4.17.2008

LA TÍA DOROTEA
Basado en un hecho real

ESTOY SENTADO DONDE EL ARROYO se abre en dos por entre las rocas y en el sillón de musgo verde, aunque seco porque es agosto, que Tú me has preparado. Por los lados, al frente y a las espaldas me rebosa y arropa el bosque y mientras me baña su sombra espesa y me perfuma el rumor de la corriente saltando la estrechura de las rocas, observo atento el silencio entre la espesura de las hojas y me distraigo con las que de vez en cuando se desprenden y caen al suelo. Noto que muchas de ellas ya están secas pero otras todavía están verdes y, sin embargo, se sueltan de sus ramas, trazan dibujos por el aire mientras caen y sobre las piedras, la tierra e incluso sobre mi propio cuerpo, se paran y se mezclan con las que cayeron ayer, hace dos días, el año pasado y las de hace diez años. ¡Qué cantidad de hojas tiene el suelo de este bosque y en su silencio!

Estoy mirando algo distraído sin dejar de estar contigo y a lo lejos y sobre el cerrillo, veo el rodal de tierra donde estuvo la casa, la pequeña casa del misterio y hasta los veo a ellos, aunque ya no están, dentro. El padre, la madre, el hermano y la hermana y el padre, aquella mañana de invierno, Tú te lo llevaste y acepto que porque lo tendrías escrito y los que quedaron, también un poco ya murieron. Unos meses más tarde la madre preparó cuatro cosas al hermano y en una maleta de tablas viejas metió él dos cosillas más, cargó con ella, bajó por la senda que desde aquí estoy viendo, cruzó la llanura y el estrecho del río por donde se rompe la sierra y desde aquel día, el hermano todavía no ha vuelto.

Y en la casa pequeña y blanca que se alza sobre el cerro frente al gran valle de la hierba verde y de la sierra a lo lejos limpia y eterna, trajina la madre y la hija con las tierras del huerto, el agua del arroyo, las cuatro cabras blancas, las gallinas, el centeno y la tierra dura y las muchas piedras donde siembran los garbanzos, el trigo negro y los panizos y perales y los membrillos y los ciruelos... y cuando por la noche se llenan los barrancos de la soledad y el silencio, las dos se mente en su casa y sentadas frente al fuego se calientan en las llamas y piensan en Ti como Padre bueno y les llora el corazón de tanto frío, tanta lucha, tanta ausencia y tantos recuerdos y luego se estrujan las lágrimas y cuando ya la noche va por su centro, se meten en la única cama y se calientan y se animan y quieren coger el sueño mientras en la ladera de la montaña, entre las rocas y el monte espeso, se estrella la nieve fría del crudo invierno, se hielan las cascadas por los barrancos y silba el viento y así hasta el amanecer y luego otro días más, otro mes, otra primavera y otro año y más silencio.

Hasta que una mañana al levantarse la hermana, ayuda de la madre, descuelga la sartén del humero, preparan las dos sillas de patas cortas, las cabras, las gallinas y el perro y con el burro cargado, como si lo estuviera viendo, se viene por la vereda que sale por debajo del huerto, atraviesa las madroñeras y por donde la senda salta nuestro arroyuelo, se pierde camino de las tierras llanas del valle, del rincón viejo, de la senda ancha, del vado grande del río y luego, del camino que se aleja de la sierra y al frente, tu corazón de padre y el cielo abierto y Colgando sobre el horizonte blanco, su fantasía y su sueño.

- Que escribas, hija y me cuentas cómo te van las cosas y vuelve cuando quieras o puedas que yo te quiero.
Recuerdo que su cortijo no se ve desde el valle porque lo tapa el voladero por donde se despeña la cascada grande y hay que subir y remontar la primera parte de la ladera y a pesar de eso, se ve sólo cuando ya se está encima. Desde el camino viejo, que ahora es la carretera del asfalto, subía la senda que iba derecha a su cortijo y como lo tengo todavía tan fresco, recuerdo que en el cortijo del valle, aquella noche junto al fuego, la abuela me lo contó y ahora, mientras sigue avanzando la tarde y con mis ojos recorro el cerro y me distraigo en ver las hojas que desde el bosque van cayendo, lo repaso en mi mente: “Tendría ella muy claro en su cabeza las cosas y en el fondo sabía bien lo que quería, porque de otro modo no se explica lo que hizo porque nadie llegó nunca a comprenderlo aunque sí respetamos y aceptamos aquella decisión que le llevó a la soledad más absoluta hasta el día final y por eso te decía que esa mujer fue un héroe y a demás una santa.

