Costumbres en Segura-2
FAENAS AGRÍCOLAS
Hasta aquí, en la primera parte de historia sobre la vida y costumbres en el mundo rural de antaño en la Sierra de Segura y su entorno, hemos tratado de la parte que podríamos decir más grata; como es el tiempo de la juventud, amores, bodas y fiestas. Pero como todo en esta vida tiene su cara y su cruz igual que las monedas, aquí también hay otra cara más oscura que considero merece contemplación: Los escasos medios de subsistencia, los duros trabajos a que había que enfrentarse desde la niñez y por último, el final de vida que esperaba a los ancianos.
Comenzaremos por las faenas agrícolas de primavera. Al cesar e ir amainando las tempestades y fríos invernales, los agricultores se dedicaban activamente a labrar y preparar la tierra para los próximos cultivos en los campos de cereales y en las huertas, a labrar, cavar y podar los olivos y a excavar y limpiar de malas hierbas los trigales, cebadas y leguminosas. Los labradores más fuertes, para estas faenas buscaban jornaleros; hombres y mujeres, según el trabajo que iban a realizar. Para escardar los cereales, siempre eran mujeres las que lo hacían y cuando estaban en el campo, si eran varias y no habían hombres mayores con ellas, perdían el comedimiento y recato de que en otras ocasiones solían hacer gala; y con grandes dosis de humor, cuando estaban trabajando en las proximidades de un camino y pasaba algún mozuelo, aunque no fuese conocido, se divertían dirigiéndole piropos; muchas veces bastante groseros y provocándole con frases excitantes y hasta con atrevidos desafíos. Alguno que les contestaba con arrogancia queriendo hacerse el valiente y muy macho, a veces llegaban hasta cogerlo entre varias de las más fuertes y lanzadas, unas de los brazos y otras de las piernas y lo derribaban boca arriba y le daban lo que decían “los marculillos”, que consistía en elevarlo repetidas veces, dejándolo caer hasta el suelo, teniéndolo bien sujeto por las extremidades y con alguno que alardeaba de muy hombre, llegaban hasta desabrocharle el pantalón y echarle tierra o agua en los órganos genitales. No todas las mujeres se atrevían a tanto, pero con algunas, sí que era de temer el pasar cerca de donde hubiera campesinas y en todo caso, convenía hacerse el sordo y no hacerles caso a sus desafiantes piropos.
LA SIEGA
Con la entrada del verano llegaba la siega de los cereales y si todas las tareas en el campo son duras y exigen sacrificio, en la siega hay que redoblar los esfuerzos, así como para coger garbanzos, guijas yeros, etc. son las faenas más rabiosas de la manera que antes se hacían; tanto por las temperaturas que había que soportar, como por la cantidad de horas diarias que en ese tiempo se trabajaba sin apenas descanso.
Todos sabemos que al final de la primavera y comienzos del verano, tienen los días de 15 a 16 horas de luz solar; pues además de trabajar desde el amanecer, faltaba tiempo para los quehaceres que se acumulaban y se aprovechaban las noches de luna para trabajar y así no se pasaba tanto calor. En las recolecciones trabajaban todos: mujeres, hombres y niños; los niños no daban jornales, pero como casi todos los campesinos tenían algo que recolectar en tierras propias o arrendadas, los aplicaban en sus propias faenas.
Además de la recolección, incluidos acarreos y trilla, había que atender el cultivo de las hortalizas; y en los regadíos, segados los cereales, se quitaban las mieses a toda prisa para sembrar maíz y habichuelas y así obtener otra segunda cosecha en la misma tierra. Por lo que entre unas cosas y otras, era tanto lo que había que hacer con urgencia, que no quedaba tiempo ni para rascarse la picazón producida por el polvo y sudor.
El poco tiempo que se podía dormir, los hombres lo hacíamos en el campo, al cuidado de las bestias que no se encerraban para que se alimentaran de hierba en los eriales y rastrojos; y para estar al pie del trabajo y al amanecer comenzar la tarea aprovechando el fresco de las mañanas.
ASÍ ERA UNA JORNADA DE SIEGA
En esta faena, como en todos los trabajos del campo durante junio, julio y agosto, comenzaba al apuntar el alba o pocos instantes después. Los segadores armados con la única herramienta posible para tal faena, que era la hoz, se protegían del continuo roce de las mieses con una especie de delantal de lona fuerte o piel de cabra abierto o dividido en dos por la parte de abajo para ajustárselo a los muslos y piernas. A esta prenda se le llamaba zamarro o zamarrón. También se protegían los dedos de la mano izquierda (o los de la derecha el que era zurdo) con dediles de cuero para no cortarse con la hoz y evitar pinchazos de cardos y otros yerbajos que tienen agudas espinas en sus tallos y hojas, los antebrazos se los protegían con manguitos también de lona o cuero. Dispuestos con la descrita indumentaria iniciaban la jornada madrugando siempre más que el sol, antes que se reflejase en la cima de las montañas y cumbres más elevadas.
Cuando llevaban un par de horas trabajando, les llevaban al tajo el almuerzo, primera comida del día, que consistía en una gachamiga de harina de trigo o migas de pan, con ajos y tajadas de tocino.
Como el calor y el trabajo eran rigurosos, se llevaban un cántaro lleno de agua que guardaban a la sombre de haces de mies para que no se calentara demasiado. Próximo al medio día se hacían un gazpacho de segadores, a base de agua, sal, vinagre y trocitos de pan duro y cebolla. Después de tomar el peculiar gazpacho, descansaban un rato en la sombre de un árbol si lo había cerca y enseguida, a esa hora sobre el medio día cuando las temperaturas a veces rozaban los cuarenta grados en sombra, ignorando a cuanto alcanzarían al sol y las mieses secas parecían llamas de fuego, se reenganchaban con la tarea hasta las tres y media o cuatro de la tarde aproximadamente, que igualmente les llevaban al tajo la segunda comida fuerte, para que no perdiesen tiempo. Esta comida era siempre un cocido de garbanzos con su correspondiente tocino y morcilla. Algún día podría sustituirse por potaje de judías. La mesa era el suelo, el rastrojo servía de mantel; sentándose, unos en haces de mies y otros en piedras o en el suelo. Rara vez estaban presente el vino en las comidas; pues se consideraba demasiado lujo para los pobres.
Poco antes de anochecer se daba por concluida la jornada y si el tajo estaba muy cerca de los domicilios, iban los segadores a cenar a la casa del amo o patrón, pero si estaba algo lejos, también la cena se la llevaban al tajo, donde se quedaban a dormir sobre las gavillas contemplando las estrellas hasta que se quedaban dormidos y así pasaban la noche, lamentando la llegada del nuevo día, porque en cuanto se veía, no había más remedio que enfrentarse a otra rabiosa jornada.
LA TRILLA
Cuando se acaba la siega ardiente
sigue rabiosa la seca trilla,
chirrían las mieses, el trillo chilla,
trotan las mulas pausadamente.
¡Ay cuánta vuelta que pendiente!
Viajes redondos, de pie o con silla.
Resuena el eco de una coplilla,
restalla el látigo constantemente.
Chafan la parva, lo alto se cala,
la parte baja no se ha tocado,
hay que volverla co horca y pala
Y para postre, el mamontonado.
En este punto todo se axhala;
sudor a chorros se ha derramado.
En los lugares de más altitud, los parajes más fríos de la Sierra de Segura, en los términos de Santiago y Pontones, es más tardía la maduración de los cereales, por lo que la siega se comienza dos o tres semanas mas tarde que en los valles de Hornos y Segura, por tanto, tienes menos tiempo para la recolección, puesto que el otoño allí se les anticipa. Hay sitios en que las tormentas les llegan antes de terminar de recoger el grano de la eras. Esto ocurría alguna vez en Poyotello, Fuente Segura, Las Mesillas y en otras cortijadas de la Vega de Santiago para arriba hasta los campos de Hernán Pelea, que en más de una ocasión tuvieron que coger el centeno y trigo de la era para sembrarlos. Entonces estaban obligados a acelerar al máximo las faenas de siega y trilla y buscaban segadores de otros pueblos donde ya había hecho la siega, para realizar dicha faena en pocos días y seguidamente, la trilla sin pérdida de tiempo. Reunían entre todos los vecinos los pares de mulos que hiciesen falta para trillar una parva cada día en una misma era; la mañana temprano con toda celeridad para que la era estuviera despejada y tender otra parva y trillarla al día siguiente.
Las eras que generalmente correspondían a varios vecinos o familiares, no las dejaban paradas ni un día hasta que se recogía el grano de la última parva, siempre ayudándose unos a otros hasta acabar las faenas. Era digno de admirar la armonía y unión que existía entre los vecinos agricultores para ayudarse mutuamente en los casos de urgente necesidad.
TREGUA Y SEMENTERA
Ya concluida la recolección de los diversos cereales y leguminosas y tanto el grano como la paja estaban en los graneros y pajares, había un corto espacio de tiempo en el mes de septiembre, no de descanso, pero sí de menos agobio, hasta que llegaban las primeras lluvias otoñales para iniciar la sementera o “simienza” como aquí se diría. Este breve período de más o menos días, era el más tranquilo, el trabajo no era tan apremiante. Esta tregua se aprovechaba para juntar leña, que se extraía de los bosques más cercanos a lomo de las bestias, como toda clase de acarreos. Para llegar al paraje donde se pudiera encontrar leña de pinos secos caídos durante el invierno o ramaje de los cortados, en muchos casos había que andar varias horas y dar un solo viaje en el día, subiendo y bajando por empinadas laderas cubiertas de monte y matorral.
La leña era el único combustible de que se disponía para calentar los hogares durante el invierno, para cocinar todo el año y para cocer productos de las huertas con que se alimentaban los cerdos y aves de corral. En este tiempo también se dedicaba la gente a limpiar los campos de barbecho de malas hierbas y matojos que hubiesen arrojado durante el verano y se quitaban los tallos inútiles que arrojan los olivos, limpiar las acequias para que cupiesen por ellas las aguas de las lluvias y no inundaran las huertas con sus sembrados. En resumen, que el agricultor, jamás podría disfrutar de vacaciones ni descanso, en los días festivos.
RECOLECCIÓN DE ACEITUNA
A mediados de diciembre, si el tiempo no lo impedía, se iniciaba la recolección de la aceituna en algunas fincas, tal como se hace actualmente y al pasar la Navidad ya todo el mundo que podía trabajar se ocupaba en la faena.
La mayoría de los niños, entre los que me encontraba, después de las vacaciones escolares de la Navidad, no nos incorporábamos a la escuela hasta haber terminado la recogida de los últimos frutos que en esta tierra nos ofrece el campo. Nos ocupaban para recoger la aceituna que saltaba al suelo, la que por las mañanas encontrábamos cubierta con las barbas blancas de las escarchas, quedándosenos en un instante las manos ateridas.
Muchas veces se nos estimulaban a los más pequeños para que no nos cansáramos, prometiéndonos desde una perra gorda a un real por cada esportilla que llenáramos del negro fruto del olivo, dependiendo del tamaño de la espuerta y de la generosidad del padre o dueño del olivar; promesa que en muchos casos, luego no se cumplía.
Cuando llegaba la noche de Reyes, al niño que se había portado bien recogiendo mucha aceituna, le dejaban alguna moneda de calderilla en las abarcas que para recibir el regalo de los Reyes Magos había puesto en el poyete de la ventana donde dormía.
Si el olivar estaba alejado del domicilio, había que madrugar y salir antes que el sol y en algunos casos antes de amanecer para empezar la jornada a la hora de costumbre. A la salida de los pueblos se formaba como una ristra de bestias con los aceituneros por las sendas que conducían a los olivares.
Según contaban los ancianos de generaciones pasadas, hasta hace 90 ó 100 años, vareaban los olivos sin ponerles los clásicos mantones, cayendo al suelo todo el fruto que recogían las mujeres y los niños. Más tarde comenzaron a usar pequeños mantones de lienzo y para limpiar la aceituna de hojas y tallos, se lanzaba por el aire a manotadas o con un plato de metal ligero, para que cayese sobre un mantón que se colocaba adecuadamente en dirección contraria al viento y así, las hojas como pesan menos, se volvían con el aire y llegaba la aceituna limpia al mantón preparado, algo parecido a como se aventaba el trigo.
Así se estuvo limpiando hasta que aparecieron las cribas que hemos usado hasta que se han instalado limpiadoras en las almazaras.
La aceituna se envasaba en capachos, que eran como sacos de pleita con su tapadera y se transportaban con bestias a los molinos, rudimentarias fábricas de aceite, que desarrollaban poco, pero había muchas, la mayoría sin motores. Un caballo o mulo tiraba del rulo molturador a relevo con otro y la masa se prensaba mediante distintos sistemas de presión con la fuerza de los hombres para la extracción del aceite virgen que se obtenía de excelente calidad. En un molino de sangre de aquellos se podían obtener de 30 a 40 arrobas de aceite al día, aproximadamente unos 400 Kg. Las almazaras contaban con un patio dotado de bandas de trojes numeradas y cada cosechero cogía la suya, donde iban depositando su aceituna a medida que la iban cogiendo y acarreando. Los dueños del molino le molían a cada cliente su cosecha por separado, mediante el cobro de la “maquila”, que normalmente era un 10% del aceite obtenido. Iban contando las medidas que sacaban del pozuelo con un envase de media arroba, le entregaban nueve al cosechero y la que hacía diez, se la quedaban vaciándola en un depósito que tenían destinado para las maquilas.
El orujo o “jipia” se lo entregaban al cliente sin maquilar; sí quemaban el que necesitaban para calefacción y calentar el agua que precisaban para la extracción del aceite. Como se prensaba muy poco, el orujo salía con mucha grasa y los campesinos lo utilizaban para alimento.
ASÍ ERA UN DÍA NORMAL DE ACEITUNA
Cuando el mercurio de los termómetros andaba en torno a los cero grados en los amaneceres de enero, salían los aceituneros pisando el alfombrado de escarcha que ofrecen las mañanas invernales, para iniciar la jornada de recolección de aceituna. Los hombres conduciendo las bestias con la jerga, mantones, capachos para el envasado, espuertas, varas, etc., en las que además solían montar las mujeres, principalmente las mayores. Ellas vestían faldas largas de tela gruesa para protegerse del frío y cubrirse las nalgas, que mientras recogían el fruto del suelo agachándose, si no se tapaban bien, serían objeto de miradas indiscretas de los jóvenes vareadores.
Llegados al olivar, lo primero que hacían era encender una buena hoguera con ramaje de los olivos o monte cercano si lo había, cuyos chorros de humo esparcidos por la geografía olivarera, era la prueba inequívoca de los parajes donde había acto de presencia los abnegados y sufridos aceituneros. Densas nieblas hacían permanecer las barbudas escarchas hasta cerca del medio día, hasta que el sol, como acobardado en un principio, lograba despejar las brumas y hacía su retrasada aparición, besando con sus rayos a las mozuelas que con vehemencia le esperaban. Los jóvenes vareadores sentirían envidia y celos del sol porque a ellos les estaba vedado el besar a las chicas como lo hacía el astro rey y habían de conformarse con dirigirles piropos y requiebros alegres para hacer más grata y llevadera la fría tarea; unas veces encaramados en los olivos para alcanzar a las copas altas y otras, arrastrando los mantones con el peso del fruto caído sobre los mismos.
Al llegar la deseada hora de la comida, con qué avidez se cogían las alforjas y se devoraban los mendrugos de pan con tajadas y diversos embutidos de cerdo de los que se elaboraban en las matanzas familiares, en fechas bastante recientes. Se lamentaba la ausencia del vino, que casi siempre era informal y faltaba a la cita gastronómica.
Muy rápido pasaba el tiempo dedicado a la comida del medio día. Enseguida sonaba la voz del dueño o encargado que mandaba, dando la orden de reanudar la tarea y perezosamente por la galbana que producía la templanza y el sabroso yantar recién consumido, se continuaba la tarea, hasta poquito antes de anochecer.
Los hombres cribaban o aventaban la aceituna cogida en los mantones y la cargaban en las caballerías que conducidas por el harriero, la transportaban a la almazara más próxima, donde se llegaba casi siempre ya de noche. El resto del personal regresaba a pie a sus domicilios; los jóvenes de ambos sexos, en animada charla concretando donde pasar más agradablemente la trasnochada entretenidos en algún juego y descansando de la abrumadora jornada.
APARCERÍAS Y MEDIEROS
Todo labriego necesitaba al menos una yunta para las labores de sus tierras ya fueran propias o arrendadas. Algunos que tenían pocas tierras y no tenían hijos mayorcitos que les pudieran ayudar en las faenas, (como también fue mi caso), disponían de una sola bestia; un mulo, lo más corriente, que les servía para labrar y para las cargas. Estos se ponían de acuerdo, dos vecinos o familiares que estuviesen en el mismo caso y formaban la yunta en “aparcería”. Así se denominaba al hecho de que cada uno aportaba su bestia y formaban el par entre ambos. Y bien fuese por días, semanas u otros períodos más o menos largos de tiempo, los dos se servían de la yunta y labraban sus tierras. Así el que quedaba libre, disponía de tiempo para realizar el resto de quehaceres en los que no se precisaban el servicio de los domésticos animales.
Otros agricultores pobres que no tenían medios económicos para adquirir su yunta y sí la necesitaban para el cultivo de tierras arrendadas, tomaban vacas de otros que las tenían para negocio. No en vano se decía que las vacas eran el recurso de los pobres; porque además de serles útiles para la labranza, criaban sus becerros que les valían un dinero muy necesitado. El dueño de las vacas se las entregaba al pequeño labriego por la mitad de las crías o a la ganancia. En el primer caso, el tomador hacía sus labores campesinas con la yunta de vacas y los becerros que criaban los vendían y partían el dinero, mitad para cada uno. En el segundo caso de la ganancia, el dueño compraba las vacas o las apreciaban si ya las tenían y al año siguiente las vendían o volvían a valorarlas y lo que hubieran aumentado de valor, también era la mitad para cada uno. Así si un año no criaban, pero valían más por estar bien cuidadas, el tomador también percibía beneficios. También se tomaban y daban a medias rebaños de ovejas, por la mitad de los corderos.
GANADEROS Y PASTORES
En los términos de Santiago de la Espada y Pontones, (hoy fusionados) que es donde se encuentra lo más abrupto y escabroso de la sierra, la mayor parte del terreno se dedica a pastos para el ganado lanar, por lo que las ovejas son la principal fuente de ingresos de aquellos vecinos, la inmensa mayoría residentes en cortijos y pequeñas aldeas. Y durante la primavera y verano lo llevaban bastante bien, aunque siempre tirados en el campo. Lo grave y penoso les llegaba en otoño e invierno. Entonces habían de trasladar el ganado a Sierra Morena, huyendo del frío y de la nieve que pronto cubriría los campos con más intensidad que lo hace ahora. Y no con camiones como actualmente los transportaban, sino a pie; los pastores con los rebaños por las vías pecuarias durante varios días de camino hasta llegar a las dehesas en los términos de Santisteban del Puerto, Navas de San Juan y Vilchez y algunos hasta en el municipio de La Carolina; donde los sufridos pastores pasaban el invierno al cuidado del ganado, a veces sin más albergue que el capote y una manta, pernoctando en una choza que ellos construyeran con ramas de árboles.
Otros de la familia o sirvientes, se iban con bestias por caminos un tanto paralelos con los productos alimenticios, (hatería para los pastores) y se ocupaban dando “obradas” (jornada de trabajo con una yunta), en las cercanías de las dehesas, en labranza y acarreos y acudían con sus caballerías a llevar ramón de encina y de los olivares más próximos para el alimento del ganado.
TAREAS DE LAS MUJERES CAMPESINAS
Con todo agricultor o ganadero
siempre ha de cooperar una señora.
Madrugando delante de la aurora
Prepara un buen almuerzo, lo primero.
Barre, friega y arrima su puchero
Y acude al pequeñín que gime o llora
Reclamando su pecho porque es hora
De ingerir su alimento tempranero.
Atiende a su familia con amor
Y ayuda a su marido en la faena
Si es que éste es un activo labrador.
Su quehacer permanente le rellena
Todo el tiempo, veriendo su sudor.
Soportar sacrificios, no le apena.
Desarrollando lo resumido en este soneto, la mujer campesina es el alma del hogar, es la administradora de la economía, ayuda a su marido en las faenas más importantes, sobre todo en las recolecciones. En la siega, ella no cogería la hoz, pero en dicha faena que había la buena costumbre de dar de comer a los segadores, la mujer era la encargada, no solo de cocinar, sino de llevarles la comida al tajo a los trabajadores si no estaban excesivamente lejos del hogar, en tal casi iría el marido o enviaría a alguno de los jóvenes a buscarla. Esto en cuanto a las mujeres de labradores más pudientes que empleaban jornaleros, pero las de los labriegos más pobres, también algunas mujeres daban su jornada de siega.
En la trilla, normalmente no arreaban la yunta; si quizás en alguna ocasión subían un rato al trillo para que descansara el marido si este estaba sólo y cuando la parva estaba trillada, allí acudía la mujer con su escoba barriendo el grano detrás de los hombres que amontonaban la mies machacada y desmenuzada y cuando el hombre aventaba el grano, ella quitaba las granzas con una escoba adecuada.
En otras faenas de verano, fuera de las eras, las mujeres también ayudaban a regar, excavar y coger las hortalizas, lo garbanzos y el maíz.
En muchos lugares de la sierra, principalmente en los términos de Santiago y Pontones, al estar los hombres tan ocupados en el tiempo de estío con la recolección y el ganado, las mujeres, no eran ayudar, es que eran ellas las únicas encargadas de plantar y cuidar los hortales.
