos a las corrientes del agua y con aquello organizábamos competiciones. Esto era sólo en las charcas, porque a los charcos grandes no nos dejaban que jugáramos por miedo a que nos ahogáramos.
Cuando terminamos de comernos aquel canutillo tan apetitoso, como había tanta gente, nos perdimos. Al vernos llorando, uno que era de la Platera, nos cogió de la mano y nos llevó a donde teníamos instalado el hato: los mulos, las yeguas y unas aguaderas con víveres. Allí estaban mis hermanos y mi padre. Nos buscaban desesperado creyendo que nos habíamos caído al río grande. Cuando le contamos a mis hermanos lo que nos había pasado con el barquillo, descubrió que el hombre nos había engañado. Se puso que quería ir a pegarle al hombre del artilugio en las espaldas. Como yo era chiquitillo, siempre estaba protegido por todos mis hermanos. Pero en esta ocasión mi padre no les dejó. “No vaya a ser que los dineros los haya perdío o se lo hayan gastao en otro cosa y nos metamos en jaleos”
Y así había sido. Nos los habíamos gastado en otra cosa. El mismo hombre que vendía los barquillos, encima de aquel “vacicillo”, en lo que hacía de tapa, tenía puntas clavadas y en el centro una varilla que daba muchas vueltas. “Más que el mulo que tiraba del rulo de la fábrica de mi abuelo”. Luego, esta varilla, cuando ya no tenía fuerza, se paraba en cualquier punto y con un poco de suerte, te podía tocar un premio. Por dentro, aquel redondel que le parecía a la era de trillar, pero chiquitilla, ponía el hombre caramelos, peines, navajas, trocitos de turrón y muchas más cosas. Pero de vez en cuando había un punto que no tenía nada. A nosotros, aquella era en pequeño y llena de chucherías, nos llamó mucho la atención. Le dimos al hombre una perrilla y tiramos. Tuvimos la mala suerte que aquella varilla se paró donde no había nada. Nos dieron ganas de llorar y más porque el que había tirado antes que nosotros, le tocó una navaja.
Los chiquillos que vivíamos por el Chorreón y toda la vega, no conocíamos el futbol y mucho menos una pelota. Un día mi primo Rufino, el que vivía en Jaén, vino y trajo una. Cuando la sacó del equipaje, le dio una patada y la pelota fue a parar cerca de la era. A ninguno nos llamó la atención que hubiera ido tan lejos, pero si nos dejó con la boca abierta cuando vimos que al tocar tierra, siguió dando botes y saltos. Enseguida pensamos todos que estaba viva. Salimos corriendo todos los chiquillos y aquello era muy malo de pillar. Casi pero que cuando había que coger un pavo en los corrales. Y es que como era redonda, al cogerla se escapaba.
VEHICULOS
Este primo mío trajo por allí también la primera bicicleta que yo conocí. Fue en unas vacaciones de su padre y como ya estaba terminado el carril del deslinde que hizo la Confederación a todo alrededor el pantano, por allí nos paseábamos. Antes de que la trajera, en el Chorreón ya se decía que iba a venir con una bicicleta, por lo que todos los chiquillos estábamos a la espera. Al fin, una mañana, sobre las doce y con calor, asomó por las Covatillas. Al llegar por encima del baño del Chorreón, como el carril se inclinaba por la roca grande que hay allí, se tuvo que bajar. Los mayores, que ya habían salido a esperarle por el mismo llano de la dehesa, venían corriendo detrás de él. Los más pequeños nos habíamos concentrado cerca del Chorreón, por donde tenía mi padre las colmenas. Mientras esperábamos espantábamos a los abejarucos para que no se comieran las abejas.
Por fin asomó por allí y al verlo se parecía a un afilador. Lo saludamos y al llegar a nosotros no se podía parar porque de frenos venía malamente. Por pocas se cae al arroyo que había por la parte de abajo donde estaban las colmenas. Por cierto, en ese arroyo, se cayó un recovero que venía de Bailén, cargado de orzas, lebrillos y pucheros. Todos los trastos se le rompieron. Te tengo que llevar por allí un día u enseñarte los cascotes que por aquel lugar han quedado repartidos. Esto es evangelio. Pues el de la bicicleta, lo paramos entre todos y enseguida lo rodeamos. Empezamos a tocar por aquí y por allí y le pedimos que nos dejara montar. Nos decía que tocar todo lo que quisiéramos, pero de montar, nada.
Yo, curioseando le di a una orejuela que tenía y aquello empezó a sonar parecido al despertador grande que había en mi casa. Me tuvieron que retirar porque no les dejaba hablar. Luego nos dijo que aquello era el timbre. “Niquelaillo” y muy bonico, del tamaño de una manzana, pero hueco.
CALENTURAS DE PALUDISMO
Por aquellas fechas, eran muy corrientes las calenturas del paludismo. A mí también me dieron y en el Tranco me mandaron unas pastillas de quinina, pero no había existencias porque en Campo Redondo se había acabado. Mi familia pensó ir a comprarlas a la Puerta, pero mi padre le dijo a mi madre: “Mejor será que me lleve al chiquillo y que lo vea el boticario por si cree conveniente mandarle otra cosa”. Así lo hicieron y al día siguiente, me montó mi padre en la yegua y me llevó a la Puerta.
Al llegar, en las anillas que había en la puerta al lado de la botica, ató mi padre la yegua, se bajó y luego me tomó y me entró en la botica en sus brazos. Tuvimos que esperar y mientras estábamos allí oímos unos ruidos hasta entonces desconocidos para mí. Sonaban como cuando truena y arrastran chapas. Todos los que estábamos allí nos asomamos a la puerta y vimos que era una camioneta. Daba muchos saltos y sus chapas sonaban como cencerros rajados y por el tubo de escape, salían las explosiones, semejantes a truenos y un gran chorro de humo. Aquello parecía un demonio de los que nos contaban en las noches de los esfarfollos. Subido encima iban dos o tres hombres agarrados al monta carga y como engarrotados. Fue la primera vez que en mi vida vi un vehículo con ruedas. Algo más tarde conocía la “alsina” que llevaba el correo por la carretera del Tranco.
Cuando aquel cacharro terminó de cruzar, dirección a Siles, nos dedicamos a lo nuestro. Al verme el boticario, no lo dudó y le dio a mi padre, liadas en un papel un puñado, de pastillas amarillas. Aquella enfermedad me dejó muy flacucho, pero gracia a Dios, me fui recuperando y poco a poco perdí el color amarillo y gane más kilos. Pero de aquella primera furgoneta que vi en mi vida, yo me quedé con la sensación de que era un caballo con ruedas.