El caso es que como se hacía vieja porque el tiempo no pasa sin dejar huellas y vivía tan sola, a todos nos preocupaba que un día le pasara algo. En una ocasión, ahí, al cortijo grande, vinieron las señoritas y una de ellas, que era una buenísima persona, ya andaba, desde hacía algún tiempo preocupada por la soledad de la anciana. Le preocupaba a ella mucho que la mujer siendo ya tan mayor, viviera sola en un monte tan agreste y grande como era este cerro.
- La pobre mujer, un día de estos, cuando menos lo esperemos, le va a pasar algo y sola como está, a ver quien le ayuda. Decía una y otra vez la señorita.
- En eso tienes razón y nosotros somos los que de deberíamos tomar medidas. Le contestaba la señora hermana.
- Pues hoy tenemos que subir al cortijo de la anciana a ver si la convencemos y se viene con nosotros a la casa del pueblo.
- La idea es estupenda porque, además, es obra de caridad pero ya verás como la abuela no quiere y si acaso logramos convencerla, verá como otra vez se vuelve ella a su cortijo. Le decía el mayoral de las cabras.
- Tenemos que intentarlo porque la pobre mujer allí sola, corre peligro. - Pues siendo así, estoy dispuesto a echar una mano en lo que la señorita necesite.
- Por ahora, lo único que necesitamos es que nos acompañes hasta su casa. Tú sabes por dónde va la senda y como conoces bien el terreno, seguro que llegamos porque nosotras solas ¿a dónde vamos por estas tierras tan llenas de monte y escarpadas?
- Eso está hecho. Les acompaño a ustedes hasta el cortijo de la anciana porque también estoy de acuerdo en hacer algo por la mujer antes de que un día se muera en la pobreza y sin compañía de nadie.
Así que aquel día salieron temprano del cortijo grande y se pusieron en camino monte arriba en busca de la abuela. Estaba ya yéndose la primavera y entrando el verano y por eso en cuanto el sol se alzaba en el cielo pegaba fuerte sobre la solana. De aquí que ellos procurasen salir rayando el alba a fin de llegar pronto y volver para medio día a comer a cortijo grande. También por esto, aquella mañana era todo un espectáculo la gran ladera. Las vacas pastaban por las cañadas, los rebaños de cabras atravesando los madroñales y las manadas de ovejas subían o bajaban buscando las mejores praderas junto a las corrientes de los arroyos.

Los tres se pusieron en camino ladera arriba guiados por el mayoral de las cabras y como la señorita, aunque era una excelente persona, no estaba acostumbrada ni a las sendas ni a las cuestas de estos montes, pronto tuvo problemas.
- ¿Qué le pasa a usted, señorita? Preguntó el mayoral.
- Como estás viendo, se me han roto los zapatos y los pies me duelen tanto que no puedo más.
- Si quiere nos volvemos y otro día subimos.
- Eso ni hablar. Hoy tenemos que llegar hasta donde vive la abuela aunque a mí se me llenen los pies de heridas.
- Pero sin calzado no se puede andar por estos montes.
- Vosotros los serranos sí os movíais por aquí con total agilidad, con los pies cubiertos por simples esparteñas y además de ser felices, camináis por estas sendas a diario venciéndolas un día y otro sin problemas.
- Pero no es lo mismo, señorita. Usted no está acostumbrada y es normal que esta subida le resulte dura. Si usted, el problema de su calzado lo arreglo enseguida.
- ¿Qué se puede hacer?
- Le dejo mis zapatos que casi son de la misma medida. Usted se los pone y
ya verá como seguimos subiendo y llegamos.
A la señorita le gustó la idea y por eso no tardó en ponerse los zapatos del mayoral. A media ladera, bajo la sombra de un pino, se sentaron y mientras él se quitaba los zapatos de esparto y ella se los iba poniendo, a la mente de la muchacha acudió la imagen del tesoro de la abuelita. - ¿Es verdad o no?
Le preguntaba al mayoral.
- ¿Por qué me lo pregunta?
- Es que lo he oído bastantes veces de unos y otros y claro, aunque no le doy crédito, al final una llega a dudar. Ahora que tengo la oportunidad te lo pregunto a ti porque creo que sí estarás bien informado.
- Pues mire usted señorita, lo que sé es poca cosa y desde luego todo también pura habladuría porque el tesoro de la anciana yo no lo he visto nunca y creo que tampoco lo ha visto ni tocado nadie.
- Y lo que sabes ¿qué es?