Las faenas interiores del hogar corrían enteramente a cargo de las abnegadas mujeres. Y si retrocedemos a 100 años atrás, ellas hilaban y tejían mantas y paños bastos y otras telas en sus rudimentarios telares (Mis abuelas los tenían). Ellas confeccionaban las ropas para la familia; remendaban, lavaban y planchaban. Para lavar, lo hacían en arroyos y acequias o junto a los manantiales formando charcas donde colocaban losas de piedra y lavaban hincadas de rodillas junto a la losa. Para planchar usaban dos planchas de hierro macizo que calentaban en la lumbre; mientras se calentaba una, planchaban con la otra y así las iban relevando.
También se ocupaban las mujeres de prepararles la comida y llevarles agua a los animales de corral, cerdos, gallinas y pavos. Entre tanto quehacer a su cargo, superaban a los hombres en horas de trabajo.
Hasta tiempos no muy lejanos, a las mujeres las educaban y las enseñaban para ser buenas amas de casa, sin preocuparse de darles otros conocimientos. Así como a los varones, que solo nos iniciaban y acostumbraban a realizar los trabajos del campo.
MEDIOS DE SUBSISTENCIA CAMPESINA
Los pobres que carecían de tierras para sembrar ni contaban con los medios mínimos para arrendar fincas y cultivarlas, como son, la yunta, los aperos y demás arreos y medios para subsistir desde que se empieza a labrar y preparar las tierras para sembrar y hasta coger la cosecha que transcurre como mínimo un año y medio, estos, no tenían más recurso para su economía que el jornal cuando los patronos les avisaban para echarlo, que no eran continuo, sino en las recolecciones de cereales y aceituna, para cavar los olivos en primavera y poco más; pero durante el otoño y buena parate del invierno, no había casi nada de faena en el campo y nadie necesita de sus servicios. Tampoco era fácil emigrar a otras regiones a buscar trabajo como ocurre ahora y lo pasaban muy mal.
Los jornaleros de esta sierra de Segura se iban a La Mancha a la siega y a la vendimia, pero nunca eran muchos días y los residentes en los rincones del corazón de la sierra donde no hay olivos, al llegar el invierno solían abandonar sus pobres hogares y se desplazaban a cortijos de Beas, Villanueva del Arzobispo y pueblos del Condado a la recolección de la aceituna.
Fuera de estas cortas temporadas, algunos se dedicaban a vender cargas de leña que traían de los montes del Estado con sus borriquillos y las llevaban a los pueblos más cercanos. Otros arrancaban tocones de los pinos y separaban la tea que contenían, la quemaban en hornos adecuados, llamados “pegueras” y extraían la resina o alquitrán vegetal para venderlo. En verano, concluida ya la siega de cereales, muchos obreros se dedicaban a segar espliego y poleo, que lo compraban algunos industriales para extraer esencias valiosas de sus flores por destilación en calderas que instalaban en lugares estratégicos cerca de los parajes donde se crían dichas plantas.
También se ocupaban algunos trabajadores cortando y pelando pinos al servicio de un contratista; un trabajo muy duro, pero de los mejores pagados. Había cuadrillas o grupos de hombres que se invertían en las conducciones de madera por los ríos más caudalosos hasta ciudades de la baja Andalucía y la región murciana. A estos obreros les llamaban “pineros”; llevaban unas varas largas y resistentes parecidas a las varas de los picadores de toros bravos, a las que les acoplaban un punzón con un ganchito de hierro para mover los pinos pelados y que siguiesen avanzando por la corriente de las aguas hasta el punto de destino.
LA ALIMENTACIÓN HUMANA EN EL MEDIO RURAL
Quizá, la alimentación de los campesinos fuera más sana hasta hace 50 años, que la que se toma en la actualidad y podría ser porque en aquel tiempo no había posibilidades para comprar tanta carne, mariscos y conservas enlatadas como se consumen actualmente. La gente se alimentaba de lo que producía el terruño y se tenía en los hogares, exceptuando lo que era más vendible, que era lo mejorcito, como las carnes de ternera, cabrito, cordero y los pollos tan exquisitos que se criaban en el campo y los huevos. Estos productos los buscaban los mercaderes, los compraban para llevarlos a vender a las poblaciones donde eran muy apetecidos y los pobres campesinos que los producían, tenían que privarse de ellos, porque era lo más realizable a dinero, que lo precisaban para hacer frente a los múltiples gastos: vestido calzado, medicinas, contribuciones y demás impuestos fiscales, etc., que eran ineludibles.
La alimentación se centraba en los vegetales: cereales, legumbres, hortalizas y frutas de la tierra mientras duraban de la cosecha. De carnes, la única que se consumía en los hogares campesinos era la de cerdo, que en las matanzas se arreglaba en salazones y embutidos conservándola para todo el año y repartiéndola bien para que no faltase.
No había costumbre del típico y ligero desayuno actual; del café con lecho y las tostadas. El esfuerzo físico que había que enfrentarse diariamente exigía un almuerzo más firme por las mañanas temprano, a veces, antes de amanecer.
En primavera y verano, el almuerzo a primera hora, era la clásica gachamiga con harina de trigo o bien las migas de harina de maíz, ambos menús acompañados de aceitunas, ajos crudos, pimientos fritos, cerezas, uvas o cualquier otra cosa, según la temporada y lo que hubiera para coger en las huertas. Este almuerzo era el mismo sin variar durante varios meses. Algún día podrían tomarse unas patatas fritas a lo pobre o al montón como a mí me gusta llamarlas o unas migas de pan para aprovecharlo, cuando se ponían muy duro, porque se amasaba para una semana como mínimo.
En otoño e invierno se alternaban con las comidas descritas, los ajos de pan, de harina, de patatas y con menos frecuencia, el ajo de calabaza.
La comida del medio día, en primavera y verano, era siempre el cocido de garbanzos o el potaje de judías. El cocido se ponía con más frecuencia; pienso que sería porque es más alimenticio. Las cenas podrían ser más variadas; entre las patatas fritas o en guisado, el guisado de arroz, andrajos o alguna otra comida de las mujeres amas de casa improvisaban y sabían hacer con su probada maestría.
En otoño e invierno, los cocidos y potajes se reservaban para las cenas, que es cuando la familia estaba reunida para comer; pues los hombres se llevaban al campo en sus alforjas la comida del medio día y comían al lado del trabajo. Esta comida, a base de fiambres. El postre siempre era de las frutas que se producían en el terreno; bien frescas o que se guardaban, unas secas como los higos o colgadas en las cámaras de las casas, lo que se hacía con granadas, peras, uvas y melones.
El pescado, pocas veces se le podía adquirir, porque no había donde, ni con qué comprarlo. Alguna vez venía un vendedor de sardinas de cortijo en cortijo y compraban alguna libra, si les cogía con dinero a las amas de casa y si no, a cambio de huevos, que era lo más normal; pero el pescado no venía con frecuencia; se pasaban las semanas sin ver el sardinero del burro, que para colmo, n podía traer el pescado fresco a estos parajes de la sierra tan alejados del mar y de las plazas de pueblos importantes donde llegasen camiones con dicho artículo.
Dentro del ambiente y costumbres señaladas, una gran parte del personal serrano, nos considerábamos afortunados porque no nos faltaba la comida ningún día. Otras muchas pobres personas lo pasaban bastante pero; que no disponían ni de estos simples alimentos, ni de medios para adquirirlos.
Las familias pobres, casi nunca se comían los jamones del cerdo que mataban; los cambiaban a los señoritos por tocino, porque les daban un kilo y cuarto o kilo y medio de tocino por un kilo de jamón. Los señores no se comían el tocino porque no les apetecía y los pobres lo cambiaban porque tenía más grasa para las comidas y se quedaban sin poder probar el jamón.
El trigo que se cosechaba, en una gran mayoría de los hogares, era insuficiente para el consumo del pan para todo el año, por lo que se mezclaba harina de maíz y de centeno a la de trigo para que no faltase o que faltara menos tiempo el pan, que era el alimento primordial.
En la clase de gente más pobre, aunque tuviera algunas tierras, si eran pocas, en tiempos de mis abuelos según contaban mis padres, les amasaban el pan de trigo puro, solo a los enfermos cuando ya estaban graves que casi no podían comer nada. Algo así como administrarles el Santo Viático.
A pesar de haber muchas gallinas en el mundo rural, se consumían pocos huevos, los que eran muy buscados por los recoveros que se los llevaban a cambio de artículos manufacturados que ellos vendían por los cortijos. Y la leche, más que en desayunos, se tomaban como postre en las cenas, sobre todo en primavera cuando ya las frutas que se guardaban estaban agotadas.
En los veranos y otoños, en cuanto habían para coger, no faltaban en las mesas de los labriegos los pepinos, pimientos y tomates, solos con sal y en ensaladas con cebolla y en fritadas.
LA VESTIMENTA CAMPESINA
Lo más corriente que usaban los campesinos en su rústica indumentaria, era la pana que resultaba más resistente y duradera que otros tejidos. De pana les hacían la mayoría de las chaquetas y todos los pantalones que usaban para el trabajo y como todo el tiempo estaban ocupados trabajando, estas prendas eran casi las únicas que vestían.
En los municipios de Santiago y Pontones, que es lo más frío de la sierra y hay mucho ganado lanar, muchas familias que tenían sus propios telares, elaboraban tejidos bastos de lana de sus ovejas que tenían de negro y colores oscuros de los que les confeccionaban chaquetas, chalecos y capotes, así como todas las mantas que necesitaban. Los capotes camperos que usaban siempre los pastores en potos camperos que usaban siempre los pastores en invierno, los hacían con tejidos de lana de las ovejas negras, que resultaban de un tono marrón chocolate, sin necesidad de tintes.
Casi todos los varones adultos usaban también blusas holgadas de una tela fuerte que llamaban alpaca; esta tela delgada pero muy resistente y con dichas blusas protegían las otras ropas en invierno que se ponían debajo; chaquetas y jerséis y en verano las llevaban solas sobre la camisa.
A los niños los vestían con mandilones de dril cuando eran pequeñitos y pronto les preparaban ropa de pana como a los mayores, además de los jerséis hechos con la lana que producían las ovejas del terruño hiladas en fábricas existentes en Santiago y Pontones.
El calzado más corriente eran las esparteñas, hechas en las casas por los hombres y albarcas de goma de neumáticos y otras albarcas de piel de vaca que se ajustaban con peales de tejido de lana, dándose varias vueltas al pie con guitas de esparto.
LOS RECOVEROS
Los llamados recoveros eran comerciantes ambulantes que llevaban su mercancía en bestias y recorrían periódicamente todos los núcleos pequeños de población donde no había comercio, vendiendo sus telas, artículos de mercería, calzados y los comestibles que no producían en esta tierra, como el azúcar, café, chocolate, etc. y a cambio de lo que vendían tomaban huevos, pollos, aceite y otros productos del terreno que luego ellos vendían en mercados y pueblos donde había consumidores que carecían de dichos productos del campo. Así doblaban sus beneficios comerciales.
Estos recoveros no hacían ventas de gran importancia. Las mujeres compraban lo que iban necesitando cada día para no tener que desplazarse a los pueblos. Cuando pensaban comprar más cantidad de ropas, porque esperaban una boda u otra fiesta y al llegar el invierno para equiparse toda la familia contra el frío, procuraban reunir dinero vendiendo aceite o algún cero matancero y viajaban a pueblos donde hubiera mejor comercio. Esto lo solían hacer al entrar el invierno, en vísperas de Navidad, que el tiempo exige mas ropas de abrigo, tanto para el cuerpo como para las camas.
Recuerdo una ocasión que fueron mis padres desde el cortijo donde habitábamos a Beas de Segura con sus mulos a comprar ropas y cuando regresaron por la noche con una buena remesa de productos textiles, comentaban lo mucho que les había costado todo, que ascendía a 125 Ptas., lo que valía un buen cerdo gordo de matanza.
LOS MOLINEROS
En todos los ríos y arroyos más caudalosos había molinos harineros que funcionaban con energía hidráulica, que era la única además de la de animal que se conocía en esta comarca. Por eso construían los molinos al lado de las corrientes de agua para aprovechar su fuerza; haciendo presas más arriba y conduciendo el agua por un pequeño canal hasta encima del molino, desde donde al caer hacía mover las turbinas.
Los molineros molían toda clase de cereales, el maíz y hasta las bellotas para piensos. También se molían en dichos molinos los pimientos rojos después de bien secos para obtener el conocido pimentón, simplemente con los pimientos molidos.
Algunos molineros eran propietarios de los molinos, pero una gran mayoría eran arrendatarios que pagaban una renta a los dueños, casi siempre en especie, trigo o harina. Disponían de varios ejemplares asnales; animales fuertes para el acarreo de los granos que recogían por aldeas y cortijos y después de molidos les llevaban la harina a sus clientes. Salía un arriero empleado del molinero o hijo, si lo tenía algo mayorcito, con su recua de burros y en unas casas dejaba los costales de harina del trigo que había cogido en un viaje anterior y en otras cargaba el grano que a los campesinos les interesaba moler. Siempre mediante el cobro de una estipulada maquila, igual que sucedía con el aceite; con la diferencia de que en este caso, el molinero maquilaba sin estar presente el dueño. Decían que cobraban un celemín por fanega y quizá lo harían así con la máxima honradez; pero existía la creencia de que se quedaban con algo más. Se oía este refrán: “de molinero, cambiarás, pero de ladrón no escaparás”.
Algunos cosecheros de grano que desconfiaban de la honradez de los molineros, cargaban ellos sus costales llenos de trigo, que era el cereal más apreciado, en sus propias bestias y previo acuerdo con el molinero, lo llevaban el día concertado y se estaban presentes en el molino mientras se lo molían para que el molinero no pudiera maquilar más de lo establecido; que en el caso de que el molinero no tuviera que transportar el trigo y la harina, cobraba menos. Claro, que si el molinero quería, siempre tenía sus medios para hacer trampa sin que se dieran cuenta los clientes desconfiados.
Luego, las abnegadas y hacendosas mujeres se encargaban de cerner la harina y amasar el pan para el consumo de la familia; para lo que en todos los cortijos tenían su horno. En algunas pequeñas cortijadas tenían un horno común para todos los vecinos, donde además del pan cocían exquisitas tortas, roscos y variedad de mantecados para la Navidad que las sabían amas de casa hacían artesanalmente y les daban un punto o toque inconfundible de rico sabor, más delicioso que los elaborados en industrias importantes.
JORNALES DE HAMBRE
En los primeros años de la década de los años 30, recuerdo que un pan de cuatro libras, (algo menos de dos kilos) valían una peseta; y en aquel tiempo pagaban de tres a cuatro pesetas por un jornal en la agricultura; dependiendo de la temporada y el tipo de trabajo y no todos los días podían ganarlo los obreros. Había matrimonios sin más recursos que el jornal del marido, que tenían y criaban hasta diez y más hijos. ¿Cómo subsistirían?, claro, que en cuanto podían andar, los ponían a servir guardando cerdos solo porque les dieran de comer.
Había jornaleros que estaban todo el año trabajando con sus patronos y el amo les iba dando algo de comestibles, cuando se lo pedían por pura necesidad, unas libras de harina, algún celemín de garbanzos, que si un jarro de aceite, (que era la octava parte de una arroba) alguna libra de jabón, patatas y quizás alguna ropa desechada por el amo y su familia, pero poniéndole su precio aunque bastante barata; y si les daban dinero cuando al sirviente le precisara mucho por una enfermedad para médico y medicinas, se lo daban como con cuentagotas. Todo para poder ir saliendo aunque a medio comer; y cuando al fin del año hacían cuentas, quedaban el obrero adeudado con el dueño.
Los patronos, en algunas faenas del campo daban de comer a sus jornaleros, más que nada porque en sus casas no podían alimentarse bien para poder rendir en el trabajo, pero rebajándoles el importe de la comida al precio del jornal hasta cerca de la mitad, excepto en la siega que sí había la costumbre de darles la manutención sin descontarles nada del jornal, porque la siega era un trabajo muy duro y se trabajaban muchas horas.
A los obreros que tenían ajustados fijos; muleros, gañanes y pastores, si eran casados y con familia, en vez de darles de comer en las casas, les daban lo que llamaban la “hatería” para que pudieran comer también la mujer y niños y principalmente porque los amos si eran señoritos no querían tener la molestia de prepararles la comida la hatería consistía generalmente en una fanega de trigo al mes, un celemín de garbanzos, dos jarros de aceite, patatas y alguna otra cosilla de menos importancia, todo mensual. En las haterías no se incluían nada de carne ni matanza, si bien les dejaban algún trocito de tierra para que la mujer del sirviente pudiera sombrar algo de hortal, remolachas, calabazas y maíz con que poder engordar el cerdo para su matanza. También les daban un poco más de aceite para el alumbrado con candiles que necesitaban para ver y de noche dar de comer a los animales que formaran la yunta, algunos patronos. En pocos casos, podrían aumentar algo esta hatería.
Al amanecer o muy poco después habían de salir o estar ya los gañanes en la besana y los sirvientes estaban obligados a hacer las sogas y demás objetos de esparto que necesitaban las yuntas para los acarreos y la labranzas, por lo que estas cosas tenían que hacerlas de noche y para ellos no había domingos ni días festivos que pudieran tener descanso.
Los que ajustaban sirvientes fijos, en la mayoría de los casos eran señores terratenientes con cortijos, en los que habitaban los mozos en una vivienda como una cuadra y en bastantes casos disponían de una vivienda mejor en tal cortijo, que la reservaban para cuando iban ellos a vigilar su hacienda y a los mozos. El salario de los obreros ajustados fijos por año completo de San Miguel a San Miguel del año siguiente, era inmensamente más bajo que el de los eventuales. Al darles de comer o la hatería, el sueldo se quedaba en menos de la mitad y cobraban por meses.
Como ocurre ahora y ha sucedido siempre, tampoco faltaban en ciertos casos los acosos sexuales del señorito a las esposas de los criados, las que tendrían que soportar y acaso ceder si querían conservar el tan necesitado puesto de trabajo.
Otros trabajadores arrendaban fincas rústicas o cortijos para cultivar las tierras por su cuenta como colonos. De estos, pocos pagaban la renta en metálico; lo más corriente era que el dueño les cobrara en especie una parte de la cosecha obtenida. Si se trataba de olivar, el dueño de la finca se llevaba la mitad de la aceituna, que el madiero había de llevársela a las almazaras y si eran tierras de cereales, al tener que poner el colono las simientes, lo más normal es que les cobraran un tercio de la cosecha en las tierras peores y de secano y en las huertas, también les cobraban la mitad, si bien en este último caso, el dueño contribuiría con la mitad de las simientes.
MENDIGOS Y GITANOS
Los ancianos, cuando ya no podían trabajar o no los contrataban porque no rendían en el trabajo como una persona joven, como entonces no había pensiones ni se conocía la Seguridad Social, al menos para los obreros agrícolas, el que no disponía de algunos recursos, no encontraba otro camino que el de la mendicidad. Salir con un zurrón a las espaldas y una alcuza en la mano pidiendo limosna de casa en casa por aldeas y cortijos, que parece ser que la gente era más desprendida que en los pueblos grandes. En estos envases iban echando lo que les daba, que era de lo que había en los hogares; un trozo de pan, una patata, alguna tacita de harina o garbanzos o algún chorreón de aceite o pringues usadas, pero nunca dinero.
Pedían con una humildad impresionante, casi todos empleaban las mimas palabras textuales: “Alabado sea Dios” que pronunciaban al llegar a la puerta de una casa quitándose la montera. Enseguida continuaban diciendo: “Una limosna por Dios, que Dios se lo pagará” y cuando recibían la limosna, si se la daban, se despedían así: “Dios se lo pague a usted y le dé mucha salud” y continuaban en busca de otra alma caritativa.
Este final les esperaba después de pasarse toda la vida desde niños trabajando y soportando sacrificios y calamidades. ¡Qué pena! Dios les dé la merecida recompensa en la eternidad de los bienaventurados, donde puedan gozar de la felicidad que les negara esta miserable vida.
En cuando a los gitanos, esta raza de personas discriminadas desde tiempo inmemorial, (antes más que ahora) una inmensa mayoría eran absolutamente pobres. Pocos había que contaran con algunos recursos, estos se dedicaban al trato de bestias, su capital sería algún mulo, burro o caballo pachalanear. Comprar en ferias y vender a los labriegos, solo lo hacían los más acaudalados. La mayoría se dedicaban a cambiar sus bestias con los “payos” labriegos, como ellos nos denominaban a los no gitanos. Buscaban los cambios con avidez, porque con una mala bestia que tuviera les bastaba para su trapicheo. Aunque su bestia fuese peor que la del payo, tenían tal sagacidad para exponer sus argumentos, que siempre le sacaban dinero de vuelta en el cambio. Por eso preferían los cambios a la compra-venta.
Las mujeres y los hombres menos hábiles para el trato se dedicaban a hacer cestas y canastas de mimbre, que ellos solían vender casi siempre a cambio de comestibles. Los varones en primavera y otoño se dedicaban también a esquilar las bestias a los labradores, con lo que conseguían algo de ingresos. Muy poco o nada trabajaban en la agricultura, a excepción de la siega. No parecían muy aficionados a las azadas y nunca les avisaban para trabajar mientras encontraban obreros no gitanos.