EL CAPAOR
Por toda la vega, al amanecer, en el mes de los Santos, todas las chimeneas de los cortijos echaban chorros de humo. Era la fecha de las matanzas. Pero antes de irnos a esos momentos tan mágicos en aquellas tierras mías, quiero hablarte de lo que había ocurrido en la vega unos meses antes. Esto sucedía por aquella vega y me imagino que también por muchos otros cortijos y lugares de las sierras que hoy forman el Parque Natural. Me estoy refiriendo al “capaor” de cerdos, becerros, mulos y demás animales. Los marranos que se engordaban para la matanza, si previamente habían sido capados, su carne era mucho más sabrosa.
El que atendía las tierras de la vega de Hornos, el capaor profesional de aquella zona, se llamaba Leopoldo y se presentaba entre los meses de julio y agosto. Solía venía de Beas y a los chiquillos nos impresionaba mucho. Su llegada era reconocida desde muy lejos, porque al igual que el afiladro, éste tocaba con menos sonidos, pero más fuerte. Los mayores nos asustaban diciendo: “nene, te voy a capar” y salíamos corriendo enseguida. En toda la vega, Leopoldo era muy querido porque tenía arte, era un buen profesional. Muy pocos eran los marranos que a este hombre se le morían. La operación de la los pollinos y los potros, era la más espectacular, por el tamaño de estos animales. Tenían que derribarlos y para eso hacían falta varios hombres y como no usaba ningún sedante para dormirlos, todavía hacían falta más hombres para sujetar a los pollinos una vez tendidos en el suelo. Cuando le tocaba el turno a estos animales, los chiquillos siempre estábamos lejos por si se escapaba alguna coz.
A las marranas y lechonas, también las tumbadas en el suelo, pero en este caso con uno o dos hombres era suficiente. Los hombres las sujetaban de las patas, el capaor ponía su bota derecha sobre el cuello del animal y aunque la marrana gruñera, él seguía con su tarea. Ni siquiera limpiaba aquella parte donde tenía que practicar la incisión. Sacaba su navajote, porque no se parecía en nada a las nuestras por ser corta y panzoncilla, y en un lado de la barriga trazaba un corte seguro y limpio. Por aquella herida, metía los dedos y sacaba como unas burbujas de chica, a la carne por allí siempre se le llamaba chica, las retorcía y se las cortaba. Le ponía en la herida unos polvillos, la cosía con una aguja corta, recia y curvada, encima de los puntos echaba un poco de aceite de oliva y zotal para evitar que las moscas pusieran allí sus larvas y a correr. Todo muy rápido, sencillo y a lo bruto. No sé cómo no se morían aquellos animales. Pero el caso era que no les pasaba nada.
A mi entender, creo que los marranos eran más fáciles de capar, aunque según decían, resultaba más doloroso. Al menos, nosotros los chiquillos, eso es lo que creíamos. Los cogían entre dos hombres, uno de las patas que las sujetaba en alto montado sobre el animal y otro de las orejas, también con el marrano entre sus piernas, pero éste de espaldas al primero. El capaor no ayudaba para nada. Se limitaba a hacer bien su trabajo. Como el marrano se quedaba con los testículos para fuera, fácil para cortar, Leopoldo se ponía mano a la obra. Con aquella navajilla panzuda, con decisión daba un corte limpio y seguro. Entre los dientes sujetaba la navaja mientras ahora, por la raja abierta, sacaba el testículo, lo retorcía y lo cortaba. Impresionante y más para nosotros los chiquillos que estábamos viendo muy cerca esta faena.
Allí no había peligro de coces. Pero sí mirábamos llenos de curiosidad con los dientes encajados y las manos dispuestas a defender lo que fuera si aquel capaor se atrevía con nosotros. La lección era dura y cruda y de ella sacábamos claro lo que significaba aquello que nos decían los mayores: “Nene, te voy a capar”. Ni de bromas lo hubiéramos dejado nosotros, pero el temblor nos corría por todo el cuerpo. Nos tenían acobardados. Cuando Leopoldo terminaba su operación con los marranos, también cosía aquellas dos rajas, le echaba sus polvos, su chorreón de zotal, agua fría con un cubo, un azote en el culo y a correr. Se morían muy pocos. De cien, uno. Por eso decía antes que aquel hombre tenía muy buena mano.
La operación de capar los potros, era distinta: ni había herida ni se cortaba nada. Le hacía crujir el cordón que sujetaban los testículos y se los dejaban dentro. Se lo ataban con una cuerda para que no se dieran la vuelta y ya quedaban capados como las marranos y los cerdos machos.
LA MATANZA
En noviembre, ya con los fríos, los cerdos no engordaban más y sí se curaban bien los jamones. Había un refrán que decía: “Dichoso mes que entra con todos los santos y sale con San Andrés y este día cada cual mata su res, chica, grande o como es”. El día antes, las madres habían preparado el algodón, las tripas, las especias, molidas y en grano, los cernaderos de cuadros para tapar la carne y otros pequeños para las manos de los matarifes. Preparaban los cuchillos para matar y picar la carne, el ramal para el hocico, el camal El día anterior había que preparar las especias. Eran las mujeres las que se encargaban de estas compras o hacían una extensa nota con todo lo que hacía falta. Si dejarse lo más mínimo. Desde la sal hasta las tripas para los embutidos.
Astillas para atar el ligado de la engolladuras y que no gotearan sangre, cañas para abrir las canales de los cerdos, un látigo para “ausear” a los gatos y perros, abundantes en todos los cortijos. La noche anterior había que dejar los calderos llenos de agua ya que había que calentarla una hora antes del amanecer, leña para ir metiendole a la candela a medida que se consumía. Tenía que empezar a hervir coincidiendo con la muerte del primer marrano y al amanecer.
La noche anterior ya empezaba la fiesta con el pelado de las cebollas, el agua para hervirla y pelar los cerdos y mientras se iban pasando platos de roscos, higos secos, nueces Tomado el aperitivo, como se decía, empezaba la matanza. Dependiendo de las casas con familia más numerosa y mayor o menor poder económico, así se mataban más o menos cerdos. En mi casa matábamos de seis a ocho y dos o tres reses. Los cerdos casi todos de pata negra, criado a careo por los encinares de aquellas zonas. A los chorizos se les añadía la carne de las reses para que fuera de buena calidad. De los cabritos que se mataban, del más gordo, se le sacaba una cubierta de carne que aliñada con orégano, ajos machacaos, sal y pimienta, a los dos o tres día de estar en adobo, se ponía a orear. Era la comida de pastores y se le llamaba “Salón”.