- Sé que ella, al parecer, andando un día por estos montes se tropezó con unas rocas raras que nunca nadie había visto y que eran como piedras preciosas. Dicen que eran trozos de piedras que brillaban como el cristal, con la superficie pulida, tan suave como la espuma y transparentes como el viento. Unas piedras en forma de cristales de un kilo o así de peso y que se encontraban sueltas en una ladera oculta entre el monte. Allí mismo y más abajo, también encontró otras pocas piedras de aquellas, transparentes y brillantes como las primeras pero de color morado intenso. Según yo he oído decir, ella cogió sólo unas cuantas y se las trajo a su cortijo. En el lugar de hallazgo se dejó las demás pensando que un día, nadie sabe cuando, volvería para decírselo luego a todo el mundo y si de verdad esas piedras son buenas, venderlas y hacerse rica. Esto es lo que a mí me dijeron unos y otros, cosa que nunca llegué a creer del todo ni tampoco pongo en duda. Por que ¿quién sabe si pudiera ser verdad?
- Ya te digo que también lo he oído pero claro, piedras preciosas aquí en estos montes nunca se dieron y por otro lado, si tanto se habla, mientras no se compruebe ¿cómo negarlo? - Yo estoy pensando que como usted es una persona muy educada y sabe cómo tratar a la abuelita, cuando lleguemos le puede preguntar y a lo mejor se anima y nos lo cuenta. ¿Qué le parece? - Me parece bien pero ten en cuanta que mi interés en ir hasta el cortijo y verla ya sabes que es por otro asunto ¿Crees tú que ella se vendrá?
- A ella, como a todos los buenos serranos, le resulta más que duro, casi imposible dejar el rincón donde en estas sierras ha vivido. Los demás valores y cosas de la tierra no tienen interés para una persona como la abuelita. Los serranos, los auténticos hombres y mujeres de estas sierras, siempre hemos llevado dentro estos valores y eso no hay cosa en el mundo que lo cambie. Habremos sido más pobres y hasta con menos formación que otros pero a valores humanos llenos de sincero amor, nadie nunca nos ganará.
- En fin, cuando lleguemos y le hablemos veremos lo que piensa y hace.
Así que una vez descansada y con los zapatos repuestos, el mayoral de las cabras, la señorita y la hermana, siguieron subiendo por la senda que surca el monte en busca del cortijo perdido, como ellas lo llamaban. Pero como esta ladera es tan larga y tan mala y tan áspera de andar, media hora más tarde, ahora era la hermana la que ya no podía más.
- ¿Qué le pasa señora?
Le pregunta el mayoral.
- Pues que estoy tan agotada que no puedo con mi cuerpo.
- Si pudiera hacer un esfuerzo, en nada de tiempo estaríamos en el cortijo.
- Lo siento pero en estos momentos no tengo fuerzas ni para dar tres pasos más. - Pues nos volvemos.
- Ya que hemos llegado hasta estas alturas tenemos que seguir.
A mí me dejáis en la sombra de estos pinos y aquí os espero. Vosotros seguí porque ella necesita de compañía humana y si lográis que se venga, daremos por bien sufrido este esfuerzo.
- Si usted se queda le voy a decir que no se mueva de la sombra de este pino no sea que se meta por el monte y se despeña por algún barranco de estos. Usted quédese aquí a la sombra, respirando el aire fresco que sube del valle y gozando de la hermosa panorámica y cuando volvamos, regresamos juntos. Sola no se va a quedar porque a mi perra le voy a pedir que se esté aquí con usted dándole compañía y ya ve que las vacas también pastan por aquel barranco que aunque parezca que no, los animales acompañan.

- Yo haré caso a lo que usted me diga y aquí me quedaré esperando.
El mayoral miró a la perra grande y le dijo: “Aquí te quedas con el ama y ya sabes, cuídala que no le pase nada” y el animal parece que comprendió lo que le dijo el dueño.
Así que la señorita y el mayoral de las cabras siguieron subiendo ya bastante más reconfortados porque el cortijo no quedaba lejos y tampoco tenía mucha complicación el trozo que faltaba. En unos minutos remontaron una lomilla, atravesaron un buen trozo de bosque, alcanzaron una repisa y ya tenían antes sus ojos el cortijillo de la abuela.
- Verá usted que sorpresa se va a llevar cuando nos vea porque como no nos espera y como por el lugar viene tan poca gente, sin duda que no se lo va a creer.
Le decía el mayoral.