No tenían residencia fija ni vivienda normal habitable, en invierno muchos se amparaban en tinadas abandonadas y en verano su techo era el Firmamento, bajo un árbol grande que ofreciera buena sombra y andaban errantes de un lugar a otro siempre huyendo de la Guardia Civil que solo por darles un serio disgusto y si los cogían robando algo en los huertos, cosa que solían hacer con frecuencia, el disgusto sería bofetadas o palos.
Eran menos sufridos que los otros pobres y no se resignaban fácilmente a pasar hambre y como no trabajaban, cuando les faltaban los cambios y la venta de cestas, mangaban cualquier cosa que veían en el campo para comer.
Hasta tiempos no lejanos se unían en pareja sin casarse, no bautizaban los niños ni los inscribían en el Registro Civil, por lo que se libraban del servicio militar, si no todos, sí una inmensa mayoría.
LAS CONSTRUCCIONES
DE LAS VIVIENDAS RURALES
Nunca ha sido fácil ni lo es ahora para un trabajador del campo el construirse su vivienda cuando no se dispone de más ingresos que los del trabajo personal, pero hasta pasada la primera mitad todavía presenta el siglo XX, cuando los jornales eran de verdadera miseria, aunque se trabajara todos los días, con lo que se ganaba no bastaba para mal comer, entonces, para hacerse un obrero su vivienda por humilde y pequeño y pequeña que se hiciera la casa, suponía un denodado esfuerzo y varios años de extremado sacrificio. Aunque contara con algún pequeño ahorro, porque algo tenía que tener, quien no tenía ingresos de cosechas, lo tenía muy difícil.
Lo primero que había que hacer, era una calera, pues la cal era uno de los materiales básicos ya que en aquellos tiempos, por aquí no se conocía el empleo del cemento. Se buscaba un sitio adecuado donde hubiera piedras calizas para hacer el hoyo y que hubiese también monte para con el ramaje y leña cocer las piedras, que es la única materia prima para obtener la cal. El hoyo se hacía en una ladera con algo de desnivel en el terreno y por la parte baja se le subía algo de pared de piedra y barro dejándole la boca para introducir la leña en el hueco que se dejaba para el fuego con el que las piedras se convertían en cal. Hacían el hoyo de forma cilíndrica en vertical, de unos tres metros o poco más de diámetro. No podía ser muy pequeño para que el hueco en el fondo fuera suficientemente grande para la hoguera, pues el fuego tenía que ser de gran intensidad durante varios días ininterrumpidamente día y noche introduciéndole leña o barda, hasta que el técnico calerero consideraba que estaban bien cocidas las piedras. El hueco se cerraba en forma de bóveda y se llenaba de piedras el resto del hoyo hasta un volumen de 20 a 30m., del que se podían obtener hasta 500 fanegas de cal.
Normalmente se juntaban dos o tres familias para hacer una calera porque exigía mucho trabajo y habían de hacerlo entre varios hombres. Además de trabajar toda la familia había que buscar el técnico o maestro en la materia para armar las caleras, colocar las piedras adecuadamente y vigilar el fuego. El maestro calerero dirigía la maniobra, era el responsable y ordenaba cuando había que suspender el meterle leña y cerraba la boca del horno.
Otro material preciso y muy importante era el yeso que se extraía de las entrañas de la tierra con azadones y picos donde se localizaba algún yacimiento, a veces para quebrantar el filón de yeso se precisaban barrenos de pólvora. Se acarreaba con bestias y se cocía en hornos parecidos a los hoyos de las caleras, pero más pequeños porque el yeso no necesita tanto fuego. Lugo se picaba y molía a brazo de los hombres con mazas adecuadas.
Las paredes exteriores de las casas se hacían de piedra con la mezcla de cal y arena y para los tabiques interiores se usaban adobes hechos de barro dejándolos secar al sol. Toda la tierra no servía para hacer los adobes, se acarreaba de donde fuera buena y hacían con un molde adecuado. Sólo se compraban las vigas de madera, la teja y la carpintería. ¡Cuántas cargas de bestias costaría una casita por pequeña que se hiciera! Algunos materiales había que transportarlos desde lejos, las tejas en pocos casos se encontraban cerca de la obra.
En las laderas de la sierra había muchos yacimientos de yeso, pero no en interior de la sierra, desde Poyotello y otros lugares de la alta sierra, venían a Hornos a por él, que madrugando bien solo podían dar un viaje al día y regresar de noche.
Como es fácil pensar, lo más fácil y menos costoso era el agua, mas como es lo más necesario, también se llevaba su parte de trabajo. Rara vez se contaba con el líquido elemento al pie de la obra, sino que costaba llevarla con cántaros y cubos a mano y cuando estaba lejos con una caballería provista de aguaderas y cuatro cántaros.
MEDIOS DE COMUNICACIÓN
Hasta la década de los años 30 no hubo carreteras en la Sierra de Segura, sólo llegaba a Orcera y a Siles desde Úbeda por los pueblos de La Loma y La Puerta. En otros pueblos serranos y aldeas no había ni carriles, por lo que no se conocían las ruedas. Para la construcción del pantano del Tranco, hicieron la carretera desde Villanueva del Arzobispo y sería la primera que se acercó a esta comarca.
El correo lo traía un hombre desde Orcera con una burra hasta que construyeron carreteras desde Beas, La Puerta y Orcera a Hornos y después hasta Santiago de la Espada. Entonces empezaron a traer las cartas con bicicleta y años más tarde ya traían el correo con coche desde Beas de Segura. En Hornos había un hombre con un burro de alquiler para quien lo precisaba, porque no pudiera o no quería andar y sobre todo para el equipaje del viajero.
No había luz eléctrica, la gente se alumbraba con candiles y teas. Durante no muchos años tuvieron luz eléctrica en Hornos, Cortijos Nuevos y Cañada Morales, de una centralita que instalaron en el río de Hornos con el agua de un molino. Lugo aquello se derrumbó teniendo que volver a los candiles.
No se conocía el teléfono ni telégrafo y el correo sólo llegaba diariamente a los pueblos y a las aldeas más importantes, lo llevaba un peatón en días alternos, uno sí y otro no. La radio tampoco se conocía en cortijadas. Cuando surgía la necesidad de transmitir un recado urgente, no había mas remedio que coger el camino y llevarlo personalmente. ¡Cuántas veces moría una persona con familiares a 40 ó 50 Kms. y no podían recibir la noticia a tiempo para acudir al entierro! No llegaban periódicos a las aldeas dispersas. No había más contacto que con los elementos meteorológicos, que muchas veces no cogía una tormenta en el campo y como no había puentes en ríos y arroyos, no quedábamos aislados, calados hasta los huesos sin poder pasar.
LA SANIDAD EN EL MEDIO RURAL
Cuando una persona se ponía enferma en un cortijo distante del pueblo donde no residía el médico de medicina general, lo primero que se hacía era intentar curarla con remedios caseros, se cogían hierbas a las que quizá con buen juicio se les atribuían propiedades medicinales, unas de las que más se empleaban eran “los manubrios”. Se cocían las hierbas o raíces de ciertas plantas y tomaban el agua en la que se habían hervido. Si se trataba de niños, cuando se veían muy graves se buscaba a alguna mujer que tuviera gracia y le rezaga de “mal de ojo”. Casos que se daban con frecuencia. Si fallaban los remedios recomendados por vecinas expertas, entonces se buscaba al médico, a veces cuando ya no había solución.
Desde algunos lugares, para llegar al pueblo donde estaba el médico se tardaba varias horas con una caballería, que era el único medio de transporte. Si el médico se hallaba disponible montaba en la bestia y viajaba al domicilio del enfermo, lo exploraba con los medios a su alcance y extendía las recetas. Se llevaba al médico a su casa y seguidamente a buscar la farmacia, que si el pueblo era pequeño, caso de Hornos y Pontones, no se contaba con el primordial servicio y ya habría que esperar al día siguiente para ir a otro pueblo a comprar las medicinas, por lo que es fácil suponer que si el caso era grave, a muchos enfermos no les alcanzaba el remedio de la Ciencia.
Mi abuelo materno vivía en el cortijo El Polvillar, municipio de Hornos de Segura, a una hora de camino y cuando fue anciano tenía dificultad para orinar, pienso que sería algo de próstata. En una ocasión se le detuvo la orina y no hubo medios de poder orinar. Fueron a por el médico que había en Hornos y vino el doctor provisto de una sonda, intentó ponérsela y no pudo conseguirlo. Después de varios intentos concluyó diciendo: “que lo mate Dios que lo ha creado, pero yo no lo mato” y así lo dejó con un dolor desesperado y se fue, lo llevaron a su casa. Yo que era un niño de corta edad, recuerdo los tristes lamentos de mi pobre abuelo. Seguidamente fueron a buscar al médico de Segura, a más de tres horas de camino. Éste ya enterado de lo sucedido, trajo varias sondas y él que parecía más experto pudo colocarle una y al fin pudo orinar, cuando llevaría quizás más de 30 horas de horroroso sufrimiento.
Como entonces no había el amparo de la Seguridad Social, la familia del enfermo había de pagar todo en la sanidad. El médico del pueblo había “iguales” a los vecinos, que les cobraba mensualmente, necesitasen o no su asistencia. El igualarse era voluntario, pero se igualaban casi todos porque el que no lo hiciera si se ponía enfermo alguien de su familia, entonces le cobraba con creces.
Si alguien necesitaba operación quirúrgica, si no tenía dinero para costearla no había solución para él, tendría que seguir con su padecimiento o morir. La mayoría de los médicos y especialistas parecía que carecían de caridad y compasión, como si eligieran esta digna y necesitada profesión para ganar mucho dinero y no por vocación de curar enfermos.
Cuando alguien moría en un cortijo, el carpintero más próximo le hacía el ataúd que forraba con tela negra o blanca si se trataba de persona joven y en un mulo de confianza, fuerte y manso se cargaba el féretro sobre unos palos adaptados a la albarda para llevar el cadáver hasta la Iglesia donde le ofrecieran los normales sufragios.
En algunos cortijos del corazón de la sierra, a veces moría alguien en invierno cuando estaban los caminos cubiertos de nieve con una capa gruesa esa que impedía transitar y se daban casos de tener que dejar varios días los difuntos en sus casas sin poder enterrarlos hasta que podían quitar la nieve de los caminos.
DISCRIMINACIONES FEMENINAS O PRIVILEGIOS
Ahora se habla mucho de las discriminaciones que sufren las mujeres respecto a los hombres, cuando están mas igualadas que lo han estado nunca. Hace cincuenta años no se oía tal palabra, ni las sufridas amas de casa reivindicaban nada y entonces sí que existía una marcada diferencia, tanto en la manera como habían de comportarse como en el trabajo y su remuneración.
Todas las mujeres casadas residentes e el mundo rural eran amas de casa, corriendo a cargo de ellas todas las faenas del hogar y ayudaban a sus maridos en muchas de sus duras tareas, principalmente en las recolecciones. Nunca ocuparían el puesto del hombre, no arreaban la yunta ni cavaban olivos, tampoco era normal que fueran a la siega de cereales, salvo en muy excepcionales casos.
En la recolección de la aceituna ellas recogían la del suelo, nunca iban a varear olivos ni tiraban de los mantones y cobraban poco más de la mitad de lo que cobraba el hombre.
Cuando surgía un viaje, jamás iba la mujer sola y menos si era una jovencita. Los hombres no hacían nada de las faenas del hogar, por supuesto que no les quedaba tiempo, pero en las veladas invernales, sí que hubieran podido echar una mano en algo y no lo hacían. No sabíamos ni teníamos interés en aprender a hacer faenas del hogar, parecía que eran cosas enteramente ajenas a nuestra condición de varones.
Los hombres mayores pasaban las veladas haciendo objetos de esparto, a lo que también nos obligaban a los niños a aprender y ayudar. Donde había varios vecinos, los jóvenes solían reunirse las noches de invierno en una u otra casa a jugar a la brisca u otros juegos de la baraja.
El hombre era fiel protector de la mujer, si precisaba que ella hiciese un viaje el marido la acompañaba con su bestia para que fuese montada y él siempre al cuidado de la cabalgadura cogida del ronzal para evitar que corriera o saltase y pudiera derribarla. Si la caballería era fuerte y el viaje largo, montaría él con ella algún rato en la misma bestia, lo que jamás ocurriría era montarse él y dejarla a ella a pie ni un momento.
No se oía hablar de infidelidades, se darían poquísimos casos en los matrimonios de los trabajadores. Los hombres y toda la sociedad exigía la virginidad a las mocitas hasta que se casaban, no así a los varones que la mayoría de ellos de solteros ya tenían contactos sexuales con prostitutas durante el tiempo del servicio militar y en las ferias más importantes donde se reunían mucha gente, que se desplazaban grupos de rameras buscando su negocio.
Las damas no fumaban (excepto las prostitutas) ni alternaban en bares ni tabernas bebiendo o jugando como siempre los varones.
Como las mujeres podían hacer tan poco en el campo, el pobre labriego que tenía varias hembras y ningún varón, estaba obligado a seguir arreando su yunta mientras podía y económicamente no prosperaba, al contrario, había quién se veía obligado a vencer alguna pequeña finca para costear los ajuares de las hijas si se casaban. En cambio, el matrimonio que solo tenía varones, por estar tan separadas las labores de cada sexo, era la esposa y madre la obligada a trabajar sin descanso día y noche para atender a toda la familia y el marido podía reservarse del duro trabajo cuando los hijos se iban haciendo mayores. Y si eran aplicados y trabajadores como en el campo era lo normal, prosperaban en su hacienda, aunque fuera con tierras arrendadas, si no las tenían propias para ejercer su profesión y obtener al máximo rendimiento. Por eso, cuando nacía un varón se decía que era mejor suerte, mirándolo desde el punto de vista económico sin detenerse a reflexionar que en la vida hay cosas más importantes que los bienes materiales.
RELIGIOSIDAD EN LA VIDA CAMPESINA
La religión Católica era la única conocida en el ambiente rural, cuya fe se vivía con más autenticidad que se vive actualmente. El personal residente en cortijos y aldeas, no iba a misa nada más que en las celebraciones más solemnes, como el Domingo de Ramos, Pascua de resurrección, día del Corpus o del Señor, el día del patrón o patrón de la parroquia, Fiesta de todos los Santos, Navidad y a los funerales de parientes y vecinos.
Los domingos normales y demás días festivos no se respetaban porque los campesinos tenían necesidad de trabajar todos los días y cuidar sus ganados y animales de labranzas y el ir a misa les suponía tener que desplazarse y perder más de medio día o la jornada entera, pues sólo se celebraba la Eucaristía en los pueblos donde había iglesia. No existían las capillas o ermitas que se han construido después en algunas aldeas. Solamente en los términos de Santiago y Pontones por su dilatada extensión, había otras parroquias con su pequeña iglesia en varias aldeas alejadas del pueblo. En Bujaraiza, término de Hornos, apartada y muy distante, también tenían su parroquia.
No se celebraban los bautizos y primeras comuniones con banquetes y trajes ostentosos, pero sí se les daba su verdadero sentido cristiano.
En la mayoría de los hogares se rezaba devotamente el rosario de noche, toda la familia reunida y se realizaban diversas prácticas piadosas. Antes de comer acostumbraban ciertas personas a bendecir los alimentos añadiendo alguna corita oración y los viernes de cuaresma se conmemoraba la pasión de nuestro Señor Jesucristo con Vía crucis y nos enseñaban a rezar a los niños infundiéndonos el amor y temor a Dios desde que lo podíamos entender.
Así sucedía en el humilde hogar labriego donde yo nací y me crié y creo que en la mayoría de las familias serranas.
Cuando en un lugar alejado del pueblo había un enfermo con peligro de muerte y pedía él o su familia la confesión y comunión, se buscaba al Sacerdote con una bestia para que montase, quien revestido con ropa sagrada viajaba al domicilio del enfermo con el Santo Viático y un monaguillo delante tocando una campanilla anunciando el paso del Santísimo y todas las personas se descubrían y arrodillaban a su paso.
CREENCIAS MISTERIOSAS
Deseo dedicar este capítulo a las viejas creencias misteriosas que no podemos entender y antes estaban muy arraigadas en esta sierra, de las que ya apenas se habla. Creo que todos ignorábamos hasta qué punto son realidad o falsas imaginaciones.
Lo que más me ha preocupado siempre son las apariciones de almas de personas ya fallecidas a familiares, generalmente a niños, dándoles encargo de transmitir algún mensaje a los mayores; lo más corriente, pedir que cumplieran tal o cual promesa que en su vida hicieron a Seres Divinos y no cumplieron. Esto antes sucedía con bastante frecuencia.
También había personas que algunas veces anunciaban cuando iba a morir alguien en la localidad o en los alrededores, siempre sin revelar quién, cosas que a mí me ofrecen dudas y me hace reflexionar. ¿Tendrían alguna misteriosa revelación? ¿Y cómo es que ahora no sucede?. Algunos campesinos los atribuían al comportamiento de sus animales domésticos, a la forma de ladrar un perro o al canto de una lechuza. Según el sitio y la hora, se creía que era indicación de que iba a morir una persona.
Otra cosa en la que antes se creía con toda el alma es en lo que actualmente consideramos supersticiones. Una cosa que antes afirmaban la mayoría de las mujeres campesinas era que los pollos procedentes de huevos puestos a incubar en viernes, no tenían hiel. A más de una oí decir que ella lo había experimentado.
También existía la firme creencia de que las plantas de hortalizas que dan el fruto bajo tierra, como patatas, ajos, cebollas, etc., era mejor sembrarlas en menguante, (cuando está menguando la luna), porque así se criaban mejores y luego tardaban más en brotarles tallos. Se creía también y al parecer con testimonios probados, que los yeros sembrados en creciente de la luna, les hacían daño a los cerdos que los comían, hasta producirles la muerte y con los sembrados en fase menguante no les pasaba nada, por lo que recuerdo perfectamente que siempre se procuraba sembrarlos en menguante. Aunque ese pienso no se les echaba a los cerdos, sino a las vacas y molidos, sí podían comer si por descuido entraban en un campo de yeros ya maduros o en los rastrojos de dicha planta. Los campesinos estaban muy convencidos por casos que según ellos habían experimentado y seguían estas normas al pie de la letra.
Otra creencia aún más dudosa, es que durante las fases de la luna, los viernes tenían efectos contrarios, es decir, que los viernes en creciente, eran menguante y durante la menguante, el viernes era como si fuese creciente para todos los efectos.
Por este motivo se aprovechaban los viernes de luna creciente para sembrar las patatas y las otras referidas plantas, si en ese tiempo se presentaba la buena sazón para la siembra.
¿Puede haber algo de fundamento en estas viejas creencias? De todas estas cosas ya casi nadie hace caso y no deja de sorprenderme, porque si antes eran realidad y no falsedades debería seguir siendo igual, porque en esto no se concibe que pueda haber cambio de modas.
CASO CONCRETO DE UNA MISTERIOSA APARICIÓN
En un cortijo solariego del municipio de Hornos de Segura, en tiempos no muy lejanos, habitaba un labriego de mi familia con su esposa y cuatro niños de corta edad, el mayor contaría unos siete años cuando sucedió el caso siguiente:
La mujer tenía a su servicio para el cuidado de sus cuatro vivos muñecos a una niña ya entrando en la adolescencia, una chica muy diligente, amante de complacer y rápida en hacer todo cuanto se le mandaba.
Una tarde la enviaron a una aldea próxima para comprar cerillas, tabaco y alguna otra cosilla en el estanco de la aldea. Regresaba la niña satisfecha de haber cumplido con el encargo cuando faltaba poco para anochecer y ya cerquita del cortijo, unos 800 metros antes de llegar, la oyó llorar un mozalbete que trabajaba en la misma casa cuidando vacas, el chaval corrió y llegó hasta ella que permanecía inmóvil. Al preguntarle por qué lloraba, la niña contestó que se le había puesto delante una anciana en el camino y le impedía continuar andando hacia delante. También oyeron los gritos de llanto los miembros del matrimonio con quienes servían los muchachos y el hombre salió corriendo hacia el lugar donde estaban los chavales. Los encontró explicando ella al chico lo sucedido y el muchacho aterrorizado sin ver nada, intentando alentarla y dándole ánimos. Al llegar el mayor y oír el relato, quedó no menos impresionado y aterrado de miedo. La niña se calmó y se fueron los tres al domicilio.
Ya en la casa, la niña contó tranquilamente como había sido la aparición y las características de la anciana que se le había puesto delante.
Para ver si podían aclarar mejor aquel misterioso encuentro, el día siguiente y a la misma hora salió el hombre con la niña por el mismo camino donde el día anterior había tenido la inexplicable aparición y cuando iban llegando al mismo sitio, de pronto, el grito de la niña asustada: “¡Mírela, ahí está!”, pegándose a su acompañante todo lo posible. El hombre contaba que se le puso el pelo de punta del miedo que le produjo, pero armándose de valor pudo decir a la niña: “preguntalé si desea algo, que te diga lo que quiere”. La niña decía que la seguía viendo pero él no veía nada. Habló la niña a la aparecida transmitiéndole lo indicado y según la versión de la adolescente oyó que dijo la anciana: “Soy la madre de tu abuela, dile a tu tía que salga a pedir para pagar una misa a la Santísima Virgen de la Asunción y que el cura la ofrezca, es una promesa que hice y no cumplí”.
La criatura temblando de susto y miedo transmitió el mensaje a su acompañante, igualmente asustado, quien dijo: “dile que todo se cumplirá como lo ha pedido”. La niña así lo repitió en presencia de él y la anciana desapareció, según explicación de la niña.
Recuerdo que unos días más tarde, ver a aquella tía de la niña a quien iba dirigido el encargo, (hija de la anciana fallecida), como iba de casa en casa pidiendo para cumplir la promesa.