Había que madrugar mucho para que antes de terminar el primer día de la matanza, estuvieran concluidas las faenas principales que se habían comenzado de madrugada. Para esas fechas ya los días son cortos y la faena que se presentaba era mucha. También se daba el caso, que después de tantos preparativos, el día de la matanza amanecía lloviendo. No se podía suspender la matanza, pues los cerdos llevaban varios días sin comer para que en las tripas no tuvieran muchos restos de comida y así de esta manera era más fácil su lavado. La matanza había que llevarla a cabo lloviera o no. Se cambiaba de sitio, bajo los porches, y las que en este caso salían perdiendo, siempre eran las mujeres que tenían que ir a lavar las tripas a los arroyos o fuentes lloviera o no.
Para lavar las tripas se usaba jabón, vinagre, tomates verdes lo primero que tenían que hacer era sacarle todos los excrementos. Las enjuagaban dos o tres veces y luego las volvían con los dedos y de nuevo a lavar muchas veces. Las serranas siempre han sido muy curiosas, muy limpias. Para este trabajo y en pleno campo, tampoco se podía olvidar el látigo. Perros y gatos merodeaba y le acompañaban en el recorrido pendiente de cualquier descuido para llevarse lo que pudieran.
Los morcones, estómagos, también se lavaban muy bien. En el caso de que faltaran tripas se llenaban de morcilla o chorizo y si no faltaban, se llenaban de manteca con la que luego, a lo largo del año, se hacían las tortas de chicharros. Los chicharros son trozos de carne que se van pegada a la manteca. Exquisito bocado el día que tocaba amasijo de pan. En estos envase la manteca no se pone rancia.
Terminado el sacrificio de los cerdos, después de abrirlo y lavar las tripas, ya avanzado el día, venía una comida fuerte: migas de pan con muchos pimientos verdes guardados en paja u hojas de higueras, aceituna y todos los chorizos que habían sobrado del año anterior. Acudían todos los familiares cercanos y vecinos a los que se le invitaba. Por la tarde, las mujeres picaban las especias y preparaban los enseres para los embutidos. Los hombres, a jugar a los bolos.
Al segundo día, también al amanecer, ya las reses y cerdos oreados, se deshacía a los animales sacrificados. En mi casa siempre venía mi tío Gil desde el Carrascal. El desayuno era un trozo de hígado no pasado de asado, pan y vino. Las mujeres clasificaban las carnes:
las más grasas para las morcillas, los ensangrentaos para las gueñas, los magros para el chorizo y las cabezas y vísceras para las blancas, las molían o picaban por separado y las adobaban. Los hombres ayudaban a la preparación del salado de los jamones. Era tarea que les tocaba a ellos.
A primera hora se tomaban dulces y aguardiente y sobre las dos o tres de la tarde, la gran comida: el ajo de pringue, con hígado, mollas de pan y especies de todas clases. Yo sólo recuerdo que el orégano era el más sobre saliente. Este ajo se adornaba con tajadicas de asadura, hígado, tocinillo de panceta, aceitunas cascadas con tomillo y mucho vino manchego. Era una comida muy pesada y se comía en la sartén grande de asas. En vez pan se tomaban las cortezas sobrantes del almuerzo sacando la moya paras las morcillas blancas. Al acudir todos los invitados, el corro era grande y había que echar un paso adelante y otro atrás con la cuchara llena.
Después de la comida, forasteros y familiares más lejanos, se marchaban y se quedaban las mujeres con la gran faena del embutido y cocido de las morcillas. Los hombres ya sólo atizaban a los carderos y colgaban las varas a medida que se iban completando. Toda la ropa se llenaba de grasa que luego era muy difícil de quitar. La última calderada se terminaba casi de noche. Antes de concluir se comía un estofado que le llamaba “guisado” hecho con los restos que habían quedado del descarnado de los pollos y pavos. Lo adornaban con albóndigas y pimientos rellenos. Esta cena era el regocijo para todos. De postre se tomaba melón.
Para el día de la matanza, las orzas había que dejarlas limpias. Si el año anterior había sobrado algo de morcilla blanca, gueña o negra, chorizo o tajada de lomo, todo se echaba en un puchero más pequeño para consumir antes que la matanza nueva. Antes de empezar a hacer los embutidos había que probarlos para ver como estaban de sal y de especias. Se sacaba del bodrio y en una salten sobre las ascuas se refreían y en su misma grasa y se daba a probar a más de un invitado. De este modo se aseguraba que hubiera quedado bien condimentada. Las primeras que se cocían eran las morcillas que siempre se reventaban. Si era sólo espezonada, se podía colgar, dejándola más pequeña y en este caso se le llamaba morcilleta. Pero si las tripas eran malas y se rajaban a lo largo, había que comersela enseguida. Así mismo ya se podían comer. También se asaban en las parrillas y en las ascuas que todavía ardían en la lumbre.
Ya después de tener las varas colgadas y llegado el tercer día, llegaba la salazón de los jamones, paletas, blancos de tocino, las medianas que se echaban en adobo estaban muy buenas en tajaditas fritas. También se salaban las costillas, huesos de espinazo y del hocico. Sus ternillas, pasado unos días, estaban muy buenas asadas en las ascuas. Estas partes del cerdo había que tenerlo menos tiempo en sal, para que no estuviera muy salado y perdiera su buen sabor. Sobre una semana. En este tiempo las mujeres ya habían terminado la tarea de limpiar todos los cacharros de la matanza. Se guardaban y se decía que “hasta el próximo año si Dios quiere”. Ya habían metido también los lomos en las tripas culares y manteca en los morcones.
Con estos morcones también se hacían un bocado muy rico. La lengua del cerdo se envolvía en un bodrio de morcilla blanca, se reforzaba con más especias, sobre todo piñones, se metía en los morcones, se cosía, se cocía y se colgaba en las puntas de las varas para consumirse de lo primero. Cuando estas lenguas estaban curadas, se podían comer y tenían un sabor delicioso. También se guardaban en aceite igual que los jamos y lomo y duraba hasta dos y tres años.
A la semana se frían los adobos, costillas y huesos y se echaban en aceite. En esta primera semana, la misión más importante de los hombres era la de darle vueltas a las salazones. Con frecuencia se echaban a perder estas piezas. Sobre todo si venían días calurosos y si le cagaba la “moscarda” en la noche de los oreos. Y si esto sucedía era una ruina para la familia. No se podía comprar otras.