- Y no sé porque pero hasta me siento alegre del encuentro. Debe ser tan buena la abuelita y debe sentirse tan sola que hasta siento gozo de este encuentro.
Y así fue: la abuela estaba sentada frente a la lumbre de la chimenea cuando ellos entraron y la cogieron desprevenida.
- Somos gente de paz.
Le dijo el mayoral acercándose y besándola. Se volvió la abuelita y nerviosa dijo: - Yo te conozco a ti y me alegro que vuelvas pero esta zagala no sé quién es. - Es la señorita del cortijo grande que ha tenido el gusto de venir a tu casa porque quería conocerte y darte un rato de compañía.
- Pues hija mía, yo ni tengo nada qué ofrecerte ni te puedo enseñar nada porque ya ves qué chico es mi cortijo y qué pocas cosas hay en él. Un cuartucho con mi cama, una mesa destartalada, una silla y la lumbre que siempre arde porque es la única compañía que tengo. Así que bien venida a mi rincón y siéntate frente a la lumbre que es lo único que puedo ofrecerte y un baso de agua fresca, si quieres.
- Hermana, yo estoy encantada sólo con estar junto a usted y por eso todo lo demás me sobra. Hemos venido nada más que para estar un rato con usted y charlar y como ya estoy en su casa y la tengo aquí a mi lado, me sobra cualquier otra cosa. No necesito de nada porque no venía buscando sino su presencia y el calor de este hermoso cortijo con su lumbre y la paz que en él hay. Le dijo la señorita.
- Pues gracias, hija mía, por tu generosidad que ya veo que es como la de todos los jóvenes de hoy en día, sincera y noble. Una no se merece tantas atenciones porque una no hizo nunca nada en la vida por los demás y fíjate que ahora, cuando ya soy vieja, todo el mundo os preocupáis por mí como si yo fuera importante. Todos los jóvenes de hoy tenéis buen corazón y sois tan generosos conmigo que en ocasiones hasta me siento avergonzada. ¿Por qué te has tomado tantas molestias en subir ese camino tan malo?
- Es que ya le he dicho que teníamos interés en conocerla y estar aquí un rato a su lado para charla de algunas cosas.
- La verdad es que no sé de qué cosas vamos a charlar.
- Hablamos primero de sus cosas y luego yo le contaré un plan que estoy pensando. - Pues de mis cosas, como no te cuente los ratos que me paso buscando níscalos y caracoles que luego llevo a los que viven en los cortijos del arroyo, como no te cuente lo buenas que son esas personas conmigo que cada vez que voy por allí me dan tantas comida que luego tengo que dar dos viajes para subirlas a mi cortijo, como no te cuente que ellos me repiten una vez y otra que deje de vivir sola en este cortijo porque algún día me va a pasar algo, como no te cuente alguna de estas cosas, no sé de qué puedo hablar contigo a no ser que te cuente el sueño que tanto se me repite cada noche.
- ¿Y qué sueño es?
- Pues mira, los sueño mucho y en él siempre veo algo que en la realidad de mi vida nunca vi con estos ojos.
- ¿Qué ve?
- Lo primero una gran montaña que se parece a esta donde vivo pero que es más grande y con paisajes y laderas distintas. Y sobre la gran montaña, arriba, casi en la cumbre, siempre una manada de búfalos que viven como si estuvieran encerrados, pastando en las praderas que sobre la cumbre tiene esa montaña y nunca pueden bajar a los pastos de la llanura. - ¿Por qué no pueden bajar?

- Primero porque unas grandes paredes de rocas se lo impiden y segundo, porque también se lo impide un grupo de hombres que guardan la montaña.
En una ocasión, en mi sueño, le pregunté a uno de los hombres por qué forzaban a los animales a vivir sobre la cumbre donde aunque tienen praderas, las que hay por las partes bajas también son buenas y están repletas de finas hierbas ¿y sabes lo que me dijo?
- ¿Qué le dijo?
- Pues que no dejaban que los animales bajaran a las praderas de las laderas y del valle porque todas las tierras eran para los visitantes. “Los animales que ahora pastan por la cumbre de esta montaña, son una reserva que hemos acorralado en las alturas para que no se acaben y donde los visitantes no llegan tanto. Es decir: las cumbres para los animales de donde no pueden salir porque todas las otras tierras de las zonas medias y los valles son para los visitantes que desde aquí los observan tranquilos pastando por la tierra de la cumbre”.