LA CASA DE LOS RUIDOS MISTERIOSOS
En el término municipal de Hornos de Segura, radica “El Polvillar”, el que hasta no hace muchos años fue un pequeño núcleo de población de ocho viviendas con dependencias para diversos animales, de las que solo quedan tres casa habitadas solamente en verano.
Allí residían mis abuelos maternos y los hermanos de mi abuelo, donde nació, se crió y vivió mi madre que en paz descanse hasta que contrajo matrimonio. Debe hacer sobre un siglo o aproximadamente, que en dicho lugar murió un primo de mi madre, joven y soltero, que había mantenido un corto noviazgo con otra prima hermana.
Durante el velatorio nocturno del cadáver del joven, comenzaron a oírse ruidos extraños en la casa de los padres de la muchacha que hubiera sido novia del mozo fallecido, dicha casa lindante a las de mis abuelos. En un principio no le dieron importancia, atribuyendo los raros sonidos a causas naturales, pero aquellos misteriosos ruidos continuaron oyéndose en las cámaras de aquella casa durante las noches año tras año durante más de veinte años. Mi madre que no sabía mentir, nos contaba en repetidas ocasiones que ellas, como su casa paterna estaba tabique por medio, los oyeron incontables veces durante su juventud. Subían alumbrándose con un candil y cesaban los ruidos y no veían nada y en cuanto se bajaban, volvían a oírse los preocupantes sonidos.
Así pasaron los años hasta que se casaron y se fueron de la casa paterna todos los hijos del matrimonio dueño del ruidoso hogar. Cuando ya los dos viejecitos se quedaron solos, no pudiendo soportar el miedo, aunque estaban bien acostumbrados, buscaron otra vivienda de alquiler en Cortijos Nuevos, donde residían algunos de sus ocho hijos y abandonaron su propia casita, la de los nunca identificados ruidos.
Después, una pobre familia; Ginés y su prole, que no tenían techo donde cobijarse se instalaron en la casita abandonada que los dueños les dejaron gratuitamente y continuaron allí los misteriosos sonidos.
Contaron que una noche, el tal Ginés que por lo visto era bastante bruto ya enfadado, gritó y empezó a proferir frases desconcertadas, diciendo al final que bajasen y le tocasen sus partes íntimas. Entonces decían que oyeron como rodar una calabaza gorda por las escaleras, llegando hasta donde tenían la cama donde estaban acostados, moviendo la cama estrepitosamente y se apagó el candil que tenían encendido.
Al día siguiente abandonaron la casa y se hicieron una choza en el campo, al lado de donde tenían sembrados los hortales y allí pasaron varios meses. Recuerdo perfectamente verlos en su choza, cuando yo andaba por aquellos alrededores al cuidado de cochinos, que fue mi primera ocupación.
Los dueños de la referida casa ruidosa ya murieron y la casa permanecía vacía hasta que durante la guerra civil española, 36/39, cuando ya el dinero no valía casi nada, los hijos herederos la vendieron a una pobre familia por el simbólico precio de MIL QUINIENTAS PESETAS.
Los que adquirieron la casita de referencia, manifestaban que ellos ya no habían sido molestados con los extraños ruidos anteriores cesaron. Años más tarde también abandonaron aquel hogar y emigraron a la región levantina. Con el tiempo la casita objeto de este relato se convirtió en un montón de escombros.
LA GUERRA CIVIL ESPAÑOLA 36/39
Si la vida campestre en esta sierra de Segura fue siempre dura y cruda, cuando llegó la abominable guerra civil año 36, se desbordaron las penurias y calamidades. A dicha guerra fueron incorporados todos los hombres desde los 17 años hasta más de los cuarenta, en la que muchos perdieron la vida. Los que nos libramos de ir a la guerra, unos por viejos y otros porque todavía éramos niños, también sufrimos las graves consecuencias. Hubimos de enfrentarnos a las rudas faenas que antes realizábamos entre todos. Abuelos y adolescentes de 14 y 15 años arreando las yuntas y demás trabajos, sin descanso, para salir adelante.
Algunos ancianos ya con todos los hijos casados y con su propia agricultura, tuvieron que hacerse cargo de los quehaceres de los hijos que los habían llevado a la guerra, volver a coger las yuntas y junto con las nueras o hijas, hacer las tareas agrícolas y cuidar a los animales. Jóvenes esposas, como en estado de viudedad, algunas con un niño de pecho, quizás nacido después de la partida de su padre, tuvieron que hacerse ellas la faena del campo. Se llevaban los críos a las huertas o donde tenían el tajo de siega, los ponían en un camastro en una sombra mientras ellas siempre vigilantes, segaban y cuidaban sus hortalizas y cuando el niño reclamaba su alimento, acudían, lo amamantaban y volvían a la tarea.
En la recolección de la aceituna fui testigo presencial de casos de llevarse al tajo los niños de pocos meses, los metían en una espuerta grande y bien abrigados, colgaban la espuerta con el niño en un olivo y así pasaban la jornada. Los adolescentes ocupábamos el puesto de trabajo de los hombres. A mí me tocó arrear un par de mulas desde los 14 años, cuando no alcanzaba ni tenía fuerza para echarles a los mulos los aparejos al lomo obligándome a buscar un sitio adecuado para poder aparejarlos.
Durante aquella desastrosa contienda bélica se dispararon los precios de todos los artículos hasta el punto de que el dinero no valía casi nada, nadie vendía un producto si no era a cambio de otro. Si un labrador necesitaba comprarse la pana para hacerse un pantalón, tenía que dar su equivalencia en combustibles, por dinero no se la vendían y así sucedía con todo. En los últimos meses de guerra, solo existían los cambios, quien sólo tenía dinero pasaba hambre y carecía de todo.
Varios de los hombres que estaban en los frentes de guerra, se escaparon y se venían andando por los campos para que no los vieran y llegaron a sus casas de noche, se escondieron en habitaciones ocultas o en las cámaras de las casas, donde permanecieron hasta que acabó la maldita contienda. Los miembros de la familia, principalmente madres y esposas, llorando hacían creer que no sabían nada de ellos, que los habrían matado o hechos prisioneros. Fingieron extraordinariamente su papel, como en el teatro, hasta que ellos pudieron salir de su escondite.
Cuando ya el año 39 regresaron los que tuvieron la suerte de conservar la vida, al reunirse con sus familias, todo fueron celebraciones y cumplir promesas a Dios y a María Santísima por haberlos librado de las mortíferas balas y bombas.
Para las familias de los muchos que murieron llegó la pena más desconsoladora, concluían las esperanzas que albergaban hasta el final de ver y abrazar a sus seres queridos.
Los años de la posguerra fueron los de mayor escasez de alimentos conocida, por lo que se hizo más riguroso el racionamiento que ya antes habían implantado. Sin duda lo harían con buenas intenciones para que a todos les alcanzase un poco de lo poco que había de productos alimenticios, pero como suele ocurrir, para toda ley existe su trampa y lo que sí se estableció fue el fraude y la picaresca incontrolable. Aquella medida sirvió para que unos se enriquecieran a costa del hambre que otros hubieron de padecer. Se extendió el estraperlo. Los productores de cereales y otros comestibles sujetos al racionamiento declaraban solamente lo que no podían ocultar y a pesar de la vigilancia fiscal y las multas que imponían, la mayor parte de las cosechas las ocultaban y reservaban para venderlas al estraperlo. Con lo que se distribuía de ración para un mes no bastaba para comer una semana. El precio de los artículos racionados, el pan y la harina en primer lugar, lo fijaban las autoridades con arreglo a las bases de precios de los jornales y los mismos artículos en manos de especuladores y traficantes se elevaban la ración, los pobres jornaleros tenían que comprar a los precios abusivos de estraperlo para no morirse de hambre y con lo que ganaban no les alcanzaba ni para medio comer. Constantemente se veía a las mujeres por el campo buscando verduras y yerbajos para alimentarse. Los mismos terratenientes que pagaban a sus obreros los jornales a las bases, si les vendían algo de comestibles se lo cobraban a precios de estraperlo.
En aquel tiempo llegó a valer un pan de unos 1.900 gramos hasta 25 ptas., cuando un jornal en la agricultura no alcanzaba esa cantidad. ¡Cuánta hambre pasarían los pobres que no tenían más recurso que el trabajo!. A varias personas les costó la vida la desnutrición, mientras se enriquecían los especuladores, tal como ocurre ahora con las drogas.
En una ocasión oí a una persona jactarse de inteligente y lista porque había sabido comprar olivos por un kilo de harina cada árbol. ¡Qué conciencia y qué situación tendría quien las vendiera así! Seguramente quedándose sin nada de propiedades y tal vez para comer un mes o dos. Esto merece hacernos un serio y reflexivo examen de conciencia.
EL BURRO EN EL MEDIO RURAL
Este sufrido animal, quizás el más desgraciado de todos los domésticos auxiliares de los humanos campesinos, por obligarlo a llevar sobre sus lomos cargas superiores a sus fuerzas, alimentando deficientemente y constantemente apaleado para que no se rindiera en el camino, no podía faltar un ejemplar, hembra o macho en el hogar de cada una de las pobres familias campesinas.
Generalmente, los asnos machos los dejaban sin castrar para que no les mermarse su fuerza, los utilizaban los arrieros formando recuas de varios animales para la carga y transporte de mercancías a distancias bastante largas algunas veces, de unos pueblos a otros y para sacar las maderas de los montes que cuadrillas de trabajadores dentro de los mismos bosques, al pie de las montañas, elaborando tablas y vigas para la construcción de casas. A las vigas con que se formaban los techos se les llamaba “cartuzos” y para los tejados se empleaban rollizos hechos de pino delgados sin aserrar y todo lo transportaban los arrieros con burros y mulos hasta los almacenes de maderas donde las distribuían. Los molineros también se servían de esta especie de animales para los acarreos de sus moliendas.
Las burras hembras y los borriquillos más débiles los utilizaban los labriegos más humildes para sus pequeñas labores. A los jornaleros agrícolas les eran imprescindibles para sus acarreos; sobre todo para traer leña de los montes más cercanos, que era la tarea de cada día ya que la leña era el único combustible para alimentar el juego de las cocinas todo el año y para combatir el frío invernal en sus pobres viviendas mal acondicionadas, la mayoría, como un corralillo con chimenea y algún ventanuco sin cristales, por lo que en llegando el invierno necesitaban buenas lumbres y diariamente habían de salir a buscar leña. Si el hombre estaba dando el jornal, sería la mujer la obligada a salir con su borriquilla, ella sola o con la ayuda de algún niño, para proveer su hogar del tan necesitado combustible.
Los obreros que no tenían donde sembrar cereales y por tanto carecían de paja para la bestia, juntaban rastrojos de los que los segadores dejaban en el campo y con esto alimentaban a las infortunadas bestias durante el invierno cuando no había hierba en el campo.
LOS CERDOS EN LOS HOGARES CAMPESINOS
Los cerdos, como las bestias, eran indispensables en el mundo rural. Este pacífico animal que con tantos nombres se le denomina “marrano” el más corriente, seguido de cochino, puerco, guarro y gorrino, es el animal que no tenía sustitución y no podía faltar en ningún hogar de labriegos. Su carne grasa y los sabrosos embutidos que con ella se elaboran constituían con el pan y las legumbres la base de la alimentación de los campesinos. Se mantenían casi todo el año con la jipia procedente de la aceituna (orujo), mezclándole un poco de salvado resultante de cerner la harina mas la hierba que pudieran comer en el campo, pues antes se sacaban todos los días a pastar al cuidado de un porquero, un niño o un hombre que no estuviera capacitado para realizar otros trabajos. En los cortijos, cada labrador tenía su marrano, casi siempre un niño y en las aldeas y pueblecillos solían buscar un mayor medio inútil o algo ignorante para guardar los cerdos de todos los vecinos por las fincas de todos y le daban de comer entre todos los dueños de los cerdos, un día por cada cochino que guardara de cada casa.
En los veranos y otoños, cuando no había yerba en el campo, llevaban los cerdos a los rastrojos para que aprovecharan las espigas y vainas que se quedaban al segar y después, en los encinares comían las bellotas que caían de los árboles.
Unos dos meses antes del tiempo de las matanzas se dejaban encerrados los cerdos destinados a dicho fin para cebarlos con piensos más nutritivos, amasados de calabazas y remolachas cocidas mezclándoles harina de maíz, cebada y leguminosas, mas bellotas, habas y garbanzos, estos, los de peor calidad, para terminar el engorde.
También se utilizaban para pienso de los cerdos de engorde los gamones, planta silvestre que se cría en las sierras de mediana altitud en los rasos despoblados de monte.
Los cerdos representaban un buen recurso económico en los cortijos para sus moradores, donde siempre tenían alguna cerda destinada a la reproducción y cría y como ya queda dicho, se mantenían con productos del campo sin necesidad de comprar piensos; se vencían los cerditos, lechones de destete cuando contaban siete semanas que era el tiempo de lactancia, dejando algunos hasta que se hacían grandes y ya cebados se vendían a gente de los pueblos que no los criaban y no renunciaban a hacer sus matanzas. Con esto conseguían los labriegos unos buenos ingresos en metálico con lo que se podían comprar, entre otras cosas, la ropa para equiparse la familia y se cubrían otros gastos precisos.
En muchos hogares de jornaleros campesinos convivían un asno y un cerdo. El burro que les era necesario para las cargas y el cerdo que lo adquiría chiquitillo al destetarlo y lo iban criando para luego engordarlo con el que harían su matanza. Ambos animales vivirían en el mismo corral y se me ocurre imaginar un fabuloso y humorístico diálogo entre ellos. El burro envidioso del mejor trato que le daban el cerdo, le manifiesta sus quejas al infeliz cochino de la manera que a continuación se relata en las páginas que siguen.
AVENTURAS Y DESVENTURAS DE FRASCUELO
De todos es sabido lo mucho que ha cambiado la mentalidad de las personas en estos últimos 50 años; tanto en la manera de comportarse las parejas de novios, de vivir su amor y disfrutar del mismo, con simplemente en el trato de personas de diferente sexo aún cuando no sean novios.
Antes eran las mujeres inmensamente más recatadas y pudorosas; como si fueran más decente aparentemente. Siempre usaban mangas largas en sus vestidos, nada de escotes pronunciados ni faldas cortas; no salían a la calle sin sus medias del color de la carne, de seda o hilo de algodón. Jamás se veían con las piernas desnudas a las damas en cuanto dejaban de ser niñas. No se ponían pantalones, a excepción de en los carnavales para vestirse de máscara, que muchas veces se disfrazaban con ropas de hombres.
En el aspecto sexual, las mocitas, todo contacto con los varones se reservaba para la noche de bodas.
Ni para saludarse se besarían con los hombres sino eran familia en grado muy cercano. Esto era la norma general, pero como en todas las cosas suele ocurrir, siempre había algunas excepciones, que indudablemente, si se conocían, suponía un escándalo.
Conozcamos una de aquellas excepciones: las aventurillas de Frascuelo, en los últimos años del pasado siglo XIX. Son hechos reales que en mi niñez me contó un tío mío, hermano de mi padre que en paz descanse residía en La Mesilla, una pequeña cortijada del municipio de Santiago de la Espada. Pienso que quizá mi tío no estuviese bien enterado de todos los pormenores de los sucesos tal y como ocurrieran, con más o menos exactitud, esta fue su versión:
Frascuelo era un mozalbete arrogante y lanzado que no se resignaba a las continencias de sus impulsos amorosos o viriles y era capaz de enamorar y hacer rendirse a una chica si se lo proponía, para eso se fijaba en la que consideraba más fácil.
El protagonista de esta breve historia, Frascuelo, habitaba en una de las principales aldeas del municipio que hoy es Santiago-Pontones y sostenía relaciones amorosas con Currita; una chica alegre y de las más coquetas y modernas de su época. Como las jovencitas estaban siempre muy vigiladas por sus madres y nunca las dejaban solas con los novios, a Frascuelo y Currita no les satisfacían así sus relaciones y queriendo gozar más de su apasionado amor, por las noches cuando ya estaban acostados todos los miembros de la familia, Frascuelo se iba a la ventana del cuarto de currita que caía a una angosta callejuela, donde ella le esperaba para seguir allí pelando su pava. Y una noche se le ocurrió al joven meter a cabeza por entre los barrotes de la reja de la ventana, restregándose las orejas porque el espacio le venía muy justo. Se supone que lo haría para poder besarse más a placer. Lo que sucedió es que del placer pasó a una tormentosa pesadilla; que cuando quiso retirarse, no pudo sacar la cabeza del cepo en que había caído, hasta el punto de que Currita se vio obligada a salir y buscar ayuda para separar los hierros con herramientas y al fin quedó libre de tan odioso asidero.
Al enterarse los padres de la chica que dormían en una habitación al lado del dormitorio de ésta, para evitar que se repitieran aquellas entrevistas nocturnas entre la pareja de jóvenes enamorados obligaron a su hija a subir su cama a la cámara de la casa en la planta alta. La cámara tenía un ventanuco sin reja a varios metros de altura.
Entonces, el vivaz Frascuelo que era muy sagaz e ingenioso para vencer dificultades, se buscó un palo grande de pino con garranchos y nudos de las ramas, lo traía por las noches cuando ya todos dormían y subía por el palo cogiéndose a los garranchos que le servían de agarraderos y para apoyar los pies y entraba al aposento de Currita que le estaría esperando. Y una noche después de acabarse un baile que formaron en la aldea, al que ellos también asistieron, cuando todos se retiraron, el intrépido mozuelo trajo su peculiar escalera y subió, como habría hecho en otras ocasiones, pero esta vez, alguien que sospechaba lo que hacía Frascuelo, lo espió y lo vio subir. Quienes estuviesen observando la acción del mozalbete, avisaron a todos los demás chavales y sin vacilar le quitaron el palo sigilosamente y esperaron a ver lo que hacían cuando fuera a bajar. Entre tanto, Frascuelo que por lo visto no tenía prisa en abandonar aquel placentero nido, se durmió rendido por el cansancio y cuando despertó ya estaba amaneciendo y los otros jóvenes allí esperando verlo bajar.
Cuando Frascuelo quiso dejar aquel lecho y a su Currita, aún adormitado del sueño del amanecer y se encontró sin su escalera, salió por la buhardilla al tejado y anduvo buscando algún otro tejado lindante más bajito para pasar a él, desde donde pudiera arrojarse al suelo con menos peligro y cuando lo vieron los demás mozuelos que permanecían expectantes, le armaron una gran algarabía, unos de decían gato otros palomo y otros, pavo y cuantas frases burlonas se les venían a la lengua. La verdad es que el trepador mozo no gozaba del afecto y sincera amistad de los otros chicos por jactancioso y presumido, que alardeaba de saber enamorar a las chicas y conseguir triunfos amorosos que los demás no podían alcanzar. Así toda la juventud masculina allí reunida, celebraron el más insólito y para ellos, divertido espectáculo mientras Frascuelo pasaba por otro vergonzoso trance, que no sería el último ni más desagradable durante su juventud.
Con las aventuras y desventuras referidas, el célebre protagonista de esta historieta, en cierto modo se hizo famoso en la comarca; pues los comentarios de los significativos acontecimientos se multiplicaron y extendieron por los alrededores y le dedicaron el mote de “gato-garduño”, por aquello de aprovechar la noche para trepar hasta los tejados, por tal nombre fue conocido en la geografía serrana hasta donde no le conocían físicamente.
En una ocasión transitaba el ya popular Frascuelo y al lado del camino que seguía, había un grupo de mujeres jornaleras escardando un campo de trigo en las proximidades de otra aldea en la misma zona y al lado del camino que seguía, había un grupo de mujeres jornaleras escardando un campo de trigo en las proximidades de otra aldea en la misma zona y al verlo con su típico aspecto altivo y engallado, empezaron a piropearlo jocosamente y él mostrándose más valiente de lo que era en realidad, les contestaba con frases no menos irónicas y provocativas. Así fueron aumentando de tono las palabras cruzadas y ellas le incitaron con voluptuosos desafíos, hasta que Frascuelo, pensando ruborizarlas y amedrentarlas, se desabrochó el pantalón como para mostrarles sus atributos masculinos. Y ¡qué equivocación!, aquellas mujeres en vez de acobardarse, por lo visto eran fuertes, de las que llaman de “armas tomar”, corrieron hasta él, lo derribaron y le ataron las manos juntas por detrás de la espalda para que no pudiera defenderse, entonces, unas lo sujetaban fuertemente y otras le vaciaron un botijo de agua y tierra en sus órganos genitales, donde le colgaron un cencerrillo pequeñito que llevaba una cabra de una de las mujeres y con la cuerda de la cabra lo amarraron del cuello y tirando de él como de un manso cordero, lo hicieron pasear por donde trabajaban otros grupos de mujeres, concluyendo el paseo al son del cencerrillo en la aldea más inmediata, que según las explicaciones de aquel tío mío, fue en Las Espumaderas, hoy deshabitadas.
Aquel grupo de rústicas campesinas, sí llevaron a cabo lo que los ratones en su congreso pensaban que sería bueno hacer con el gato para librarse mejor de sus garras y se divirtieron a lo lindo a costa de la horrorosa vergüenza que debió pasar el arrogante Frascuelo.
Considero oportuno incluir estos poemas que siguen del salmantino J. Mª Grabriel y Galán, porque en ellos veo un claro exponente de cómo era la vida de los trabajadores del campo hace un siglo. Al parecer, en los campos de Salamanca y extremeños ocurría igual que en esta nuestra Sierra de Segura.