Los jamones y las paletas se tenían en sal según el peso que tuvieran. Creo que era sobre un día por libra. Si la paleta pesaba seis libras le correspondía seis días. Si era un jamón de un cerdo grande, se mataban marranos de hasta doscientos kilos, el jamón pesaba doce kilos, tenía que estar en sal veinticuatro días. A estos jamones grandes, se les quitaba la “bola” antes de meterlos en sal. El hueso de la rótula que va en el centro del jamón y por donde, en ocasiones, se empieza a pudrir la pieza. La cavidad de este hueso se rellenaba con abundante sal.
Antes de colgar los jamones al oreo para su curación en las bodegas, lugares frescos y secos, se barrían bien con una escoba de panizo escobero y luego se pasaban por un caldero de agua. De este modo se le quitaba la sal que llevara trabada. Se les introducía grano de pimienta con una “almara”. Herramienta que se compraba, con frecuencia, en la feria de la Puerta de Segura y por eso existía en casi todas las casas. Se usaba para coser los utensilios de esparto. Era imprescindible en aquellos tiempos así como la lezna y la aguja de coser pleita y otras más pequeñas. Se usaban para el enristrado de los pimientos, tomates secos, habichuelas morisconas. Los granos de pimienta que se le ponía al jamón dependían del gusto de cada familia o persona. Otros no se la ponían. La pieza de jamón, después de todo este proceso, se untaba con un poco de vinagre o limón para humedecerlo algo y sobre él se ponían muchos pimientos dulces que se daban muy bien en el terreno.
Eran pimientos secos que se molían en el molino de harina de mi abuelo. Se le apretaba con las manos para que se pegara bien y ya quedaba preparado para que el tiempo pusiera el raso y el jamón quedara bien curado. Se les ponía unos gruesos cordeles y se colgaban en la bodega. Tres o cuatro mese después y si todo había ido bien, ya se podía comer. Estaban más ricos al año o como hacía mi madre, que los introducía en una tinaja de aceite sin que llegaran al fondo y los sacaba a los dos o tres años. Cuando te comías un bocado de aquel jamón, te relamías de lo apetitoso que estaba. Igual de bueno era el lomo embucahdo. De un sabor único y hoy casi por completo desconocido.
Los embutidos de la matanza, en cuanto pasaban dos o tres semanas, ya se podían freír y comérselos. También dependía mucho del clima que hiciera. Si los días transcurridos habían venido claros y despejados, con dos o tres semanas era suficiente para, después de fritos, comérselos. Si el tiempo venía con nieblas o llovía, había que esperar bastante más. Las nieblas y los nublos son enemigos número uno de los embutidos en su etapa de curación. Sobre todo en la morcilla de cebolla ya que se “enflorecía” y había que ponerla cerca de la lumbre y limpiarla todos los días con un trapo y aceite de oliva. Pero allí en el Chorreón, esto no se daba con frecuencia. En aquella vega de Hornos, antes del pantano, apenas había nieblas.
El día que tocaba la fritura, también era festivo. El trabajo era mucho. Había que limpiar y cortar los embutidos, poner y quitar sartenes, ponerle leña al fuego para que se mantuviera fuerte en todo momento y una vez fritas las piezas, colocarlas en tandas en las orzas. Todo aquello daba como resultado final grande orzas de tajadas de lomo del que siempre se ha conocido en la Sierra como “Lomo de orza”, el auténtico. El de estos tiempos, la orza puede que lo haya visto sólo por unas horas y no en todos los casos.
Para realizar este trabajo sí que acudían los hombres, grandes y chicos. Ese día “madre” no hacía de comer nada de olla. La comida era a la carta. De aquellos grandes lebrillos de barro, barreños y cazuelas, cada uno comía lo que le apetecía. En estos lebrillos anchos se colocaba un planto grande, puesto boca abajo, donde se iba echando las piezas ya fritas para que de este modo fueran escurriendo. Cuando estaban bien secas, se ponían en las orzas y se cubrían de aceite. Pero aquel día era fiesta por la posibilidad de comer lo que cada uno quisiera. En este trabajo si colaboraban, con sumo gusto, los hombres. Además de las buenas tajadas de lomo o lo que quisieran, también tenían junto a ellos, buenos porrones de vino.
AGUADERAS Y LECHONES
Nosotros vivíamos en el Chorreón, pero mi padre no era de allí. Sólo mi madre era del Chorreón. Mi padre tenía una casa en Cortijos Nuevos y cerca, según se sube hacia el Ojuelo, a mano izquierda, en una loma que hay allí, en un cortijo derribado que se llama El Palomar. Aquello era de mi padre. Allí nos íbamos nosotros en algunas temporadas porque teníamos también tierras y olivas. Y me acuerdo que yo era muy chico. Tres o cuatro años tendría. El día que tocaba cambiarse de un sitio a otro, íbamos con los mulos y los animales.
Me acuerdo que en uno de los mulos que llevaba aguaderas, me metían a mí. Eran unas aguaderas que se hacían de esparto con cuatro cestas a los lados para echar todas las cosas. A mí me metieron en unas aguaderas de aquellas. Pues me acuerdo una vez que para hacer contrapeso, en la otra metieron cuatro o seis marranillos de una marrana que había parido. Y los marranos gruñendo por un lado y yo por el otro bregando. Si los sacaban, tenían que ponerle piedras para mantener el equilibrio con las aguaderas aquellas.
Una de aquellas veces, cuando íbamos llegando la Venta de la Pacica, antes de Cortijos Nuevos, la mula empezó a levantar las orejas. El animal era muy manso, pero aquello de los gruñidos no le gustaba mucho. De pronto, dio un bufido y empezó a dar saltos. Despidió todo lo que llevaba encima incluido lechones y yo. Mi padre hizo lo que pudo para impedir la tragedia, pero no lo consiguió. Caí sobre una junquera y todo acabo sin más problemas, pero unos meses más tarde, mi padre vendió esa mula en la feria de la Puerta de Segura.
Y un día, no sé si alguien del pueblo se acordará de aquello que ocurrió allí, vivimos una tragedia. Antes de llegar a Cortijos Nuevos, cuando subes esa carretera que a manos izquierda se ven esos llanos de alfalfa, pues por ahí iba un camino, todo el riachuelo arriba, que era el que nosotros andábamos. Entonces los caminos era de tierra y malos.
Pues al pasar por allí, oímos gritos. Se paró mi padre. Se dejó en el camino todas las bestias aquellas, a mis hermanos y todo lo que llevaba y salió corriendo. Era un hombre de Cortijos Nuevos que tenía allí una huertecilla y había cortao un chopo. Un hijo que tenía con catorce o quince años, se vino con él. Al caer el chopo, se atravesó por medio y lo pilló. El verlo fue una cosa que se me quedó grabado. Allí gritando todo el mundo y no podía sacarlo. El chopo no estaba del todo cortao y el muchacho debajo del tronco, muerto.