Esto fue lo que me dijo aquel hombre cuando le pregunté y la verdad es que ni me gustó su respuesta ni me gustó ver lo que con esos animales han hecho. Los han dejado aislados sobre las cumbres, cerrándoles todas las puertas hacia otras tierras como si fueran piezas de museo que quieren conservar pero privándolos de vida. ¿Tú crees que eso está bien?
- Yo creo que no porque las personas serán importantes pero quitarle las tierras a los animales para dejarlos encerrados entre las rocas de la cumbre, tampoco me parece bien. Pero en fin, vamos a lo nuestro.
- ¿Y qué es lo nuestro, hija mía?
- Pues que me gustaría que se viniera a vivir a mi casa.
Cuando la señorita terminó de pronunciar estas palabras, la anciana la miró y no respondió enseguida, sino que guardó silencio y durante un rato permaneció pensativa, como si buscara alguna vivencia entre sus recuerdos sobre la cual apoyarse para responder. También la señorita empezó a preocuparse, ante la duda de si habría molestado o no a la abuelita con aquella pretensión. Miró al mayoral como esperando que él le echara una mano y al instante se fijó en la abuelita otra vez y le dijo:
- Bueno, lo que acabo de decir no tiene por qué ser ahora mismo. Usted se lo piensa con todo el tiempo que necesite y cuando otro día volvamos, me dice si quiere o no venirse a la casa que tenemos en el pueblo
- La verdad es que yo te agradezco la generosidad pero creo que la respuesta te la puedo dar ahora mismo.
- ¿Y cual es?
- Pues que si me fuera con vosotros a vivir a ese pueblo no me sentiría feliz. A mí nunca me gustó ni molestar ni ser una carga para nadie. Aunque vosotros seáis buenos amigos, pienso que no dejaré de ser una molestia en la casa. Estaréis pendientes de mí para la comida, el vestido, si hace o no, frío o calor... en fin, un montón de cosas que a la larga serán molestas para vosotros. Y por otro lado también estoy pensando que si no me encuentro agusto, por lo que ya antes te he dicho, y porque aquel no es mi mundo, ¿quién puede asegurar que un día no me saldré de la casa vuestra y sin deciros nada me vuelvo otra vez a este cortijo?