Hasta aquí, en la primera parte de historia sobre la vida y costumbres en el mundo rural de antaño en la Sierra de Segura y su entorno, hemos tratado de la parte que podríamos decir más grata; como es el tiempo de la juventud, amores, bodas y fiestas. Pero como todo en esta vida tiene su cara y su cruz igual que las monedas, aquí también hay otra cara más oscura que considero merece contemplación: Los escasos medios de subsistencia, los duros trabajos a que había que enfrentarse desde la niñez y por último, el final de vida que esperaba a los ancianos.
Comenzaremos por las faenas agrícolas de primavera. Al cesar e ir amainando las tempestades y fríos invernales, los agricultores se dedicaban activamente a labrar y preparar la tierra para los próximos cultivos en los campos de cereales y en las huertas, a labrar, cavar y podar los olivos y a excavar y limpiar de malas hierbas los trigales, cebadas y leguminosas. Los labradores más fuertes, para estas faenas buscaban jornaleros; hombres y mujeres, según el trabajo que iban a realizar. Para escardar los cereales, siempre eran mujeres las que lo hacían y cuando estaban en el campo, si eran varias y no habían hombres mayores con ellas, perdían el comedimiento y recato de que en otras ocasiones solían hacer gala; y con grandes dosis de humor, cuando estaban trabajando en las proximidades de un camino y pasaba algún mozuelo, aunque no fuese conocido, se divertían dirigiéndole piropos; muchas veces bastante groseros y provocándole con frases excitantes y hasta con atrevidos desafíos. Alguno que les contestaba con arrogancia queriendo hacerse el valiente y muy macho, a veces llegaban hasta cogerlo entre varias de las más fuertes y lanzadas, unas de los brazos y otras de las piernas y lo derribaban boca arriba y le daban lo que decían “los marculillos”, que consistía en elevarlo repetidas veces, dejándolo caer hasta el suelo, teniéndolo bien sujeto por las extremidades y con alguno que alardeaba de muy hombre, llegaban hasta desabrocharle el pantalón y echarle tierra o agua en los órganos genitales. No todas las mujeres se atrevían a tanto, pero con algunas, sí que era de temer el pasar cerca de donde hubiera campesinas y en todo caso, convenía hacerse el sordo y no hacerles caso a sus desafiantes piropos.
LA SIEGA
Con la entrada del verano llegaba la siega de los cereales y si todas las tareas en el campo son duras y exigen sacrificio, en la siega hay que redoblar los esfuerzos, así como para coger garbanzos, guijas yeros, etc. son las faenas más rabiosas de la manera que antes se hacían; tanto por las temperaturas que había que soportar, como por la cantidad de horas diarias que en ese tiempo se trabajaba sin apenas descanso.
Todos sabemos que al final de la primavera y comienzos del verano, tienen los días de 15 a 16 horas de luz solar; pues además de trabajar desde el amanecer, faltaba tiempo para los quehaceres que se acumulaban y se aprovechaban las noches de luna para trabajar y así no se pasaba tanto calor. En las recolecciones trabajaban todos: mujeres, hombres y niños; los niños no daban jornales, pero como casi todos los campesinos tenían algo que recolectar en tierras propias o arrendadas, los aplicaban en sus propias faenas.
Además de la recolección, incluidos acarreos y trilla, había que atender el cultivo de las hortalizas; y en los regadíos, segados los cereales, se quitaban las mieses a toda prisa para sembrar maíz y habichuelas y así obtener otra segunda cosecha en la misma tierra. Por lo que entre unas cosas y otras, era tanto lo que había que hacer con urgencia, que no quedaba tiempo ni para rascarse la picazón producida por el polvo y sudor.
El poco tiempo que se podía dormir, los hombres lo hacíamos en el campo, al cuidado de las bestias que no se encerraban para que se alimentaran de hierba en los eriales y rastrojos; y para estar al pie del trabajo y al amanecer comenzar la tarea aprovechando el fresco de las mañanas.
ASÍ ERA UNA JORNADA DE SIEGA
En esta faena, como en todos los trabajos del campo durante junio, julio y agosto, comenzaba al apuntar el alba o pocos instantes después. Los segadores armados con la única herramienta posible para tal faena, que era la hoz, se protegían del continuo roce de las mieses con una especie de delantal de lona fuerte o piel de cabra abierto o dividido en dos por la parte de abajo para ajustárselo a los muslos y piernas. A esta prenda se le llamaba zamarro o zamarrón. También se protegían los dedos de la mano izquierda (o los de la derecha el que era zurdo) con dediles de cuero para no cortarse con la hoz y evitar pinchazos de cardos y otros yerbajos que tienen agudas espinas en sus tallos y hojas, los antebrazos se los protegían con manguitos también de lona o cuero. Dispuestos con la descrita indumentaria iniciaban la jornada madrugando siempre más que el sol, antes que se reflejase en la cima de las montañas y cumbres más elevadas.
Cuando llevaban un par de horas trabajando, les llevaban al tajo el almuerzo, primera comida del día, que consistía en una gachamiga de harina de trigo o migas de pan, con ajos y tajadas de tocino.
Como el calor y el trabajo eran rigurosos, se llevaban un cántaro lleno de agua que guardaban a la sombre de haces de mies para que no se calentara demasiado. Próximo al medio día se hacían un gazpacho de segadores, a base de agua, sal, vinagre y trocitos de pan duro y cebolla. Después de tomar el peculiar gazpacho, descansaban un rato en la sombre de un árbol si lo había cerca y enseguida, a esa hora sobre el medio día cuando las temperaturas a veces rozaban los cuarenta grados en sombra, ignorando a cuanto alcanzarían al sol y las mieses secas parecían llamas de fuego, se reenganchaban con la tarea hasta las tres y media o cuatro de la tarde aproximadamente, que igualmente les llevaban al tajo la segunda comida fuerte, para que no perdiesen tiempo. Esta comida era siempre un cocido de garbanzos con su correspondiente tocino y morcilla. Algún día podría sustituirse por potaje de judías. La mesa era el suelo, el rastrojo servía de mantel; sentándose, unos en haces de mies y otros en piedras o en el suelo. Rara vez estaban presente el vino en las comidas; pues se consideraba demasiado lujo para los pobres.
Poco antes de anochecer se daba por concluida la jornada y si el tajo estaba muy cerca de los domicilios, iban los segadores a cenar a la casa del amo o patrón, pero si estaba algo lejos, también la cena se la llevaban al tajo, donde se quedaban a dormir sobre las gavillas contemplando las estrellas hasta que se quedaban dormidos y así pasaban la noche, lamentando la llegada del nuevo día, porque en cuanto se veía, no había más remedio que enfrentarse a otra rabiosa jornada.
LA TRILLA
Cuando se acaba la siega ardiente
sigue rabiosa la seca trilla,
chirrían las mieses, el trillo chilla,
trotan las mulas pausadamente.
¡Ay cuánta vuelta que pendiente!
Viajes redondos, de pie o con silla.
Resuena el eco de una coplilla,
restalla el látigo constantemente.
Chafan la parva, lo alto se cala,
la parte baja no se ha tocado,
hay que volverla co horca y pala
Y para postre, el mamontonado.
En este punto todo se axhala;
sudor a chorros se ha derramado.
En los lugares de más altitud, los parajes más fríos de la Sierra de Segura, en los términos de Santiago y Pontones, es más tardía la maduración de los cereales, por lo que la siega se comienza dos o tres semanas mas tarde que en los valles de Hornos y Segura, por tanto, tienes menos tiempo para la recolección, puesto que el otoño allí se les anticipa. Hay sitios en que las tormentas les llegan antes de terminar de recoger el grano de la eras. Esto ocurría alguna vez en Poyotello, Fuente Segura, Las Mesillas y en otras cortijadas de la Vega de Santiago para arriba hasta los campos de Hernán Pelea, que en más de una ocasión tuvieron que coger el centeno y trigo de la era para sembrarlos. Entonces estaban obligados a acelerar al máximo las faenas de siega y trilla y buscaban segadores de otros pueblos donde ya había hecho la siega, para realizar dicha faena en pocos días y seguidamente, la trilla sin pérdida de tiempo. Reunían entre todos los vecinos los pares de mulos que hiciesen falta para trillar una parva cada día en una misma era; la mañana temprano con toda celeridad para que la era estuviera despejada y tender otra parva y trillarla al día siguiente.
Las eras que generalmente correspondían a varios vecinos o familiares, no las dejaban paradas ni un día hasta que se recogía el grano de la última parva, siempre ayudándose unos a otros hasta acabar las faenas. Era digno de admirar la armonía y unión que existía entre los vecinos agricultores para ayudarse mutuamente en los casos de urgente necesidad.
TREGUA Y SEMENTERA
Ya concluida la recolección de los diversos cereales y leguminosas y tanto el grano como la paja estaban en los graneros y pajares, había un corto espacio de tiempo en el mes de septiembre, no de descanso, pero sí de menos agobio, hasta que llegaban las primeras lluvias otoñales para iniciar la sementera o “simienza” como aquí se diría. Este breve período de más o menos días, era el más tranquilo, el trabajo no era tan apremiante. Esta tregua se aprovechaba para juntar leña, que se extraía de los bosques más cercanos a lomo de las bestias, como toda clase de acarreos. Para llegar al paraje donde se pudiera encontrar leña de pinos secos caídos durante el invierno o ramaje de los cortados, en muchos casos había que andar varias horas y dar un solo viaje en el día, subiendo y bajando por empinadas laderas cubiertas de monte y matorral.
La leña era el único combustible de que se disponía para calentar los hogares durante el invierno, para cocinar todo el año y para cocer productos de las huertas con que se alimentaban los cerdos y aves de corral. En este tiempo también se dedicaba la gente a limpiar los campos de barbecho de malas hierbas y matojos que hubiesen arrojado durante el verano y se quitaban los tallos inútiles que arrojan los olivos, limpiar las acequias para que cupiesen por ellas las aguas de las lluvias y no inundaran las huertas con sus sembrados. En resumen, que el agricultor, jamás podría disfrutar de vacaciones ni descanso, en los días festivos.
RECOLECCIÓN DE ACEITUNA
A mediados de diciembre, si el tiempo no lo impedía, se iniciaba la recolección de la aceituna en algunas fincas, tal como se hace actualmente y al pasar la Navidad ya todo el mundo que podía trabajar se ocupaba en la faena.
La mayoría de los niños, entre los que me encontraba, después de las vacaciones escolares de la Navidad, no nos incorporábamos a la escuela hasta haber terminado la recogida de los últimos frutos que en esta tierra nos ofrece el campo. Nos ocupaban para recoger la aceituna que saltaba al suelo, la que por las mañanas encontrábamos cubierta con las barbas blancas de las escarchas, quedándosenos en un instante las manos ateridas.
Muchas veces se nos estimulaban a los más pequeños para que no nos cansáramos, prometiéndonos desde una perra gorda a un real por cada esportilla que llenáramos del negro fruto del olivo, dependiendo del tamaño de la espuerta y de la generosidad del padre o dueño del olivar; promesa que en muchos casos, luego no se cumplía.
Cuando llegaba la noche de Reyes, al niño que se había portado bien recogiendo mucha aceituna, le dejaban alguna moneda de calderilla en las abarcas que para recibir el regalo de los Reyes Magos había puesto en el poyete de la ventana donde dormía.
Si el olivar estaba alejado del domicilio, había que madrugar y salir antes que el sol y en algunos casos antes de amanecer para empezar la jornada a la hora de costumbre. A la salida de los pueblos se formaba como una ristra de bestias con los aceituneros por las sendas que conducían a los olivares.
Según contaban los ancianos de generaciones pasadas, hasta hace 90 ó 100 años, vareaban los olivos sin ponerles los clásicos mantones, cayendo al suelo todo el fruto que recogían las mujeres y los niños. Más tarde comenzaron a usar pequeños mantones de lienzo y para limpiar la aceituna de hojas y tallos, se lanzaba por el aire a manotadas o con un plato de metal ligero, para que cayese sobre un mantón que se colocaba adecuadamente en dirección contraria al viento y así, las hojas como pesan menos, se volvían con el aire y llegaba la aceituna limpia al mantón preparado, algo parecido a como se aventaba el trigo.
Así se estuvo limpiando hasta que aparecieron las cribas que hemos usado hasta que se han instalado limpiadoras en las almazaras.
La aceituna se envasaba en capachos, que eran como sacos de pleita con su tapadera y se transportaban con bestias a los molinos, rudimentarias fábricas de aceite, que desarrollaban poco, pero había muchas, la mayoría sin motores. Un caballo o mulo tiraba del rulo molturador a relevo con otro y la masa se prensaba mediante distintos sistemas de presión con la fuerza de los hombres para la extracción del aceite virgen que se obtenía de excelente calidad. En un molino de sangre de aquellos se podían obtener de 30 a 40 arrobas de aceite al día, aproximadamente unos 400 Kg. Las almazaras contaban con un patio dotado de bandas de trojes numeradas y cada cosechero cogía la suya, donde iban depositando su aceituna a medida que la iban cogiendo y acarreando. Los dueños del molino le molían a cada cliente su cosecha por separado, mediante el cobro de la “maquila”, que normalmente era un 10% del aceite obtenido. Iban contando las medidas que sacaban del pozuelo con un envase de media arroba, le entregaban nueve al cosechero y la que hacía diez, se la quedaban vaciándola en un depósito que tenían destinado para las maquilas.
El orujo o “jipia” se lo entregaban al cliente sin maquilar; sí quemaban el que necesitaban para calefacción y calentar el agua que precisaban para la extracción del aceite. Como se prensaba muy poco, el orujo salía con mucha grasa y los campesinos lo utilizaban para alimento.
ASÍ ERA UN DÍA NORMAL DE ACEITUNA
Cuando el mercurio de los termómetros andaba en torno a los cero grados en los amaneceres de enero, salían los aceituneros pisando el alfombrado de escarcha que ofrecen las mañanas invernales, para iniciar la jornada de recolección de aceituna. Los hombres conduciendo las bestias con la jerga, mantones, capachos para el envasado, espuertas, varas, etc., en las que además solían montar las mujeres, principalmente las mayores. Ellas vestían faldas largas de tela gruesa para protegerse del frío y cubrirse las nalgas, que mientras recogían el fruto del suelo agachándose, si no se tapaban bien, serían objeto de miradas indiscretas de los jóvenes vareadores.
Llegados al olivar, lo primero que hacían era encender una buena hoguera con ramaje de los olivos o monte cercano si lo había, cuyos chorros de humo esparcidos por la geografía olivarera, era la prueba inequívoca de los parajes donde había acto de presencia los abnegados y sufridos aceituneros. Densas nieblas hacían permanecer las barbudas escarchas hasta cerca del medio día, hasta que el sol, como acobardado en un principio, lograba despejar las brumas y hacía su retrasada aparición, besando con sus rayos a las mozuelas que con vehemencia le esperaban. Los jóvenes vareadores sentirían envidia y celos del sol porque a ellos les estaba vedado el besar a las chicas como lo hacía el astro rey y habían de conformarse con dirigirles piropos y requiebros alegres para hacer más grata y llevadera la fría tarea; unas veces encaramados en los olivos para alcanzar a las copas altas y otras, arrastrando los mantones con el peso del fruto caído sobre los mismos.
Al llegar la deseada hora de la comida, con qué avidez se cogían las alforjas y se devoraban los mendrugos de pan con tajadas y diversos embutidos de cerdo de los que se elaboraban en las matanzas familiares, en fechas bastante recientes. Se lamentaba la ausencia del vino, que casi siempre era informal y faltaba a la cita gastronómica.
Muy rápido pasaba el tiempo dedicado a la comida del medio día. Enseguida sonaba la voz del dueño o encargado que mandaba, dando la orden de reanudar la tarea y perezosamente por la galbana que producía la templanza y el sabroso yantar recién consumido, se continuaba la tarea, hasta poquito antes de anochecer.
Los hombres cribaban o aventaban la aceituna cogida en los mantones y la cargaban en las caballerías que conducidas por el harriero, la transportaban a la almazara más próxima, donde se llegaba casi siempre ya de noche. El resto del personal regresaba a pie a sus domicilios; los jóvenes de ambos sexos, en animada charla concretando donde pasar más agradablemente la trasnochada entretenidos en algún juego y descansando de la abrumadora jornada.
APARCERÍAS Y MEDIEROS
Todo labriego necesitaba al menos una yunta para las labores de sus tierras ya fueran propias o arrendadas. Algunos que tenían pocas tierras y no tenían hijos mayorcitos que les pudieran ayudar en las faenas, (como también fue mi caso), disponían de una sola bestia; un mulo, lo más corriente, que les servía para labrar y para las cargas. Estos se ponían de acuerdo, dos vecinos o familiares que estuviesen en el mismo caso y formaban la yunta en “aparcería”. Así se denominaba al hecho de que cada uno aportaba su bestia y formaban el par entre ambos. Y bien fuese por días, semanas u otros períodos más o menos largos de tiempo, los dos se servían de la yunta y labraban sus tierras. Así el que quedaba libre, disponía de tiempo para realizar el resto de quehaceres en los que no se precisaban el servicio de los domésticos animales.
Otros agricultores pobres que no tenían medios económicos para adquirir su yunta y sí la necesitaban para el cultivo de tierras arrendadas, tomaban vacas de otros que las tenían para negocio. No en vano se decía que las vacas eran el recurso de los pobres; porque además de serles útiles para la labranza, criaban sus becerros que les valían un dinero muy necesitado. El dueño de las vacas se las entregaba al pequeño labriego por la mitad de las crías o a la ganancia. En el primer caso, el tomador hacía sus labores campesinas con la yunta de vacas y los becerros que criaban los vendían y partían el dinero, mitad para cada uno. En el segundo caso de la ganancia, el dueño compraba las vacas o las apreciaban si ya las tenían y al año siguiente las vendían o volvían a valorarlas y lo que hubieran aumentado de valor, también era la mitad para cada uno. Así si un año no criaban, pero valían más por estar bien cuidadas, el tomador también percibía beneficios. También se tomaban y daban a medias rebaños de ovejas, por la mitad de los corderos.
GANADEROS Y PASTORES
En los términos de Santiago de la Espada y Pontones, (hoy fusionados) que es donde se encuentra lo más abrupto y escabroso de la sierra, la mayor parte del terreno se dedica a pastos para el ganado lanar, por lo que las ovejas son la principal fuente de ingresos de aquellos vecinos, la inmensa mayoría residentes en cortijos y pequeñas aldeas. Y durante la primavera y verano lo llevaban bastante bien, aunque siempre tirados en el campo. Lo grave y penoso les llegaba en otoño e invierno. Entonces habían de trasladar el ganado a Sierra Morena, huyendo del frío y de la nieve que pronto cubriría los campos con más intensidad que lo hace ahora. Y no con camiones como actualmente los transportaban, sino a pie; los pastores con los rebaños por las vías pecuarias durante varios días de camino hasta llegar a las dehesas en los términos de Santisteban del Puerto, Navas de San Juan y Vilchez y algunos hasta en el municipio de La Carolina; donde los sufridos pastores pasaban el invierno al cuidado del ganado, a veces sin más albergue que el capote y una manta, pernoctando en una choza que ellos construyeran con ramas de árboles.
Otros de la familia o sirvientes, se iban con bestias por caminos un tanto paralelos con los productos alimenticios, (hatería para los pastores) y se ocupaban dando “obradas” (jornada de trabajo con una yunta), en las cercanías de las dehesas, en labranza y acarreos y acudían con sus caballerías a llevar ramón de encina y de los olivares más próximos para el alimento del ganado.
TAREAS DE LAS MUJERES CAMPESINAS
Con todo agricultor o ganadero
siempre ha de cooperar una señora.
Madrugando delante de la aurora
Prepara un buen almuerzo, lo primero.
Barre, friega y arrima su puchero
Y acude al pequeñín que gime o llora
Reclamando su pecho porque es hora
De ingerir su alimento tempranero.
Atiende a su familia con amor
Y ayuda a su marido en la faena
Si es que éste es un activo labrador.
Su quehacer permanente le rellena
Todo el tiempo, veriendo su sudor.
Soportar sacrificios, no le apena.
Desarrollando lo resumido en este soneto, la mujer campesina es el alma del hogar, es la administradora de la economía, ayuda a su marido en las faenas más importantes, sobre todo en las recolecciones. En la siega, ella no cogería la hoz, pero en dicha faena que había la buena costumbre de dar de comer a los segadores, la mujer era la encargada, no solo de cocinar, sino de llevarles la comida al tajo a los trabajadores si no estaban excesivamente lejos del hogar, en tal casi iría el marido o enviaría a alguno de los jóvenes a buscarla. Esto en cuanto a las mujeres de labradores más pudientes que empleaban jornaleros, pero las de los labriegos más pobres, también algunas mujeres daban su jornada de siega.
En la trilla, normalmente no arreaban la yunta; si quizás en alguna ocasión subían un rato al trillo para que descansara el marido si este estaba sólo y cuando la parva estaba trillada, allí acudía la mujer con su escoba barriendo el grano detrás de los hombres que amontonaban la mies machacada y desmenuzada y cuando el hombre aventaba el grano, ella quitaba las granzas con una escoba adecuada.
En otras faenas de verano, fuera de las eras, las mujeres también ayudaban a regar, excavar y coger las hortalizas, lo garbanzos y el maíz.
En muchos lugares de la sierra, principalmente en los términos de Santiago y Pontones, al estar los hombres tan ocupados en el tiempo de estío con la recolección y el ganado, las mujeres, no eran ayudar, es que eran ellas las únicas encargadas de plantar y cuidar los hortales.