Te quiero decir que en aquel cortijo del Palomar, la división que teníamos entre lo que era la cocina y los dormitorios, eran de tablas. Y una escalera para subir a los pajares también de tablas. Me acuerdo que tenía una gran higuera en la puerta y una era muy bonica. Una higuera que daba los higos blancos y ricos como la miel de color y sabor. Nos asomábamos nosotros a la era y desde allí veíamos los carros pasar cargaos de madera y nos gustaba de verlo todo aquello.
LOS CARROS DE MADERA
- ¿De dónde venían y a dónde iban aquellos carros?
- Te diré que por aquellas fechas, camionetas o coches de motor, por allí no pasaba casi ninguna, pero los carros cargado del tronco, no paraban en todo el día. Bajaban del Robledo cargados con los troncos de pinos que habían cortado por el Yelmo. Estos carros iban hasta la estación de Baeza donde aquellas maderas eran transformadas en traviesas. Las maderas de la cuenca del río Grande, las bajaban por la corriente del Guadalquivir hasta Mengíbar donde las recogían. Yo pienso ahora que aquellos carreros tenían una ruta muy inteligente. Salían por la Puerta, Puente de Génave, Campo Redondo, por entre Sorihuela, Guadalimar y Chiclana con dirección a Arquillos. Desde allí, directos a la estación de Baeza.
Justo enfrente del Palomar dirección a la Puerta, y todavía está así, la carretera tiene un cerrete y en él, un cambio de rasante. A la primera pendiente, nosotros le llamábamos cuesta. Este punto no se encuentra más de un kilómetro de Cortijos Nuevos y menos aún, en línea resta desde el Palomar. Por lo que mi vista, en aquellos años, era muy clara. Desde el Robledo, los carros bajaban muy despacio. Yo los empezaba a ver cuando ya venían por donde está el campo de fútbol y el cementerio, subiendo hacia El Ojuelo. Muy despacio bajaban y tardaban mucho, pero yo no tenía prisa. De encina de aquella piedra, desde que me levantaba hasta la noche, no faltaba nada más que a la hora de la comida.
El primer carro, unos cien metros antes de llegar a comienzo de la pendiente, se paraba y empezaba la maniobra. A los carros de atrás le desenganchaban las bestias. La primera vez que los vi, pensé que se paraban para comer en Cortijos Nuevos. Pero no fue así. Las bestias de los carros de atrás, las enganchaban con cadenas al carro que iba delante. Los carreros les daban sus voces. Los mulos se ponían en tensión y en un periquete el primer carro remontaba aquella cuesta. Al llegar al llano, desenganchaban las bestias y a por el siguiente carro. En la maniobra tardaban más de dos hora, lo cual daba lugar a que por la carretera fueran asomando más carros cargados de troncos de pinos. Recuerdo que en ocasiones allí se juntaban una docena de carros.
CUEVAS DE MONTILLANA
A las Cuevas de Montillana, que están en el mismo arroyo con ese nombre, por encima de la carretera, nosotros le decíamos “Montiñana”. Recuerdo que a este lugar un día vino mi madre a ver a la pastora de la hermana Sidra de Cañada Morales que estaba enferma. Allí había unas tinadas muy grandes donde en invierno encerraban buenas puntas de cabras. Hasta trescientas y también ovejas. Unas bajo tejas y las otras se refugiaban en las cuevas. Pero lo que me llamó la atención es que la enferma estaba acostada en una cama de hierro de esas que tienen unas bolas doradas encima del cabezal.
Esta cama estaba instalada dentro de la tinada. Los corderillos que no salían al campo, porque todavía eran pequeños, alrededor de la cama donde estaba acostada la enferma. Se nos hizo allí de noche, porque mi madre se paró a ayudar en lo que fuera a aquella mujer. Ya cayendo el sol empezaron a llegar las ovejas y las cabras. Las metieron dentro de la tinada y recuerdo que cuando nos despedimos de ella, tuvimos que pasar por enmedio de todo aquel ganado.
RELOJ DE PLATA
- ¿De qué te acuerdas tú de la fabrica de aceite del Chorreón?
- De muchas cosas y entre ellas de una muy curiosa de los molineros y mi abuelo. Y fíjate que él murió en el treinta y cinco y yo no podía tener más de cuatro años. En la fábrica, mi abuelo, siempre tenía catorce o quince personas trabajando. Gitanos muchos. Casi todos se refugiaban por allí en las tinás. En las de las Covatillas y la Solana.
Pero me acuerdo yo de eso de chiquitillo, después de contarlo, la astucia que tuvo. A uno de los molineros, entre ellos se quitaron un reloj de bolsillo que era de plata. Se lo dijeron a mi abuelo. “Hermano Rufino que me han quitado el reloj. Yo creo que ha sido fulanito”. Y entonces él dijo: “De aquí no sale nadie. Esperar un momento que vamos a arreglar el asunto”. Los metió a todos en el molino a ver sí se averiguaba. Pero ¿quién iba a decir que había sido él? Entonces les dice: “Vamos a hacer una cosa: me voy a traer un costal. Lo vamos a poner aquí. Todo el mundo va a cerrar la mano y la ve a meter dentro. El que tenga el reloj que lo suelte y aquí se arregla todo sin que pasa nada. Yo también voy a meter la mano por si fuera el que lo tiene. Primero nos salimos fuera, damos una vuelta por si lo tenemos escondido en algún lado y después, aquí. A meter la mano todos en el costal. El primero que la va a meter soy yo. Ya veréis como aparece el reloj”:
Cogió mi abuelo un costal de esos de cáñamo que había antes. Todavía tengo uno por ahí que me tocó de mi madre, en un arca que no vale nada, pero que es bonita. Dieron la vuelta por allí los catorce o quince hombres. Entraron, metió la mano en el costal, primero mi abuelo y detrás cada uno de aquellos quince o veinte hombres y cuando terminaron, miraron y el reloj estaba en el fondo del costal. Un reloj de plata que se le apretaba y se abría. Apareció y nadie supo ni quien lo había robado ni quien lo había devuelto. ¡ Fíjate que astucia tuvo mi abuelo! ¡Que ocurrencias y qué cosas tan buenas para buscar la solución!
MOLINO DE ACEITE
En el molino de aceite, además de las aceitunas propias del Chorreón, también se molían las de los otros vecinos de la vega. Por eso en los planos se ven tantos trojes. Cada uno de ellos era para un cosechero. Aunque a los chiquillos, ya te lo he dicho, nos no dejaban entrar al molino, de vez en cuando yo entraba a calentarme en las lumbres de orujo que servían para calentar el agua de las calderas.