- Si eso ocurriera nadie se iba a enfadar. Comprendemos que está en su derecho y que sus cosas y sus recuerdos son más fuertes que cuanto nosotros podamos darle.
- Pero tú fíjate qué faena y a vosotros que tan buenos sois. Por eso ya te decía que es mejor no irme a esa casa que tenéis en el pueblo. Yo ya estoy muy acostumbrada a vivir en este cortijo encima de la ladera y entre el monte. Tan acostumbrada estoy a la lumbre y al candil que el problema para mí iba a ser lo contrario: hacerme a la luz eléctrica y esas comodidades que ponen en vuestras casas. Yo sé que iba a echar de menos el calor de la lumbre con la chimenea y el chisporrotear de los tizones ardiendo lentamente. Tampoco me iba a sentir bien en una cama con finas sábanas ni en un cuarto de baño con grifos y todas las cosas que allí tenéis.
Yo estoy muy acostumbrada a este cuartucho mío y a lavarme de vez en cuando, en el charco del arroyo que corre por aquí y te aseguro que esto no es ningún sacrificio para mí. Tan poco es ningún sacrificio levantarme cada día al salir el sol, encender la lumbre, darle de comer a las cuatro gallinas, ir a la huerta a regarla, salir al monte a recoger leña, ordeñar las cabras y recoger piñas secas para cuando llegue el invierno. Tan acostumbrada estoy a estas cosas y tantas veces las he hecho a lo largo de mi vida, que si ahora me faltan, creo que me aburriría mucho. Y sé que tú estás pensando que con mis años, algún día me faltarán las fuerzas para arreglarme sola. También he pensando eso pero como mi vida y mi suerte, desde hace tiempo, la tengo en las manos del Señor, yo confío en que El vaya cuidando de mí hasta el día en que decida llevarme a su lado. Y ya termino. No tengo nada más que decirte sino que te agradezco tu sincera muestra de cariño.
Al terminar la abuelita de pronunciar estas palabras, la señorita permaneció en silencio. No sabía qué decir por la gran claridad con que la anciana se había expresado. Miró al mayoral y con gestos, éste le dijo que no siguiera insistiendo, se dirigió de nuevo a la abuelita y le dijo:
- De todos modos usted lo sigue pensándolo y si algún día quiere venirse no tiene nada más que decirlo.
- Como ya sé que vosotros me queréis y como el mayoral viene por aquí de vez en cuando, pues si cambio de opinión, se lo digo.
- En eso quedamos y ahora nos vamos que en mitad de la cuesta, nos espera la señora. - Pero ya que estáis aquí tenéis que compartir conmigo un tazón de leche. Es de mi cabra y está recién ordeñada.
- Lo aceptamos pero no queremos ser pesados.
- Me estáis dando compañía y eso es importante para mí.
Y sin más, los tres se sentaron frente al fuego de la chimenea donde, en una olla de barro, la abuelita tenía calentita la leche. Echó una poca en los tazones también de barro y mientras se la iban tomando hablaron de la huerta, del cortijo tan solitario en aquel monte, del trozo de pared que el último invierno se le había caído por el lado del arroyo, de los hijos que se fueron y nunca más volvieron, de los ciervos que cada noche bajaban y se comían las lechugas y los árboles frutales, de las nogueras viejas que este año no han dando nueces porque los hielos la habían quemado. - Cuando ya tenían las flores brotadas, porque la primavera se adelantó, vinieron los hielos y quemó y las flores
Decía la anciana.
Hablaron también de los caracoles, de los espárragos que por todo aquel monte crecían, de los nidos de perdiz al llegar la primavera, de las nieves, de las lluvias y la crecida de los arroyos y cuando ya iba llegando el día a su centro, el mayoral y la señorita se despidieron.
- Que volváis.
- Volveremos y nos estaremos aquí más rato.
Emprendieron por el regreso ladera abajo y en cuanto empezaron a alejarse, comenzaron a comentar las impresiones que la abuela había dejado sobre sus almas.
- Lo feliz que es y la paz que tiene a pesar de que parece lo contrario.
- Es lo que la mayoría de nosotros nos decimos y por estas razones la respetamos tanto, dejándola con sus cosas y su mundo a pesar del peligro que tiene.
Decía el mayoral y en estos momentos sientes voces.
- ¡Espera!
Exclama la señorita. Detuvieron el paso y atentos escucharon. Oyeron otra vez un fuerte grito y ahora más claro.
- ¡Es la señora!
Exclamó el mayoral.
- ¿Qué le pasará?
- Bajemos aprisa no sea que le ocurra algo.
Ambos descendieron rápidos por la senda, atropellando monte y cuando trazaron la curva del pino grande, la vieron. La señora estaba acurrucada contra el tronco del árbol, defendida por la perra del mayoral que reculada en sus pies hacía cara a todo lo que se acercaba a la señora mientras ella gritaba llena de miedo.
- ¿Qué ha pasado?
Preguntó enseguida el mayoral.
- Una vaca me ha atacado.
- Pero si estas vacas no son bravas.
- No serán bravas pero yo me he salvado de milagro. Si no llega a ser por la perra ahora estaría por el monte todo hecha polvo.
- Tranquilícese señora, que ya estamos nosotros aquí para ayudarle en lo que haga falta. Pero me interesa saber qué es lo que ha pasado y cómo porque hasta hoy tenía creído que mis vacas no envestían a la gente. Si resulta que sin saberlo en mi manada tengo alguna brava, tendré que tomar medidas antes de que algún día ocurra lo peor. A ver, cuénteme usted.

- Yo estaba sentada bajo la sombra del pino tal como me indicó y tan agotada me encontraba que ni siquiera me apeteció levantarme para dar un paseo y resulta que estando tan tranquila, de pronto, siento un gran tropel. Venía de allí, del lado del arroyo y claro, enseguida miré asustada y más me asusté cuando vi lo que era.
- ¿Qué era?
Preguntó la señorita.
- Una enorme vaca que con la fuerza de un huracán, atravesaba el monte y rugiendo en mi busca. Traía el rabo alzado, la cornamenta bien preparada hacía adelante y mientras mugía, se retorcía salvaje dando saltos por entre el monte y las rocas. Parecía como si me hubiera visto porque venía toda derecha a mí con la mala intención de llevarme por delante. Me levanté asustada, me aplasté contra el tronco del pino y menos mal que la perra enseguida la vio, salió a su encuentro y poniéndose delante, le hizo cara dando grande ladridos. Se ve que la vaca le teme a la perra y por eso torció su carrera y sin dejar el trotar endemoniado que traía, siguió saltando por el monte y se perdió ladera abajo. ¡Pero válgame el cielo qué susto al verla tan cerca y con la carrera que traía! Vamos que me hubiera lanzado por los aires y me hubiera tirado barranco abajo por este monte de no ser por la perra.