Las faenas interiores del hogar corrían enteramente a cargo de las abnegadas mujeres. Y si retrocedemos a 100 años atrás, ellas hilaban y tejían mantas y paños bastos y otras telas en sus rudimentarios telares (Mis abuelas los tenían). Ellas confeccionaban las ropas para la familia; remendaban, lavaban y planchaban. Para lavar, lo hacían en arroyos y acequias o junto a los manantiales formando charcas donde colocaban losas de piedra y lavaban hincadas de rodillas junto a la losa. Para planchar usaban dos planchas de hierro macizo que calentaban en la lumbre; mientras se calentaba una, planchaban con la otra y así las iban relevando.
También se ocupaban las mujeres de prepararles la comida y llevarles agua a los animales de corral, cerdos, gallinas y pavos. Entre tanto quehacer a su cargo, superaban a los hombres en horas de trabajo.
Hasta tiempos no muy lejanos, a las mujeres las educaban y las enseñaban para ser buenas amas de casa, sin preocuparse de darles otros conocimientos. Así como a los varones, que solo nos iniciaban y acostumbraban a realizar los trabajos del campo.
MEDIOS DE SUBSISTENCIA CAMPESINA
Los pobres que carecían de tierras para sembrar ni contaban con los medios mínimos para arrendar fincas y cultivarlas, como son, la yunta, los aperos y demás arreos y medios para subsistir desde que se empieza a labrar y preparar las tierras para sembrar y hasta coger la cosecha que transcurre como mínimo un año y medio, estos, no tenían más recurso para su economía que el jornal cuando los patronos les avisaban para echarlo, que no eran continuo, sino en las recolecciones de cereales y aceituna, para cavar los olivos en primavera y poco más; pero durante el otoño y buena parate del invierno, no había casi nada de faena en el campo y nadie necesita de sus servicios. Tampoco era fácil emigrar a otras regiones a buscar trabajo como ocurre ahora y lo pasaban muy mal.
Los jornaleros de esta sierra de Segura se iban a La Mancha a la siega y a la vendimia, pero nunca eran muchos días y los residentes en los rincones del corazón de la sierra donde no hay olivos, al llegar el invierno solían abandonar sus pobres hogares y se desplazaban a cortijos de Beas, Villanueva del Arzobispo y pueblos del Condado a la recolección de la aceituna.
Fuera de estas cortas temporadas, algunos se dedicaban a vender cargas de leña que traían de los montes del Estado con sus borriquillos y las llevaban a los pueblos más cercanos. Otros arrancaban tocones de los pinos y separaban la tea que contenían, la quemaban en hornos adecuados, llamados “pegueras” y extraían la resina o alquitrán vegetal para venderlo. En verano, concluida ya la siega de cereales, muchos obreros se dedicaban a segar espliego y poleo, que lo compraban algunos industriales para extraer esencias valiosas de sus flores por destilación en calderas que instalaban en lugares estratégicos cerca de los parajes donde se crían dichas plantas.
También se ocupaban algunos trabajadores cortando y pelando pinos al servicio de un contratista; un trabajo muy duro, pero de los mejores pagados. Había cuadrillas o grupos de hombres que se invertían en las conducciones de madera por los ríos más caudalosos hasta ciudades de la baja Andalucía y la región murciana. A estos obreros les llamaban “pineros”; llevaban unas varas largas y resistentes parecidas a las varas de los picadores de toros bravos, a las que les acoplaban un punzón con un ganchito de hierro para mover los pinos pelados y que siguiesen avanzando por la corriente de las aguas hasta el punto de destino.
LA ALIMENTACIÓN HUMANA EN EL MEDIO RURAL
Quizá, la alimentación de los campesinos fuera más sana hasta hace 50 años, que la que se toma en la actualidad y podría ser porque en aquel tiempo no había posibilidades para comprar tanta carne, mariscos y conservas enlatadas como se consumen actualmente. La gente se alimentaba de lo que producía el terruño y se tenía en los hogares, exceptuando lo que era más vendible, que era lo mejorcito, como las carnes de ternera, cabrito, cordero y los pollos tan exquisitos que se criaban en el campo y los huevos. Estos productos los buscaban los mercaderes, los compraban para llevarlos a vender a las poblaciones donde eran muy apetecidos y los pobres campesinos que los producían, tenían que privarse de ellos, porque era lo más realizable a dinero, que lo precisaban para hacer frente a los múltiples gastos: vestido calzado, medicinas, contribuciones y demás impuestos fiscales, etc., que eran ineludibles.
La alimentación se centraba en los vegetales: cereales, legumbres, hortalizas y frutas de la tierra mientras duraban de la cosecha. De carnes, la única que se consumía en los hogares campesinos era la de cerdo, que en las matanzas se arreglaba en salazones y embutidos conservándola para todo el año y repartiéndola bien para que no faltase.
No había costumbre del típico y ligero desayuno actual; del café con lecho y las tostadas. El esfuerzo físico que había que enfrentarse diariamente exigía un almuerzo más firme por las mañanas temprano, a veces, antes de amanecer.
En primavera y verano, el almuerzo a primera hora, era la clásica gachamiga con harina de trigo o bien las migas de harina de maíz, ambos menús acompañados de aceitunas, ajos crudos, pimientos fritos, cerezas, uvas o cualquier otra cosa, según la temporada y lo que hubiera para coger en las huertas. Este almuerzo era el mismo sin variar durante varios meses. Algún día podrían tomarse unas patatas fritas a lo pobre o al montón como a mí me gusta llamarlas o unas migas de pan para aprovecharlo, cuando se ponían muy duro, porque se amasaba para una semana como mínimo.
En otoño e invierno se alternaban con las comidas descritas, los ajos de pan, de harina, de patatas y con menos frecuencia, el ajo de calabaza.
La comida del medio día, en primavera y verano, era siempre el cocido de garbanzos o el potaje de judías. El cocido se ponía con más frecuencia; pienso que sería porque es más alimenticio. Las cenas podrían ser más variadas; entre las patatas fritas o en guisado, el guisado de arroz, andrajos o alguna otra comida de las mujeres amas de casa improvisaban y sabían hacer con su probada maestría.
En otoño e invierno, los cocidos y potajes se reservaban para las cenas, que es cuando la familia estaba reunida para comer; pues los hombres se llevaban al campo en sus alforjas la comida del medio día y comían al lado del trabajo. Esta comida, a base de fiambres. El postre siempre era de las frutas que se producían en el terreno; bien frescas o que se guardaban, unas secas como los higos o colgadas en las cámaras de las casas, lo que se hacía con granadas, peras, uvas y melones.
El pescado, pocas veces se le podía adquirir, porque no había donde, ni con qué comprarlo. Alguna vez venía un vendedor de sardinas de cortijo en cortijo y compraban alguna libra, si les cogía con dinero a las amas de casa y si no, a cambio de huevos, que era lo más normal; pero el pescado no venía con frecuencia; se pasaban las semanas sin ver el sardinero del burro, que para colmo, n podía traer el pescado fresco a estos parajes de la sierra tan alejados del mar y de las plazas de pueblos importantes donde llegasen camiones con dicho artículo.
Dentro del ambiente y costumbres señaladas, una gran parte del personal serrano, nos considerábamos afortunados porque no nos faltaba la comida ningún día. Otras muchas pobres personas lo pasaban bastante pero; que no disponían ni de estos simples alimentos, ni de medios para adquirirlos.
Las familias pobres, casi nunca se comían los jamones del cerdo que mataban; los cambiaban a los señoritos por tocino, porque les daban un kilo y cuarto o kilo y medio de tocino por un kilo de jamón. Los señores no se comían el tocino porque no les apetecía y los pobres lo cambiaban porque tenía más grasa para las comidas y se quedaban sin poder probar el jamón.
El trigo que se cosechaba, en una gran mayoría de los hogares, era insuficiente para el consumo del pan para todo el año, por lo que se mezclaba harina de maíz y de centeno a la de trigo para que no faltase o que faltara menos tiempo el pan, que era el alimento primordial.
En la clase de gente más pobre, aunque tuviera algunas tierras, si eran pocas, en tiempos de mis abuelos según contaban mis padres, les amasaban el pan de trigo puro, solo a los enfermos cuando ya estaban graves que casi no podían comer nada. Algo así como administrarles el Santo Viático.
A pesar de haber muchas gallinas en el mundo rural, se consumían pocos huevos, los que eran muy buscados por los recoveros que se los llevaban a cambio de artículos manufacturados que ellos vendían por los cortijos. Y la leche, más que en desayunos, se tomaban como postre en las cenas, sobre todo en primavera cuando ya las frutas que se guardaban estaban agotadas.
En los veranos y otoños, en cuanto habían para coger, no faltaban en las mesas de los labriegos los pepinos, pimientos y tomates, solos con sal y en ensaladas con cebolla y en fritadas.
LA VESTIMENTA CAMPESINA
Lo más corriente que usaban los campesinos en su rústica indumentaria, era la pana que resultaba más resistente y duradera que otros tejidos. De pana les hacían la mayoría de las chaquetas y todos los pantalones que usaban para el trabajo y como todo el tiempo estaban ocupados trabajando, estas prendas eran casi las únicas que vestían.
En los municipios de Santiago y Pontones, que es lo más frío de la sierra y hay mucho ganado lanar, muchas familias que tenían sus propios telares, elaboraban tejidos bastos de lana de sus ovejas que tenían de negro y colores oscuros de los que les confeccionaban chaquetas, chalecos y capotes, así como todas las mantas que necesitaban. Los capotes camperos que usaban siempre los pastores en potos camperos que usaban siempre los pastores en invierno, los hacían con tejidos de lana de las ovejas negras, que resultaban de un tono marrón chocolate, sin necesidad de tintes.
Casi todos los varones adultos usaban también blusas holgadas de una tela fuerte que llamaban alpaca; esta tela delgada pero muy resistente y con dichas blusas protegían las otras ropas en invierno que se ponían debajo; chaquetas y jerséis y en verano las llevaban solas sobre la camisa.
A los niños los vestían con mandilones de dril cuando eran pequeñitos y pronto les preparaban ropa de pana como a los mayores, además de los jerséis hechos con la lana que producían las ovejas del terruño hiladas en fábricas existentes en Santiago y Pontones.
El calzado más corriente eran las esparteñas, hechas en las casas por los hombres y albarcas de goma de neumáticos y otras albarcas de piel de vaca que se ajustaban con peales de tejido de lana, dándose varias vueltas al pie con guitas de esparto.
LOS RECOVEROS
Los llamados recoveros eran comerciantes ambulantes que llevaban su mercancía en bestias y recorrían periódicamente todos los núcleos pequeños de población donde no había comercio, vendiendo sus telas, artículos de mercería, calzados y los comestibles que no producían en esta tierra, como el azúcar, café, chocolate, etc. y a cambio de lo que vendían tomaban huevos, pollos, aceite y otros productos del terreno que luego ellos vendían en mercados y pueblos donde había consumidores que carecían de dichos productos del campo. Así doblaban sus beneficios comerciales.
Estos recoveros no hacían ventas de gran importancia. Las mujeres compraban lo que iban necesitando cada día para no tener que desplazarse a los pueblos. Cuando pensaban comprar más cantidad de ropas, porque esperaban una boda u otra fiesta y al llegar el invierno para equiparse toda la familia contra el frío, procuraban reunir dinero vendiendo aceite o algún cero matancero y viajaban a pueblos donde hubiera mejor comercio. Esto lo solían hacer al entrar el invierno, en vísperas de Navidad, que el tiempo exige mas ropas de abrigo, tanto para el cuerpo como para las camas.
Recuerdo una ocasión que fueron mis padres desde el cortijo donde habitábamos a Beas de Segura con sus mulos a comprar ropas y cuando regresaron por la noche con una buena remesa de productos textiles, comentaban lo mucho que les había costado todo, que ascendía a 125 Ptas., lo que valía un buen cerdo gordo de matanza.
LOS MOLINEROS
En todos los ríos y arroyos más caudalosos había molinos harineros que funcionaban con energía hidráulica, que era la única además de la de animal que se conocía en esta comarca. Por eso construían los molinos al lado de las corrientes de agua para aprovechar su fuerza; haciendo presas más arriba y conduciendo el agua por un pequeño canal hasta encima del molino, desde donde al caer hacía mover las turbinas.
Los molineros molían toda clase de cereales, el maíz y hasta las bellotas para piensos. También se molían en dichos molinos los pimientos rojos después de bien secos para obtener el conocido pimentón, simplemente con los pimientos molidos.
Algunos molineros eran propietarios de los molinos, pero una gran mayoría eran arrendatarios que pagaban una renta a los dueños, casi siempre en especie, trigo o harina. Disponían de varios ejemplares asnales; animales fuertes para el acarreo de los granos que recogían por aldeas y cortijos y después de molidos les llevaban la harina a sus clientes. Salía un arriero empleado del molinero o hijo, si lo tenía algo mayorcito, con su recua de burros y en unas casas dejaba los costales de harina del trigo que había cogido en un viaje anterior y en otras cargaba el grano que a los campesinos les interesaba moler. Siempre mediante el cobro de una estipulada maquila, igual que sucedía con el aceite; con la diferencia de que en este caso, el molinero maquilaba sin estar presente el dueño. Decían que cobraban un celemín por fanega y quizá lo harían así con la máxima honradez; pero existía la creencia de que se quedaban con algo más. Se oía este refrán: “de molinero, cambiarás, pero de ladrón no escaparás”.
Algunos cosecheros de grano que desconfiaban de la honradez de los molineros, cargaban ellos sus costales llenos de trigo, que era el cereal más apreciado, en sus propias bestias y previo acuerdo con el molinero, lo llevaban el día concertado y se estaban presentes en el molino mientras se lo molían para que el molinero no pudiera maquilar más de lo establecido; que en el caso de que el molinero no tuviera que transportar el trigo y la harina, cobraba menos. Claro, que si el molinero quería, siempre tenía sus medios para hacer trampa sin que se dieran cuenta los clientes desconfiados.
Luego, las abnegadas y hacendosas mujeres se encargaban de cerner la harina y amasar el pan para el consumo de la familia; para lo que en todos los cortijos tenían su horno. En algunas pequeñas cortijadas tenían un horno común para todos los vecinos, donde además del pan cocían exquisitas tortas, roscos y variedad de mantecados para la Navidad que las sabían amas de casa hacían artesanalmente y les daban un punto o toque inconfundible de rico sabor, más delicioso que los elaborados en industrias importantes.
JORNALES DE HAMBRE
En los primeros años de la década de los años 30, recuerdo que un pan de cuatro libras, (algo menos de dos kilos) valían una peseta; y en aquel tiempo pagaban de tres a cuatro pesetas por un jornal en la agricultura; dependiendo de la temporada y el tipo de trabajo y no todos los días podían ganarlo los obreros. Había matrimonios sin más recursos que el jornal del marido, que tenían y criaban hasta diez y más hijos. ¿Cómo subsistirían?, claro, que en cuanto podían andar, los ponían a servir guardando cerdos solo porque les dieran de comer.
Había jornaleros que estaban todo el año trabajando con sus patronos y el amo les iba dando algo de comestibles, cuando se lo pedían por pura necesidad, unas libras de harina, algún celemín de garbanzos, que si un jarro de aceite, (que era la octava parte de una arroba) alguna libra de jabón, patatas y quizás alguna ropa desechada por el amo y su familia, pero poniéndole su precio aunque bastante barata; y si les daban dinero cuando al sirviente le precisara mucho por una enfermedad para médico y medicinas, se lo daban como con cuentagotas. Todo para poder ir saliendo aunque a medio comer; y cuando al fin del año hacían cuentas, quedaban el obrero adeudado con el dueño.
Los patronos, en algunas faenas del campo daban de comer a sus jornaleros, más que nada porque en sus casas no podían alimentarse bien para poder rendir en el trabajo, pero rebajándoles el importe de la comida al precio del jornal hasta cerca de la mitad, excepto en la siega que sí había la costumbre de darles la manutención sin descontarles nada del jornal, porque la siega era un trabajo muy duro y se trabajaban muchas horas.
A los obreros que tenían ajustados fijos; muleros, gañanes y pastores, si eran casados y con familia, en vez de darles de comer en las casas, les daban lo que llamaban la “hatería” para que pudieran comer también la mujer y niños y principalmente porque los amos si eran señoritos no querían tener la molestia de prepararles la comida la hatería consistía generalmente en una fanega de trigo al mes, un celemín de garbanzos, dos jarros de aceite, patatas y alguna otra cosilla de menos importancia, todo mensual. En las haterías no se incluían nada de carne ni matanza, si bien les dejaban algún trocito de tierra para que la mujer del sirviente pudiera sombrar algo de hortal, remolachas, calabazas y maíz con que poder engordar el cerdo para su matanza. También les daban un poco más de aceite para el alumbrado con candiles que necesitaban para ver y de noche dar de comer a los animales que formaran la yunta, algunos patronos. En pocos casos, podrían aumentar algo esta hatería.
Al amanecer o muy poco después habían de salir o estar ya los gañanes en la besana y los sirvientes estaban obligados a hacer las sogas y demás objetos de esparto que necesitaban las yuntas para los acarreos y la labranzas, por lo que estas cosas tenían que hacerlas de noche y para ellos no había domingos ni días festivos que pudieran tener descanso.
Los que ajustaban sirvientes fijos, en la mayoría de los casos eran señores terratenientes con cortijos, en los que habitaban los mozos en una vivienda como una cuadra y en bastantes casos disponían de una vivienda mejor en tal cortijo, que la reservaban para cuando iban ellos a vigilar su hacienda y a los mozos. El salario de los obreros ajustados fijos por año completo de San Miguel a San Miguel del año siguiente, era inmensamente más bajo que el de los eventuales. Al darles de comer o la hatería, el sueldo se quedaba en menos de la mitad y cobraban por meses.
Como ocurre ahora y ha sucedido siempre, tampoco faltaban en ciertos casos los acosos sexuales del señorito a las esposas de los criados, las que tendrían que soportar y acaso ceder si querían conservar el tan necesitado puesto de trabajo.
Otros trabajadores arrendaban fincas rústicas o cortijos para cultivar las tierras por su cuenta como colonos. De estos, pocos pagaban la renta en metálico; lo más corriente era que el dueño les cobrara en especie una parte de la cosecha obtenida. Si se trataba de olivar, el dueño de la finca se llevaba la mitad de la aceituna, que el madiero había de llevársela a las almazaras y si eran tierras de cereales, al tener que poner el colono las simientes, lo más normal es que les cobraran un tercio de la cosecha en las tierras peores y de secano y en las huertas, también les cobraban la mitad, si bien en este último caso, el dueño contribuiría con la mitad de las simientes.
MENDIGOS Y GITANOS
Los ancianos, cuando ya no podían trabajar o no los contrataban porque no rendían en el trabajo como una persona joven, como entonces no había pensiones ni se conocía la Seguridad Social, al menos para los obreros agrícolas, el que no disponía de algunos recursos, no encontraba otro camino que el de la mendicidad. Salir con un zurrón a las espaldas y una alcuza en la mano pidiendo limosna de casa en casa por aldeas y cortijos, que parece ser que la gente era más desprendida que en los pueblos grandes. En estos envases iban echando lo que les daba, que era de lo que había en los hogares; un trozo de pan, una patata, alguna tacita de harina o garbanzos o algún chorreón de aceite o pringues usadas, pero nunca dinero.
Pedían con una humildad impresionante, casi todos empleaban las mimas palabras textuales: “Alabado sea Dios” que pronunciaban al llegar a la puerta de una casa quitándose la montera. Enseguida continuaban diciendo: “Una limosna por Dios, que Dios se lo pagará” y cuando recibían la limosna, si se la daban, se despedían así: “Dios se lo pague a usted y le dé mucha salud” y continuaban en busca de otra alma caritativa.
Este final les esperaba después de pasarse toda la vida desde niños trabajando y soportando sacrificios y calamidades. ¡Qué pena! Dios les dé la merecida recompensa en la eternidad de los bienaventurados, donde puedan gozar de la felicidad que les negara esta miserable vida.
En cuando a los gitanos, esta raza de personas discriminadas desde tiempo inmemorial, (antes más que ahora) una inmensa mayoría eran absolutamente pobres. Pocos había que contaran con algunos recursos, estos se dedicaban al trato de bestias, su capital sería algún mulo, burro o caballo pachalanear. Comprar en ferias y vender a los labriegos, solo lo hacían los más acaudalados. La mayoría se dedicaban a cambiar sus bestias con los “payos” labriegos, como ellos nos denominaban a los no gitanos. Buscaban los cambios con avidez, porque con una mala bestia que tuviera les bastaba para su trapicheo. Aunque su bestia fuese peor que la del payo, tenían tal sagacidad para exponer sus argumentos, que siempre le sacaban dinero de vuelta en el cambio. Por eso preferían los cambios a la compra-venta.
Las mujeres y los hombres menos hábiles para el trato se dedicaban a hacer cestas y canastas de mimbre, que ellos solían vender casi siempre a cambio de comestibles. Los varones en primavera y otoño se dedicaban también a esquilar las bestias a los labradores, con lo que conseguían algo de ingresos. Muy poco o nada trabajaban en la agricultura, a excepción de la siega. No parecían muy aficionados a las azadas y nunca les avisaban para trabajar mientras encontraban obreros no gitanos.