Era curioso ver los valeos metidos en la prensa y el aceite chorreando. Y también me llamaba la atención que los molineros o “cagarroches”, que así se llamaban también, estuvieran en pantalones cortos en pleno invierno. Allí sentado en una banqueta de madera y frente a la boca de los hornillos, mientras me calentaba, iba observando lo que por allí ocurría. Los molineros del patio echaban canastas de aceitunas a las torvas. Los envases eran canastas porque pesaban menos y así podían llevar más aceitunas. Eran de mimbre y lo hacían los gitanos de la vega sobre el mes de septiembre y octubre. En el molino había muchas canastas de estas.
Al carrillo de mano le cabían cuatro canasta y la rueda de dicho carro era de hierro. Cuando llovía esta rueda se clavaba en el suelo y tenía que ir otro hombre tirando con una soga por delante. A veces, si el barrizal era muy grande, tenían de olvidarse del carrillo y llevar las canastas llena de aceituna a mano. Cuando esto sucedía, para los pobres hombres, era un verdadero tormento porque si estaba lloviendo, cada vez que salían al patio, se mojaban. Pero ellos eran listos y se inventaban sus pequeñas mañas.
Como el patio del molino estaba más bajo que el terreno, por la parte alta que es por donde cruza el carril del deslinde, ponían tres palos largos de rollizos de pino. Los ataban entre sí, les ponían unos valeos viejos para que los capachos no se rompieran al ser arrastrados. Y empezaban a vaciar por lo más alto. Eran faenas lentas y duros por que no echaban más de dos o tres cargas por turnos. Los que trabajaban de noche tenían unos candiles grandes y con aquello se alumbraba. En el Chorreón no se llegó a conocer la luz eléctrica.
La prensa era de mano. Empezaba apretando la masa un sólo hombre y según se prensaba le iban poniendo mangos a la palanca y al final acababan seis o siete hombres tirando de aquellas palancas. Pero como, aún así, todavía quedaba mucho aceite en el orujo, la jipia del primer cargo, era lavada en una pileta. Le echaban agua caliente y en el siguiente cargo, ya con menos volumen y en los valeos superiores, la volvía a meter para que siquiera soltando aceite. En el segundo prensado se dejaba lista para que cada cosechero se llevara la suya. Me acuerdo que mi tío Gil guardaba este orujo en una cámara para luego dárselo a los cerdos como alimento. Había que subir por una escalera de madera y unas puertecillas, de medio en medio saco, para manejarlo mejor. En cuanto pasaban unos meses, de este orujo empezaba el aceite a chorrear desde aquellas cámaras hasta las habitaciones de abajo. Está claro que con este pienso los marranos engordaban y hasta les salía brillo en el lomo.
El aceite se iba traspasando de los pozuelos a unos aljibes que tenía sifones donde sólo trabaja el maestro del molino. Desde aquí, en cántaras de dos arrobas, se llevaba al almacén para echarlo en las tinajas. A los pocos días de la molienda, ya empezaban a llegar los arrieros que venían de la parte de Murcia y de la Mancha. Desde el pozuelo, se lo llevaban sin más aclarado ni poso. Cando la masa iba cayendo desde los rulos al depósito de chapa que es de donde llenaban las cubetas para llevarla a los valeos, si había pausa en los molineros por haberse parado a comer, allí se formaban buenos charcos de aceite.
Si era molienda nuestra, entonces venía mi madre igual que otras mujeres cuando molían lo suyo, y cogían aceite de allí. Llenaban varias vasijas de barro y lo guardaban sólo para las pipirranas y los mojes. Creo que también este aceite era el que echaban a las mariposas para el día de los Santos y en los candiles para los rezos de los difuntos. Esto es lo que entonces se llamaba aceite virgen.
Cuando el aceite estaba todavía en los pozuelos, si se amasaba en esos días, las mujeres apartaban uno o dos panes de cuatro libras. Los dejaban que se tostara bien, se le untaban ajos machacados, se le daban unos pinchazos para que el aceite le entrara bien por todos sitios y metía en aquel aceite. Pasados dos o tres días, el “remojón”, que así se llamaba, se sacaba, se ponía en una cazuela de barro para que escurriera y luego se comía. Aquello tenía un gusto riquísimo. Algo desconocido hoy para muchas personas.
MOLINO DE HARINA
En la vega de Hornos había dos o tres molinos de harina. Estos estaban instalados en el arroyo de los saleros de donde y se movían con la fuerza del agua. Arroyo de la Cuesta de la Escalera es también el nombre oficial de este arroyo. Mi abuelo tenía uno de estos molinos. No era de él sino que se lo de donaron. Pero mi abuelo se lo dejó a otro señor en alquiler y por eso, cada vez que nosotros teníamos que moler, nos cobraba una maquila más pequeña. De doce celemines, una fanega de trigo, once para nosotros y uno para el molinero.
Sólo una o dos veces fui yo a este molino y como todavía era pequeño, no recuerdo casi nada. Pero sí me acuerdo que aquellas grandes piedras se movían empujadas por la fuerza del agua. A la vez que movía las piedras también ponía en movimiento una transmisión que tenía como una rueda grande también de madera. En esta iba enganchada una polea que a la ve también movía la “Limpia”. Un aparato muy complicado y con muchos almeros o cribas que seleccionaba el trigo de las semillas y de las piedrecillas que hubiera recogido en la era. Un año sembró mi padre lentejas y al trillarlas salieron dos fanegas. Más de una era piedrecillas pequeñas que tuvimos que “esmotal” a mano. No volvió a sembrar más lentejas.
Cuando cambiaban las piedras del molino de harina, una vez vi que las sacaban de sus anclajes con un aparato que las cogía de los extremos y con un tornillo las elevaban. Le daba a aquello media vuelta y ya se quedaban en el suelo. Allí las “picaban”, porque cuando ya estaban muy gastadas, no molían bien. También se molía allí panizo, garbanzos, cebada y los pimientos secos para hacer el pimentón. Cuando se iba a moler pimiento siempre había que asegurarse que los anteriores no hubieran sido picantes. Y el molinero, para resolver este problema, ya sabía como organizar las cosas.
Como todo el molino se ponía rojo, citaba juntos y el mismo día a todos los vecinos que tuvieran que moler pimientos. Se ponía mano a la obra y aquellos pimientos que fueran picantes, eran los últimos en ser molidos. De este modo no había problema de mezclar unos con otros. Se solían llevar quince o veinte ristras de pimientos gordos, dulces y secos. Pero al molino iban ya picados con una maza y sin la simiente. En un saquillo, aparte, se llevaban los picantes.