- Ya ha pasado todo, señora, y gracias a Dios que no ha ocurrido nada. Así que se tranquilícese porque, además, le voy a decir qué es lo que le ocurría a ese animal. Al pronunciar estas palabras, tanto la señorita como la señora, se le quedaron mirando y ansiosas esperaban la explicación del mayoral.
- ¿Qué ha sido?
- En primer lugar ni la vaca es brava ni le quiso atacar.
- ¿Entonces?
- Pues que al animal le ha picado la mosca, como le pica la mosca a todas las vacas en la época del calor y se puso a correr, que es lo que siempre ellas hacen para defenderse de la molesta picazón que el insecto le produce.
- Pero señor mayoral, eso “de picar” la mosca ¿qué es?
- Científicamente no sé explicarlo pero en mi lenguaje y en mi experiencia de todos los días, sí lo puedo describir. Lo de la mosca en las vacas, pues es eso: unas moscas grandes que atacan a los animales produciéndoles un escozor muy doloroso y por eso salen corriendo. Se les mete entre las pezuñas de los pies y es ahí donde les pica para chuparles la sangre. Al hincar el aguijón les inyectan un veneno que por lo visto debe ser muy doloroso y claro, como en esa parte del cuerpo las vacas no tienen ningún medio para espantar a las moscas, lo único que se les ocurre es salir corriendo. En esa huida loca que parecen que van rabiosas, siempre buscan la espesura del monte, los arroyos de aguas y las sombras de los árboles porque creen que de ese modo se quintan de encima la picazón de tan molesto insecto.

La vaca que hace un rato usted ha visto por aquí ni es brava ni venía con intención de atacarle, sino que corría con el rabo empinado y con la mosca entre las pezuñas. Seguro que el animal ni siquiera sabía que bajo este pino descansaba la señora, y claro, también se habrá llevado una sorpresa.
- Yo no sé si será así o no, el caso es que sino hubiera sido por la perra de usted la vaca me habría destrozado. Ya le digo que la perra se puso delante, haciéndole cara y ladrando de tal modo que si la vaca hubiera insistido acercase hasta mí, yo estoy segura que lo habría tenido que hacer por encima de la perra. Su perra desde hoy pasa a ser mi amiga y tanto que hasta me atrevo a pedirle que me la regale para que me la lleve conmigo al pueblo.
Al oír estas palabras, el mayoral se sintió un poco preocupado. La hermosa perra que en estos momentos la señora quería, era su mejor compañera también de toda la vida. Siempre que el mayoral iba por el monte cuidando las cabras, la perra le acompañaba y siempre que tenía que mover las cabras de acá para allá, era la perra la que se encargaba de conducirlas. Tan compenetrados estaban los tres, cabras, perra y mayoral, que sin tragedia ni violencia todo funcionaba perfectamente. El mayoral daba las órdenes, la perra las ponía en práctica y las cabras obedecían con la más sabia inteligencia. Si ahora la señora se encaprichaba con la perra y se la llevaba a su casa, para él, iba a ser un extravío. Pero como era la señora, si el mayoral se negaba al capricho, podría ella sentirse contrariedad. Por eso preocupado dijo:
- La señora, desde hoy esta perra mía es suya y estoy segura que a ella también le gustará tener una nueva dueña como usted pero si me permite me voy a atrever a dar mi opinión.
- ¿Cuál es tu opinión?
- Que como el animal se ha criado conmigo, en medio del monte y junto a las vacas, si ahora, de la noche a la mañana, se la lleva a la casa suya del pueblo, puede sentirse extrañada.
- ¿Qué se le ocurre que podemos hacer?

- Como sé que usted ha quedado agradecida a esta perra por lo que ella ha hecho hoy, creo que lo mejor es eso: que a partir de este momento la considera suya propia y para siempre, cosas que ella se lo va a agradecer desde el primer día pero vamos a dejarla como siempre estuvo, aquí conmigo, junto a las vacas y en la sierra y cuando usted venga por aquí, se la lleva para donde quiera ¿Qué le parece?
- Pues que es buena idea. Usted mejor que nadie la conoce y sabe cómo cuidarla pero tenga en cuenta que mientras viva tanto ella como yo, nos pertenecemos. Nunca podré olvidar lo que hoy ha hecho por mí.

A partir de este momento, los tres y la perra detrás, siguieron bajando por la senda y una media hora después, ya estaban en la casa de cortijo grande. Allí hablaron del encuentro con la anciana, de la vaca brava y la perra y del proyecto para el futuro que de todo aquello había brotado. Aquel día la tarde se les pasó rápida y en cuanto se hizo de noche, el valle y laderas, quedaron cubiertas por las nubes negras de una gran tormenta. Empezó a soplar el viento y a tronar a primera hora y antes de que la noche llegara a su centro, la lluvia comenzó a caer con fuerza. En su pequeño cortijo, la anciana se despertó asustada y aunque enseguida se dijo que aquello era una tormenta como tantas, al poco empezó a tener miedo.