No tenían residencia fija ni vivienda normal habitable, en invierno muchos se amparaban en tinadas abandonadas y en verano su techo era el Firmamento, bajo un árbol grande que ofreciera buena sombra y andaban errantes de un lugar a otro siempre huyendo de la Guardia Civil que solo por darles un serio disgusto y si los cogían robando algo en los huertos, cosa que solían hacer con frecuencia, el disgusto sería bofetadas o palos.
Eran menos sufridos que los otros pobres y no se resignaban fácilmente a pasar hambre y como no trabajaban, cuando les faltaban los cambios y la venta de cestas, mangaban cualquier cosa que veían en el campo para comer.
Hasta tiempos no lejanos se unían en pareja sin casarse, no bautizaban los niños ni los inscribían en el Registro Civil, por lo que se libraban del servicio militar, si no todos, sí una inmensa mayoría.
LAS CONSTRUCCIONES
DE LAS VIVIENDAS RURALES
Nunca ha sido fácil ni lo es ahora para un trabajador del campo el construirse su vivienda cuando no se dispone de más ingresos que los del trabajo personal, pero hasta pasada la primera mitad todavía presenta el siglo XX, cuando los jornales eran de verdadera miseria, aunque se trabajara todos los días, con lo que se ganaba no bastaba para mal comer, entonces, para hacerse un obrero su vivienda por humilde y pequeño y pequeña que se hiciera la casa, suponía un denodado esfuerzo y varios años de extremado sacrificio. Aunque contara con algún pequeño ahorro, porque algo tenía que tener, quien no tenía ingresos de cosechas, lo tenía muy difícil.
Lo primero que había que hacer, era una calera, pues la cal era uno de los materiales básicos ya que en aquellos tiempos, por aquí no se conocía el empleo del cemento. Se buscaba un sitio adecuado donde hubiera piedras calizas para hacer el hoyo y que hubiese también monte para con el ramaje y leña cocer las piedras, que es la única materia prima para obtener la cal. El hoyo se hacía en una ladera con algo de desnivel en el terreno y por la parte baja se le subía algo de pared de piedra y barro dejándole la boca para introducir la leña en el hueco que se dejaba para el fuego con el que las piedras se convertían en cal. Hacían el hoyo de forma cilíndrica en vertical, de unos tres metros o poco más de diámetro. No podía ser muy pequeño para que el hueco en el fondo fuera suficientemente grande para la hoguera, pues el fuego tenía que ser de gran intensidad durante varios días ininterrumpidamente día y noche introduciéndole leña o barda, hasta que el técnico calerero consideraba que estaban bien cocidas las piedras. El hueco se cerraba en forma de bóveda y se llenaba de piedras el resto del hoyo hasta un volumen de 20 a 30m., del que se podían obtener hasta 500 fanegas de cal.
Normalmente se juntaban dos o tres familias para hacer una calera porque exigía mucho trabajo y habían de hacerlo entre varios hombres. Además de trabajar toda la familia había que buscar el técnico o maestro en la materia para armar las caleras, colocar las piedras adecuadamente y vigilar el fuego. El maestro calerero dirigía la maniobra, era el responsable y ordenaba cuando había que suspender el meterle leña y cerraba la boca del horno.
Otro material preciso y muy importante era el yeso que se extraía de las entrañas de la tierra con azadones y picos donde se localizaba algún yacimiento, a veces para quebrantar el filón de yeso se precisaban barrenos de pólvora. Se acarreaba con bestias y se cocía en hornos parecidos a los hoyos de las caleras, pero más pequeños porque el yeso no necesita tanto fuego. Lugo se picaba y molía a brazo de los hombres con mazas adecuadas.
Las paredes exteriores de las casas se hacían de piedra con la mezcla de cal y arena y para los tabiques interiores se usaban adobes hechos de barro dejándolos secar al sol. Toda la tierra no servía para hacer los adobes, se acarreaba de donde fuera buena y hacían con un molde adecuado. Sólo se compraban las vigas de madera, la teja y la carpintería. ¡Cuántas cargas de bestias costaría una casita por pequeña que se hiciera! Algunos materiales había que transportarlos desde lejos, las tejas en pocos casos se encontraban cerca de la obra.
En las laderas de la sierra había muchos yacimientos de yeso, pero no en interior de la sierra, desde Poyotello y otros lugares de la alta sierra, venían a Hornos a por él, que madrugando bien solo podían dar un viaje al día y regresar de noche.
Como es fácil pensar, lo más fácil y menos costoso era el agua, mas como es lo más necesario, también se llevaba su parte de trabajo. Rara vez se contaba con el líquido elemento al pie de la obra, sino que costaba llevarla con cántaros y cubos a mano y cuando estaba lejos con una caballería provista de aguaderas y cuatro cántaros.
MEDIOS DE COMUNICACIÓN
Hasta la década de los años 30 no hubo carreteras en la Sierra de Segura, sólo llegaba a Orcera y a Siles desde Úbeda por los pueblos de La Loma y La Puerta. En otros pueblos serranos y aldeas no había ni carriles, por lo que no se conocían las ruedas. Para la construcción del pantano del Tranco, hicieron la carretera desde Villanueva del Arzobispo y sería la primera que se acercó a esta comarca.
El correo lo traía un hombre desde Orcera con una burra hasta que construyeron carreteras desde Beas, La Puerta y Orcera a Hornos y después hasta Santiago de la Espada. Entonces empezaron a traer las cartas con bicicleta y años más tarde ya traían el correo con coche desde Beas de Segura. En Hornos había un hombre con un burro de alquiler para quien lo precisaba, porque no pudiera o no quería andar y sobre todo para el equipaje del viajero.
No había luz eléctrica, la gente se alumbraba con candiles y teas. Durante no muchos años tuvieron luz eléctrica en Hornos, Cortijos Nuevos y Cañada Morales, de una centralita que instalaron en el río de Hornos con el agua de un molino. Lugo aquello se derrumbó teniendo que volver a los candiles.
No se conocía el teléfono ni telégrafo y el correo sólo llegaba diariamente a los pueblos y a las aldeas más importantes, lo llevaba un peatón en días alternos, uno sí y otro no. La radio tampoco se conocía en cortijadas. Cuando surgía la necesidad de transmitir un recado urgente, no había mas remedio que coger el camino y llevarlo personalmente. ¡Cuántas veces moría una persona con familiares a 40 ó 50 Kms. y no podían recibir la noticia a tiempo para acudir al entierro! No llegaban periódicos a las aldeas dispersas. No había más contacto que con los elementos meteorológicos, que muchas veces no cogía una tormenta en el campo y como no había puentes en ríos y arroyos, no quedábamos aislados, calados hasta los huesos sin poder pasar.
LA SANIDAD EN EL MEDIO RURAL
Cuando una persona se ponía enferma en un cortijo distante del pueblo donde no residía el médico de medicina general, lo primero que se hacía era intentar curarla con remedios caseros, se cogían hierbas a las que quizá con buen juicio se les atribuían propiedades medicinales, unas de las que más se empleaban eran “los manubrios”. Se cocían las hierbas o raíces de ciertas plantas y tomaban el agua en la que se habían hervido. Si se trataba de niños, cuando se veían muy graves se buscaba a alguna mujer que tuviera gracia y le rezaga de “mal de ojo”. Casos que se daban con frecuencia. Si fallaban los remedios recomendados por vecinas expertas, entonces se buscaba al médico, a veces cuando ya no había solución.
Desde algunos lugares, para llegar al pueblo donde estaba el médico se tardaba varias horas con una caballería, que era el único medio de transporte. Si el médico se hallaba disponible montaba en la bestia y viajaba al domicilio del enfermo, lo exploraba con los medios a su alcance y extendía las recetas. Se llevaba al médico a su casa y seguidamente a buscar la farmacia, que si el pueblo era pequeño, caso de Hornos y Pontones, no se contaba con el primordial servicio y ya habría que esperar al día siguiente para ir a otro pueblo a comprar las medicinas, por lo que es fácil suponer que si el caso era grave, a muchos enfermos no les alcanzaba el remedio de la Ciencia.
Mi abuelo materno vivía en el cortijo El Polvillar, municipio de Hornos de Segura, a una hora de camino y cuando fue anciano tenía dificultad para orinar, pienso que sería algo de próstata. En una ocasión se le detuvo la orina y no hubo medios de poder orinar. Fueron a por el médico que había en Hornos y vino el doctor provisto de una sonda, intentó ponérsela y no pudo conseguirlo. Después de varios intentos concluyó diciendo: “que lo mate Dios que lo ha creado, pero yo no lo mato” y así lo dejó con un dolor desesperado y se fue, lo llevaron a su casa. Yo que era un niño de corta edad, recuerdo los tristes lamentos de mi pobre abuelo. Seguidamente fueron a buscar al médico de Segura, a más de tres horas de camino. Éste ya enterado de lo sucedido, trajo varias sondas y él que parecía más experto pudo colocarle una y al fin pudo orinar, cuando llevaría quizás más de 30 horas de horroroso sufrimiento.
Como entonces no había el amparo de la Seguridad Social, la familia del enfermo había de pagar todo en la sanidad. El médico del pueblo había “iguales” a los vecinos, que les cobraba mensualmente, necesitasen o no su asistencia. El igualarse era voluntario, pero se igualaban casi todos porque el que no lo hiciera si se ponía enfermo alguien de su familia, entonces le cobraba con creces.
Si alguien necesitaba operación quirúrgica, si no tenía dinero para costearla no había solución para él, tendría que seguir con su padecimiento o morir. La mayoría de los médicos y especialistas parecía que carecían de caridad y compasión, como si eligieran esta digna y necesitada profesión para ganar mucho dinero y no por vocación de curar enfermos.
Cuando alguien moría en un cortijo, el carpintero más próximo le hacía el ataúd que forraba con tela negra o blanca si se trataba de persona joven y en un mulo de confianza, fuerte y manso se cargaba el féretro sobre unos palos adaptados a la albarda para llevar el cadáver hasta la Iglesia donde le ofrecieran los normales sufragios.
En algunos cortijos del corazón de la sierra, a veces moría alguien en invierno cuando estaban los caminos cubiertos de nieve con una capa gruesa esa que impedía transitar y se daban casos de tener que dejar varios días los difuntos en sus casas sin poder enterrarlos hasta que podían quitar la nieve de los caminos.
DISCRIMINACIONES FEMENINAS O PRIVILEGIOS
Ahora se habla mucho de las discriminaciones que sufren las mujeres respecto a los hombres, cuando están mas igualadas que lo han estado nunca. Hace cincuenta años no se oía tal palabra, ni las sufridas amas de casa reivindicaban nada y entonces sí que existía una marcada diferencia, tanto en la manera como habían de comportarse como en el trabajo y su remuneración.
Todas las mujeres casadas residentes e el mundo rural eran amas de casa, corriendo a cargo de ellas todas las faenas del hogar y ayudaban a sus maridos en muchas de sus duras tareas, principalmente en las recolecciones. Nunca ocuparían el puesto del hombre, no arreaban la yunta ni cavaban olivos, tampoco era normal que fueran a la siega de cereales, salvo en muy excepcionales casos.
En la recolección de la aceituna ellas recogían la del suelo, nunca iban a varear olivos ni tiraban de los mantones y cobraban poco más de la mitad de lo que cobraba el hombre.
Cuando surgía un viaje, jamás iba la mujer sola y menos si era una jovencita. Los hombres no hacían nada de las faenas del hogar, por supuesto que no les quedaba tiempo, pero en las veladas invernales, sí que hubieran podido echar una mano en algo y no lo hacían. No sabíamos ni teníamos interés en aprender a hacer faenas del hogar, parecía que eran cosas enteramente ajenas a nuestra condición de varones.
Los hombres mayores pasaban las veladas haciendo objetos de esparto, a lo que también nos obligaban a los niños a aprender y ayudar. Donde había varios vecinos, los jóvenes solían reunirse las noches de invierno en una u otra casa a jugar a la brisca u otros juegos de la baraja.
El hombre era fiel protector de la mujer, si precisaba que ella hiciese un viaje el marido la acompañaba con su bestia para que fuese montada y él siempre al cuidado de la cabalgadura cogida del ronzal para evitar que corriera o saltase y pudiera derribarla. Si la caballería era fuerte y el viaje largo, montaría él con ella algún rato en la misma bestia, lo que jamás ocurriría era montarse él y dejarla a ella a pie ni un momento.
No se oía hablar de infidelidades, se darían poquísimos casos en los matrimonios de los trabajadores. Los hombres y toda la sociedad exigía la virginidad a las mocitas hasta que se casaban, no así a los varones que la mayoría de ellos de solteros ya tenían contactos sexuales con prostitutas durante el tiempo del servicio militar y en las ferias más importantes donde se reunían mucha gente, que se desplazaban grupos de rameras buscando su negocio.
Las damas no fumaban (excepto las prostitutas) ni alternaban en bares ni tabernas bebiendo o jugando como siempre los varones.
Como las mujeres podían hacer tan poco en el campo, el pobre labriego que tenía varias hembras y ningún varón, estaba obligado a seguir arreando su yunta mientras podía y económicamente no prosperaba, al contrario, había quién se veía obligado a vencer alguna pequeña finca para costear los ajuares de las hijas si se casaban. En cambio, el matrimonio que solo tenía varones, por estar tan separadas las labores de cada sexo, era la esposa y madre la obligada a trabajar sin descanso día y noche para atender a toda la familia y el marido podía reservarse del duro trabajo cuando los hijos se iban haciendo mayores. Y si eran aplicados y trabajadores como en el campo era lo normal, prosperaban en su hacienda, aunque fuera con tierras arrendadas, si no las tenían propias para ejercer su profesión y obtener al máximo rendimiento. Por eso, cuando nacía un varón se decía que era mejor suerte, mirándolo desde el punto de vista económico sin detenerse a reflexionar que en la vida hay cosas más importantes que los bienes materiales.
RELIGIOSIDAD EN LA VIDA CAMPESINA
La religión Católica era la única conocida en el ambiente rural, cuya fe se vivía con más autenticidad que se vive actualmente. El personal residente en cortijos y aldeas, no iba a misa nada más que en las celebraciones más solemnes, como el Domingo de Ramos, Pascua de resurrección, día del Corpus o del Señor, el día del patrón o patrón de la parroquia, Fiesta de todos los Santos, Navidad y a los funerales de parientes y vecinos.
Los domingos normales y demás días festivos no se respetaban porque los campesinos tenían necesidad de trabajar todos los días y cuidar sus ganados y animales de labranzas y el ir a misa les suponía tener que desplazarse y perder más de medio día o la jornada entera, pues sólo se celebraba la Eucaristía en los pueblos donde había iglesia. No existían las capillas o ermitas que se han construido después en algunas aldeas. Solamente en los términos de Santiago y Pontones por su dilatada extensión, había otras parroquias con su pequeña iglesia en varias aldeas alejadas del pueblo. En Bujaraiza, término de Hornos, apartada y muy distante, también tenían su parroquia.
No se celebraban los bautizos y primeras comuniones con banquetes y trajes ostentosos, pero sí se les daba su verdadero sentido cristiano.
En la mayoría de los hogares se rezaba devotamente el rosario de noche, toda la familia reunida y se realizaban diversas prácticas piadosas. Antes de comer acostumbraban ciertas personas a bendecir los alimentos añadiendo alguna corita oración y los viernes de cuaresma se conmemoraba la pasión de nuestro Señor Jesucristo con Vía crucis y nos enseñaban a rezar a los niños infundiéndonos el amor y temor a Dios desde que lo podíamos entender.
Así sucedía en el humilde hogar labriego donde yo nací y me crié y creo que en la mayoría de las familias serranas.
Cuando en un lugar alejado del pueblo había un enfermo con peligro de muerte y pedía él o su familia la confesión y comunión, se buscaba al Sacerdote con una bestia para que montase, quien revestido con ropa sagrada viajaba al domicilio del enfermo con el Santo Viático y un monaguillo delante tocando una campanilla anunciando el paso del Santísimo y todas las personas se descubrían y arrodillaban a su paso.
CREENCIAS MISTERIOSAS
Deseo dedicar este capítulo a las viejas creencias misteriosas que no podemos entender y antes estaban muy arraigadas en esta sierra, de las que ya apenas se habla. Creo que todos ignorábamos hasta qué punto son realidad o falsas imaginaciones.
Lo que más me ha preocupado siempre son las apariciones de almas de personas ya fallecidas a familiares, generalmente a niños, dándoles encargo de transmitir algún mensaje a los mayores; lo más corriente, pedir que cumplieran tal o cual promesa que en su vida hicieron a Seres Divinos y no cumplieron. Esto antes sucedía con bastante frecuencia.
También había personas que algunas veces anunciaban cuando iba a morir alguien en la localidad o en los alrededores, siempre sin revelar quién, cosas que a mí me ofrecen dudas y me hace reflexionar. ¿Tendrían alguna misteriosa revelación? ¿Y cómo es que ahora no sucede?. Algunos campesinos los atribuían al comportamiento de sus animales domésticos, a la forma de ladrar un perro o al canto de una lechuza. Según el sitio y la hora, se creía que era indicación de que iba a morir una persona.
Otra cosa en la que antes se creía con toda el alma es en lo que actualmente consideramos supersticiones. Una cosa que antes afirmaban la mayoría de las mujeres campesinas era que los pollos procedentes de huevos puestos a incubar en viernes, no tenían hiel. A más de una oí decir que ella lo había experimentado.
También existía la firme creencia de que las plantas de hortalizas que dan el fruto bajo tierra, como patatas, ajos, cebollas, etc., era mejor sembrarlas en menguante, (cuando está menguando la luna), porque así se criaban mejores y luego tardaban más en brotarles tallos. Se creía también y al parecer con testimonios probados, que los yeros sembrados en creciente de la luna, les hacían daño a los cerdos que los comían, hasta producirles la muerte y con los sembrados en fase menguante no les pasaba nada, por lo que recuerdo perfectamente que siempre se procuraba sembrarlos en menguante. Aunque ese pienso no se les echaba a los cerdos, sino a las vacas y molidos, sí podían comer si por descuido entraban en un campo de yeros ya maduros o en los rastrojos de dicha planta. Los campesinos estaban muy convencidos por casos que según ellos habían experimentado y seguían estas normas al pie de la letra.
Otra creencia aún más dudosa, es que durante las fases de la luna, los viernes tenían efectos contrarios, es decir, que los viernes en creciente, eran menguante y durante la menguante, el viernes era como si fuese creciente para todos los efectos.
Por este motivo se aprovechaban los viernes de luna creciente para sembrar las patatas y las otras referidas plantas, si en ese tiempo se presentaba la buena sazón para la siembra.
¿Puede haber algo de fundamento en estas viejas creencias? De todas estas cosas ya casi nadie hace caso y no deja de sorprenderme, porque si antes eran realidad y no falsedades debería seguir siendo igual, porque en esto no se concibe que pueda haber cambio de modas.
CASO CONCRETO DE UNA MISTERIOSA APARICIÓN
En un cortijo solariego del municipio de Hornos de Segura, en tiempos no muy lejanos, habitaba un labriego de mi familia con su esposa y cuatro niños de corta edad, el mayor contaría unos siete años cuando sucedió el caso siguiente:
La mujer tenía a su servicio para el cuidado de sus cuatro vivos muñecos a una niña ya entrando en la adolescencia, una chica muy diligente, amante de complacer y rápida en hacer todo cuanto se le mandaba.
Una tarde la enviaron a una aldea próxima para comprar cerillas, tabaco y alguna otra cosilla en el estanco de la aldea. Regresaba la niña satisfecha de haber cumplido con el encargo cuando faltaba poco para anochecer y ya cerquita del cortijo, unos 800 metros antes de llegar, la oyó llorar un mozalbete que trabajaba en la misma casa cuidando vacas, el chaval corrió y llegó hasta ella que permanecía inmóvil. Al preguntarle por qué lloraba, la niña contestó que se le había puesto delante una anciana en el camino y le impedía continuar andando hacia delante. También oyeron los gritos de llanto los miembros del matrimonio con quienes servían los muchachos y el hombre salió corriendo hacia el lugar donde estaban los chavales. Los encontró explicando ella al chico lo sucedido y el muchacho aterrorizado sin ver nada, intentando alentarla y dándole ánimos. Al llegar el mayor y oír el relato, quedó no menos impresionado y aterrado de miedo. La niña se calmó y se fueron los tres al domicilio.
Ya en la casa, la niña contó tranquilamente como había sido la aparición y las características de la anciana que se le había puesto delante.
Para ver si podían aclarar mejor aquel misterioso encuentro, el día siguiente y a la misma hora salió el hombre con la niña por el mismo camino donde el día anterior había tenido la inexplicable aparición y cuando iban llegando al mismo sitio, de pronto, el grito de la niña asustada: “¡Mírela, ahí está!”, pegándose a su acompañante todo lo posible. El hombre contaba que se le puso el pelo de punta del miedo que le produjo, pero armándose de valor pudo decir a la niña: “preguntalé si desea algo, que te diga lo que quiere”. La niña decía que la seguía viendo pero él no veía nada. Habló la niña a la aparecida transmitiéndole lo indicado y según la versión de la adolescente oyó que dijo la anciana: “Soy la madre de tu abuela, dile a tu tía que salga a pedir para pagar una misa a la Santísima Virgen de la Asunción y que el cura la ofrezca, es una promesa que hice y no cumplí”.
La criatura temblando de susto y miedo transmitió el mensaje a su acompañante, igualmente asustado, quien dijo: “dile que todo se cumplirá como lo ha pedido”. La niña así lo repitió en presencia de él y la anciana desapareció, según explicación de la niña.
Recuerdo que unos días más tarde, ver a aquella tía de la niña a quien iba dirigido el encargo, (hija de la anciana fallecida), como iba de casa en casa pidiendo para cumplir la promesa.