También citaban para este día o el siguiente a los que tenían que moler maíz, cebada, escaña u otros cereales para pienso de los animales. Ya con esta molienda las piedras del molino se quedaban limpias y preparadas para volver a moler trigo. Recuerdo que a mi madre le gusta ir ella a hacer la molienda y tocar ella la harina. Entendía bien de estas cosas y por eso le iba diciendo al molinero que la quería más fina o más gruesa.
La mayoría de las personas solían moler poco a poco. Una o dos fanegas. Los molineros eran muy conocidos por lo empolvado que iba siempre con un pañuelo azul con cuadros liado en la cabeza. Iban por los cortijos entregando molienda y recogiendo para la siguiente. Siempre llevan a los pobres burros cargados con tres costales de lona o cáñamo. Los de lona solían tener unas franjas amarillas de arriba abajo.
Una de las cosas que a mí me llamaba la atención es que cuando los molineros venían con los costales de harina, los traían más llenos que cuando se lo había llevado. Al final ya me dijeron por qué era aquello. Al moler el trigo se le ponía tres o cuatro litros de agua por fanega y la harina salía esponjada. Crecía y claro, su volumen era casi el doble. Me contaban que algunos de estos molineros, hacían sus trampas. Le echaban al trigo mucha más agua de lo normal y así de este modo le maquilaban dos celemines a la fanega. Otras veces, si el trigo que le habían llevado era de buena calidad, el molinero se lo cambiaba por el de peor calidad que él tenía de otras maquilas. Esto justificaba que mi madre hiciera molienda de diez a doce fanegas y siempre quería que lo hiciera con ella presente.
LLEGA EL PANTANO
- Y cosas concretas de cuando empezó lo del pantano ¿qué recuerdas?
- Precisamente por lo que siempre se llamó “El tranco”, estrecha senda que por aquel despeñadero daba entrada al valle, entraron los primeros ingenieros montados en sus caballos. Venían, acompañados de los guardas forestales, buscando un buen lugar para la presa. Algunos descansaban en Hornos y otros venían a este cortijo mío del Chorreón donde decían que se encontraban como en su casa. También comentaban que les había gustado mucho el sitio para emplazar la presa, por las grandes rocas a los lados y la buena capacidad de agua que en este valle había. No recuerdo, pero seguro que más de un pollo se comieron estos ingenieros tanto en el Chorreón como en otros cortijos.
Pasado más de un año de estas primeras visitas, ya vinieron más ingenieros y topógrafos. En la primera etapa, montaron el cuarte general precisamente en el Chorreón. Las llegadas de las primeras expediciones eran parecidas los buscadores de oro en las películas. Ocho o diez caballos y otro tantos mulos y borricos con los equipajes, alimentos y los aparatos para medir el terreno. Todo muy bien embalado en cajas de madera y las miras: unas tablas de unos seis metros de altas que se doblaban en tres piezas y recuerdo que tenían las letras al revés.
Mientras desliaban el equipaje los chiquillos estaban muy pendientes de las cosas raras que iban sacando. Lo que más llamaba la atención era cuando sacaron una cosa con tres patas y sobre estas pusieron un aparato que tenía un ojo. Lo dejaron instalado y se fueron a comer. Aprobecharon los chiquillos para asomarser por aquel ojo y veían al de enfrente muy de cerca y con la cabeza al revés. Lo primero que hicieron los ingenieros es trazar la linea hasta donde llegarían las aguas señalándola con estacas de madera. Después pasaron a ser mojone y más tarde, un carril de deslinde.
En principio pensaron hacer un muro más alto y el primer trazado hoy todavía con señales por debajo de las Morras junto al Chorreón, lo abandonaron para dejarlo en los límites que tiene ahora. Algunos dicen que porque era mucha carga para la presa y otros porque se les salía el agua por Cortijos Nuevos. No cabía en la mente de los lugareños que con aquella presa tan bajica que se veía allí, el remanso de las aguas iban a llegar al Llano de la Dehesa y al arroyo de los Saleros. Mientras se trazaba, había tira y afloja con los ingenieros. Unos se enfadaban pidiendo que fuera más abajo para no pillar sus casas y huertos y les amenazaban, otros les mataban los pollos o se los llevaban de comilonas, otros ofrecieron dinero
Por el 1936, las obras se pararon. Al muro le faltaban unos 15 metros para ser coronado. Por allí trajeron muchas máquinas de manipulación complicada. Todo era maromas y raíles para el desplazamiento de grandes grúas en cada lado. Había fábrica de cemento sobre la obra con unas tolvas que en varias ocasiones se tragaron algún que otro trabajador. Recuerdo que le echaban piedras y también muchas bolas de hierro de varios tamaños. Esto fue ya después de la guerra.
Llegado el momento de la expropiación, el valle de la vida se convirtió en el valle de las lágrimas al tener que cobrar, sin querer, las tierras queridas, las casas y muchas otras cosas que bajo las aguas se quedaban para siempre. No hubo manifestaciones al pesar del destrozo. El desalojo se hizo como borregos. Sin gritos, pero llorando. Decían que el pantano era muy importante para España.
Por el año 40-41, llegó lo que desde tanto tiempo estábamos temiendo. Nos dijeron que había que “desalijar” de inmediato y derribar las casas. Así venían hacíendolo desde el muro del pantano. Por el valle entraron grandes cuadrillas de hacheros, ya que las motosierras no se conocían por aquellas fechas. Con grandes hachas y tronzadores lo venían cortando todo a tajo parejo. Pero clasificaban la madera. La leña la quemaban y las miles de encinas centenarias que hasta entonces habían cubierto las tierras de la vega, llamadas por los serranos carrascas, las convirtieron en carbón. Aquellas tierras, en poco tiempo, se quedaron como si hubieran recibido una bomba atómica.
Nosotros, al igual que todos los de la vega, en uno o dos años cambiamos de lugar todos los enseres y animales. Cambiamos de tierras, de paisajes, de costumbres, de vecinos y de otras muchas más cosas que no tienen nombre, pero que fueron reales y se quedaron dentro de cada una de aquellas personas. Para todos fue durísimo aquel cambio aunque todo en silencio. Para estas mudanzas se ayudaban mucho los vecinos entre sí. Unos con sus mismas manos y otros aportando caballerías.
TRASLADO DE LAS COLMENA
Entre aquellos recuerdos míos, mantengo vivo lo del traslado de las colmenas de mi padre. Conocíamos muy bien el trasiego de las colmenas porque un amigo de mi padre, que era de la Toba, todos los inviernos se traía sus colmenas al Chorreón y era una distancia superior a la del Chorreón a Villanueva. Concretamente a Cachiprieto que así se llama el cortijo que compró mi padre.