Llovía en forma de diluvio y soplaba el viento arrancando las tejas del cortijo y doblando el monte. Se llenó ella de miedo y mientras se acurrucaba junto a la cocina por donde le empezó a entrar el agua y la ponía empapada e inundaba la estancia, la preocupación se le metió hasta en lo más hondo del alma. “Después de esta nube mañana subirá otra vez esa señorita y como va a ver el cortijo roto, inundado y sin techo, quiera yo o no, me sacarán de aquí y me llevarán con ellos a su pueblo. Seguro que sucederá eso y entonces me moriré de tristeza. ¿Qué haré en un pueblo extraño sin mi huerto, sin mis gallinas, sin mis cabras, sin mi sierra? Me moriré de pena sin remedio aunque ellos piensen que me están dando la felicidad. Sin nada que hacer, porque no me dejarán que haga cosas, sin libertad para levantarme e ir donde quiera y sin animales ni monte, ¿cómo me voy a sentir feliz por más rodeada que me encuentre de personas y ciudades?” Esto es lo que pensaba la anciana, en la oscuridad de su cortijo mientras la tormenta descargaba y los truenos resonaban por los barrancos. Este era su miedo en el centro de la ladera, la densa oscuridad de la noche y en la lejanía del cortijo.

Así que antes de que esto suceda mejor sería que el Señor esta noche, se apiadara de mí y me llevará con él definitivamente. Las personas que a partir de ahora me rodeen, sólo van a traerme sufrimientos, aunque ellos piensen que me hacen bien. Mejor sería que esta noche el Señor se apiadara de mí y me recogiera ya, antes de que ellos me complicaran más la vida”. Seguía diciéndose toda llena de miedo y empapada por la lluvia. En aquella ocasión, a media noche dejó de llover, se apaciguó el viento y cuando al día siguiente amaneció, sobre la ladera y el valle, lucía un sol de oro con tonos de estrellas blancas. En el cortijo grande se acordaron de la anciana pero nadie subió a verla. Todos acordaron en que ya irían otro día con la idea de convencerla para que se fuera al pueblo”.

Y ahora, sólo hace un momento, he bajado del rincón y la llanura en lo alto del cerro y donde estaba la casa pequeña, blanca y de viento ¿sabes lo que mis ojos han visto? Nada más que suelo y la llanura llena de pasto y donde el ciruelo, las piedras de las paredes rodando, zarzas por el huerto, muchos pinos junto a la fuente, muchas ramas secas de los viejos majuelos y luego silencio, soledad, el azul de tu cielo y luego la lejanía donde las nubes y en lo más alto del cerro y algún tizón de aquella lumbre todavía rodando y negro y los caminos borrados y el chorro del arroyuelo que ellos también tenían, saltando limpio y ajeno y luego más soledad y en la ausencia, su recuerdo y su perfume con su cara de madre hermosa y su beso en la mejilla de la hija que se va y también es bella y después más ausencia y ya el silencio y contigo y la sierra y la fuente y mi corazón y su sueño y mi sueño.

Y ahora estoy sentado en este sillón de piedra que aquí, entre el arroyuelo, Tú me has preparado y miro al valle y a las hojas del bosque que caen al suelo y me voy por la ladera siguiendo al viento y las veo a ellas afanadas en sus luchas y su cortijo y ellos y te miro a Ti y miro al cerro y me abrazo a las nubes y lloro y me aferro a la vida, a mi ilusión, a mi sueño y te digo y me digo que si aquello era bueno y, además limpio, noble y bello ¿Por qué tuvieron que irse y las cosas fueron como Tú y yo sabemos?

Y aquí estoy sentado, entre las hojas del bosque denso y respiro y te palpo y miro a lo lejos y donde la sierra limpia y verde y el sol esparce sus reflejos, te sigo viendo a Ti y los veo a ellos y después de tanto, me convenzo que ahí están contigo abrazados y para siempre eternos.



NOTA DEL AUTOR:
Esto ocurrió de verdad en las montañas y sierras del Parque Natural de Cazorla, Segura y las Villas. A los cortijos y aldeas de aquellas sencillas personas, los hundieron. Pero ellos, ya lo he dicho, siguen vivos y para siempre palpitando en las fuentes y hojas de los bosques y también en mi corazón y en el amoroso beso de Dios.

Libro completo y otros de “El Último Edén”
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