LA CASA DE LOS RUIDOS MISTERIOSOS
En el término municipal de Hornos de Segura, radica “El Polvillar”, el que hasta no hace muchos años fue un pequeño núcleo de población de ocho viviendas con dependencias para diversos animales, de las que solo quedan tres casa habitadas solamente en verano.
Allí residían mis abuelos maternos y los hermanos de mi abuelo, donde nació, se crió y vivió mi madre que en paz descanse hasta que contrajo matrimonio. Debe hacer sobre un siglo o aproximadamente, que en dicho lugar murió un primo de mi madre, joven y soltero, que había mantenido un corto noviazgo con otra prima hermana.
Durante el velatorio nocturno del cadáver del joven, comenzaron a oírse ruidos extraños en la casa de los padres de la muchacha que hubiera sido novia del mozo fallecido, dicha casa lindante a las de mis abuelos. En un principio no le dieron importancia, atribuyendo los raros sonidos a causas naturales, pero aquellos misteriosos ruidos continuaron oyéndose en las cámaras de aquella casa durante las noches año tras año durante más de veinte años. Mi madre que no sabía mentir, nos contaba en repetidas ocasiones que ellas, como su casa paterna estaba tabique por medio, los oyeron incontables veces durante su juventud. Subían alumbrándose con un candil y cesaban los ruidos y no veían nada y en cuanto se bajaban, volvían a oírse los preocupantes sonidos.
Así pasaron los años hasta que se casaron y se fueron de la casa paterna todos los hijos del matrimonio dueño del ruidoso hogar. Cuando ya los dos viejecitos se quedaron solos, no pudiendo soportar el miedo, aunque estaban bien acostumbrados, buscaron otra vivienda de alquiler en Cortijos Nuevos, donde residían algunos de sus ocho hijos y abandonaron su propia casita, la de los nunca identificados ruidos.
Después, una pobre familia; Ginés y su prole, que no tenían techo donde cobijarse se instalaron en la casita abandonada que los dueños les dejaron gratuitamente y continuaron allí los misteriosos sonidos.
Contaron que una noche, el tal Ginés que por lo visto era bastante bruto ya enfadado, gritó y empezó a proferir frases desconcertadas, diciendo al final que bajasen y le tocasen sus partes íntimas. Entonces decían que oyeron como rodar una calabaza gorda por las escaleras, llegando hasta donde tenían la cama donde estaban acostados, moviendo la cama estrepitosamente y se apagó el candil que tenían encendido.
Al día siguiente abandonaron la casa y se hicieron una choza en el campo, al lado de donde tenían sembrados los hortales y allí pasaron varios meses. Recuerdo perfectamente verlos en su choza, cuando yo andaba por aquellos alrededores al cuidado de cochinos, que fue mi primera ocupación.
Los dueños de la referida casa ruidosa ya murieron y la casa permanecía vacía hasta que durante la guerra civil española, 36/39, cuando ya el dinero no valía casi nada, los hijos herederos la vendieron a una pobre familia por el simbólico precio de MIL QUINIENTAS PESETAS.
Los que adquirieron la casita de referencia, manifestaban que ellos ya no habían sido molestados con los extraños ruidos anteriores cesaron. Años más tarde también abandonaron aquel hogar y emigraron a la región levantina. Con el tiempo la casita objeto de este relato se convirtió en un montón de escombros.
LA GUERRA CIVIL ESPAÑOLA 36/39
Si la vida campestre en esta sierra de Segura fue siempre dura y cruda, cuando llegó la abominable guerra civil año 36, se desbordaron las penurias y calamidades. A dicha guerra fueron incorporados todos los hombres desde los 17 años hasta más de los cuarenta, en la que muchos perdieron la vida. Los que nos libramos de ir a la guerra, unos por viejos y otros porque todavía éramos niños, también sufrimos las graves consecuencias. Hubimos de enfrentarnos a las rudas faenas que antes realizábamos entre todos. Abuelos y adolescentes de 14 y 15 años arreando las yuntas y demás trabajos, sin descanso, para salir adelante.
Algunos ancianos ya con todos los hijos casados y con su propia agricultura, tuvieron que hacerse cargo de los quehaceres de los hijos que los habían llevado a la guerra, volver a coger las yuntas y junto con las nueras o hijas, hacer las tareas agrícolas y cuidar a los animales. Jóvenes esposas, como en estado de viudedad, algunas con un niño de pecho, quizás nacido después de la partida de su padre, tuvieron que hacerse ellas la faena del campo. Se llevaban los críos a las huertas o donde tenían el tajo de siega, los ponían en un camastro en una sombra mientras ellas siempre vigilantes, segaban y cuidaban sus hortalizas y cuando el niño reclamaba su alimento, acudían, lo amamantaban y volvían a la tarea.
En la recolección de la aceituna fui testigo presencial de casos de llevarse al tajo los niños de pocos meses, los metían en una espuerta grande y bien abrigados, colgaban la espuerta con el niño en un olivo y así pasaban la jornada. Los adolescentes ocupábamos el puesto de trabajo de los hombres. A mí me tocó arrear un par de mulas desde los 14 años, cuando no alcanzaba ni tenía fuerza para echarles a los mulos los aparejos al lomo obligándome a buscar un sitio adecuado para poder aparejarlos.
Durante aquella desastrosa contienda bélica se dispararon los precios de todos los artículos hasta el punto de que el dinero no valía casi nada, nadie vendía un producto si no era a cambio de otro. Si un labrador necesitaba comprarse la pana para hacerse un pantalón, tenía que dar su equivalencia en combustibles, por dinero no se la vendían y así sucedía con todo. En los últimos meses de guerra, solo existían los cambios, quien sólo tenía dinero pasaba hambre y carecía de todo.
Varios de los hombres que estaban en los frentes de guerra, se escaparon y se venían andando por los campos para que no los vieran y llegaron a sus casas de noche, se escondieron en habitaciones ocultas o en las cámaras de las casas, donde permanecieron hasta que acabó la maldita contienda. Los miembros de la familia, principalmente madres y esposas, llorando hacían creer que no sabían nada de ellos, que los habrían matado o hechos prisioneros. Fingieron extraordinariamente su papel, como en el teatro, hasta que ellos pudieron salir de su escondite.
Cuando ya el año 39 regresaron los que tuvieron la suerte de conservar la vida, al reunirse con sus familias, todo fueron celebraciones y cumplir promesas a Dios y a María Santísima por haberlos librado de las mortíferas balas y bombas.
Para las familias de los muchos que murieron llegó la pena más desconsoladora, concluían las esperanzas que albergaban hasta el final de ver y abrazar a sus seres queridos.
Los años de la posguerra fueron los de mayor escasez de alimentos conocida, por lo que se hizo más riguroso el racionamiento que ya antes habían implantado. Sin duda lo harían con buenas intenciones para que a todos les alcanzase un poco de lo poco que había de productos alimenticios, pero como suele ocurrir, para toda ley existe su trampa y lo que sí se estableció fue el fraude y la picaresca incontrolable. Aquella medida sirvió para que unos se enriquecieran a costa del hambre que otros hubieron de padecer. Se extendió el estraperlo. Los productores de cereales y otros comestibles sujetos al racionamiento declaraban solamente lo que no podían ocultar y a pesar de la vigilancia fiscal y las multas que imponían, la mayor parte de las cosechas las ocultaban y reservaban para venderlas al estraperlo. Con lo que se distribuía de ración para un mes no bastaba para comer una semana. El precio de los artículos racionados, el pan y la harina en primer lugar, lo fijaban las autoridades con arreglo a las bases de precios de los jornales y los mismos artículos en manos de especuladores y traficantes se elevaban la ración, los pobres jornaleros tenían que comprar a los precios abusivos de estraperlo para no morirse de hambre y con lo que ganaban no les alcanzaba ni para medio comer. Constantemente se veía a las mujeres por el campo buscando verduras y yerbajos para alimentarse. Los mismos terratenientes que pagaban a sus obreros los jornales a las bases, si les vendían algo de comestibles se lo cobraban a precios de estraperlo.
En aquel tiempo llegó a valer un pan de unos 1.900 gramos hasta 25 ptas., cuando un jornal en la agricultura no alcanzaba esa cantidad. ¡Cuánta hambre pasarían los pobres que no tenían más recurso que el trabajo!. A varias personas les costó la vida la desnutrición, mientras se enriquecían los especuladores, tal como ocurre ahora con las drogas.
En una ocasión oí a una persona jactarse de inteligente y lista porque había sabido comprar olivos por un kilo de harina cada árbol. ¡Qué conciencia y qué situación tendría quien las vendiera así! Seguramente quedándose sin nada de propiedades y tal vez para comer un mes o dos. Esto merece hacernos un serio y reflexivo examen de conciencia.
EL BURRO EN EL MEDIO RURAL
Este sufrido animal, quizás el más desgraciado de todos los domésticos auxiliares de los humanos campesinos, por obligarlo a llevar sobre sus lomos cargas superiores a sus fuerzas, alimentando deficientemente y constantemente apaleado para que no se rindiera en el camino, no podía faltar un ejemplar, hembra o macho en el hogar de cada una de las pobres familias campesinas.
Generalmente, los asnos machos los dejaban sin castrar para que no les mermarse su fuerza, los utilizaban los arrieros formando recuas de varios animales para la carga y transporte de mercancías a distancias bastante largas algunas veces, de unos pueblos a otros y para sacar las maderas de los montes que cuadrillas de trabajadores dentro de los mismos bosques, al pie de las montañas, elaborando tablas y vigas para la construcción de casas. A las vigas con que se formaban los techos se les llamaba “cartuzos” y para los tejados se empleaban rollizos hechos de pino delgados sin aserrar y todo lo transportaban los arrieros con burros y mulos hasta los almacenes de maderas donde las distribuían. Los molineros también se servían de esta especie de animales para los acarreos de sus moliendas.
Las burras hembras y los borriquillos más débiles los utilizaban los labriegos más humildes para sus pequeñas labores. A los jornaleros agrícolas les eran imprescindibles para sus acarreos; sobre todo para traer leña de los montes más cercanos, que era la tarea de cada día ya que la leña era el único combustible para alimentar el juego de las cocinas todo el año y para combatir el frío invernal en sus pobres viviendas mal acondicionadas, la mayoría, como un corralillo con chimenea y algún ventanuco sin cristales, por lo que en llegando el invierno necesitaban buenas lumbres y diariamente habían de salir a buscar leña. Si el hombre estaba dando el jornal, sería la mujer la obligada a salir con su borriquilla, ella sola o con la ayuda de algún niño, para proveer su hogar del tan necesitado combustible.
Los obreros que no tenían donde sembrar cereales y por tanto carecían de paja para la bestia, juntaban rastrojos de los que los segadores dejaban en el campo y con esto alimentaban a las infortunadas bestias durante el invierno cuando no había hierba en el campo.
LOS CERDOS EN LOS HOGARES CAMPESINOS
Los cerdos, como las bestias, eran indispensables en el mundo rural. Este pacífico animal que con tantos nombres se le denomina “marrano” el más corriente, seguido de cochino, puerco, guarro y gorrino, es el animal que no tenía sustitución y no podía faltar en ningún hogar de labriegos. Su carne grasa y los sabrosos embutidos que con ella se elaboran constituían con el pan y las legumbres la base de la alimentación de los campesinos. Se mantenían casi todo el año con la jipia procedente de la aceituna (orujo), mezclándole un poco de salvado resultante de cerner la harina mas la hierba que pudieran comer en el campo, pues antes se sacaban todos los días a pastar al cuidado de un porquero, un niño o un hombre que no estuviera capacitado para realizar otros trabajos. En los cortijos, cada labrador tenía su marrano, casi siempre un niño y en las aldeas y pueblecillos solían buscar un mayor medio inútil o algo ignorante para guardar los cerdos de todos los vecinos por las fincas de todos y le daban de comer entre todos los dueños de los cerdos, un día por cada cochino que guardara de cada casa.
En los veranos y otoños, cuando no había yerba en el campo, llevaban los cerdos a los rastrojos para que aprovecharan las espigas y vainas que se quedaban al segar y después, en los encinares comían las bellotas que caían de los árboles.
Unos dos meses antes del tiempo de las matanzas se dejaban encerrados los cerdos destinados a dicho fin para cebarlos con piensos más nutritivos, amasados de calabazas y remolachas cocidas mezclándoles harina de maíz, cebada y leguminosas, mas bellotas, habas y garbanzos, estos, los de peor calidad, para terminar el engorde.
También se utilizaban para pienso de los cerdos de engorde los gamones, planta silvestre que se cría en las sierras de mediana altitud en los rasos despoblados de monte.
Los cerdos representaban un buen recurso económico en los cortijos para sus moradores, donde siempre tenían alguna cerda destinada a la reproducción y cría y como ya queda dicho, se mantenían con productos del campo sin necesidad de comprar piensos; se vencían los cerditos, lechones de destete cuando contaban siete semanas que era el tiempo de lactancia, dejando algunos hasta que se hacían grandes y ya cebados se vendían a gente de los pueblos que no los criaban y no renunciaban a hacer sus matanzas. Con esto conseguían los labriegos unos buenos ingresos en metálico con lo que se podían comprar, entre otras cosas, la ropa para equiparse la familia y se cubrían otros gastos precisos.
En muchos hogares de jornaleros campesinos convivían un asno y un cerdo. El burro que les era necesario para las cargas y el cerdo que lo adquiría chiquitillo al destetarlo y lo iban criando para luego engordarlo con el que harían su matanza. Ambos animales vivirían en el mismo corral y se me ocurre imaginar un fabuloso y humorístico diálogo entre ellos. El burro envidioso del mejor trato que le daban el cerdo, le manifiesta sus quejas al infeliz cochino de la manera que a continuación se relata en las páginas que siguen.
AVENTURAS Y DESVENTURAS DE FRASCUELO
De todos es sabido lo mucho que ha cambiado la mentalidad de las personas en estos últimos 50 años; tanto en la manera de comportarse las parejas de novios, de vivir su amor y disfrutar del mismo, con simplemente en el trato de personas de diferente sexo aún cuando no sean novios.
Antes eran las mujeres inmensamente más recatadas y pudorosas; como si fueran más decente aparentemente. Siempre usaban mangas largas en sus vestidos, nada de escotes pronunciados ni faldas cortas; no salían a la calle sin sus medias del color de la carne, de seda o hilo de algodón. Jamás se veían con las piernas desnudas a las damas en cuanto dejaban de ser niñas. No se ponían pantalones, a excepción de en los carnavales para vestirse de máscara, que muchas veces se disfrazaban con ropas de hombres.
En el aspecto sexual, las mocitas, todo contacto con los varones se reservaba para la noche de bodas.
Ni para saludarse se besarían con los hombres sino eran familia en grado muy cercano. Esto era la norma general, pero como en todas las cosas suele ocurrir, siempre había algunas excepciones, que indudablemente, si se conocían, suponía un escándalo.
Conozcamos una de aquellas excepciones: las aventurillas de Frascuelo, en los últimos años del pasado siglo XIX. Son hechos reales que en mi niñez me contó un tío mío, hermano de mi padre que en paz descanse residía en La Mesilla, una pequeña cortijada del municipio de Santiago de la Espada. Pienso que quizá mi tío no estuviese bien enterado de todos los pormenores de los sucesos tal y como ocurrieran, con más o menos exactitud, esta fue su versión:
Frascuelo era un mozalbete arrogante y lanzado que no se resignaba a las continencias de sus impulsos amorosos o viriles y era capaz de enamorar y hacer rendirse a una chica si se lo proponía, para eso se fijaba en la que consideraba más fácil.
El protagonista de esta breve historia, Frascuelo, habitaba en una de las principales aldeas del municipio que hoy es Santiago-Pontones y sostenía relaciones amorosas con Currita; una chica alegre y de las más coquetas y modernas de su época. Como las jovencitas estaban siempre muy vigiladas por sus madres y nunca las dejaban solas con los novios, a Frascuelo y Currita no les satisfacían así sus relaciones y queriendo gozar más de su apasionado amor, por las noches cuando ya estaban acostados todos los miembros de la familia, Frascuelo se iba a la ventana del cuarto de currita que caía a una angosta callejuela, donde ella le esperaba para seguir allí pelando su pava. Y una noche se le ocurrió al joven meter a cabeza por entre los barrotes de la reja de la ventana, restregándose las orejas porque el espacio le venía muy justo. Se supone que lo haría para poder besarse más a placer. Lo que sucedió es que del placer pasó a una tormentosa pesadilla; que cuando quiso retirarse, no pudo sacar la cabeza del cepo en que había caído, hasta el punto de que Currita se vio obligada a salir y buscar ayuda para separar los hierros con herramientas y al fin quedó libre de tan odioso asidero.
Al enterarse los padres de la chica que dormían en una habitación al lado del dormitorio de ésta, para evitar que se repitieran aquellas entrevistas nocturnas entre la pareja de jóvenes enamorados obligaron a su hija a subir su cama a la cámara de la casa en la planta alta. La cámara tenía un ventanuco sin reja a varios metros de altura.
Entonces, el vivaz Frascuelo que era muy sagaz e ingenioso para vencer dificultades, se buscó un palo grande de pino con garranchos y nudos de las ramas, lo traía por las noches cuando ya todos dormían y subía por el palo cogiéndose a los garranchos que le servían de agarraderos y para apoyar los pies y entraba al aposento de Currita que le estaría esperando. Y una noche después de acabarse un baile que formaron en la aldea, al que ellos también asistieron, cuando todos se retiraron, el intrépido mozuelo trajo su peculiar escalera y subió, como habría hecho en otras ocasiones, pero esta vez, alguien que sospechaba lo que hacía Frascuelo, lo espió y lo vio subir. Quienes estuviesen observando la acción del mozalbete, avisaron a todos los demás chavales y sin vacilar le quitaron el palo sigilosamente y esperaron a ver lo que hacían cuando fuera a bajar. Entre tanto, Frascuelo que por lo visto no tenía prisa en abandonar aquel placentero nido, se durmió rendido por el cansancio y cuando despertó ya estaba amaneciendo y los otros jóvenes allí esperando verlo bajar.
Cuando Frascuelo quiso dejar aquel lecho y a su Currita, aún adormitado del sueño del amanecer y se encontró sin su escalera, salió por la buhardilla al tejado y anduvo buscando algún otro tejado lindante más bajito para pasar a él, desde donde pudiera arrojarse al suelo con menos peligro y cuando lo vieron los demás mozuelos que permanecían expectantes, le armaron una gran algarabía, unos de decían gato otros palomo y otros, pavo y cuantas frases burlonas se les venían a la lengua. La verdad es que el trepador mozo no gozaba del afecto y sincera amistad de los otros chicos por jactancioso y presumido, que alardeaba de saber enamorar a las chicas y conseguir triunfos amorosos que los demás no podían alcanzar. Así toda la juventud masculina allí reunida, celebraron el más insólito y para ellos, divertido espectáculo mientras Frascuelo pasaba por otro vergonzoso trance, que no sería el último ni más desagradable durante su juventud.
Con las aventuras y desventuras referidas, el célebre protagonista de esta historieta, en cierto modo se hizo famoso en la comarca; pues los comentarios de los significativos acontecimientos se multiplicaron y extendieron por los alrededores y le dedicaron el mote de “gato-garduño”, por aquello de aprovechar la noche para trepar hasta los tejados, por tal nombre fue conocido en la geografía serrana hasta donde no le conocían físicamente.
En una ocasión transitaba el ya popular Frascuelo y al lado del camino que seguía, había un grupo de mujeres jornaleras escardando un campo de trigo en las proximidades de otra aldea en la misma zona y al lado del camino que seguía, había un grupo de mujeres jornaleras escardando un campo de trigo en las proximidades de otra aldea en la misma zona y al verlo con su típico aspecto altivo y engallado, empezaron a piropearlo jocosamente y él mostrándose más valiente de lo que era en realidad, les contestaba con frases no menos irónicas y provocativas. Así fueron aumentando de tono las palabras cruzadas y ellas le incitaron con voluptuosos desafíos, hasta que Frascuelo, pensando ruborizarlas y amedrentarlas, se desabrochó el pantalón como para mostrarles sus atributos masculinos. Y ¡qué equivocación!, aquellas mujeres en vez de acobardarse, por lo visto eran fuertes, de las que llaman de “armas tomar”, corrieron hasta él, lo derribaron y le ataron las manos juntas por detrás de la espalda para que no pudiera defenderse, entonces, unas lo sujetaban fuertemente y otras le vaciaron un botijo de agua y tierra en sus órganos genitales, donde le colgaron un cencerrillo pequeñito que llevaba una cabra de una de las mujeres y con la cuerda de la cabra lo amarraron del cuello y tirando de él como de un manso cordero, lo hicieron pasear por donde trabajaban otros grupos de mujeres, concluyendo el paseo al son del cencerrillo en la aldea más inmediata, que según las explicaciones de aquel tío mío, fue en Las Espumaderas, hoy deshabitadas.
Aquel grupo de rústicas campesinas, sí llevaron a cabo lo que los ratones en su congreso pensaban que sería bueno hacer con el gato para librarse mejor de sus garras y se divirtieron a lo lindo a costa de la horrorosa vergüenza que debió pasar el arrogante Frascuelo.
Considero oportuno incluir estos poemas que siguen del salmantino J. Mª Grabriel y Galán, porque en ellos veo un claro exponente de cómo era la vida de los trabajadores del campo hace un siglo. Al parecer, en los campos de Salamanca y extremeños ocurría igual que en esta nuestra Sierra de Segura.
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