Este hombre se llamaba Paulino López Gallardo y su mujer María. Tanto ellos como sus hijos eran muy queridos en la casa y igual que nosotros en su casa. Ye te decía que cada invierno se tría al Chorreón sus veinticinco o treinta colmenas temiéndole a los grandes nevazos que caían por la zona esa de la Toba. La mayoría de los años las traía entre ocho o diez burros, unos suyos y otros que se lo dejaban los vecinos de la Toba. Le cargaba tres a cada burro y los animales ya estaban muy acostumbrados a esta clase de transporte.
Las colmenas de mi padre no estaban habituadas a esta clase de traslados y ello motivo que las abejas, al verse encerradas, se “enrabiscaran” mucho. Siempre habían estado fijas por encima por encima de la era. Todavía se puede ver allí las losas donde se posaban. El amigo de mi padre, como experto en la materia, se ofreció para hacer este traslado. Fijaron fechas y en mayo del año 1941, apareció por allí con una recua de ocho o diez burros. Venían con él dos o tres hombres que también eran entendidos, previstos con sus caretas y calcetines de lana gruesa para las manos. Llegaron al anochecer, con greda taparon las piqueras de las colmenas, las metieron en capachetas, los doblaron hacia arriba y los cosieron.
Cuando terminaron con esta operación era casi las doce de la noche. Las cargaron en los burros y camino del tranco adelante rumbo a la finca de Cachiprito. Eran ocho o diez horas de camino si todo iba bien. Y como hacía falta mucha gente aprovecharon hasta los chiquillos. Por eso dejaron que yo viniera con la expedición. Estaba acostumbrado a ver llegar las colmenas cuando las traían de la Toba, pero esto del viaje, era diferente.
Entre burros y otras caballerías para montar y llevar equipajes, que siempre se ha dicho en la sierra hato, iban catorce o quince bestias y ocho o diez personas. Ya en la carretera después de pasar el Tranco, había que llevar mucho cuidado por si venía algún camión. Los que por allí, en aquellas fechas pasaba, eran tan grandes que llevaban toda la carretera para ellos. Por eso al frente de la expedición se puso mi padre. Unos cien metros delante subido en la yegua. Tuvimos suerte y no se presentó ninguno de estos caminos.
Al dejar la carretera, a la altura de la Venta del Pino, ya casi rallaba el día. Después de pequeñas peripecias durante la larga noche, pasamos por la fábrica de las chapas, sólo a unos tres kilómetros de Cachiprieto. Uno se rozó con un zarzal muy grande que había por la Venta de Campos. Se destaparon dos o tres piqueras y empezaron a salir abejas enrabiscadas. Se liaron con el animal y éste comenzó a dar coces. Pero los colmeneros iban vigilantes, enseguida se pusieron las caretas, sujetaron al burro y arreglaron el desaguisado en un periquete. Unas docenas de abejas quedaron fuera y desde allí hasta el final fueron acompañando al burro. Hubo que dejarlo atrás, retirado de los otros burros para que las abejas no pusieran nerviosos a los animales.
Ya con el sol fuera, a sólo trescientos metros del lugar donde iban a ser instaladas las colmenas, al pasar el arroyo del Asperón, tropieza otro burro, cae, da dos vueltas, se le sueltan las tres colmenas, una se rompe, y todas las abejas y panales fuera. Una nube de abejas que cubrían todo el burro. Corrieron lo colmeneros y lo primero que hicieron fue ponerse las caretas y guantes, sacaron al burro y las dos colmenas que no se habían roto y ya a mano y el resto de los burros al lugar del nuevo emplazamiento. El resto de la expedición, tuvimos que correr y refugiarnos en el cortijo. Casi a todos nos picaron abejas, pero el final, los colmeneros dejaron las cosas en su sitio.
Al llegar la noche, estos hombres fueron a donde había quedado la colmena rota. Todas las abejas estaban junto a la reina y la miel. Las echaron en una colmena nueva y se la llevaron con las otras.
DESPEDIDA
Cuando ya nos vinimos del Chorreón, cada familia se llevó lo que le toco. De todos mis tíos, los únicos que vivíamos allí eran mi padre y mi tío Pepe. Los demás, cada uno vivía en sitios diferentes. Mi tío Justo vivía en Cortijos Nuevos que era guarda forestal. Mi tío Ángel en Bujalance. Mi tío Gil vivía en el Carrascal, porque tenía él fincas allí. Que ese fue el que se llevó la fábrica de aceite. Le tocó y se la llevó al Carrascal. La transportó en una “armadía” de esas hecha de palos, porque el pantano ya estaba lleno. Y por cierto se hundió. Tuvo que estar cuatro años esperando a que las aguas del pantano bajaran para sacar la fábrica y por fin montarla en el Carrascal y mi tío Miguel en Guadabras
Como un símbolo. Como si la misma fábrica también hubiera querido quedarse, enterrada para siempre, bajo las aguas del pantano como todo aquel mundo y sus cosas. Y la realidad fue esa: sumergido bajo las aguas de la vega de Hornos, se quedó para siempre, todo un pequeño universo repleto de vida y riqueza. Los que conocíamos aquel rincón, nos lo trajimos con nosotros dentro del alma. Allí lo abrazamos porque de ninguna manera queríamos perderlo. Pero fue pasando el tiempo y lo mismo que aquella vega ya no es vega sino un lago gigante de aguas azules, también dentro de nosotros fueron muriendo aquellos paisajes. En muchos, los que todavía vivimos, se mantiene los recuerdos vivos. Pero ya somos pocos. Dentro de unos años seremos menos y cuando ya no quedemos ninguno, habrá desaparecido para siempre la hermosa y espléndida vega del pueblo de Hornos.
¿Quién sabrá que, bajo las azules aguas del Pantano del Tranco, hubo todo un país lleno de belleza y repleto de vida? Quizá a los que por aquí ahora pasan, vienen y se van, tampoco les importe mucho. Quizá es así como han de ser las cosas para que la vida continúe. Puede y quizá tengan que ser las cosas así. ¿Pero es necesario la renuncia y la pérdida de tanto para que la vida pueda seguir?
1 comentario:
Hola. Me ha encantado todo lo que he leido.Yo conozco a Teodora era mi bisabuela. Me alegra que se recuerden las gentes de antes y Guadabraz es un sitio precioso(el toril). Hace mucho tiempo que no he ido por allí ,pero me gustaria volver algún dia y darles un beso a unos familiares que todavia viven en ese lugar. Yo iba a veranear y han sido los mejores veranos , tengo muy buenos recuerdos de aquella época.
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